«Papá, ven en tren»

QUERIDO HIJITO:

Hace una semana, tuve que coger el coche y salir a la carretera en viaje de negocios. En un país como el nuestro, en el que los medios de transporte no son muy abundantes ni muy económicos, el automóvil particular facilita el desplazamiento de los viajeros. Y más aún en mi caso, que uno a mi condición de viajero mi profesión de viajante.

Salí, pues, como te digo, a la carretera bien llamada general, ya que es la que utiliza todo el mundo por ser la única que existe en dirección a las ciudades del Norte. Y cuando apenas había recorrido el primer centenar de kilómetros, recibí tu mensaje. Pude leerlo sin dificultad, porque lo habían reproducido a tamaño gigantesco y ocupaba un lugar destacado en la cuneta:

«Papá, ven en tren».

Puedes imaginarte la emoción que sentí al reconocer tu escritura torpe y temblorosa, con la que tantos ceros has cosechado en las clases de caligrafía.

Puedes imaginarte también la ternura que me invadió al comprobar tu inquietud ante los graves riesgos que estaba corriendo viajando en automóvil.

Y puedes imaginarte igualmente que no le hice a tu mensaje ni puñetero caso, pues no iba a volverme atrás para tomar el tren desperdiciando el largo trecho que acababa de recorrer.

Pero tu súplica, repetida en docenas y docenas de ampliaciones, continuó saliéndome al paso a lo largo de todo el viaje: en las curvas más peligrosas, en las cuestas más pronunciadas y en los tramos con más baches, tus letras vacilantes seguían aconsejándome:

«Papá, ven en tren».

¿Querrás creer, hijito querido, que tu machacona insistencia surtió efecto? ¿Podrás perdonarme si te digo que ese efecto consistió en prometer que a mi regreso te daría un par de tortas por haberte puesto tan pelmazo?

Confieso que tu pelmacería me puso nerviosísimo y acabó por quitarme completamente el placer de conducir que siempre he sentido. Detrás de tu consejo, tan cariñoso como machacón, me dabas a entender que yo no tenía derecho a jugarme la vida, puesto que siendo tu padre te exponía a convertirte en un pobre huérfano. Junto al texto escrito por ti, se insinuaba un dramático retrato tuyo vestido de huerfanito; o sea, con un trajecito de lutito riguroso.

Y mi deseo de evitarte esta catástrofe, me hizo extremar la prudencia hasta la exageración. Puesto que la carretera no pasaba por ninguna estación de ferrocarril, a cuya puerta pudiera yo abandonar el coche para proseguir mi viaje en tren, opté por frenar a los doce caballos fiscales de mi motor hasta ponerlos al trote.

Si trote puede llamarse a recorrer diecisiete kilómetros en una hora.

A esa ridícula media horaria hice el último tercio de mi viaje, debido a lo cual llegué a mi destino a las cuatro de la madrugada. Este retraso motivó que se jeringara el negocio que vine a hacer aquí, pues los clientes que debía visitar se hartaron de esperarme y cerraron sus tratos con otros viajantes. Con otros viajantes que, por ser solteros y no tener hijitos corriendo riesgos de orfandad, corrieron en sus coches y me pisaron la operación.

Pese al cabreo que me produjo este fracaso, no te guardé ningún rencor por tu culpabilidad indirecta. E incluso a la hora de planear mi viaje de regreso, tuve en cuenta la advertencia que me hiciste en mi viaje de ida:

«Papá, ven en tren».

«Descuida, hijito —resolví con firmeza—: ni tú volverás a estar en peligro de quedarte huérfano, ni a mí me amargarás mis viajes por carretera. Para que ambos podamos estar tranquilos, a partir de este momento viajaré exclusivamente en ferrocarril».

Tomada esta resolución, lo primero que debía hacer para poder regresar era deshacerme del coche. Puesto que tú no querías que arriesgara mi vida utilizando tan nefasto medio de locomoción, debía venderlo en el acto. Y en el acto lo vendí, perdiendo en la venta más de la mitad de su valor.

—Y puede estar contento —me aconsejó la casa de coches que me lo compró—, porque los precios están bajando a una velocidad increíble. Si esto sigue así, dentro de muy pocos meses pagaremos por los coches usados una miseria.

Quise saber el motivo de esta depreciación, y supe entonces que tú no eras el único niño que deseaba salvarse de la orfandad por accidente automovilístico. ¡Millares y millares de tiernos infantes, con edades parecidas a la tuya, enviaban a sus padres mensajes idénticos con la misma caligrafía temblorosa!:

«Papá, ven en tren».

¡Millares y millares de padres conscientes, con reacciones parecidas a la mía, acataban esta súplica filial y vendían a cualquier precio sus coches nefastos para regresar en ferrocarril!

A esta oferta masiva se debe que el mercado del automóvil esté por los suelos, y que las colas ante las taquillas de todas las estaciones alcancen varios kilómetros de longitud.

Te escribo desde una de esas colas, hijito querido, en la que llevo varios días tratando de conseguir un billete para regresar en tren. Pero no te preocupes: cuando logre por fin volver a casa, trataré de no romperte la cabeza con los capones que pienso darte.