XI

REGRESO DE KEIRIS

—Mi queridísima Keiris —exclamó Shey, sonriente—, nuestro encuentro en este sitio era tan inevitable como la muerte misma.

La mujer, atada a la mesa de operaciones, aspiró profundamente mientras observaba el cuarto con los ojos dilatados. Allí no había más que una blancura deslumbrante y cajas con extraños instrumentos… además de Shey, enfundado en una blanca túnica de cirugía. El psicólogo seguía hablando, sin dejar de entremezclar risitas a sus palabras.

—¿Comprendes la naturaleza del dolor? —preguntó, inclinándose sobre ella hasta donde su corpulencia se lo permitía—. ¿Sabías que el dolor es el más exquisito de los sentidos? Muy poca gente lo sabe. En su tosca brutalidad, la mayor parte de la humanidad lo emplea tan sólo como advertencia de cualquier daño físico. Así se pierden por completo los más sutiles matices. Sólo unos pocos iluminados, como los fakires hindúes, los penitentes y los flagelantes, aprecian los supremos placeres que se pueden obtener utilizando nuestro sistema propioceptivo, tan lamentablemente descuidado.

De pronto se enrolló la manga y dejó al descubierto una mancha despellejada en la parte interior del brazo.

—¡Mira! —dijo—. Me arranqué la epidermis y dejé caer allí ardientes gotas de etanol durante quince minutos, mientras estaba en mi palco de ópera, absorto en el Inferno que interpretaba el Ballet Imperial. Sólo yo, entre todos los del público, pude apreciarlo por completo.

Hizo una pausa y suspiró.

—Bien, comencemos. Cuando quieras, habla. Espero que no lo hagas demasiado pronto.

Acercó una caja llena de indicadores, de la que extendió dos cables coronados por agujas. Le clavó una en la palma de la mano derecha y la sujetó con cinta adhesiva. Con el mismo procedimiento le instaló la aguja restante en el bícep derecho.

—Comenzaremos con lo más elemental, para avanzar de poco hacia lo complejo —explicó Shey—. Podrás apreciar el estímulo más a fondo si conoces el mecanismo. Observa el oscilógrafo.

Así diciendo señaló un indicador circular de color blanco opaco, dividido horizontalmente por una línea luminosa. Keiris sintió un dolor agudo en el brazo derecho y lanzó un grito involuntario… El dolor se estableció allí, con un latido rítmico.

—Lindo aperitivo, ¿verdad? —observó Shey, con una de sus risitas—. ¿Ves el rayo catódico? Eso indica que el impulso sube por ese nervio a determinada velocidad. Según sea ésta, el dolor es súbito y agudo, lo que marca el pico máximo en el tubo catódico, pues viaja a unos treinta metros por segundo; después baja a medio metro por segundo, lo que equivale al dolor sordo que se siente cuando uno se golpea los dedos del pie o se quema la mano. Esos impulsos se reúnen en fibras nerviosas cada vez más grandes, que a su debido tiempo pasan a la médula espinal para llegar al hipotálamo, que selecciona los diversos estímulos de dolor, frío, calor, tacto, etcétera, y dirige los mensajes al cerebro para que éste ordene la acción, Parece ser la circunvolución central posterior que está precisamente tras la fisura de Rolando la que recoge todos los impulsos de dolor.

Levantó la vista con expresión alegre y le ajustó la aguja clavada en el brazo.

—¿Te aburriste ya de ese estímulo tan monótono? Aquí va otro.

Keiris se preparó para resistirlo, pero la sacudida no fue tan aguda.

—No es gran cosa, ¿eh? —dijo el psicólogo—. Apenas sobrepasa el límite. Después de la estimulación la fibra no puede recibir otro impulso por cuatro décimas de milisegundo. En seguida se torna hipersensitiva por quince milisegundos y finalmente vuelve a funcionar por debajo de lo normal durante ochenta milisegundos. Desde ese momento en adelante torna a la normalidad. Son esos quince milisegundos de hipersensibilidad los que me resultan tan útiles.

Keiris soltó un alarido.

—¡Espléndido! —cloqueó Shey, cerrando la corriente de la caja negra—. Y eso fue sólo con un nervio de un solo brazo. Es realmente fascinante ir agregando un par de electrodos y otro más hasta que finalmente los brazos quedan cubiertos de ellos; aunque por lo general el sujeto muere.

Y se volvió nuevamente hacia la caja.

En algún punto de la cámara un radiocronómetro marcaba los segundos con burlona languidez.

Alar contempló sin entender esa cara enflaquecida y barbuda que le mostraba el espejo. ¿Qué hora era, de qué día?

