En busca de la felicidad

AHORA, DESPUÉS DE TANTOS AÑOS, soy completamente feliz. Abrázame otra vez, Robert. Y sigue abrazándome para que conserve esta sensación de plena felicidad. Quiero que este abrazo dure mucho tiempo. Todo el tiempo que voy a necesitar para contarte la larga lucha que tuve que sostener hasta llegar a este momento. De manera que ponte cómodo. Apoya la cabeza en la almohada, pero no te duermas. Ya dormirás cuando yo acabe de hablar, y después que hayamos hecho otra vez el amor. La noche es joven y nos quedan todavía muchas horas por delante.

¿Quieres mover un poco el brazo que tienes debajo, que se me está clavando en las costillas?

Así. Perfecto. Ahora escúchame. ¡Es tan bonito recordar el camino que se ha recorrido cuando ya se ha llegado a la meta!… Aunque el camino haya sido bastante feo, como en el caso mío.

Porque ya sabes tú que mi familia era la más pobre del barrio donde nací por verdadera chiripa. Digo por verdadera chiripa, ya que mis padres apenas tenían relaciones conyugales. Y no por falta de ganas, sino por falta de oportunidades para reunirse a procrear: mi padre trabajaba toda la noche de vigilante en una fábrica, y mi madre trabajaba todo el día en unos grandes almacenes. De modo que cuando uno llegaba a casa después de su trabajo, el otro tenía que salir a trabajar.

Sospecho que fui el fruto de un fin de semana, en el que los dos coincidieron en la cama. Pero como esas coincidencias eran poco frecuentes, pues mi padre aprovechaba la mayoría de los week-ends para redondear sus ingresos arreglando los jardines de la vecindad, no tuvieron más descendencia.

Fui, por lo tanto, hija única, situación privilegiada en las familias ricas, pero tristísimas en las pobres. Porque las familias ricas miman a sus hijos únicos, pero las pobres tienen que dejarlos crecer en la más completa soledad. Crecí, pues completamente sola, viendo a mis padres únicamente cuando venían a dormir después de haber trabajado como burros.

A los quince años, de los cuales pasé algunos yendo a una escuela pública para educarme un poco, tuve que ponerme a trabajar. Porque me quedé sin padre de la manera más tonta.

Como en la jardinería hay que andar tocando estiércol, y tú sabes de sobra que el estiércol es una asquerosidad que se hace con boñigas de caballo, un día al infeliz le dio el tétanos y se quedó tieso.

Mi madre me buscó una colocación en una academia de baile, aunque yo entonces no sabía bailar. Ni falta que me hacía puesto que no me colocó de bailarina, sino de fregona. Pero un día, cuando yo estaba fregando los suelos de la academia, me vio la directora y me dijo:

—Tienes las piernas largas y el cuerpo corto. Reúnes, por lo tanto, las condiciones físicas ideales para llegar a ser una buena bailarina de ballet. Pero como sospecho que no friegas los suelos por gusto, sino porque no tienes dinero para costearte estudios de ninguna especie, yo te daré lecciones de baile gratis.

Y así fue como empecé a hacerme bailarina, en contra de la opinión de mi madre. Porque mi madre opinaba que todas las bailarinas eran unas perdidas, y que si yo bailaba me perdería también.

—Lo que debes hacer es dejarte de bailes —me aconsejaba— y tirarle los tejos al vecinito. Porque si te casas con él, tendrías resuelta la vida para siempre.

Y a mí, querido Robert, me invadía una depresión tremenda al oír este consejo materno. Porque yo no conocía al vecinito, pero le veía con mucha frecuencia cuando entraba o salía de su casa, que estaba junto a la nuestra. Y era el pollastre más deprimente que puedas imaginarte: no había cumplido aún los veinte años, pero ya se vestía como un señor para darse importancia. Y usaba cuellos duros con corbatas abominables. Además, como todavía estaba dando el último estirón, llevaba siempre cortas las perneras de los pantalones y las mangas de las chaquetas, lo cual le daba un aspecto mucho más ridículo. Porque ridículo era también el físico del vecinito, que se llamaba Bob muy bien llamado, ya que sólo le faltaba una «o» final para definirle perfectamente.

