XII

EN BUSCA DE IDENTIDAD

Un marchito portero les abrió la puerta. Alar condujo a la mujer hacia la gran cámara oscura del Galactarium. Mientras la puerta se cerraba silenciosamente a sus espaldas ambos forzaron la vista en medio de aquella fría oscuridad. Las enormes dimensiones de aquella cámara se percibían directamente, sin necesidad de verlas.

—Hay una galería que la circunda por dentro —susurró Alar—. Subiremos a una plataforma móvil para llegar al punto preciso.

La guió hasta la rampa. Muy pronto se deslizaban a considerable velocidad por la oscura periferia de aquel gran salón. En pocos segundos la plataforma aminoró la marcha, hasta detenerse frente a un tablero de mandos apenas iluminado. Keiris ahogó una exclamación de susto mientras Alar llevaba la mano al pomo de su sable.

Una alta figura sombría se erguía ante el panel.

—¡Buenas noches, señora Muir, Alar!

El Ladrón sintió que el estómago le daba vueltas. La risa de aquel hombre levantó ecos horribles en la negrura húmeda que los circundaba. Su rostro era el de Gaines, subsecretario de Espacio. La voz, la del juez que lo condenara a muerte según la ley de los Ladrones.

Alar permanecía en silencio, cauto y pensativo. El hombre pareció adivinar sus dudas.

—Paradójicamente, Alar, tu huida era lo único que podía reivindicarte ante la Sociedad. Tus poderes ultrahumanos quedaron confirmados mejor que con largos discursos. En cuanto a mí, si eso es lo que te intriga, llegué anoche en la Phobos, que va hacia el sol, y estoy aquí para llevarte sano y salvo a casa; también quiero preguntarte si has descubierto el secreto de la placa estelar. Se nos está acabando el tiempo.

—¿Por qué quieres saberlo? —inquirió Alar.

—No es que yo quiera saberlo. Lo importante es que lo sepas tú.

—En ese caso la respuesta es sencilla: no lo sé; al menos no sé la historia entera.

Alar sentía la terca necesidad de mantener un estricto silencio frente a ese hombre, mientras no supiera a ciencia cierta cuál era su papel en aquel fantástico drama. Sin embargo ciertos impulsos indefinidos lo llevaban a confiar en ese hombre, que en otro momento había pedido su vida.

—Mira hacia allá —dijo señalando hacia adelante.

Los tres contemplaron la silenciosa vastedad, mientras Alar operaba una de las llaves del panel. Hasta Gaines parecía sobrecogido.

El sol, con sus diez planetas, surgió en una imagen tridimensional frente a sus ojos. Cerbero, el planeta recién descubierto más allá de Plutón estaba a un kilómetro y medio, más o menos, y resultaba apenas visible. El Ladrón manejó los diales con piano experta y el sistema se redujo rápidamente. Todos recogieron los largavistas que había en el panel y siguieron observando. Al fin Alar explicó:

—Nuestro sol es ahora una nota muy pequeña de polvo luminoso; ni siquiera con los largavista podemos ver Júpiter.

Activó más llaves, moviéndose con celeridad.

—Esa es Alfa del Centauro, una binaria visual que, en esta escala, está a doscientos metros del sol. Esa estrella brillante que se ve al otro lado es Sirio. Y allí está Proción. Todas están acompañadas por enanas demasiado débiles como para distinguirlas.

»En este Galactarium, que mide un kilómetro y medio de diámetro, tenemos ahora unas ochenta estrellas entre las más cercanas al sol. Según la misma escala, la galaxia cabría en un espacio tan grande como la luna, de modo que será necesario reducir la proyección aun más para ver una parte más o menos importante.

Siguió operando indicadores. Ante ellos comenzó a formarse una gran rueda luminosa de radios en espiral.

—La galaxia, nuestro universo local —continuó Alar—. O al menos un noventa y cinco por ciento de ella, reducida a un círculo de una milla de diámetro y ciento cincuenta metros de espesor. Ahora es apenas una masa luminosa: la Vía Láctea.