Una rápida mirada al reloj-calendario le indicó, para su sorpresa, que llevaba seis semanas encerrado en ese escritorio de la Estación Lunar, en frenética carrera contra el momento en que el poder combinado de los Ladrones y los de la policía Imperial lo descubrieran y lo eliminaran.

¿Había logrado resolver el misterio de la placa estelar? No lo sabía. Creía haber descubierto la identidad de esa rueda luminosa situada en la esquina inferior derecha del negativo. También había descubierto varias aberraciones muy interesantes dentro de la nebulosa del espacio intermedio, para las cuales cabían diversas explicaciones, ninguna satisfactoria por completo. ¿Acaso el Cerebro conocía la respuesta? Por su parte sospechaba que sí.

Todos parecían conocer todas las respuestas, todos menos él. Había casi una cómica injusticia en el hecho de que él, poseedor de una vista y de un oído milagrosos, el que había orillado las cumbres de lo divino aquella noche, en la cámara de Shey, supiera tan poco sobre sí mismo.

Y allí estaba también esa extraña, maravillosa placa estelar. Encerraba un secreto que el Cerebro deseaba hacerle conocer. ¿Cuál?

Se rascó distraídamente la barba, mientras su mirada recorría el estudio. De la lámpara colgaba una pequeña maqueta tridimensional de la galaxia. Parecía una disculpa por el absurdo escenario posterior, que consistía solamente en libros, libros grandísimos, minúsculos, lujosos, modestos, en todos los idiomas de la Tierra distante. Lo inundaban todo: suelo, sillas y mesas; llegaba casi a la mitad de las cuatro paredes, formando un resquebrajado paisaje, que se abría de trecho en trecho en los valles creados por Alar al caminar por el cuarto, durante las últimas semanas. Esos valles mostraban un alfombrado constituido por el triste detritus de las anotaciones desechadas. En un circo glaciar de este Matterhorn formado por libros, que se inclinaba sobre su mesa de trabajo, estaba el microscopio, rodeado por un talud grisáceo de fotografías en negativo.

Ente las páginas de la Mecánica Espacial, de Muir, asomaba el tubo de depilatorio. Un momento después Alar estaba nuevamente ante el espejo, quitándose la barba. En seguida se observó con curiosidad, tal como hacen invariablemente los hombres cuando se rasuran tras una larga ausencia de la civilización. Pero ya desaparecida la barba le sorprendió encontrarse con la demacrada palidez de su rostro. Trató de recordar cuándo había comido o dormido por última vez; no podía determinarlo con precisión. Tenía la idea de haber devorado cubos congelados de sopa de verduras con los dedos desnudos.

Se dirigió hacia la escotilla para mirar hacia la oscuridad; una cadena de salvajes montañas lunares se teñían de plata bajo el sol poniente. La Tierra, en cuarto creciente, pendía en monumental esplendor por sobre los riscos. Alar sintió deseos de estar allí en ese preciso momento, para formular muchas preguntas al Cerebro, a Haven… a Keiris… ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que la Tierra volviera a ser un sitio seguro para él? Tal vez jamás volviera a serlo, puesto que los Ladrones y las fuerzas imperiales lo buscaban a la par. Era un milagro que no se hubiera descubierto aún su falsa identidad en el observatorio.

Meneó tristemente la cabeza. Necesitaba una buena caminata por las calles desiertas de Selena, la colonia lunar que albergaba al personal del observatorio y a sus familias. Primero se daría una ducha.

Llevaba una hora vagando por las calles cuando vio a Keiris. Estaba sola, de pie en la escalinata del Museo Geográfico, y lo miraba con expresión grave. Llevaba una capa ligera sobre los hombros; al parecer sujetaba sus bordes con los dedos de la mano derecha o con un cierre metálico apenas visible. Las luces del pórtico arrojaban un resplandor azul ultraterrestre sobre su rostro, muy pálido. Las mejillas traslúcidas estaban sumidas y arrugadas. Parecía haber adelgazado notablemente. Su cabellera negra, atada sin artificio al costado del cuello, presentaba un mechón muy blanco.

Alar nunca la había visto tan adorable. Durante largo rato la miró fijamente, bebiendo aquella belleza etérea y melancólica de luz y sombras azules. Su atormentada frustración cayó de inmediato en el olvido.

—¡Keiris! —susurró—. ¡Keiris!

Cruzó rápidamente la calle, mientras ella descendía los escalones con cierta rigidez para ir a su encuentro. Pero cuando extendió hacia ella las dos manos la vio bajar la cabeza y arroparse más en la capa. No esperaba un saludo tan frío. Los dos subieron por la calle, caminando en silencio. Tras un momento Alar preguntó:

—¿Tuviste problemas con Haze-Gaunt?

—Un poco. Me hicieron algunas preguntas. No les dije nada.

La voz de Keiris era extrañamente áspera.