Su físico era una suma de ridiculeces que empezaba en su pelo rojizo y concluía en sus zapatos, rojizos también. Entre estos dos sumandos había bastantes más, de los cuales sólo citaré un rostro pecoso y narigudo, así como un pecho tan hundido que se le salía por la espalda en forma de joroba.

¿Crees que exagero? Quizás un poco, pero tal y como te lo cuento veía yo a mi famoso vecinito. ¡Y en semejante birria veía mi madre la meta de mi felicidad!

—Es un chico serio —me argumentaba— y muy trabajador. A las ocho de la mañana está en la tienda de su padre, que es una de las más prósperas del barrio y que algún día no muy lejano será suya. Porque al padre de Bob puede ocurrirle lo que al tuyo: también él es aficionado a la jardinería, y nadie está libre de pescar el tétanos al palpar una boñiga. Y si tú te casaras con Bob y su padre se fuera al otro barrio de un boñigazo…

Pero a mí me horrorizaba esta aspiración maternal para resolver mi futuro, e incluso me ponía casi todos los pelos de punta. No sólo por lo repelente que me resultaba Bob, sino por la índole del negocio de su padre. Porque ¡menuda índole, mi madre! «Industria cárnica» llamaba él a su tienda para que resultara más fina; pero si le quitabas el envoltorio de este eufemismo, se veía lo que era en realidad: una vulgar carnicería.

Ponte en mi pellejo, querido Robert, y comprenderás que la repulsión que el vecinito me inspiraba aumentó considerablemente cuando supe que era carnicero.

Con los años he aprendido que ese oficio es tan digno como cualquier otro. Pero admite que a los ojos de una muchacha quinceañera, soñadora y romántica como todas las de esa edad, un carnicero es el polo opuesto al soñado príncipe azul.

Bob, por lo tanto, no me producía sueños agradables, sino pesadillas espantosas. Al dormirme se me aparecía deformado como todas las visiones oníricas, con las manos sanguinolentas, despedazando salvajemente grandes animales que aún tenían las entrañas palpitantes. Y le cogí miedo hasta el punto de pasar ante su casa corriendo, para reducir al mínimo el riesgo de encontrarme con él.

Ese mismo miedo me impulsó a esmerar mi aplicación en las clases de baile que me daban gratis, pues ansiaba tener un oficio que me permitiese independizarme. Sólo así podría irme lejos de mi barrio, librándome de la amenaza de caer algún día en las garras del carnicero.

Pocos meses después, cuando mi profesora apenas había tenido tiempo de enseñarme el pas de chat y el pas de cheval, se me presentó la oportunidad que yo quería: un empresario de pueblo veraniego fue a la academia en busca de algunas bailarinas para el espectáculo estival que iba a montar en su teatrucho.

—Pago poco —advirtió—, pero no exijo que las chicas sepan bailar mucho.

Mister Bull, que así se llamaba el empresariejo, sólo quería piernas para exhibirlas, y le importaba muy poco el talento que tuvieran sus propietarias para moverlas. Eligió, pues, seis pares de piernas bonitas, con la buena fortuna de que el primer par elegido fue el mío.

De este modo, cuando yo acababa de cumplir los dieciséis años empezó mi carrera artística.

Debuté en el teatrucho veraniego haciendo el indio literalmente, pues las bailarinas salíamos en un cuadro que se llamaba «Noches en Calcuta» y yo hacía de paje de un «marajá». El «marajá» era el primer actor de la compañía, e intentaba meterme mano en cuanto caía el telón y salíamos del escenario. Pero yo, sin salirme de mi papel indio, no me dejaba tocar alegando que pertenecía a la casta de los «intocables». Al «marajá» le entraba un cabreo imponente, pero tenía que chincharse.

Las chicas de la compañía vivíamos en una pensión muy modesta, situada frente a un cuartel. Sólo la escasa anchura de una calle estrechita separaba nuestras ventanas de la nave donde dormían los soldados, que en cuanto nos vieron dejaron de dormir. Y se pasaban las noches tirándonos cosas a los cristales, para que abriésemos las ventanas y poder decirnos burradas.

