COMO AQUELLA PRESIÓN INESPERADA en un costado le hizo cosquillas, el doctor rompió a reír. Pero tuvo que cortar su risa inmediatamente al ver que el objeto que le había cosquilleado era el cañón de una pistola.
Todo ocurrió en muy pocos segundos, cuando el doctor abrió la puerta de su consulta después de haber oído varios timbrazos insistentes. Era tarde, casi las diez de la noche, y la enfermera ya se había marchado.
—Levante las manos —ordenó con voz ronca la persona que empuñaba el arma— y no grite.
La segunda orden era superflua, ya que el doctor se quedó tan perplejo que su garganta no podía emitir ningún sonido. Pero se apresuró a alzar los brazos, pues la pistola había dejado de cosquillearle y empezaba a hacerle daño.
Detrás del primer pistolero entró otro, y cuando los dos estuvieron dentro cerraron la puerta.
En los primeros instantes el doctor no pudo ver el rostro ni el aspecto de aquellos intrusos, pues la enfermera al marcharse había apagado todas las luces y el vestíbulo estaba a oscuras.
—Llévenos a su despacho —volvió a ordenar la voz ronca en tono que no admitía discusión.
Seguido de cerca por la inquietante pareja, el doctor recorrió el corto pasillo que separaba el vestíbulo del despacho donde recibía a sus pacientes. Allí las luces estaban encendidas, y allí pudo ver el asaltado a sus dos asaltantes.
Pero esta visión, lejos de disipar la perplejidad del doctor, la aumentó más todavía.
—¿Será posible? —exclamó sin dar crédito a sus ojos.
—Pues sí, hombre —dijo una de las dos mujeres, a la vista de las cuales se había quedado el doctor como el que ve visiones—. Pero siga obedeciendo si desea conservar el pellejo. Nuestras pistolas son de verdad y las usaríamos si fuera necesario. Eso del sexo débil no va con nosotras.
El aspecto de ambas confirmaba estas palabras. La que acababa de hablar era la misma que antes había dado las órdenes con voz ronca. Parecía más joven que su compañera y más inteligente también. Estaba lejos de ser guapa, pero tenía un cuerpo esbelto y bien proporcionado. Lo peor de todo su físico era su rostro, narigudo y anguloso, rematado por un corte de pelo masculino que dejaba al descubierto unas orejas demasiado grandes. El chaquetón de ante y los pantalones vaqueros que vestían las dos, daban a ésta un marcado carácter viriloide muy en consonancia con la pistola que empuñaba.
La otra pistolera tenía una complexión más tosca: era gruesa, menos ágil y bastante tontorrona. Se advertía su condición de subalterna: era su compañera quien daba las órdenes, que ella ejecutaba ciegamente. Como en toda organización criminal, también aquí había el cerebro que mandaba y la fuerza bruta que obedecía.
El doctor no lograba salir de su asombro y seguía mirando con curiosidad a las dos facinerosas.
—Esto es inaudito —murmuró por fin—. A cualquiera que se le diga…
—De momento —le cortó la nariguda—, no va a tener ocasión de decírselo a nadie. Y si no se porta bien, no volverá a decir ni una palabra más en este mundo. ¿Está claro?
—Sí, pero me resisto a creerlo.
—Será mejor que lo crea sin oponer resistencia —le aconsejó la gruesa, con voz más destemplada y amenazadora.
—Tienen que comprender que me resulte increíble —razonó el doctor—. Porque por lo que voy observando, ustedes son efectivamente lo que parecen.
—Depende —dijo la nariguda—. Según usted, ¿qué es lo que parecemos?
—Mujeres —concretó el doctor—. Son ustedes mujeres, ¿verdad?
—Pues claro —confirmó la tontorrona, que, además de gorda, tenía unas tetas sobresalientes—. Salta a la vista.
—Ésa es la causa de mi incredulidad. Porque reconocerán que no es frecuente verse asaltado por dos mujeres armadas.
—No es frecuente —reconoció la nariguda—, porque este tipo de delincuencia se da más en el hombre que en la mujer. Pero cuando una atracadora sale buena, es tan buena como cualquier atracador. Y en ese caso estamos nosotras.
—No le des tantas explicaciones —gruñó la gruesa—. Vamos al grano y dile lo que queremos.
—Para que comprenda lo que queremos, tiene que saber quiénes somos —razonó la lista mientras se encaraba con el doctor para preguntarle—: ¿Ha oído usted hablar de «Boni» y «Claud»?
—Me suenan esos nombres —dijo el doctor haciendo memoria—. Creo haberlos leído alguna vez en los periódicos.
—¿Cómo alguna vez? —se ofendió la gruesa—. ¡Docenas de veces!
—«Boni» y «Claud» —explicó la otra— fueron los motes que nos puso un periodista chistoso. Porque yo me llamo Bonifacia, y mi compañera se llama Claudina. Nos hicimos famosas como atracadoras de bancos, aunque en realidad sólo atracamos uno. Al atracar el segundo, nos cazaron.
—¡Ah, sí! —recordó el doctor—. Se habló mucho de esos atracos.