»Las principales características son las dos Nubes Magallánicas. Para identificarla mejor podemos apelar a la posición de los brazos en espiral, a los cien cúmulos globulares y a la configuración de la nube estelar situada en el centro de la galaxia. Fíjense ahora.

La rueda y sus satélites magallánicos se redujeron con rapidez.

—El Galactarium tiene en este momento un diámetro en escala de cinco millones de años-luz. Bien hacia la derecha, a unos ciento cincuenta mil años-luz de distancia, está nuestra galaxia hermana, la M31 de Andrómeda, con sus propios cúmulos de satélites, M32 y NGC 205. Debajo hay dos galaxias menores, la IC 1613 y la M33. Del otro lado está la NGC 6822. El fragmento de universo que aquí ven ustedes es exactamente lo que encontré en la placa estelar.

—Pero todo eso es cosa antigua —protestó Gaines, muy desilusionado.

—No —intervino Keiris—. Alar quiere decir que ha visto nuestra propia galaxia desde fuera.

—Exactamente —confirmó el Ladrón—. La teoría astronómica predijo hace dos siglos que nuestra propia galaxia quedaría visible en cuanto se construyera un telescopio capaz de penetrar los siete billones de años-luz que mide el diámetro del universo.

—¡Caramba! —exclamó Gaines—. ¡Desde fuera!

Hizo repiquetear los largavistas contra el panel en un ritmo apagado; parecía tónico.

—¡En ese caso estamos mirando a través del universo! —volvió a decir.

—Bueno —replicó Alar, con una sonrisa levemente irónica—, eso no es obra mía. Cuando se terminó el Observatorio Lunar ese descubrimiento era sólo cuestión de tiempo. Mi contribución, al menos en ese aspecto, es mera rutina.

—Eso significa que has descubierto algo más —indicó ella.

—Sí. En primer lugar, la luz proveniente de la Vía Láctea, viajar en circuito cerrado a través del universo, debería regresar sólo tras siete billones de años; por lo tanto, lo que ahora vemos en la placa debería ser nuestra galaxia tal como era hace siete billones de años, es decir, en las vísperas de su formación a partir del polvo cósmico. En cambio la placa muestra la Vía Láctea tal como es ahora, precisamente como se la ve allí fuera.

—¡Pero es imposible! —exclamó Gaines—. ¡Tendría que haber una diferencia de siete millones de años!

El Ladrón respondió con una sonrisa:

—Tendría que ser imposible, ¿verdad? Sin embargo tanto la posición de los brazos en espiral como la velocidad periférica de la nebulosa, la posición de los cúmulos globulares, la edad espectral de nuestro propio sol y hasta la posición de los Planetas, incluyendo la Tierra, todo prueba lo contrario.

—¿Qué explicación encuentras a eso? —preguntó Keiris.

—Mi hipótesis es la siguiente: según la teoría de Einstein, el tiempo, multiplicado por la raíz cuadrada de menos uno, es igual al espacio euclidiano. Es decir: un año-luz de distancia es igual a un año de tiempo multiplicado por la raíz cuadrada de menos uno. Por lo tanto, si el espacio es infinito el tiempo también debería serlo. Y el tiempo, como el espacio, se curva y vuelve sobre sí mismo, de modo tal que no hay principio ni fin. Nuestra galaxia avanza simultáneamente por el tiempo y el espacio, en coordinadas como éstas. Levantó dos lápices cruzados en ángulos rectos y prosiguió:

—Supongamos que el eje X es el tiempo y el eje Y corresponde al espacio; nuestra galaxia está localizada en la intersección. Ahora bien, moveré el lápiz Y hacia la derecha, subiéndolo simultáneamente. Cualquier cosa que esté en la intersección se moverá por ambas coordinadas.

Ofreció los dos lápices a Keiris, pero ella, meneando la cabeza, cedió el honor a Gaines. El subsecretario tomó los dos esbeltos artículos y los sostuvo en ángulo recto, para moverlos enseguida hacia arriba y hacia abajo, hacia atrás y hacia adelante, con los labios fruncidos y los ojos atentos. Keiris también observaba su prueba con la mayor concentración. Alar aguardó a que los dos hubiesen captado el concepto. Después se inclinó hacia ellos y tocó los lápices.

