—¡BAH! —me decía siempre la gente, escéptica—. ¿Cómo puedes afirmar tan seriamente que los pájaros te quieren? Está demostrado que algunos animales más o menos domésticos, entre los que ocupan los primeros puestos tanto los perros como los gatos, son capaces de sentir cierto afecto elemental e instintivo por determinados seres humanos. Pero esos animales tienen con el hombre la afinidad de que son mamíferos. Y un mamífero está siempre más cerca de otro mamífero. Pero los pájaros… ¿Qué sentimientos pueden albergar esos bichitos pequeñajos y chirriantes cuyos cerebros tienen el tamaño de una lenteja?
—Pues a mí —insistía yo con terquedad— los pájaros me quieren.
Y es cierto. Me quieren muchísimo. Y ahora que nada puedo darles, me lo están demostrando: pese a que mis manos están abiertas y vacías, pudiendo verse claramente que no hay en ellas ni una mísera miga de pan, han acudido junto a mí en cuanto me han descubierto.
No levanto la cabeza para mirarlos, pues me avergüenza no poder ofrecerles ninguna golosina, pero los oigo revolotear por encima del árbol a cuya sombra estoy descansando.
Revolotean alegre y amistosamente, haciendo hervir el aire con sus trinos para llamar mi atención.
Los conozco bien y me consta que sus revoloteos irán perdiendo altura, para terminar posándose en mis hombros y en mis manos.
Saben que yo los quiero también y que jamás les hice daño.
Saben que siempre fui su amigo y que he pasado gran parte de mi vejez jugando con ellos.
Porque yo soy ese anciano bondadoso que ha pasado su ancianidad en los parques y en los prados, compartiendo su pan con los gorriones y las palomas. Compartiendo su pan, sí, pues de mi exigua pensión de jubilado no me sobraba ni una peseta para panecillos destinados a los pájaros. Cada pedazo de pan que yo les daba, por lo tanto, tenía que quitármelo de mi ración diaria.
Pero yo hacía con gusto ese sacrificio, ya que las horas que pasaba con mis pequeños y alados amiguitos eran las más felices de mi vejez. Ellos me dieron su amistad, su cariño y su alegría desinteresadamente, tan sólo porque yo les caía bien. Y no por las migajas que les daba, como cree la gente escéptica.
La prueba está en que llevo muchas horas en este prado, a la sombra de este árbol, sin ofrecerles nada a los pájaros. Las cosas me han ido muy mal últimamente y tengo los bolsillos tan vacíos como mi propio estómago. Y a pesar de que no les ofrezco ni un mísero mendrugo, ya que ni eso poseo, ellos me han visto y acuden cariñosamente a saludarme.
Oigo cada vez más cerca la estridencia de sus trinos y el batir de sus alas.
¿Os convencéis ahora, gentes escépticas, de que los pájaros me quieren de verdad?
Están ya a muy pocos metros de mi cabeza, y pueden ver perfectamente que no hay ni una sola migaja en mis manos abiertas. Lo cual no los hace desistir de su afectuoso propósito: continúan perdiendo altura y aproximándose a mí.
¡Ya se me ha posado uno en el hombro izquierdo! ¡Y otro en el derecho! ¡Y dos más en los brazos!
¡Ya tengo encima casi una docena, cubriéndome el pecho y el vientre! Todos me picotean con alegría… y con furia también… Pero ¿qué hacen?… Al principio me sorprende que me picoteen tan sañudamente y que en cada picotazo me arranquen un buen trozo de carne. Pero en seguida se me pasa la sorpresa y comprendo su actitud. ¿Qué quieren ustedes que hagan si ahora recuerdo que yo me ahorqué hace muchas horas a la sombra de este árbol y ellos son buitres?