—Muchísimo —se pavoneó la tontorrona—. Salimos en primera plana de toda la prensa nacional, como si fuéramos obispos o ministros. Y nos sacaron también en esas revistas que sólo hablan de reinas y princesas.
—Pero no hace mucho tiempo de eso —observó el doctor, pensativo.
—Seis meses —concretó la nariguda.
—¿Y no las condenaron a varios meses de cárcel?
—A cuatro solamente, porque devolvimos casi todo el dinero que robamos —siguió concretando ella.
—¿Cómo se explica entonces que estén ustedes en libertad?
—Nos hemos fugado.
—¿Es posible? —volvió a asombrarse el doctor.
—¡Claro, panoli! ¿Cree usted que evadirse de una cárcel es una hazaña reservada exclusivamente a los presos masculinos?
—Supongo que no. Pero confieso que nunca vi ni leí nada referente a presas evadidas.
—Es probable que tampoco lo lea esta vez —dijo «Boni», muy divertida—. Me imagino que a las autoridades les avergonzará tanto nuestra evasión, que no querrán publicarla. ¿Se imagina el ridículo que harían si llegara a saberse? Tiene cierta justificación que se fuguen unos presos con toda la barba. Pero dos mujeres, que teóricamente son seres frágiles y débiles…
—Teóricamente nada más —puntualizó el doctor, observando las musculosas anchuras de «Claud»—. Porque con un tanque como su compañera, no parece difícil arrollar a todos los guardianes de cualquier cárcel.
—No piense que nos hemos fugado a lo bestia —se enfadó «Boni»—, sino siguiendo un plan trazado por mí con mucha inteligencia.
—Pero no se lo irás a contar ahora para presumir de lo lista que eres —protestó «Claud»—. Explícale de una vez a lo que hemos venido, y no sigas perdiendo el tiempo tontamente.
—Tienes razón —admitió la nariguda—. Ya es hora de que el doctor sepa el motivo de nuestra visita.
—En lugar de visita —corrigió el doctor—, llámelo asalto a mano armada. Aparte de que las visitas que vienen a consultarme llaman antes pidiendo hora, no me obligan a recibirlas apuntándome con pistolas.
—Pero nosotras somos fugitivas de la justicia —se justificó «Boni»—, y no podemos andarnos con chorraditas protocolarias.
—Pues roben lo que hayan venido a robar y déjenme en paz. Pero les advierto que no encontrarán mucho dinero en efectivo. Fuera de algunos billetes que debo de tener en mi cartera y que pongo a su disposición…
—No es dinero lo que quiero de usted —le cortó «Boni»—, sino sus manos.
—Lo siento, pero mis manos no puedo dárselas. Las necesito para trabajar.
—Pues un trabajo de sus manos es lo que he venido a pedirle —fue concretando la nariguda—. Y tendrá que hacerlo si desea seguir trabajando. Si no lo hace ya no podrá mover ni un dedo, porque le quitaré la vida.
—Tengo que saber primero si ese trabajo está dentro de mis posibilidades.
—Lo está, puesto que usted es cirujano estético —concretó del todo «Boni»—. Y yo quiero que me cambie el físico.
—Debí suponerlo —comentó el doctor con un suspiro—. El cine tiene tanta fuerza en estos tiempos, que ahora es la vida la que imita a las películas.
—¿Por qué dice eso? —preguntó la gorda.
—Porque esta situación la hemos visto muchas veces inventada en la pantalla: el delincuente que se opera para eludir su castigo cambiando de rostro. No es ninguna novedad.
—No trato de ser original —se encogió de hombros «Boni»—, sino de encontrar un medio de eludir mi responsabilidad penal. Y éste es el medio más eficaz que existe para borrar mi pasado. Con una nueva cara, nadie me reconocerá cuando cometa nuevos delitos. Y tengo algunos planeados con los que nos vamos a forrar.
—Pero ¿no le da lástima renunciar a su fisonomía? —preguntó el doctor para ganar tiempo—. Porque tiene usted unas facciones sumamente atractivas.
—Menos cachondeo —amenazó la nariguda—, o le haré yo a usted una operación muy poco estética: levantarle la tapa de los sesos.
—Le aseguro que no he pretendido burlarme, sino expresar una opinión sincera. Sobre gustos no hay nada escrito, y yo encuentro que su rostro tiene charme.
—Si charme significa en francés nariz —gruñó la atracadora—, estamos de acuerdo. Porque lo que tiene mi rostro es una narizota impresionante entre otros muchos defectos. ¿Cree que no lo sé? Soy fea, pero no tonta. Mire si mi fealdad será grande, que a ella le debo mi manera de ser. Por lo menos ésa fue la opinión de un psiquiatra que me examinó en la cárcel. Según él, ser tan feísima me produjo un trombo.
—Trauma —corrigió el doctor.
—Algo así. Y eso fue lo que me llevó a la delincuencia. De manera que no trate de ablandarme con piropos estúpidos. Al único mamífero al que puedo parecerle mona, pero mona de verdad, es al gorila.