—Ahora —dijo—, supongamos que sustituimos los lápices por dos argollas, de modo tal que ambas se crucen en ángulos rectos como la armazón de un giróscopo de juguete. Digamos que una argolla equivale a siete billones de años luz de espacio y la otra a la misma cantidad, pero en tiempo; nuestra galaxia está siempre en la intersección de ambas.

»Supondremos, además, que por cada intersección tiempo-espacio dada puede haber sólo una distribución de materia; el corolario será que cuando se produce la misma intersección estará allí la misma materia. De ese modo, cuando las argollas han cumplido media circunvalación se produce la misma intersección. De ahí se deduce que nuestra galaxia está en dos lugares al mismo tiempo; para decirlo con más precisión, en el mismo espacio al mismo tiempo.

»Pero el espacio y el tiempo se han desvanecido y rematerializado a través de los polos del universo; cuando así lo hicieron nuestra galaxia se materializó con ellos. La broma de mi ejemplo consiste en que tendemos a visualizar la rotación de las argollas en el espacio euclidiano, mientras que en realidad se asocia sólo a través de la raíz cuadrada de menos uno por medio de la cuarta dimensión. Sólo las intersecciones, tienen valores euclidianos mutuos.

Volvió a tomar los dos lápices que Gaines le devolvía y concluyó:

—Y, puesto que las dos intersecciones están diametralmente opuestas en el ciclo espacio-tiempo, una debería estar siempre siete billones de años-luz adelantada a la otra, de modo tal que cuando la luz parte de la intersección «futura» para viajar a través de los polos de tiempo y espacio hacia la intersección retrasada llega a la otra siete billones de años después, para ser recibida por el mismo continuo espacio-tiempo-materia que la originó. Esa es la causa de que la galaxia gemela haya tenido la misma edad que la nuestra ahora cuando su luz inició el largo viaje.

Los tres guardaron silencio por un momento. Al fin Gaines, dijo con timidez.

—En tu opinión, ¿qué significa eso, Alar?

—Como hecho aislado no significa nada, pero si lo consideramos a la luz de otras peculiaridades que aparecen en la placa podría tener mucha importancia. Ya seguiremos hablando de eso cuando haya visto a John Haven; tengo que preguntarle algunas cosas.

Alar volvió a guardar los largavistas en la consola y se acercó al panel de mando para cerrar las llaves y apagar el suministro de energía. En el inmenso salón se produjo un destello luminoso que se esfumó rápidamente, como la luminosidad electrónica de una vieja pantalla de televisión en el momento de apagarse. Por un momento los tres permanecieron en silencio ante la pesada oscuridad que seguía a la desaparición de la proyección estelar.

En tanto iban acostumbrando la vista a las mortecinas luces que habían vuelto a encender en los muros, Alar subió a la plataforma móvil. Keiris y Gaines lo siguieron. La plataforma los condujo a lo largo de la pared curva hasta la rampa. Por allí subieron hacia el vestíbulo de entrada. Ya cerca de la parte superior Alar se detuvo bruscamente.

—Un guardia —dijo.

Había un oficial de la policía imperial junto a una enorme columna de acero, con las manos en la cintura, que hablaba en voz baja con alguien más. Alar ocultó a Keiris tras su espalda y atrajo a Gaine a su lado, poniéndole una mano firme en el hombro.

—Teóricamente no hay nada que temer —dijo Gaines.

Pero el tono de su voz no era muy seguro.

—Será mejor tomar precauciones —replicó Alar.

Observó por un instante la silueta flaca y encogida del otro hombre; era el portero.

—Aguarden aquí —indicó—. Yo hablaré con el portero y le diré que saldremos por la puerta lateral.

Y señaló hacia la izquierda, donde las sombras eran más negras en torno a una lamparilla roja apenas visible, agregando:

—Los veré allá.

Antes de que Gaines o Keiris pudieran responder se alejó a grandes pasos hacia las dos siluetas. Keiris lo observó con el rostro contraído por la ansiedad. El policía imperial retrocedió un paso; después siguió a Alar y al portero, que avanzaban conversando hacia las oficinas del Galactarium.