—Tu pelo… ¿Has estado enferma?

—He estado internada durante seis semanas —replicó ella, evasiva.

—Lo siento.

Hubo una pausa. Al cabo Alar volvió a preguntar:

—¿Qué haces por aquí?

—Me trajo un amigo tuyo. Un tal doctor Haven. En este momento te está esperando en el estudio.

El corazón de Alar dio un salto.

—¿Acaso la Sociedad me ha absuelto? —se apresuró a preguntar.

—Que yo sepa, no.

—Bueno, está bien —aceptó él, suspirando—. Pero ¿cómo te encontraste con John?

Keiris contempló la calle en penumbras. Al cabo respondió serenamente:

—Él me compró en el mercado de esclavos.

Alar percibió en sus palabras algo terrible. ¿Qué podía haber encolerizado a Haze-Gaunt hasta el punto de venderla? No se sintió capaz de preguntárselo; tal vez Haven podría explicarle todo aquello.

—En realidad no hay nada misterioso en esto —prosiguió ella—. Haze-Gaunt me cedió a Shey. Cuando éste me dio por muerta me vendió a un supuesto comprador por cuenta de un osario, que resultó ser un cirujano enviado por los Ladrones. Me tuvieron en un hospital clandestino durante estas últimas seis semanas. Como ves, no he muerto. Después vino el doctor Haven y yo le revelé dónde estabas. Anoche escapamos a través del bloqueo.

—¿Bloqueo?

—Haze-Gaunt prohibió la salida de todos los vehículos espaciales inmediatamente después de tu partida. Los policías imperiales siguen revisando el hemisferio entero en tu busca.

Él echó una mirada cautelosa hacia atrás.

—Pero ¿cómo es posible que una nave de los Ladrones haya entrado a la Estación Lunar? Todo está lleno de policías. Los han individualizado, sin duda. Haven ha cometido un disparate al venir. Si no nos arrestaron a los dos inmediatamente después del alunizaje ha sido en la esperanza de que les dierais la pista para llegar a mí. Fíjate, en este mismo instante nos están siguiendo.

—Lo sé —respondió ella, serenamente, pero con cierta brusquedad—, pero no importa. El Cerebro me indicó que viniera a tu encuentro. En cuanto al doctor Haven no pongo en tela de juicio ninguna de sus acciones. Por tu parte estarás a salvo durante varias horas. Supongamos que los guardias del espaciopuerto nos hayan identificado, al doctor Haven y a mí; supongamos que yo los he conducido hacia ti y que nos están siguiendo. No harán nada a menos que intentemos salir de Selena; esperarán la llegada de Thurmond y de Shey, tal vez. ¿Para qué darse prisa, puesto que desde su punto de vista tú no puedes escapar?

Alar iba a responder con cierto sarcasmo, pero cambió de idea.

—¿Haven piensa en serio que me puede sacar de aquí? —inquirió.

—Un alto funcionario del gobierno, que pertenece a la Sociedad de los Ladrones, pondrá un guardia sobornado en la puerta de salida a cierta hora; así todos podremos escapar.

Apretó los labios y lo miró de soslayo con expresión extraña. Después agregó:

—No morirás en la luna.

—Esa es otra predicción del Cerebro Microfílmico, ¿no? A propósito, Keiris, ¿quién es el Cerebro? ¿Por qué haces todo lo que él te indica?

—No sé quién es. Según se dice, en otros tiempos actuaba en un circo respondiendo a cualquier pregunta cuya respuesta hubiera aparecido impresa. Hace alrededor de diez años se produjo un incendio que le dejó la cara y las manos desfiguradas. Después de eso ya no pudo aparecer en público y entró como empleado de la biblioteca microfílmica de la Biblioteca Científica Imperial. Allí aprendió a absorber un libro de dos mil páginas en menos de un minuto. Fue entonces cuando Shey lo descubrió.

—Sigue —la urgió Alar.

Experimentaba cierta sensación de culpa por obligarla a dar detalles de una vida que seguramente no querría recordar, pero él necesitaba saberlo todo.

—Por entonces desapareció Kim y Haze-Gaunt… se apoderó de mí. Recibí una nota escrita por Kim en la que me indicaba hacer todo cuanto el Cerebro me pidiera. De modo que…

—¿Kim? —exclamó el Ladrón, sintiendo que algo se derrumbaba en su interior.

—Kennicot Muir era mi esposo —respondió la mujer, con, voz serena—. ¿No lo sabías?

Muchas cosas acababan de quedar en claro para Alar; una claridad incisiva y absoluta.

—Keiris Muir —murmuró—. Por supuesto; la esposa del hombre más fabuloso e inasible del sistema. Hace diez años que no se presenta en carne y hueso a la Sociedad que fundó ni a la mujer con quien está casado. ¿Qué te hace pensar que está vivo?

