EL COMISARIO, después de lanzar un breve bufido, se levanta a abrir la ventana que está detrás de su sillón. Sabe que al abrirla no se aliviará el calorazo que le pega la camisa al cuerpo, pues el patinillo que da luz a su despacho está cubierto por una cristalera que deja pasar el sol, pero no el aire.
No obstante, a pesar de que lo sabe, ver la ventana abierta de par en par le proporciona un refresco psicológico. Poco alivio para la mucha temperatura, pero es todo lo que puede hacer el comisario hasta que la cicatera Administración le conceda el cochino ventilador que tiene solicitado.
Por desgracia, la Administración no tiene prisa en concedérselo, ya que existen en la policía necesidades más acuciantes y perentorias que ahorrarles a los comisarios un poco de sudor.
Esa comisaría, además, es una de las menos importantes de la gran ciudad. Está en las afueras y se creó para un nuevo barrio periférico que no ha crecido al ritmo previsto. Un barrio que iba para residencial, pero que se torció a medio camino y fue para industrial. Hay en él algunas fábricas no muy importantes y unos cuantos bloques de viviendas para obreros.
La tranquilidad del barrio, aún no muy poblado y poco maleado, hace que su comisaría sea tranquila también. Quizá por eso la Jefatura Superior envía allí a sus comisarios bisoños para que se vayan fogueando, o a los veteranos que pronto se jubilarán.
A este último grupo pertenece el sudoroso C. Morán, que sólo se parece a su colega Maigret en su edad avanzada y en que le gusta fumar en pipa. Porque C. Morán, al que sólo le faltan nueve meses para jubilarse, nunca se destacó por su astucia resolviendo casos complicados en su larguísima carrera. Fue un buen funcionario, eso sí, cumplidor de todos sus deberes con puntualidad aunque sin brillantez. Gracias a lo cual ascendió por los escalafones policiales despacito, no por méritos personales sino por jubilación de los más viejos.
Falto por completo de ambiciones, como la mayoría de los funcionarios, se puso muy contento cuando le destinaron a aquella apacible comisaría suburbial. Puesto perfecto para un hombre como C. Morán, que aspira a terminar su vida profesional como la había iniciado: sin gloria, pero también sin pena.
Tuvo siempre tan poca madera de policía, que hasta en su nombre se evidenciaba. De ahí que lo sustituyera por esa «C» seguida de un punto, para no ponerse en evidencia. Porque no es posible pertenecer a un cuerpo, cuya virtud fundamental se supone que es la astucia, llamándose Cándido.
Después de abrir esa ventana inútil, que sólo va a proporcionarle un frescor imaginario, C. Morán vuelve a seguir sudando en su sillón. Frente a él, sentado en una silla al otro lado de la mesa, está el detenido. Es un hombre que acaso tenga más edad de la que representa. Exhibe un rostro muy pálido, casi blancuzco, con mejillas regordetas y facciones aniñadas. Puede que no necesite afeitarse todos los días, pues su cutis recuerda la piel del melocotón y hace suponer que su barba tendrá más de pelusa que de pelo.
Sus ojos, grandes y claros, miran con una franqueza que descarta la posibilidad de que puedan ocultar alguna mentira.
En conjunto y a primera vista, el sujeto da la impresión de que fue detenido por error. Su físico, definitivamente, no encaja en el marco de la comisaría.
—Tiene usted la suerte —le dice el comisario después de bufar nuevamente a consecuencia del calor— de que hoy tenemos poco trabajo y estoy aburrido. Si no se dieran estas dos circunstancias, ahora mismo le pondría de patitas en la calle.
—¿Por qué? —protesta el detenido con una voz suave, aterciopelada como su cutis—. La policía me detuvo cuando yo estaba cometiendo un delito. Mi detención fue justa, puesto que mi culpabilidad era evidente. Es lógico, por lo tanto, que me hayan conducido ante usted, y es lógico también que usted me interrogue.
—No necesito interrogarle puesto que según parece está usted deseando declarar.
—Creo que es mi deber, teniendo en cuenta que fui detenido delinquiendo.
—Eso es lo que usted se empeña en decir —puntualiza el comisario—. Pero no es verdad.
—¿Cómo que no?
—La verdad es que usted hizo lo posible para conseguir, y lo consiguió, que la policía le detuviera en el lugar donde se había cometido un delito. Que no es igual.
—Sí, lo es, puesto que ese delito lo había cometido yo.