—Venga usted —susurró Gaines, conduciéndola hacia la luz roja.

Alar tardó apenas un minuto en reunirse con ellos, pero a Keiris le pareció una hora. Sólo abandonó sus temores cuando lo vio avanzar hacia ella con paso tranquilo.

—¿Todo bien? —preguntó Gaines, ásperamente.

—Estoy seguro de que por el momento no corremos peligro —replicó Alar, interpretando la rápida mirada del subsecretario—. En primer término debemos salir de aquí. Más adelante les explicaré de qué se trata.

Abrió la puerta y volvió a cerrarla cuando todos hubieron salido; el cerrojo era automático. Los tres permanecieron un segundo en el pasillo lateral que conducía al corredor principal, distante quince metros de allí.

—El policía imperial me pidió que me identificara —dijo el Ladrón—. Le presenté mis credenciales a nombre del doctor Philip Ames y se mostró satisfecho. Después me preguntó dónde estaba el resto del grupo.

Gaines frunció el ceño, sin apartar la vista del corredor principal.

—Les expliqué que ustedes dos me esperaban en la galería. Quiso saber quiénes eran.

Keiris respiró con fuerza. Gaines volvió la cabeza, preguntando con suavidad:

—¿Qué les dijiste?

—La verdad —respondió Alar, con una ligera sonrisa.

—¿Qué? —exclamó Gaines, incrédulo.

—Era lo mejor. Si el policía imperial conocía mi verdadera identidad no se ganaba nada con mentir. Si no era así, la verdad acallaría sus sospechas.

—Pero informará a sus superiores que estamos juntos —señaló Gaines—. Nadie sabe de nuestra llegada a la luna. En un par de horas toda la policía imperial estará tras nosotros.

—Temo que ya lo saben —dijo Alar—. Lo adiviné por la indiferencia que mostró el policía al oír tu nombre y el de Keiris.

Hubo un momento de espantado silencio. Después Gaines dijo:

—Supongo que era imposible mantener en secreto nuestra llegada. Tendremos que mantenernos ocultos y no provocarlos. Tal vez no actúen mientras no reciban órdenes directas de Thurmond.

Y agregó, frunciendo nuevamente el ceño:

—¿Qué piensas, Alar? ¿Nos escondemos por un rato en la parte trasera o salimos a la luz del día?

El Ladrón reflexionó por un momento. Juntos los tres tendrían más dificultades para escapar de los posibles problemas, pero al mismo tiempo les sería más fácil evitarlos.

—Salgamos por la parte trasera —dijo al fin.

Keiris tenía los ojos dilatados por la alarma; todo su cuerpo parecía encogerse bajo la capa arremolinada. Alar contempló aquel mechón blanco que le cruzaba la cabeza hasta perderse en el nudo que le sujetaba el pelo, a un lado del frágil cuello. Aún parecía enferma. Él habría querido evitarle tantas tensiones, pero sólo pudo palmearle el hombro, diciendo:

—No te aflijas, Keiris. Aún no nos persiguen; no hacemos más que precavernos.

Gaines echó a andar alejándose del corredor principal, sin volverse. Alar y Keiris lo siguieron; en ese momento ella cambió con el Ladrón una penetrante mirada. Sus ojos estaban tan llenos de ternura y de preocupación por él que le inspiraron una aguda conmoción emotiva; además se veía forzado a corresponderle con los mismo sentimientos.

En seguida ella se adelantó para acercarse a Gaines.

Avanzaron por los corredores, cruzando una y otra vez los principales. El trayecto les demandó casi media hora.

—Trataré de contestar en primer lugar a tu última pregunta, muchacho —dijo el biólogo.

Observó cálidamente a su protegido mientras encendía la pipa y echaba las primeras bocanadas. Al fin se repantigó en la silla.

—¿Sabes lo que significa la palabra «éxtasis»?

—Puedes dar por sentado que conozco la definición, John —respondió Alar, mientras fijaba en el anciano sus ojos atentos.

