DEL MAR LLEGA una brisa calentorra que huele a pescado.
—Es repugnante —opina Luis al olerla.
—Pero también es lógico —razona Juan—. Viniendo del mar, no pretenderás que huela a ternera.
—No pretendo nada, pero me repugna.
—Porque acabas de llegar. Verás cómo te acostumbras en cuanto lleves unos días aquí. El olor proviene de una fábrica de productos químicos que hay en la costa, pegada al pueblo.
—Si oliera a productos químicos no me repugnaría —insiste Luis—, pues ya sabes que soy farmacéutico y estoy familiarizado con esos olores. Incluso me gustan. Pero aquí huele a pescado podrido.
—Porque la fábrica —explica Juan— vierte periódicamente en el mar un montón de porquerías que matan a los peces. Y los peces muertos son los que producen el olor. Pero fuera de este inconveniente, el pueblo está lleno de ventajas: tiene una playita pedregosa, pero mona; está sólo a veinte kilómetros de la carretera general; y como no ha sido invadido todavía por la marabunta del turismo, sus precios son muy asequibles. ¿Cuánto calculas que va a costarnos este aperitivo que estamos tomando en la terraza de un café, en pleno paseo marítimo? Pues no llegará a las quince pesetas. ¡Menos de tres duros, fíjate!
Luis se fija y observa que la terraza son cuatro mesitas y doce sillas apiñadas en una acera estrecha, que el café no pasa de tasca sin pretensiones, y que el paseo marítimo es una faja de tierra apisonada que separa la acera de la arena de la playa.
Pero después de haberse fijado, no le dice a Juan que el precio del aperitivo está en consonancia con la calidad del escenario. Se calla y espera a que Juan siga cantándole las excelencias del lugar, pues puede que tenga otras menos discutibles que justifiquen su entusiasmo.
—También el hotel es baratísimo —continúa Juan—. Además, como nuestras habitaciones no dan al mar, nos hacen una rebaja del diez por ciento. Y ya verás lo bien que nos dan de comer. En los quince días que llevo aquí, he engordado tres kilos. ¿No se me nota?
Se nota, efectivamente, que Juan tiene mejor aspecto que su amigo Luis. Dos semanas de sol y descanso, con el refuerzo de unas comidas sanas y abundantes, le han tostado la piel y tensado el cinturón. Su atuendo veraniego (pantalón blanco y camisa anaranjada), acentúa su buena pinta.
Luis, en cambio, conserva todavía la palidez y la corbata del recién llegado. Es el primer agosto que viene a veranear en este pueblo costero descubierto por Juan, y no parece que el lugarejo le haya producido una impresión inicial muy favorable. Por eso continúa callando y esperando que su amigo le haga ver todas las ventajas que él no ha visto todavía.
—Además —añade Juan—, aunque en la baratura de sus precios el hotel está a nivel nacional, en otra faceta importantísima está a nivel europeo: puedes subir chicas a tu habitación.
—¿Chicas? —repite Luis, sin comprender—. ¿Qué chicas?
—Las que quieras. En cuanto conquistes a una, te la llevas a tu cuarto y te la zumbas. Sin complicaciones de ninguna clase. ¿Se puede pedir más?
—Si se pudiera, yo pediría también la chica. Te confieso con modestia que nunca fui un conquistador.
—Pues aquí te vas a desquitar —le garantiza Juan—. Porque aquí el turismo extranjero no es aún muy numeroso, pero hay chavalas nórdicas suficientes para pasarlo bomba.
—¿Estás seguro? —duda Luis echando un vistazo a la desolada «terraza» del «café».
—Tan seguro —se pavonea su amigo—, que yo podría decir: «vini, vidi, ligui». Que traducido al español significa: vine, vi, ligué.
—¿Es posible? —se asombra Luis.