—Vamos, no diga memeces —rechaza C. Morán—. ¿Cómo voy a creerme que usted solo destruyó los Laboratorios Vital, en una de cuyas naves destrozadas se dejó detener?
—No fui yo solo quien llevó a cabo la destrucción: tuve muchos cómplices.
—Que huyeron sin dejar rastros ni huellas de ninguna clase, como de costumbre. Porque sepa usted que ésta no es la primera vez que una banda misteriosa destruye misteriosamente una industria de productos farmacéuticos.
—Lo sé —dice el detenido con gran serenidad—. Con ésta, ya van siete.
El comisario no se extraña, pues dice a continuación:
—Eso lo sabe todo el mundo. Los periódicos han hablado mucho del asunto.
—Lo que nadie sabe todavía, es el porqué de esas destrucciones sistemáticas —añade el detenido—. Y yo puedo decírselo.
—¿Usted?
—Sí. Suponga que ésa ha sido la razón de dejarme detener: explicarle el porqué de esos delitos, que hasta ahora resultan inexplicables.
—Nueva prueba de que usted no tiene nada que ver con ellos.
—¿Por qué?
—Sabrá también por los periódicos la maldita perfección de todos los golpes que ha dado esa banda. Pese a que nuestra policía es una de las mejores del mundo, y ¡ay de usted si no opina lo mismo!, no hemos logrado encontrar hasta ahora ni la más ligera pista que nos conduzca al descubrimiento de los culpables.
—¿Y qué? —parpadea el detenido.
—Es absurdo que unos delincuentes tan perfectamente organizados cometan de pronto la pifia de dejar que capturemos a uno de sus miembros. No puedo creerlo. Y menos aún después de verle a usted. Porque usted, dicho sea sin ánimo de ofenderle, no tiene cara de criminal astuto, sino de buenazo y tontorrón.
—¿Y qué le hace suponer que los autores de esas destrucciones son criminales?
—¿Qué quiere que suponga de una banda que ha destruido siete industrias ocasionando pérdidas valoradas en varios cientos de millones? No voy a pensar, como comprenderá, que son unos angelitos.
—Y sin embargo —suspira el detenido—, si pensara eso, estaría muy cerca de la verdad.
—Le advertí que estaba dispuesto a escucharle —le recuerda el comisario—, aunque no muy decidido a creerle. Y si encima empieza a decir sandeces…
—Informarle de que los autores de esos hechos no son criminales, no es una sandez.
—Es en todo caso una información totalmente gratuita.
—No —contradice el detenido—, puesto que estoy dispuesto a demostrarlo.
—Seguiré escuchándole —anuncia el comisario con cierta resignación—, puesto que no tengo ningún quehacer más urgente.
—Empezaré mi demostración explicándole que hay, en efecto, manos criminales en este asunto de las destrucciones.
—Eso no hace falta que me lo explique porque estoy harto de saberlo.
—Pero lo sabe al revés, como todo el mundo. La verdad, sin embargo, es que no son criminales las manos de la banda que destruye esas industrias, sino las industrias destruidas.
—¡Hombre, eso tiene gracia! —ríe el comisario.
—Eso —rebate el detenido poniéndose muy serio— es lo menos gracioso y lo más dramático que puede imaginarse. Porque la criminalidad de esas industrias alcanza la magnitud de verdaderos genocidios.
—No diga tonterías —rechaza C. Morán—. Precisamente las industrias farmacéuticas son las más humanitarias que existen en el mundo, puesto que producen medicinas para salvar la vida.
—Las que nosotros destruimos, sólo fabricaban productos para suprimirla.
—¿A qué productos se refiere usted?
—A las píldoras anticonceptivas. Si la policía no fuera tan torpe, ese dato le hubiera bastado para llegar a una conclusión.
—¿Qué dato? —ahora es el comisario quien parpadea.
—La producción de las siete fábricas que hemos eliminado hasta ahora: todas ellas producían exclusivamente la famosa «píldora». ¿Empieza a comprender?
—Pues la verdad —confiesa el comisario—, no.
—¿No comprende que esas industrias son criminales, puesto que matan todos los días a miles y miles de niños?
—No los matan —protesta el policía.
—Impiden que se gesten, y en consecuencia que nazcan. Matan en definitiva sus posibilidades de vivir.
—No vamos a polemizar ahora sobre los problemas de conciencia que plantea el control de la natalidad —gruñe C. Morán.