—Insisto, sin embargo… —empezó el doctor, pero «Claud» le cortó:
—No insista, que ya me estoy hartando.
—También yo —dijo la otra—. Hemos hablado bastante, ¿no le parece? Basta, pues, de cháchara y póngase a trabajar.
—No piense que una operación de esa envergadura se improvisa en un momento —protestó el doctor—. Hay que hacer muchos preparativos…
—Empiece a hacerlos inmediatamente —ordenó «Boni»—. Yo, por mi parte, ya estoy preparada. Y Claudina también.
—¿Cómo?… ¿Pretenden que las opere a las dos?
—No, porque Claudina tiene una cara tan corriente que pasa inadvertida en todas partes. Pero ella está preparada para vigilarle mientras me opera a mí. Y si intenta usted hacernos alguna faena, le dejará seco. Comprenda, doctor, que hemos llegado demasiado lejos para retroceder. No podemos volvernos atrás aunque tengamos que llevarnos a alguno por delante. Lo comprende, ¿verdad?
El doctor lo comprendió y no tuvo más remedio que llevar a cabo la operación. Para una eminencia como él, transformar el rostro de «Boni» no ofrecía ninguna dificultad. Para un cirujano que hacía diariamente el milagro de rejuvenecer a viejas decrépitas, corregir los perfiles de unos tejidos jóvenes fue coser y cantar. Y aunque el doctor no cantó por miedo a «Claud», que no le quitaba el ojo de encima ni la pistola de los riñones, cosió sin ningún tropiezo todos los cortes que hizo.
Con el cutis de «Boni», fresco y turgente, la cirugía estética no tenía problemas. Era un excelente material para trabajar, y el doctor hizo un buen trabajo.
—Por mi parte —dijo al terminar, cuando «Boni» tenía ya toda la cara cubierta de vendas—, estoy satisfecho. Pese a que en esta operación quien se jugaba la vida era el cirujano y no su paciente, el resultado ha sido magnífico. Hice tantas modificaciones en el rostro de la señorita Bonifacia, que no la reconocerá ni su propio padre.
—Eso es fácil —gruñó «Claud»—, porque es hija de padre desconocido. Lo importante es que no la reconozca la policía.
—Ni la policía, ni usted misma —garantizó el doctor—. He cambiado la forma de su nariz, de su barbilla, e incluso de sus orejas. Hasta sus ojos parecerán distintos, porque estiré también la piel de las sienes. He hecho, en fin, todo lo que yo podía hacer. ¿Puede decirme ahora lo que piensan hacer ustedes? Porque aquí no pueden quedarse.
—Nos iremos a un escondite que ya habíamos buscado antes de venir aquí. Allí permaneceremos hasta que «Boni» pueda quitarse las vendas. Y usted, doctor, pórtese bien.
—Creo que me he portado estupendamente. ¿Quiere saber lo que cobro en general por esta operación que le acabo de hacer a su compañera completamente gratis?
—Al decirle que se porte bien —aclaró la gorda—, me refiero a que no se vaya de la lengua. Si algo nos ocurriera por culpa de usted, tarde o temprano nos vengaríamos. Y nuestra venganza sería terrible. Se lo juro.
—Aprecio demasiado mi vida para ponerla en peligro deliberadamente. Tenga la seguridad, por consiguiente, de que no cometeré ninguna indiscreción que pueda acarrearme disgustos con ustedes. Yo soy médico nada más, y no tengo por qué denunciar a nadie.
—Entonces, basta de cháchara. Me iré con «Boni» en cuanto se le pase el efecto de la anestesia.
Muchos días después, en el escondite de las dos facinerosas, «Boni» se llevó las manos a las vendas que seguían cubriendo su rostro.
—¿Te duele? —preguntó «Claud», dejando sobre la mesa una baraja con la que estaba haciendo el enésimo solitario.
—Me pica —se quejó la operada por la estrecha abertura del vendaje al nivel de la boca, a través de la cual hablaba y se alimentaba.
—Buen síntoma —la animó su compañera—. Cuando las heridas pican, es señal de que están cicatrizando a toda velocidad.
—Pero faltan siglos aún hasta que pueda quitarme estas malditas vendas.
—Dos semanas escasas. Trece días exactamente.
—¿Estás segura?
—Haz la cuenta tú misma —sugirió «Claud»—. El doctor dijo que si todo iba bien, podría quitártelas el día diecisiete. Y estamos a cuatro.
—De todos modos es mucho tiempo —se impacientó «Boni»—. No sé si podré aguantar.
—Aguantarás mejor que hasta ahora, puesto que ya estás cerca del final. Y de un final feliz, puesto que todo nos ha salido bien: la fuga primero, tu operación después…
—Eso último no lo sabemos aún.
—¿Cómo que no? —protestó «Claud»—. Prueba de que tu operación salió perfectamente es que te has ido reponiendo al ritmo previsto, sin que surgieran complicaciones.
—Quirúrgicas, no —admitió «Boni»—. Pero pueden surgir todavía complicaciones de otra clase.
—¿De qué clase?
