Un suceso de tres líneas

HOY, SAMUEL HA LLEGADO a su despacho a las doce menos diez. Otros días llega antes; algunos, después. Según le da. No tiene hora fija, pues la Agencia Literaria en que trabaja es suya. La fundó él mismo hace quince años, en el último piso de una casa muy vieja cuyas ventanas dan al Sena.

La Agencia se llama «Rosemberg», apellido de su fundador. Menospreciaría la inteligencia de mis lectores si explicara que Samuel Rosemberg es judío. Eso salta a la vista al leer su nombre y también al ver su rostro: tiene la nariz grande y ganchuda; los ojos, muy negros y bastante juntos; el cabello, grasiento y rizado… No le falta ni un detalle para ser el judío típico, e incluso tópico, que aparece caricaturizado en los semanarios satíricos como prototipo de su raza.

Todas las mañanas, lo primero que hace Samuel al llegar a su despacho es hablar con el personal de la Agencia. Aunque sería más propio decir «la persona», ya que una sola persona del sexo femenino constituye la plantilla del negocio: una secretaria llamada Colette, tan fea por un lado como eficiente por otro.

Colette, cuarentona y solitaria, trata de masculinizar su fealdad. Quiere demostrarse a sí misma que nunca le importó ser mujer y que jamás sufrió por no tener éxito con los hombres. Pero no es fácil conseguir una silueta masculinizada cuando se tienen dos tetas y dos nalgas descomunales, irreductibles a pesar de la presión ejercida sobre ellas por sostenes y fajas tan compresibles como asfixiantes. Total: que la feísima Colette, haga lo que haga, resultará siempre una mujer ridículamente provocativa por culpa de sus tetorras y su culazo.

—¿Alguna novedad? —pregunta Samuel a su secretaria, mientras hojea un periódico del día.

—Una carta del editor Bowler —informa Colette— rechazando la novela de Jean Marnier para los países de habla inglesa. La encuentra demasiado bien escrita y muy poco pornográfica. Dos defectos garrafales, a su juicio, para que un libro francés pueda interesar a un lector inglés.

—Ofreceremos la obra de Marnier a la Editorial Ströbech, de Copenhague —decide Samuel—. Los daneses están ya tan aburridos de pornografía, que vuelven a buscar la buena literatura para divertirse.

—Podríamos ofrecérsela también a la Editorial Satélite, de Madrid —sugiere la eficiencia de Colette—. En España interesa la buena literatura por los mismos motivos que en Dinamarca, sólo que al revés: a los daneses porque ya están de vuelta de la pornografía; a los españoles, porque aún no han ido.

—Buena idea —aplaude Samuel—. Prepare las cartas para Copenhague y Madrid. ¿Alguna novedad más?

—Han llegado dos manuscritos de autores espontáneos.

—Ésa no es ninguna novedad. Llegan todos los días.

—Se lo digo por si quiere echarles un vistazo.

—¿Para qué? Hace tiempo que no me molesto en leer esos engendros de noveles, que van recorriendo una después de otra todas las agencias de París. Proceda como de costumbre: retenga los manuscritos un par de semanas y envíe después a los autores la acostumbrada circular comunicándoles que pueden pasar a recogerlos porque no nos interesan.

—De acuerdo —acata la orden Colette—. Pero le confieso que me da lástima rechazarlos sin haberlos leído. Los presentan con tanta ilusión…

—No sea sentimental —corta Samuel—. Soy un agente que difunde autores consagrados, no un mecenas que lanza noveles.

—Sin embargo —insiste ella, tímidamente por supuesto—, no hay que olvidar que todo consagrado empezó siendo novel.

—Pero a mí me interesan los autores cuando llegan a la meta y no cuando empiezan su carrera.

Comprendiendo que su jefe da por terminada la discusión, Colette sale del despacho a escribir esas dos cartas que le han encargado. Samuel sigue leyendo el periódico del día, que contiene su carga habitual de barbaridades y catástrofes. Echa sólo un vistazo a las noticias internacionales que no le afectan, y se detiene con más atención en los sucesos locales de la ciudad en que vive.

París es una capital fantástica en la que ocurren miles de cosas todos los días. De todos los tipos y en todos los campos. Hay éxitos artísticos y crímenes sórdidos. Políticos que se encumbran al tiempo que otros se hunden. Triunfadores y vencidos. Nombres que suben a la gloria mientras otros bajan al infierno. Como esos que aparecen en pequeños recuadros de algunas páginas, para calzar y nivelar las columnas cojas. Son nombres que protagonizan sucesillos merecedores únicamente de una tipografía menuda, pero que llevan en su pequeñez una potente carga de dramatismo. Samuel lee esos recuadros mínimos, que producen el impacto de un disparo:

«Una costurera cose, a puñaladas, a su amante».