—Como lo oyes. Al día siguiente de mi llegada, bajé a echar un vistazo por la playa. No había muchos bañistas, pues ya te he dicho que el turismo es escaso y la gente del pueblo se baña poco. Pero descubrí una rubia solitaria y en «bikini», que tomaba el sol. Más que tomarlo lo que hacía en realidad era freírse, como suelen hacer todos los extranjeros, echándose aceite encima y sometiéndose durante varias horas a la acción de los rayos solares.
»Tomé posiciones cerca de ella, pues la playa es de todos y cada cual puede tumbarse donde le dé la gana, y empecé mi labor de aproximación: primero una mirada insistente, luego una sonrisa simpática, más tarde un comentario sobre el buen tiempo…
»A la media hora, estábamos charlando. Bueno: es un decir, ya que nuestra charla tropezó desde el primer momento con un obstáculo importante para desarrollarse con fluidez: ella no habla español ni yo sueco. Pero averigüé sin demasiadas dificultades que su nombre era Ingrid, y que yo le caía bien. El resto, como comprenderás, fue coser y cantar.
—¿Qué quieres decir?
—Que aquella misma noche comprobé que el hotel permite subir chicas a las habitaciones.
—¿Insinúas que te bastó un solo día para conquistarla? —pregunta Luis, incrédulo.
—Un solo día, y una jarra de sangría —confirma Juan.
—No puedo creerlo.
—Ahora mismo vas a verlo, porque Ingrid vendrá dentro de un momento. Nos encontramos aquí todas las tardes, y nos acostamos en el hotel todas las noches.
—¿Así de fácil? —sigue asombrándose Luis.
—Ni más, ni menos. Tú ya sabes que las suecas no dan ninguna importancia a esas cosas.
—Yo, por desgracia, sólo lo sé de oídas.
—Pronto lo sabrás también por experiencia personal —le asegura Juan—. Mañana te das un garbeo por la playa, y vas a ver cómo pescas algo. Para que te convenzas de que no te he mentido, aquí tienes a Ingrid.
Por la tierra apisonada del paseo marítimo, avanza hacia la terraza del café una mujer. Es rubia, con cabellera abundante recogida sobre la nuca en «cola de caballo». Se alegra al ver desde lejos a Juan, y empieza a menear muy contenta su «cola». Luis la observa mientras se acerca, pero no dice nada.
—¿Qué te parece? —le pregunta su amigo con aires de latin lover.
—La encuentro un poco retaca.
—No es muy alta —admite Juan—. Pero aunque casi todas las suecas son gigantescas, la excepción confirma la regla.
—Eso es verdad —está de acuerdo Luis—. Y también es verdad que no parece demasiado guapa.
—Porque la ves sin maquillar —la defiende Juan—. Sólo nuestras compatriotas, bastante cursis por cierto, se maquillan para andar por las playas. Ingrid, como todas las mujeres nórdicas que quieren disfrutar del sol y del mar, va siempre con la cara lavada. Pero imagínatela con «rimmel», pestañas postizas, pintura de labios…
Luis se la imagina con todos estos aditamentos, y le resulta más fea todavía. Pero tampoco dice nada. Quizás el rostro de Ingrid sea otra excepción que confirme otra regla. Porque él, como todos los españoles, tiene de las suecas una imagen típica y tópica con dos características fundamentales: estatura y belleza. Dos características que no se dan en la conquista de su amigo, que trata de paliar estos defectos diciéndole a Luis:
—Es posible que no la elijan «Miss Suecia», pero está buenísima. ¡Fíjate qué pechos! ¡Y qué nalgas! Y en la cama es sensacional.
Este último extremo no puede comprobarlo Luis, pero sí comprueba visualmente los otros dos: Ingrid está bien dotada por delante y por detrás.
Cuando llega junto a la mesa, saluda a Juan con unas palabras que suenan así, poco más o menos:
—Uj ben eben!
—¡Hola, chata! —contesta él—. Te presento a Luis, mi amigo.
—¿Mimigo? —aventura ella, tratando de copiar la fonética castellana.
—Algo así —dice Juan, que sólo va a lo suyo y no se molesta en ampliar los conocimientos lingüísticos de su amiguita.