Algunas de mis compañeras, en los tres meses que duró nuestra estancia en la pensión, sacaron planes con los vecinos e incluso novios formales. Pero yo, naturalmente, me mantuve alejada de la soldadesca. Renunciar a un carnicero rico para caer en manos de un soldado raso era como salir de Málaga (Spain) para entrar en Malagón (Spain también). Y yo había iniciado mi carrera artística para buscar la felicidad en niveles sociales más altos.

Por eso, cuando con la llegada del otoño terminó nuestra temporada de verano, decidí buscar trabajo en Londres.

—¿Estás loca? —trataron de disuadirme mis compañeras—. ¿Crees que por haber actuado tres meses en un teatrucho de pueblo puedes considerarte una artista? Para conseguir que te contraten en la capital, tendrás que luchar muchos años y romper muchos pares de zapatos.

Pero no me disuadieron, y a Londres me fui haciendo auto-stop. En el viaje empleé dos días, siete coches y cuatro bofetadas. Las cuatro bofetadas tuve que dárselas a un automovilista que intentó hacerme probar la comodidad que proporcionaban los asientos de su coche transformables en cama.

Contra todos los pronósticos de mis compañeras, en Londres sólo tuve que luchar un mes y romper un único par de zapatos para conseguir un contrato. Claro está que no me contrataron de primera bailarina en el «Royal Ballet», sino de corista en el show de un cabaret llamado «Lady Godiva».

El local se llamaba así porque todas las ladies del show salían «godivas», o sea desnudas. Yo entonces era tan jovencita e ignorante, que no conocía la historia de aquella señora antigua que se paseó en cueros por su pueblo montada a caballo. Por eso firmé el contrato, sin que el nombre del cabaret me hiciera sospechar la forma en que tendría que salir a trabajar. Y cuando al pedir mi ropa de escena el empresario se echó a reír, me quedé perpleja.

—Aquí, muchacha, no usarás más vestuario que el que te proporcionó tu madre para echarte al mundo —me dijo el tío entre grandes risotadas—. Y si te niegas a trabajar así, como eres menor de edad, te devolveré con la policía a la casa de tu mamá.

El dilema que se me presentaba era gordísimo, ya que tanto me horrorizaba bailar desnuda como volver a la vecindad del siniestro carnicero. Sostuve una dura batalla interior durante dos minutos, ya que el empresario no me concedió más tiempo para que tomara una decisión.

Por fin, el miedo a las manos sanguinolentas de Bob fue más fuerte que el miedo a los ojos de los espectadores del cabaret. Y decidí quedarme en el show de «Lady Godiva».

Puedes imaginarte, querido Robert, lo mucho que sufrí hasta vencer los escrúpulos que se oponían a la exhibición pública de mis vergüenzas. Así llamaba yo entonces a mis desnudeces, aunque poco después de exhibirlas tuve muchos admiradores que me aseguraron que en mi cuerpo no había ni un solo detalle del que tuviera que avergonzarme.

—Más que tus vergüenzas —me decían—, deberías llamarlas tus orgullos. Porque puedes sentirte orgullosa de todo lo que tienes.

—Pues no os hagáis ilusiones —les replicaba yo—, porque todo lo que tengo lo guardo para el elegido de mi corazón. De manera que abrid los ojos, pero dejad quietas las manos.

Pese a estas advertencias, casi todos los admiradores que me invitaban a salir con ellos después del espectáculo, intentaban propasarse. Y muchas veces tenía yo que defender mi virtud a brazo partido. Porque la mayoría de los hombres cree que toda muchacha que se exhibe desnuda en un show, es pan comido. Y nada más lejos de la realidad.

En todos los cabarets se produce una paradoja muy curiosa: las mujeres que se acuestan con los clientes no son las que aparecen desnudas en la pista, sino las que se sientan vestidas en las mesas. Tampoco quiero decir que todas las «godivas» del conjunto fueran vírgenes, pues muchas de ellas tenían sus novios y sus apaños. Pero ninguna se iba a la cama por dinero con cualquier hombre que acabara de conocer, como hacían las «alternadoras» que trabajaban en la sala.