—Eso es lo que a veces me pregunto —admitió ella, lentamente—. Es que precisamente esa noche, cuando me dejó para asistir a su fatal entrevista con Haze-Gaunt, dijo que saldría de cualquier aprieto y volvería a buscarme. Una semana después, ya instalada en las habitaciones de Haze-Gaunt, recibí una nota escrita por Kim pidiéndome que no me suicidara. Por eso no lo hice. Un mes más tarde me llegó otra nota en la que me hablaba del Cerebro Microfílmico. Desde entonces he recibido aproximadamente una nota por año; parece ser su letra; siempre me dice que espera con ansias el día en que volveremos a estar juntos.

—¿Nunca se te ocurrió que podrían ser falsificadas?

—Sí, tal vez. Es posible que esté muerto. Quizá soy muy ingenua al creerlo vivo.

—¿Es la única prueba de que dispones? ¿Las notas escritas por él?

—Es todo —respondió Keiris, solemne—. Sin embargo hay algo que me parece significativo: en la manada de lobos no hay uno solo que lo crea muerto.

—¿Eso incluye a Haze-Gaunt?

—Oh, sí. Haze-Gaunt está casi seguro de que Kim está escondido en alguna parte, tal vez en el extranjero.

Para Alar aquélla era la prueba más concreta de que Muir vivía aún. El Canciller, práctico y duro como era, habría puesto cuidado en ocultar sus temores si los creyera infundados. En seguida preguntó:

—¿Y el Cerebro Microfílmico? ¿Qué vinculación tiene con la Sociedad?

—Debe ser un agente secreto, supongo. Tiene acceso a la Biblioteca Científica Imperial, y eso debe ser de considerable importancia para la Sociedad.

Alar sonrió amargamente. Keiris, en su constante trato con la grandeza, parecía ciega a la posibilidad de que la Sociedad fuera sólo un instrumento del Cerebro. La miró con atención, mientras decía en tono pausado:

—Dices que Kennicot Muir desapareció más o menos por la época en que el Cerebro surgió en escena. ¿No te parece significativo?

Ella dilató los ojos sin responder. Alar insistió:

—¿No se te ha ocurrido que el Cerebro Microfílmico puede ser tu esposo?

Keiris hizo una pausa antes de responder:

—Sí, lo he pensado. ¿Estás enterado de algo?

Sus ojos lo escrutaban con ansiedad.

—Nada concreto —respondió él, notando en seguida la desilusión que se le reflejaba en los ojos—. Pero parece haber una inusitada serie de coincidencias entre esos dos hombres.

—La única semejanza física es la estatura. Por lo demás son totalmente distintos.

—El Cerebro está desfigurado y eso constituiría un disfraz perfecto. Me llama la atención la preeminencia alcanzada por él tras la desaparición de tu esposo. Además, piensa en la influencia que ejerce sobre la Sociedad:

Y agregó, observándola con mucha atención:

—Por otra parte, como has visto, te trata de un modo especial.

—No puede ser el mismo —replicó ella, sin convicción, con un reflejo de duda en la mirada.

—¿Qué prueba tienes de que no lo sea? —insistió Alar, con suavidad.

—¿Prueba?

Era evidente que no tenía respuesta para esa pregunta.

Alar resolvió retomar el punto que servía de base a aquellas dudas.

—Dices que has considerado la posibilidad. ¿Por qué la descartaste?

—No lo sé —respondió ella, ya intranquila al ver que su seguridad la abandonaba—. Fue porque sí. Si lo que quieres son pruebas, no las tengo.

Alar comprendió que ese interrogatorio era cruel. Deseaba ser objetivo y enfrentar la situación, pero nada podía apaciguarle el dolor íntimo. Buscó frenéticamente una pregunta final que acallara las dudas; de pronto creyó encontrarla.

—¿Acaso Haze-Gaunt ha considerado también esa posibilidad?

—¡Vaya, sí! —exclamó Keiris, abriendo mucho los ojos—. ¡Sí, lo pensó!

—¿Y cuáles fueron los resultados?

—¡Rechazó la idea de plano! ¡Lo sé!

—¡Bueno!

Alar suspiró. Eso era muy importante, una prueba negativa tan sólida como era posible encontrarla. El interrogatorio había concluido. De pronto echó una mirada a la esfera luminosa de su radio de pulsera.

—Ya son las cuatro. Si Thurmond partió de inmediato (y debemos suponer que así fue) estará aquí con las tropas a media noche. Nos quedan ocho horas para completar la solución al problema de la placa estelar y marcharnos luego. En primer término iremos al Galactarium; después volveremos a mi estudio para ver a John Haven.