«Niño despedazado al jugar con una granada de la última guerra, que encontró en el campo».

«Muere en la miseria, a los ochenta años, el que fue famoso galán del cine mudo».

«Encontrado en el Sena el cadáver de un suicida».

En esta última noticia se detienen los ojos de Samuel, para leerla con más atención. No en balde el Sena pasa frente a sus ventanas. Es por lo tanto un vecino próximo, y a todos nos interesa saber con detalle lo que le ocurre a nuestro vecindario.

Pero el texto completo de la noticia no dice mucho más que el titular. Explica únicamente que el suicida tenía treinta y seis años, y que se llamaba Marcel Prist. Eso es todo. Tres líneas justas.

Sin embargo, los ojos de Samuel siguen detenidos allí. Ya no es el río el que sigue despertando su interés, sino su víctima. Porque el nombre de Marcel Prist le ha recordado algo. Ha visto ese nombre en alguna parte, aunque al principio no sabe dónde ni cuándo.

—Marcel Prist… Marcel Prist… repite Samuel en voz alta, para ayudar a su memoria.

Y la ayuda resulta eficaz: su memoria le suministra el dato, aunque no con rapidez ni claridad. El agente recuerda primero que ese nombre le hizo comentar:

—Parece una tomadura de pelo. ¿Cómo un escritor serio puede pretender firmar así? En el caso de que su libro llegara a publicarse, protestarían los herederos de Proust.

Recordaba esta primera fase, el recuerdo se perfila completamente y aparece entero en la memoria de Samuel: Marcel Prist era el autor de un manuscrito recibido en la «Agencia Rosemberg» hace un par de meses, y rechazado por el procedimiento habitual de la carta circular. Samuel tuvo el manuscrito en sus manos, y el comentario relativo al nombre del autor lo hizo mientras lo estaba hojeando. No llegó a leerlo, naturalmente. Fue Colette, como de costumbre, la encargada de rechazarlo.

Ahora, sin embargo, al saber que Marcel Prist se ha suicidado, el agente nota una punzadilla en algún remoto pliegue de su espíritu. ¿Puede ser un remordimiento de conciencia? Samuel no lo sabe, ya que jamás le ha remordido semejante parte. En todo caso, quiere investigar hasta qué punto ha participado él en la decisión tomada por ese suicida. Para lo cual llama a su secretaria por medio del «gritáfono», sistema que consiste en abrir la boca y gritar:

—¡Colette!

La subordinada deja de teclear en la máquina de escribir y acude al despacho del jefe.

—Hace dos meses aproximadamente —explica él—, nos mandaron una novela firmada por un tal Marcel Prist. Recuerdo haberla visto y haberla rechazado. ¿Sabe usted si el autor vino a recoger el manuscrito?

—Miraré en el fichero.

—Vamos, Colette. No presuma tampoco. Me consta que es usted muy eficiente, pero no hasta el punto de hacer una ficha de cada original que nos manda cualquier desconocido.

—Ficha no hago —admite la secretaria—; pero guardo todos esos originales amontonados en los cajones del viejo fichero de madera que sustituimos por el nuevo metálico. ¿Cómo dijo que se llamaba el autor del original que le interesa?

—Marcel Prist.

Colette se retira a averiguar lo ocurrido con ese original. Samuel quiere terminar de leer el periódico, pero vuelve una y otra vez al cadáver hallado en el Sena.

Se imagina la tragedia de Marcel Prist, impulsado al suicidio por su fracaso como escritor. Samuel comprende ese impulso, puesto que él también lo sintió en su juventud, cuando quiso escribir y no tuvo éxito. Pero a él le salvó su instinto de conservación judaico. Por eso, en vez de suicidarse al fracasar como escritor, fundó la «Agencia Rosemberg» para explotar a los otros escritores.

Una reacción muy en consonancia con su raza, que no le impide comprender las reacciones de otros temperamentos más débiles y sensibles. Porque él sabe, por haberla padecido, que no hay depresión tan insuperable como la de fracasar en la carrera literaria. Él sabe el dolor que se experimenta al ver rechazado el manuscrito que se parió tras una gestación de muchos meses. ¿Cómo no va a saberlo si a él le rechazaron en todas partes todo lo que escribió?