Gracias a que yo era la más jovencilla de todas las coristas, me convertí en una especie de mascota del espectáculo. Y logré que, tanto mis compañeras como el resto de los artistas que actuaban en el show, me mimaran y me protegieran. Pero ni sus mimos ni su protección me ayudaban a prosperar en mi carrera, y yo aspiraba a algo más que a bailar en cueros toda mi vida en aquel antro de tercera categoría.

—Ten paciencia, chica —me aconsejaban mis compañeras mientras meneábamos nuestras anatomías desprovistas de ropa—. A estos antros vienen, a escondidas, los hombres más serios e importantes del país. Puede que un día alguno de ellos se fije en ti, y podrás dejar este trabajo para vivir mucho mejor.

Y tuvieron razón. Porque un día, en efecto, se fijó en mí Harold Pink. ¡Nada menos que Harold Pink, querido Robert! Y no pongas esa cara de no saber quién es Harold Pink, porque todo el mundo sabe que Harold Pink es el mejor modista británico. Lo que equivale a decir que es uno de los mejores del mundo. Porque desde el invento de la minifalda por una costurera inglesa, el cetro de la moda ha pasado a manos de Inglaterra. Y una de esas manos que lo sostienen en estas islas, es la de Harold Pink.

¡Imagínate lo nerviosa que me puse cuando, después del show, Harold Pink me mandó un recado al camarín comunicándome que deseaba conocerme! Me enfundé en el mejor de los trajes que yo tenía entonces, y acudí a la mesa que el gran modista ocupaba en la sala. Yo le conocía de haberle visto retratado en las revistas de modas, pero en persona me resultó mucho más interesante. Vestía con elegancia y hablaba con finura, eligiendo las palabras más sutiles y empleando las metáforas más ingeniosas. Para abreviar su descripción te diré que se parecía en todo a Oscar Wilde. Y cuando digo en todo, comprenderás que trato de dar a entender discretamente que Harold Pink también era maricón.

—No pienses —me aclaró después de saludarme— que he querido conocerte para hacer contigo guarrerías eróticas. Yo no soy de ésos. Y para tranquilizarte del todo, te diré que tengo novio formal. ¡Un sol de chico, del que estoy enamoradísimo! No me interesas desnuda, sino vestida. Te he mirado fríamente, como el que mira una percha de la que pueden colgarse muchos vestidos. Y he visto que tu cuerpo tiene las medidas perfectas para realzar la colección de modelos juveniles que voy a presentar esta temporada.

Al día siguiente dejé las desnudeces de «Lady Godiva», para envolverme en los trapos de Harold Pink. Mi sueldo como maniquí era superior al que hasta entonces había percibido como corista, pero tenía que trabajar el doble. Porque en cada desfile de modelos, además de tener que cambiarme de ropa veinte veces, me obligaban a bailar veinte veces también: un bailecito distinto para exhibir cada modelo diferente. Harold Pink acababa de inventar los «desfiles-danzantes» que tuvieron mucho éxito, pero que dejaban a las señoritas maniquíes hechas puré. Y aunque el ambiente de la casa de modas era mucho más distinguido que el del cabaret, quedaba una tan agotada después del trabajo que de poco servía esa distinción.

El cansancio me obligaba a rehusar invitaciones de nuevos admiradores que tuve allí, la mayoría de los cuales iba a presenciar los desfiles acompañando a sus esposas. Pero eso no era ningún obstáculo ya que, como existe el divorcio, cabe la posibilidad de que una chica joven le pise el marido a una mujer madura.

El obstáculo, como ya dije, era que terminaba mi jornada laboral cansadísima, sin fuerzas ni ganas de hacerle cucamonas a ningún señor. De nada me servía despertar apetitos en la pasarela del modista si luego no podía aplacarlos en las mesas de los restaurantes lujosos. Pero como Harold Pink me pagaba bien y pasar sus colecciones me daba cierta categoría, aguanté en su casa un año entero.