—Tanto gusto —saluda el presentado levantándose, como buen caballero español.
—Böj ten komen —es el sonido aproximado de lo que ella suelta para corresponder.
Y se sienta entre los dos hombres, sin preocuparse de que al sentarse su minifalda se hace más mini aún, dejando al descubierto el ochenta y seis por ciento de su muslada.
—Mira qué muslos —dice Juan a su amigo, indicándoselos con un movimiento de cabeza.
A Luis le escandaliza que Juan haga esas indicaciones tan descaradas delante de la chica, y ruega:
—¡Hombre, por favor!…
—Ella no entiende, y aunque lo entendiera no le importaría. A las nórdicas les tienen sin cuidado las alusiones carnales.
Para demostrárselo de un modo palpable, Juan palpa y cachetea ruidosamente el muslo de Ingrid que le pilla más cerca. La chica no se inmuta. Permanece tan indiferente como si el muslo magreado no fuera suyo, y explica después con más mímica que cháchara su deseo de beber sangría.
—Como verás —explica Juan a su amigo—, estos ligues playeros son tan fáciles como baratos. Con un poco de suerte, puede que encuentres mañana mismo una moza forastera del estilo de Ingrid. Y empezarás a pasarlo tan bien como yo.
Pero Luis no tiene ese poco de suerte, y lo pasa muy mal durante varios días. No encuentra esa chavala facilona que ponga pimienta al guiso insípido de sus vacaciones. En sus ojeos de cazador por la playa descubre algunas hembras extranjeras, jóvenes y guapas, pero fuertemente escoltadas por machos de su misma nacionalidad y más o menos atléticos. Piezas sueltas y fáciles de cobrar, ninguna.
Dos veces está a punto de meterse en líos al descubrir sirenas engañosamente solas, cuyos acompañantes se habían alejado unos momentos para tomar un baño o adquirir un refresco. Por fortuna para su integridad física, Luis no había pasado de la fase inicial de aproximación cuando los acompañantes volvían junto a las acompañadas. Gracias a lo cual pudo alejarse discretamente, sin recibir hematomas en la piel ni fracturas en los huesos.
—Lo siento, chico —se disculpa Juan al verle deambular, solitario y aburrido, por la playa y los escasos lugares de esparcimiento que hay en el pueblo.
Lamenta el fracaso de Luis y lamenta también no poder acompañarle en su soledad, ya que Juan continúa viviendo su romance mímico-erótico con Ingrid. Luis los ve juntos durante el día dialogando como sordomudos, por medio de gestos faciales y manuales con los que tienden un puente para salvar la ignorancia de sus idiomas respectivos. Y los oye durante la noche. En el hotel las habitaciones de los dos amigos, además de ser contiguas, están separadas por un tabique que tiene el grosor mínimo para mantenerse en pie. Con lo cual quiero decir que es muy delgado. Tan delgado que Luis, en el silencio nocturno, puede oír sin dificultad las efusiones de la pareja. Y tiene que tragarse, con envidia, los arrullos amorosos de Juan y la nórdica.
Se los traga hasta una noche en que los arrullos, repentinamente, ascienden a la categoría de alboroto. Luis se incorpora en su cama, asustado, al oír gritos y voces destempladas en la habitación de su amigo. No puede entender lo que dicen, pero el guirigay no decrece. Incluso se complica al mezclarse con él (con el guirigay) el llanto de una mujer.
«Me parece que Juan —piensa Luis— se ha metido en algún lío».
Y como los amigos son para las ocasiones, sobre todo para las desagradables, Luis se pone una bata y acude a la habitación de Juan.
Comprueba entonces que el lío es gordo, pues la puerta está abierta de par en par y en el interior reina gran animación. La animación no proviene de Juan, ni tampoco de Ingrid, que están juntos y acurrucados en la cama ocultando sus desnudeces totales bajo la inocente blancura de una sábana.