En este examen de conciencia que le ha provocado el suicidio de Prist, Samuel admite que en su crueldad con los noveles hay algo de venganza por los propios desastres sufridos en sus truncadas ilusiones de novelista. ¡Cuántas veces recibió él cartas circulares semejantes a las que ahora manda la «Agencia Rosemberg»! ¡Cuántas veces esos textos fríos y prefabricados le empujaron al abismo de la desesperación!

Samuel está recordando las desgracias de sus obras, que no se publicaron nunca, cuando entra Colette.

—Marcel Prist —informa a su jefe— no vino a recoger el manuscrito que nos envió. Aquí está.

Y le entrega una carpeta abultada, de cartón azul, cuyas gomas sujetadoras apenas pueden sostener el contenido.

Samuel coge la carpeta con un poco de aprensión y otro poco de respeto. Se trata al fin y al cabo de una obra póstuma, puesto que su autor ingresó hace pocas horas en el depósito de cadáveres.

—Gracias, Colette. Puede retirarse.

Y cuando la secretaria se retira, Samuel abre la carpeta con cierta solemnidad. Contiene un manuscrito voluminoso. Más de trescientos folios cubiertos de una escritura nerviosa y apretada, en cuya elaboración se consumieron varios tinteros con diferentes tonalidades de tinta azul. En el primer folio, que sirve de portadilla a la obra, se lee en caligrafía gruesa trazada con rotulador:

LAS LÁGRIMAS PUEDEN SER DULCES

Novela de MARCEL PRIST

Samuel recuerda que la lectura de este primer folio, cuando el manuscrito llegó a sus manos por vez primera, le predispuso en contra de su autor. ¡Qué falta de respeto firmar así, para que los lectores distraídos piquen y compren el libro creyendo que lo escribió Marcel Proust! Recuerda también cómo, disgustado por esa falta de respeto, no quiso leer ni una línea más. Colette se encargó de enviar la amarga carta que ponía fin a tantas ilusiones, y allí finalizó la relación de la Agencia con Prist.

Samuel no es un sentimental, pero piensa que aquel rechazo suyo pudo colmar la desesperación del escritor fracasado y empujarle al suicidio. Este pensamiento no llega a producirle un claro complejo de culpabilidad, pero sí le causa una discreta emoción. Emoción que aumenta cuando encuentra, plegada detrás de la portadilla, la carta con que el autor acompañó el envío de su obra. Es una carta no muy larga, escrita con la misma caligrafía que la voluminosa novela. Va dirigida a la «Agencia Rosemberg» y dice exactamente:

Confieso sin rubor que todos los editores franceses, y cuatro belgas, se han negado a publicarme esta novela. Tantas negativas han minado mi moral hasta derrumbarla por completo. Cuando inicié esta larga e infructuosa peregrinación editorial, estaba convencido de haber escrito una auténtica obra maestra. Ahora, desmoralizado, empiezo a pensar que desperdicié mi vida escribiendo memeces impublicables. Si así fuera, ¿para qué seguir viviendo? Pero como la idea de quitarme de enmedio no me entusiasma, voy a aplazarla concediéndome una última oportunidad: el veredicto de una agencia literaria que conozca el mercado novelístico internacional. Quiero aferrarme a la esperanza de que mi novela, rechazada a nivel nacional, tiene calidades para triunfar en países de mentalidad más abierta y menos burguesa que los de lengua francesa. Si me hubiera equivocado una vez más y este veredicto fuese también negativo, ¿puedo pedirles un último favor? Tiren este manuscrito a la basura, porque a mí ya no me servirá para nada.

MARCEL PRIST

Al terminar de leer la carta, lo primero que hace Samuel es lamentarse por no haberla leído antes. Es probable que, si llega a leerla, no hubiera rechazado el manuscrito sin echarle un vistazo. Ese vistazo sin duda no habría modificado la decisión de rechazarlo, ya que el original no debía de ser bueno puesto que le fue devuelto a Prist por todos los editores franceses y cuatro belgas.

El vistazo, sin embargo, hubiera permitido a Samuel redactar una carta de devolución menos fría y más razonada, elogiando algunos aspectos de la novela y alentando al autor a perseverar en su esfuerzo. Puede que una carta así, personal y esperanzadora, hubiera evitado el fatal desenlace de Marcel Prist.