—Yo no los discuto, porque es indiscutiblemente un crimen impedir el nacimiento de una vida humana.
—Pero las legislaciones modernas no sólo no lo consideran criminal, sino que han promulgado leyes que amparan la fabricación de anticonceptivos.
—Por culpa de esas leyes monstruosas —se exalta el detenido—, nos hemos visto obligado a recurrir a la violencia. Puesto que el mundo ha perdido el sentido común, éste es el único camino que podemos seguir para lograr nuestro propósito.
—¿Qué propósito?
—No permitir que sigan fabricándose productos que nos impidan nacer. Porque usted no sabe el tremendo problema que tenemos planteado allá.
—¿Dónde? —pregunta el comisario con extrañeza.
—En el Espacio Prenatal. La creación de almas continúa al ritmo de costumbre, pero el creciente uso de la píldora va reduciendo las posibilidades de darles salida. Para que lo comprenda mejor, le pondré un ejemplo vulgar: imagínese una fábrica de conservas que sigue produciendo el contenido de sus latas, pero que se encuentra de pronto sin latas para envasar sus productos y lanzarlos al mercado. Pues eso mismo está ocurriendo en el Organismo Supremo que elabora la Humanidad: siguen elaborándose las almas planificadas por el Departamento de Creación; pero fallan las industrias auxiliares encargadas de fabricar los envases, o sea los cuerpos, que las contengan. Y usted no puede figurarse la angustia que ha ido apoderándose del Espacio Prenatal. Masas de almas cada vez más compactas, rechazadas del curso vital por el uso de los anticonceptivos, empiezan a acumularse y a desbordar todas las previsiones de almacenaje calculadas durante milenios. El problema es tan grave, que ha sido necesario recurrir a este sistema para resolverlo: organizar comandos de choque, confundidos por ustedes con bandas de delincuentes, para destruir las barreras farmacéuticas que se oponen al ritmo normal de nacimientos.
C. Morán, celoso de no mostrar la candidez que su nombre oculto le atribuye, ha escuchado esta declaración con gesto de escepticismo rayano en la cuchufleta. Piensa que el calor ha reblandecido los sesos de ese desgraciado, haciéndole delirar. Porque divertidas de puro delirantes le resultan las explicaciones del detenido. Tan divertidas, que el comisario está a punto de echarse a reír cuando le dice:
—Entonces, puesto que viene de un espacio sobrenatural, no será usted de carne y hueso como todo el mundo.
—Aparentemente, sí —sigue explicando el otro con absoluta seriedad—. Pero mi encarnación es transitoria. Se nos ha concedido esta apariencia humana para llevar a cabo nuestra misión con más facilidad. Eso explica que, hasta ahora, la policía no haya encontrado huellas de nosotros. Porque nos materializamos para llevar a cabo las destrucciones y nos volatilizamos después.
—¿Cómo es posible entonces que hayamos podido detenerle a usted? —pregunta el comisario, conteniendo la risa—. ¿Le falló la volatilización?
—No. Me dejé detener para explicarle todo esto. No estaba bien seguir dejándoles romperse la cabeza inútilmente, buscando explicaciones lógicas a estos misterios. Ahora que ya sabe la verdad y puede contársela a sus jefes para tranquilizarles, me marcho.
—¡Sí, hombre! —rompe a reír el comisario—. Gracias a usted he pasado un rato tan divertido, que puede marcharse cuando quiera. Y para que vea cómo le agradezco la diversión que me ha proporcionado con su fantástica historia, le permito que se vaya tranquilamente por la puerta. No le exijo que se volatilice.
Pero el detenido no le hace caso, porque ya ha empezado a volatilizarse. En muy pocos segundos, el contorno de su cuerpo se desdibuja. Y antes de que el comisario tenga tiempo de cortar su risa burlona, en la silla que ocupaba el detenido sólo queda una nubecilla tenue, una guedeja de bruma, un poquito de vapor que no tarda en desaparecer.
La perplejidad deja sin habla al infeliz C. Morán. ¿Será posible que el calor agobiante le haya hecho ver visiones?
Después de pensarlo mucho, decide no contar a nadie lo ocurrido. El comisario tiene un historial de hombre sensato y está a punto de jubilarse. ¿Va a poner en peligro su jubilación contando una historia absurda, para que le tomen por loco? De manera que él callará, aunque sigan produciéndose en el país esas misteriosas destrucciones totalmente inexplicables.
(Empezado en Buenos Aires.
Terminado en Estocolmo. 1973).