—No estamos seguras de que el doctor no se haya chivado.
—Yo sí lo estoy, porque huelo a un chivato a una legua de distancia. Y me consta que el doctor no lo es. Además, si lo fuera, tendríamos ya noticias de su chivatazo. Y has visto que ni los periódicos, ni la radio, han dicho nada de nosotras.
—Que la prensa no diga nada, no significa que la policía no lo sepa todo —razonó «Boni».
—Lo que no puede saber en ningún caso, porque aún no lo sabes ni tú misma, es el aspecto que tendrás después de operarte. Y si la policía no puede reconocerte, no podrá detenerte. Con tu nueva cara, estarás completamente a salvo.
—En eso tienes razón —reconoció «Boni»—, pero eso también me preocupa muchísimo: ¿cómo será la nueva cara que me hizo el doctor?
—No tienes que preocuparte: te la modificó tan a fondo, que ni tú misma te reconocerás. Y eso es lo único importante.
—Lo único no, maja. Me importa también el aspecto que tendré.
—¡Vamos, no digas memeces! —rechazó «Claud»—. Eso no te ha importado nunca.
—¿Tú qué sabes?
—Yo sé que eres una «dura» de verdad, y que jamás te he visto mirarte a un espejo.
—Soy más «dura» que nadie, en efecto, pero también soy mujer. Por eso odio los espejos.
—¿Por qué? —preguntó la gorda, sin comprender esa aparente contradicción.
—Porque nunca me gustó ver mi fealdad —confesó «Boni»—. Siempre aborrecí mi narizota y mi cara grotesca. Tan grotesca como una careta de Carnaval que debía llevar todos los días de mi vida. A mi madre la odié también por la misma razón: porque mi nariz la heredé de ella, que la tenía tan horrible como yo.
—Pues me dejas de una pieza, chica —dijo «Claud»—. Nunca sospeché que te afectaran tanto esas nimiedades.
—Si llamas nimiedades al montón de defectos que me hacían repelente, es que tienes peor gusto que una mula —se enfadó «Boni»—. Yo he sabido siempre que soy una birria, lo cual me ha amargado la vida.
—Pues que Dios te conserve esa amargura —deseó la gorda—. Gracias a ella no te paras en barras, y eres capaz de cargarte al que se te ponga por delante.
—Ésa es la única manera de triunfar en este oficio. Y ten la seguridad de que triunfaremos, porque yo no me ablandaré. Al contrario: pienso ser más «dura» que nunca.
—¡Así se habla, macha!
—Tenemos que aprovechar el incógnito de mi nueva cara para dar un golpe fenomenal que estoy planeando desde hace tiempo. Un golpe muy arriesgado, pero también muy productivo. Y para darlo nos hará falta, no sólo toda mi dureza, sino también toda mi frialdad.
—Eso es lo que necesitamos —estuvo de acuerdo Claudina—: dar un golpe contundente que nos resuelva el porvenir. Jugarnos el tipo si hace falta, pero por un resultado que merezca la pena.
—El resultado pueden ser cuatro milloncejos en total —anunció «Boni».
—¡Jolín! —abrió mucho los ojos la gorda, escandalizada por la cifra—. ¡Dos millones por barba!
—Por barbilla, macha; pues aunque hagamos machadas, barba no tenemos.
—¿De veras crees que existen posibilidades de coger ese pellizco?
—Si seguimos al pie de la letra el plan que estoy elaborando, sí —afirmó «Boni»—. Pero cuando el plan esté en marcha, no podremos detenernos pase lo que pase: habrá que arriesgarse al principio, y no rajarse al final.
—Ya sabes que yo haré lo que tú digas, cuando tú lo ordenes —dijo la gorda, con docilidad animal—. Sabes también que no me asusta el riesgo y que nunca me rajo.
—Esta vez el peligro será mucho mayor —advirtió «Boni» con voz sombría—. Tú has dicho que soy capaz de cargarme al que se me ponga por delante, ¿verdad?
—Estoy segura. Te conozco lo suficiente para saber que ovarios no te faltan. Y aunque no te hayas cargado a nadie todavía, si llegara el caso…
—El caso puede que llegue en este golpe que planeo. Es probable que quiera pisarnos el asunto un tipo que detesto. En ese caso, no tendría más remedio que cargármelo.
—¿Puedo saber quién es ese tipo? —preguntó «Claud».
Por la hendidura del vendaje que coincidía con la boca, asomaron los dientes de «Boni». Y la vendada mordió con rabia las vendas antes de mascullar:
—Oír su nombre me basta para revolverme la sangre. Tú lo conoces también, aunque no lo odias tanto como yo. El tipo asqueroso al que me refiero se llama el Lili.
—Me lo imaginaba. Siempre has creído que nos metieron en chirona porque él se chivó a la «poli».
—Y lo creeré toda mi vida porque es la verdad —afirmó la operada, rotunda—. Sólo ese enano asqueroso sabía que íbamos a atracar el Banco.
—Perdona, pero lo sabía también el hermano de el Lili, el que llaman el Putiense.