—Eso no basta. Te dirá que viene del verbo griego «existani», que significa, «poner fuera de lugar». Pero ¿fuera de qué lugar? ¿Adónde? ¿Qué es ese estado mental tan peculiar denominado «éxtasis»? Sólo sabemos que se puede llegar a él mediante el alcohol, las drogas, la danza frenética la música y otros medios. Durante tu enfrentamiento con Shey, en el momento de mayor angustia, probablemente pasaste al estado del que hablamos, o tal vez más allá. Al hacerlo rompiste tu vieja cáscara tridimensional y te encontraste en lo que aparentemente era un mundo nuevo. En realidad, si he comprendido bien tu descripción, se trataba simplemente de un aspecto de tu eterno cuerpo cuatridimensional, que tiene tres dimensiones lineares y una cronológica. El ser humano común sólo ve tres de esas dimensiones; en cuanto a la cuarta, la presiente intuitivamente como una dimensión adicional. Pero cuando trata de imaginar la forma de algo que se extiende hacia la dimensión de tiempo descubre que se ha limitado a perder una dimensión espacial. Imagina su cuerpo extendido en el tiempo tal como tu cuerpo lo hizo durante tu experiencia. En este nuevo mundo las tres dimensiones visibles para ti eran dos lineares y una de tiempo, las cuales, al combinarse, creaban la apariencia de solidez regular tridimensional.

—Es decir —intervino Alar, lenta y pensativamente— que vi mi cuerpo tridimensional a través de tres dimensiones nuevas.

—Nuevas, no: todas son antiguas. La altura y el ancho eran los mismos. La única dimensión aparentemente nueva era la del tiempo, que sustituía a la profundidad. Una sección transversal de tu cuerpo extendida con el tiempo en marcha hasta convertirse en una columna interminable. Cuando el dolor se hizo insoportable escapaste de tu columna. La diferencia entre tu éxtasis y el de los griegos consiste en que tú no necesitabas volver al tiempo en el mismo instante en que te habías marchado.

—John —observó Alar, en medio de sombrías, casi exasperadas conjeturas—, ¿te das cuenta de que pude haber retrocedido en el tiempo hasta un período previo a mi amnesia? ¿Que pude haber resuelto con toda facilidad el misterio de mi identidad? Y que ahora… Ahora no sé cómo regresar, excepto, tal vez, por el infierno del dolor insoportable.

Su pecho se alzó en un suspiro de inmensa pena.

—¿Y bien, John? En cuanto a mi otra pregunta, ¿quién soy?

Haven dirigió una mirada a Gaines. El subsecretario intervino:

—Me parece mejor que sea yo quien trate de responderte. Aunque en realidad no hay ninguna respuesta. Hace cinco años, cuando llegaste a la orilla del río, llevabas algo en la mano. Esto.

Y entregó a Alar un pequeño libro encuadernado en cuero. El Ladrón lo estudió con curiosidad. En la tapa se veía una leyenda impresa en oro:

T-22, Bitácora

Con la respiración notablemente acelerada buscó los ojos de Gaines. El subsecretario se limitó a decir:

—Mira el contenido.

Alar levantó la cubierta y leyó la primera anotación: «21 de julio de 2177…».

—Eso es la semana que viene —observó, entrecerrando los ojos—. Hay un error en la fecha.

—Lee toda la anotación —le instó Haven.

«21 de julio de 2177. Ésta será mi única nota, puesto que sé adónde voy y cuándo he de regresar. Poco es lo que debo decir; tal vez, en mi condición de único sobreviviente de la raza humana, no tengo por qué hacerlo. En pocos minutos la T-22 estará viajando a una velocidad superior a la de la luz. En circunstancias más gratas me interesaría muchísimo la increíble evolución que ya está experimentando mi acompañante». Eso era todo.

—El resto del libro está en blanco —dijo brevemente Haven.

Alar deslizó los dedos nerviosos por el pelo.

—¿Quieren ustedes decir que fui yo quien escribió esto? ¿Que yo estaba en la nave?

—Puedes haber estado en la nave o no. Pero estamos seguros de que no fuiste tú quien escribió eso.

—¿Quién fue?

—Kennicot Muir —dijo Gaines—. Su letra es inconfundible.