Los personajes que animan la escena están de pie, rodeando la cama, y son tres: dos hombres maduros y una mujer gruesa. Esta última es la autora del llanto, poderoso e intermitente, que Luis oyó a través del tabique. Ellos, los dos hombres, son los autores de los gritos y las voces destempladas.
—¡Un testigo! —vuelve a gritar el más iracundo de los dos al ver a Luis—. ¡Que pase y firme el acta! Porque supongo que usted, señor notario, levantará acta.
—Tendré que levantarla —admite el otro—, porque para eso fui requerido.
—¡Usted no levantará nada! —protesta Juan, reaccionando al fin de la sorpresa que le causó la inesperada invasión de su cuarto—. ¡Y lo que van a hacer todos ustedes ahora mismo, es salir de aquí inmediatamente!
—¡Que conste también en acta, señor notario! —grita una vez más el iracundo—. ¡El muy canalla, lejos de rendirse ante el hecho de haber sido sorprendido in fraganti, pretende echarnos para eludir su responsabilidad!
—¡Y no nos echará de ninguna manera! —interviene la voluminosa, gimoteando—. Porque la canallada de este libidinoso es mucho más grave que lo que ha dicho mi marido. Tú, Basilio —le reprocha al iracundo—, lo explicas en latín, que resulta más fino. Pero la verdad es que no le hemos sorprendido «in fraganti», sino chingando.
—¡Yo, señora —protesta Juan—, hago en mi habitación lo que me da la gana!
—Hay cosas, joven —le baja los humos el notario—, que no se pueden hacer ni en su habitación ni en ninguna parte. Y una de ellas es la que ha hecho usted.
—¿Yo? —sigue protestando Juan—. ¿Acaso hay alguna ley que prohíba a un hombre acostarse con una mujer?
—No —dice el notario poniéndose muy serio—. Pero sí hay una ley que castiga al hombre que viola a una menor.
—¿Y a mí qué me importa esa ley? —se encoge de hombros Juan, señalando a la chica, de la que sólo asoma fuera de la sábana un mechón de su cabellera rubia—. Esta señorita que comparte mi cama es mayor de edad. Además es sueca, y se llama Ingrid.
—¡Esta señorita —contradice el iracundo, señalándola también—, es una niña que no ha hecho todavía el servicio social! Además es española, y se llama Indalecia.
La señorita, bajo la sábana que la oculta completamente, rompe a llorar. Juan, en cambio, toma a broma las afirmaciones del iracundo, y le dice echándose a reír:
—¡Vamos, ande! ¿Quién le ha dicho todas esas tonterías?
—¡Nadie tiene que decirnos nada —grita histéricamente la señora gruesa—, porque conocemos muy bien a esa niña!
El notario lo confirma, declarando en tono rotundo e inapelable:
—Don Basilio y doña Marta, aquí presentes, son los padres de esa menor que yace en su lecho junto a usted.
—Pero ¿qué menor ni qué narices? —exclama Juan indignado, destapando al mismo tiempo de un tirón la cabeza de su compañera—. Anda, Ingrid: asoma la gaita para que se convenzan estos señores de que están equivocados.
—¡Hija mía! —exclama doña Marta dando unos pasos hacia la cama.
Ante el estupor de Juan, compartido también por Luis, la presunta sueca replica entre lágrimas con el más puro acento castellano:
—¡Mamaíta querida!… ¡Papá de mi alma!… Y mientras la joven abraza a sus padres, el notario levanta acta de los hechos que Luis tiene que firmar como testigo.
Como testigo también, asistió Luis unos días más tarde a la boda de Juan con Indalecia. Componenda que el latin lover tuvo que aceptar para no ser metido en la cárcel por supuesta violación de menor.
Sirva de aviso este relato a los ligones nacionales que pretendan operar en las zonas costeras poco acreditadas y de escasa concentración turística. Porque el caso relatado es frecuente. Abundan en esas zonas las mozas hispánicas feas, incasables por su fealdad, que, adiestradas convenientemente por sus astutos padres, pescan maridos haciéndose las suecas.