—Pero el Lili es mayor que el Putiense, y más listo. Fue el Lili quien se fingió amigo nuestro para averiguar mis planes. Y en cuanto supo lo del atraco, nos echó a la bofia encima para retirarnos de la circulación. Así pudo dar tres golpes más que había planeado yo, y cuyos pormenores le conté fiándome de su amistad. Algo le dije también de este golpazo tan gordo que pienso dar ahora, de manera que no me extrañaría que pretendiese cruzarse en nuestro camino. Pero te juro que, si se cruza, lo mataré como a un perro.
«Boni» hizo esta última amenaza en un tono tan siniestro, que su compañera sintió un escalofrío.
—Me das miedo —confesó «Claud».
—Puede que estos meses de inacción te hayan acobardado. Recobrarás la forma en cuanto empecemos a actuar.
—Lo que me asusta es el nuevo cariz que van a tener nuestras actuaciones. Hasta ahora, nunca habíamos aceptado la posibilidad de matar a un hombre.
—Ni ahora tampoco —dijo «Boni» fríamente—. Porque el Lili no es un hombre, sino un enano. Matándolo, libraremos al mundo de un pequeño y repugnante monstruo.
—No me gusta que digas esas cosas.
—Las digo porque estoy dispuesta a hacerlas. Te guste o no, para seguir adelante hay que eliminar todos los obstáculos. Y esa basura llamada el Lili es el obstáculo principal. Si en la misma cacería tengo la suerte de que se me ponga a tiro el Putiense, me los cargaré a los dos. Sería un doblete que me dejaría muy satisfecha.
—Vas demasiado lejos.
—Quiero ir lejísimos, en efecto —admitió «Boni»—. Para lo cual necesito despejar de enemigos el horizonte.
—Nunca te oí hablar así —dijo la gorda, preocupada—. Estás desconocida.
—Completamente desconocida. Y ésa será mi fuerza cuando me quite las vendas. Podré vengarme de todos los que me hicieron daño, sin que nadie me reconozca. Podré acercarme a todos los hombres que odio sin que huyan de mí, porque no sospecharán quién soy. Así me será mucho más fácil deshacerme de ellos.
—¡Qué bruta!
—Bruta, sí, y también implacable. No me sometí a esta operación tan seria y dolorosa sólo para defenderme, sino para atacar. ¡Y vas a ver cómo ataco! ¡Vas a ver cómo me cobro todo lo que he sufrido! ¡Nuestro mote dejará de ser un cachondeo y será temible de verdad! ¡Dentro de algún tiempo, se hablará con terror de «Boni» y «Claud»! ¡No lo dudes! ¡Puedo jurártelo si quieres! ¿Quieres que te lo jure?
—No hace falta, te creo. Pero no te excites. Tómatelo con calma. Es necesario que estés tranquila dos semanas todavía.
—Menos —protestó «Boni»—. Antes dijiste que me quedaba menos tiempo.
—Trece días exactamente —precisó «Claud»—. De manera que no pierdas los estribos. Tienes que tener paciencia y no excitarte.
—Tendré paciencia y no me excitaré —prometió «Boni»—. Pero mis planes no cambiarán. Al contrario. Debajo de estas vendas, mi cabeza es una bomba. Y cada hora que pasa, se va cargando cada vez más de odio, de deseos de venganza…
—¡Claudina!… ¡Claudina!… —llamó «Boni» desde la cama a su compañera, que dormía en un sofá.
—¿Qué pasa? —se despertó la gorda, sobresaltada. E incorporándose con rapidez, empuñó su pistola.
—Pasa —explicó «Boni»— que ya está saliendo el sol.
—¿Y qué? Supongo que no me habrás despertado para que vea el espectáculo del amanecer.
—Te despierto porque ya estamos a día diecisiete.
—Lo estaríamos igual si me hubieras dejado dormir unas horas más —se quejó «Claud», bostezando.
—Bastante hice aguantándome las ganas de despertarte hasta las seis de la mañana. Comprenderás que no he pegado un ojo en toda la noche. Vamos, mujer: levántate y ayúdame.
—Primero prepararé el desayuno —dijo «Claud», levantándose.
—No tengo hambre.
—Pero yo sí.
—¡Primero me ayudarás y luego comerás, gorda asquerosa! —ordenó «Boni» en un tono que no admitía discusión.
—Está bien, no te enfades.
—¿Cómo no voy a enfadarme, estúpida? ¡Llevo semanas y semanas sufriendo y ansiando que llegue esta fecha! ¡Y cuando llega pretendes que nos desayunemos tranquilamente, como si fuera un día vulgar y corriente! Merecerías que te diera de hostias.
—Perdóname —se disculpó «Claud» con humildad—. Estoy a tus órdenes como de costumbre. ¿Qué quieres que haga?
—Ponme una silla frente al espejo del armario. Y trae unas tijeras.
Obedeció la gorda sin rechistar, acuciada por la impaciencia de su compañera. Momentos después, «Boni» estaba sentada en la silla que había pedido.
—Corta el nudo de la venda —ordenó a «Claud»— y empieza a quitármela.