Pero el mal ya está hecho y es tarde para lamentaciones. Samuel piensa que lo único que puede hacer es rendir un homenaje póstumo a ese autor desconocido, leyendo su obra. Es un homenaje considerable y digno de ser agradecido ya que la obra, además de que probablemente será mala, es sumamente voluminosa. Samuel comprueba, con un suspiro, que su volumen alcanza los trescientos veinte folios. Y dispuesto a cumplir cuanto antes su promesa, pone de inmediato manos a la obra.

Colette se marcha a almorzar, dejando a su jefe sumido en la lectura del manuscrito. Vuelve a la oficina dos horas después, y su jefe sigue leyendo sin haber almorzado.

La secretaria considera un deber advertirle el lapso alimenticio que ha sufrido, pero él se enfada por la interrupción.

—Déjeme en paz —gruñe sin dejar de leer—, y que nadie me moleste hasta que termine.

La secretaria obedece, enfadada también y extrañada al mismo tiempo por los malos modos de su jefe. No es frecuente que Samuel se incomode con ella, y menos aún sin ninguna razón que justifique sus bufidos.

Pero tampoco es frecuente lo que le ha sucedido a Samuel, que empezó a leer Las lágrimas pueden ser dulces por compromiso, para descargarse la conciencia de una presunta falta cometida con su autor. Y que nada más empezar, quedó prendido y prendado de los encantos de la novela. Porque Las lágrimas pueden ser dulces, del trágicamente fallecido Marcel Prist, es una verdadera joya de la novelística contemporánea. Hacía muchos años que el agente Rosemberg, gran experto en literatura internacional, no tropezaba con un libro tan extraordinario. Por eso se ha olvidado de almorzar y ha prohibido que le interrumpan durante la apasionante lectura.

El mayor elogio que puede hacerse de Las lágrimas pueden ser dulces es ése: que se empieza a leer la primera página, y ya no se puede dejar hasta que se llega a la última. El malogrado autor no se equivocó cuando estuvo convencido de que había escrito una obra maestra.

Todos los ingredientes del best-seller a escala mundial están en esos trescientos veinte folios: un tema que interesa a todo el mundo; unos personajes que viven sus emocionantes aventuras como si estuvieran vivos de verdad; una acción conducida con pulso magistral, cuyo ritmo se va acelerando sabiamente sin decaer en ningún momento; una serie de sorpresas puestas como bombas de eficacia a lo largo del relato, que estallan al paso del lector produciéndole excitantes sobresaltos; un lenguaje sobrio y preciso, aunque no exento de belleza; unas pinceladas de humor y otras de ternura, para suavizar pasajes de crudeza indispensable, y un desenlace inesperado, pero completamente lógico, que no defrauda a los lectores y les hace seguir recordando con cariño a los personajes del libro después de haberlo leído.

Es ya de noche cuando Samuel, entusiasmado, sigue pensando en la sensacional novela que acaba de paladear. Se siente tan satisfecho como un gourmet que ha saboreado un plato delicioso.

No le sorprende que todos los editores de Francia, y cuatro de Bélgica, rechazaran este manuscrito genial. Porque sabe que las editoriales tratan a los noveles con el mismo desprecio que las agencias literarias: devuelven sus obras sin haberlas leído.

Pero en este caso los editores, e incluso la «Agencia Rosemberg», cometieron el máximo error de sus historias respectivas. Su actitud tradicional de considerar a priori que todo novel es un mentecato, les impidió descubrir un genio. Y Samuel está muy contento de haberlo descubierto él. Aunque ya no escriba más, esta única novela basta para consagrar definitivamente el nombre de quien la firme. Llámese como se llame: Marcel Prist, o Perique des Palottes.

El agente acaricia la carpeta que contiene el manuscrito con la misma complacencia que un joyero acariciaría el estuche de una joya valiosísima. Está seguro de que tiene en sus manos el mayor éxito editorial de los últimos años. El malogrado Marcel Prist puede dormir tranquilo su sueño eterno, porque su manuscrito verá muy pronto la luz con todos los honores y en todas las lenguas. De eso se va a encargar inmediatamente Samuel Rosemberg. Que se encargará también de firmar el libro como autor. Muerto Prist y en poder de Samuel el manuscrito original, único ejemplar existente de la obra, ¿quién va a reclamar si aparece con la firma de Rosemberg? La única reclamación podría partir de la conciencia del agente. Pero ése no es el caso de Samuel, pues él posee una virtud bastante generalizada entre los agentes literarios de todo el mundo: no tiene conciencia.