Las dos estaban nerviosas, aunque trataban de ocultárselo mutuamente. El nudo fue cortado de un certero tijeretazo, y el voluminoso vendaje empezó a caer al suelo como la peladura de una manzana. Pero como una peladura larguísima, porque la venda era muy fina y daba muchas vueltas a la cabeza de «Boni». Cien vueltas, o quizá más, que «Claud» iba desenrollando despacio y con aprensión.
—Más deprisa —apremió la vendada.
—Temo hacerte daño.
—No seas imbécil. Si hoy puedo quitarme la venda es porque ya no me duele nada y estoy completamente bien.
—Pero por si acaso… —dijo la gorda sin aumentar la velocidad de su tarea.
«Boni» no insistió, porque en el fondo también ella temía enfrentarse con la realidad de su nuevo rostro. ¿Qué habría hecho aquel doctor, obligado a operar bajo la amenaza de recibir un tiro en la nuca?
—Estoy pensando —empezó a gruñir «Boni»— que a lo mejor ese cabrón…
—¿Qué cabrón? —preguntó «Claud», aprovechando la pregunta para aminorar más aún el ritmo de sus manipulaciones.
—El médico. Pudo vengarse de nuestras coacciones afeándome más todavía.
—Eso, imposible.
—Gracias, guapa. Quieres decir que yo era tan fea, que mi fealdad no podía superarse.
—No, mujer. Quise decir que esa cabronada no pudo hacértela de ninguna manera, porque yo no le quité los ojos de encima mientras te operaba.
—¿Y qué entienden tus ojos de cirugía estética? —razonó la operada, preocupada—. ¿Qué sabes tú de los tajos y cosidos que me hizo? Pudo hacérmelos para dejarme una cara monstruosa, llena de cicatrices y costurones por todas partes…
—¡Qué horror! ¡No digas eso ni en broma!
—Lo digo completamente en serio, pues entra dentro de lo posible. Si ese cabrón quiso acabar conmigo, tuvo los medios en sus manos: marcarme como a una res, para que la bofia me cace en cuanto salga a la calle.
—Pero entra también dentro de lo posible que ese doctor no fuera un cabrón.
—Vistos desde nuestro oficio, todos los hombres que no son hampones, son cabrones.
—Pues a mí me pareció buena persona —opinó «Claud».
—¿Qué sabes tú de buenas personas si nunca has tratado a ninguna?
—Pero he visto algunas en la «tele». Y el doctor que te operó a ti, se parecía mucho a esos médicos tan bondadosos que salen en las series de televisión. Además, enseguida saldremos de dudas: en cuanto termine de quitarte la venda…
—Sí, claro —tuvo que admitir «Boni». Y sobreponiéndose a la inquietud que se había apoderado de ella, añadió con impaciencia—: ¿A qué esperas para terminar de quitármela?
—Como estábamos hablando…
—Calla y termina de una vez.
Se produjo entonces un silencio tenso, mientras «Claud» reanudaba su tarea. Uno a uno, los últimos metros del vendaje fueron cayendo y formando un montoncito en el suelo.
«Boni» disimulaba su emoción apretando los puños, esforzándose en mantener los ojos clavados en el espejo que muy pronto iba a mostrarle el resultado de la operación.
Las manos de Claudina temblaron un poco cuando sólo quedaba un decímetro de venda adherida a una capa de gasas que cubría el rostro de la operada.
—Ya está —anunció a «Boni».
Y fue la propia «Boni» la que muy despacio, con manos temblorosas también, se quitó aquella máscara.
—¡Dios! —exclamó la gorda, cuando el rostro de su compañera quedó al descubierto—. ¡Dios! —repitió sin añadir «mío», puesto que ella era atea—. ¡Dios…!
«Boni», que no había tenido el valor de mantener los ojos abiertos cuando se quitó esta última capa de gasas, no supo interpretar el motivo de estas exclamaciones.
—¿Qué… qué… pasa? —balbució, apretando los párpados con más fuerza.
—¡Parece increíble! —siguió exclamando la gorda—. ¡Lo veo y no lo creo!
—¿Quieres hacer el favor de decirme lo que ves? —suplicó «Boni».
—No se puede explicar. Abre los ojos y mírate tú misma. Pero ten cuidado, que te puede dar un patatús.
Esta advertencia acobardó más aún a la operada. Hasta el punto que transcurrieron dos minutos angustiosos antes que se atreviera a enfrentarse con el espejo.
Cuando al fin tuvo el coraje necesario para levantar los párpados, apenas se oyó la desmayada palabrota que salió de su boca, abierta por el asombro:
—¡Coño!
La prolongada tensión fue rota por «Claud», que se puso a llorar como una chiquilla. Y no era para menos, pues ni la propia «Boni» daba crédito a lo que estaba viendo: su nuevo rostro reflejado en el espejo era bellísimo. En el lugar que siempre ocupó su grotesca narizota, aparecía una graciosa naricilla. También sus ojos, al ser estirada la piel de las sienes y la frente, habían variado por completo: eran más rasgados y parecían mucho mayores. Incluso la boca, a consecuencia de las correcciones cutáneas llevadas a cabo en toda la superficie facial, se había embellecido de un modo notable: sus labios, antes secos y estrechos, eran más carnosos y sensuales. Un cutis terso, del cual el estiramiento había eliminado hasta la arruguilla más insignificante, aumentaba el atractivo del conjunto formado por tantos aciertos parciales.
—¿Verdad que es fantástico? —dijo «Claud», que seguía llorando emocionada.
También a «Boni», que se contempló un buen rato estupefacta, se le saltaron las lágrimas cuando fue atenuándose el choque que le había producido la estupefacción.
—Fantástico… fantástico… —repitió observando en el espejo el movimiento de su boca, para convencerse de que aquellos labios tan bonitos eran suyos de verdad.
—Si no fuera porque no me he separado de ti ni un solo momento desde que te operaron, creería que el doctor me dio el cambiazo y eres otra mujer.
—Eso mismo creería yo también si no fuera porque sé que soy la misma.
—No te pareces nada a la birria que eras antes —se sinceró «Claud», después de examinar una vez más el rostro de su compañera—. Porque ahora que ya pasó tu birriez, puedo decirlo sin paliativos: eras una solemne birria. Ahora, en cambio, eres guapa de verdad. Francamente guapa.
—¡Y pensar que dudé del doctor! —se lamentó «Boni».
—Le llamaste cabrón —le recordó «Claud»—. Y estuviste casi segura de que te había hecho una cabronada.
—Nunca podré perdonarme ese mal pensamiento. Soy una miserable y no merezco que me tratara tan bien.
—¡Claro que no lo mereces! No creas que te hizo esa cara maravillosa porque lo merecieras, sino porque a un hombre que ama su profesión le gusta lucirse cuando le encargan un trabajo de su especialidad. Es lo que se llama pundonor profesional. Y el doctor ha demostrado que es muy pundonoroso.
—De todos modos, estoy en deuda con él. Quiero demostrarle mi agradecimiento.
—Llámale por teléfono y dale las gracias —sugirió «Claud».
—No es bastante. Tengo que mandarle algún regalo.
—Pues no te preocupes: mañana me paso por la sección de caballeros de unos grandes almacenes, y robo algo para que se lo mandes. Un bolígrafo o una corbata…
—Eres más miserable que yo —se enfadó «Boni»—. Tiene que ser algo mucho más valioso, puesto que lo que el doctor ha hecho por mí no tiene precio.
—Espera entonces a dar el gran golpe que has planeado —volvió a sugerir la gorda—. Y cuando tengamos los cuatro millones en el bote, podrás ser todo lo espléndida que quieras.
—Sí, claro, tienes razón. La verdad es que ya no me acordaba del golpe.
—¿Cómo no vas a acordarte del golpe —protestó «Claud»— si hace años que no piensas en otra cosa?
—Pero ten en cuenta que acabo de recibir un choque emocional —se justificó «Boni», acariciando con los ojos su imagen en el espejo—. Y este choque emocional me ha producido un impacto mucho más fuerte que el golpe profesional.
—Pues a ver si te despabilas pronto después del choque, o el Lili y el Putiense te pisarán el terreno. Y ahora, con tu nueva cara que es como una careta para que no te reconozcan, puedes cepillártelos sin que nadie sospeche de ti.
—Yo nunca me he cepillado a nadie, rica —protestó «Boni».
—Pero dijiste que con el Lili harías con mucho gusto una excepción.
—Decir, se dicen muchas cosas. Pero del dicho al hecho…
—El hecho es que ya estás en condiciones de trabajar, y en condiciones óptimas. Y como no tenemos reservas para vivir sin dar golpe, hay que dar el que tú planeaste.
—Pero tendré que rehacer mis planes. Ya comprenderás que las circunstancias han cambiado.
—¿Por qué? —se extrañó «Claud»—. Yo no veo que nada haya cambiado, sino que todo ha salido como lo habíamos previsto.
—Mucho mejor aún —corrigió «Boni», acariciándose sus estiradas y aterciopeladas mejillas—. Y este resultado tan superior a nuestros cálculos exige que reconsideremos nuestra conducta en el futuro.
—Haz todas las reconsideraciones que quieras, pero deprisa —urgió la gorda—. Aquí no podemos seguir ni un día más. De manera que hay que hacer algo.
—Lo primero que yo debo hacer, es enviarle al doctor una prueba de mi agradecimiento.
—¡Y dale! —se impacientó «Claud»—. ¿No hemos quedado en que le harías un buen regalo cuando tengamos dinero para comprárselo?
—No es necesario que el regalo sea valioso, puesto que el favor que él me ha hecho no tiene precio. No cuenta, por lo tanto, su valor material, sino el espiritual. Debo regalarle algo que no haya salido de mi bolsillo, sino de mi corazón.
—Pues de tu corazón no saldrá nada, porque lo tienes más duro que una piedra.
—¿Quieres callarte y dejarme pensar? —se enfadó «Boni»—. Para que el regalo tenga valor espiritual, debe ser algo que me pertenezca y que yo aprecie mucho.
—Pues en este momento, tus pertenencias son muy escasas. Las pocas joyas robadas que te pertenecían, hubo que venderlas para poder subsistir estos últimos meses.
—Algo me quedará, mujer.
—Lo único que te queda —concretó «Claud»— es la cadena.
—¿Qué cadena?
—La que llevas al cuello, con esa medalla del tipo barbudo; que tú aseguras que es un santo, pero que parece un hippy.
—Es un santo —confirmó «Boni»—, y además es de oro. Pero no se la puedo regalar.
—No, claro —lo comprendió su compañera—. Como es un recuerdo de tu madre…
—Eso es lo que yo te dije hace tiempo, ¿verdad?
—Desde que te conozco.
—Pues si de veras fuese un recuerdo de mi madre, sería un regalo ideal para el doctor —dijo «Boni»—. Un regalo verdaderamente emocionante, que simbolizaría mi sincero agradecimiento. Pero a él no puedo hacerle esa cerdada.
—¿Qué cerdada?
—La de mentirle como a ti. Porque la verdad es que el único recuerdo que conservo de mi madre, es el de las palizas que me atizaba cuando yo era niña. Recuerdo también que no me mató porque siempre estaba borracha, gracias a lo cual fallaba casi todos los golpes que me dirigía.
—Entonces, la medalla…
—La medalla es un recuerdo también, aunque no tan sentimental: fue el primer objeto de oro que robé a los once años, cuando huí de mi casa para que mi madre no me matara.
—No me importa que me contases esa mentira —se encogió de hombros «Claud»—. Me imagino que con ella sólo tratabas de consolarte inventándote una madre normal, para olvidar a la bestia que te parió. Lo que no comprendo es por qué te apresuras ahora a contarme la verdad.
—No lo sé —confesó «Boni», sin dejar de contemplarse en el espejo—. Debe de ser la alegría que siento la que me ha hecho cambiar. Quizá sin darme cuenta, influida por esta cara nueva, quiera embellecerme también por dentro, echando fuera todas las mentiras que ensucian mi conciencia.
—¡Anda la osa! —exclamó la gorda, perpleja—. ¡Cualquiera diría que el doctor, además de romperte la cara, te hurgó en el cerebro!
—No seas cretina —gruñó «Boni».
—Cretina pareces tú hablando de una cosa que no tienes: conciencia.
—Todo el mundo tiene conciencia, burra. Lo que pasa es que algunas personas la tienen tan cubierta de basura, que no se ve.
—En ese caso estás tú, ¿verdad?
—Pues sí —tuvo que admitir «Boni» a regañadientes—. Pero me imagino que, del mismo modo que puede quitarse la fealdad de un rostro, podrá limpiarse la basura del alma.
—Vamos, jefa: déjate de gilipolleces y hablemos en serio.
—En serio estamos hablando del regalo que quiero hacerle al doctor.
—¿Y qué puñeta quieres regalarle —se hartó ya «Claud»—, si no tendrás nada hasta que no vuelvas a ser una atracadora a mano armada?
—Tengo algo todavía —se alegró «Boni»—, y tú me lo acabas de recordar. Y ése sí que puede ser el más simbólico y emocionante de todos los regalos.
—¿Ése? ¿Cuál?
—El arma con la que cometí los atracos: mi pistola del nueve corto.
—¿Estás loca? —se indignó la gorda—. De tu pistola no podemos prescindir. ¿Cómo vas a regalar la fuente de nuestros ingresos? ¿Te cabe en la cabeza que un escritor regale su pluma o un violinista su violín? Pues ésa sería una insensatez igual, puesto que tu nueve corto es tu herramienta de trabajo.
—Era —corrigió «Boni».
—Era, sí; y lo seguirá siendo, supongo.
—Puedes suponer también que las cosas han podido cambiar. Y tengo la sensación de que cambiarán más todavía.
—¿Qué quieres decir? —se alarmó la gorda.
—Que ya no puedo trabajar como hasta ahora, de la misma manera y con las mismas herramientas. Porque ese oficio ya no me va. Es completamente cierto, amiga mía, que la cara es el espejo del alma. Y comprende que esta cara no refleja el alma de una atracadora.
—¡Pero tú no sirves para otra cosa! —protestó «Claud».
—Una mujer guapa tiene muchísimas posibilidades.
—¡Pero tú eres una evadida de la cárcel, en la que tenías que cumplir cuatro años de condena!
—Ése es un problema en el que aún no he pensado —admitió «Boni»—, y que tendré que resolver. Puede que lo resuelva entregándome y pidiendo una revisión de mi proceso. Cuando los jueces conozcan mi caso y vean cómo he cambiado, quizá me reduzcan la pena. Comprenderán lo que yo he comprendido también: que fui mala porque era fea. Porque sólo las mujeres verdaderamente feas son malas de verdad. Y a fuerza de cavilar, estoy llegando a una conclusión: que no es la cara el espejo del alma, sino el alma el espejo de la cara.