Acababa de cumplirlo cuando conocí al joven lord Garden, que fue a ver la colección acompañando a su tía, una lady vejancona y caballuna con mucha influencia en la vida social londinense. A la tía, como es lógico, no le gustó ninguno de los trajes. Viendo su tipo, se comprendía que los únicos modelos capaces de albergar su corpulencia equina, eran las gualdrapas.

A su sobrino, en cambio, le gusté yo. ¡Y de qué manera! Jamás había visto, hasta conocer a lord Garden, semejante admiración de un hombre por una mujer. Admiración que se tradujo en una serie de atenciones, que minaron poco a poco mi resistencia a sus galanteos.

Dime tú, querido Robert, si hay en el mundo alguna chica modesta que no sucumba después de ser bombardeada intensamente con atenciones de todos los s: desde el ramo diario de rosas rojas hasta el estuche con sortija de brillantes; desde el paseo en «Rolls», hasta el crucero en «yacht». Y si a estas bombas del bombardeo le añades un «bombón»… Porque lord Garden era un individuo pistonudo. Tenía veinticinco años, era alto, rubio y con los ojos verdes. Suma a estas cualidades su título nobiliario y su gran fortuna, y tendrás el príncipe azul irresistible con el que sueñan todas las jovenzuelas. Nadie puede reprocharme por lo tanto que yo no le resistiera, y que me enamorase de él como una de esas burras ardientes que quedan todavía en los países mediterráneos.

El apuesto lord, al que llegué a llamar cariñosamente «mi lorito», obtuvo de mí todo lo que me pidió. A petición suya también dejé de trabajar con Harold Pink, y me fui a vivir a un piso que «mi lorito» pagaba.

Tan loca estaba por él, que creí que aquel amor me iba a durar toda la vida. Sufrí mucho, por consiguiente, cuando, al cabo de tres meses, mi amante acabó conmigo de la forma más guarra que puedes figurarte: me envió con su chófer una nota de despido en la que me agradecía los servicios prestados. Cosido a la nota con una grapa, de un modo muy frío y burocrático, me adjuntaba un cheque de doscientas libras.

Creí que iba a morirme del disgusto, y por eso no me suicidé inmediatamente. Viendo que pasaban algunas horas y no me moría, pensé suicidarme abriendo el gas. Pero no pude llevar a cabo mi propósito porque la cocina del piso era eléctrica.

—Hay días —me dije desesperada— en que todo sale mal.

Lloré hasta que me salió musgo en los párpados, o poco menos. Llegué a tener los ojos tan rojos como los de un conejo. Pero seguí viviendo, pues no hay disgusto amoroso capaz de acabar con la vitalidad de una chica que acaba de cumplir los dieciocho años.

Como doscientas libras, por muy esterlinas que sean, no constituyen un capital que permita retirarse de la vida activa, tuve que buscarme una nueva colocación. En la vieja no quisieron readmitirme porque Harold Pink presumía de formal y no toleraba que sus maniquíes tuvieran líos con la clientela. Pero el haber trabajado con él prestigiaba mi hoja de servicios, lo cual me permitió encontrar un puesto equivalente en la misma rama modisteril: fui admitida como maniquí en «Miss Francine», casa de modas que ostentaba el nombre de su propietaria.

Miss Francine era una francesa de Marsella, bastota y mantecosa, que sólo hablaba relativamente bien el francés. Ella presumía de políglota, pero los otros idiomas que se jactaba de dominar los chapurreaba de un modo confuso e intraducible.

A la confusión originada por su chapurreo se debió sin duda al desconcierto que sufrí cuando empecé a trabajar. Sin duda por no haber entendido las explicaciones dadas por la propietaria sobre la naturaleza de mi trabajo, hubo dos cosas que me desconcertaron horrores: los modelos que teníamos que exhibir y el público que asistía a los desfiles. Todos los vestidos de «Miss Francine» vestían poquísimo, y toda la clientela de la casa era masculina. Pero como yo tenía muy poca experiencia de la vida, tardé algunos días en darme cuenta de que aquélla no era una casa de modas, sino de putas. Y en cuanto me percaté de la clase de antro en que me había metido, no volví para nada por allí. Ni siquiera para devolver el anticipo que aquella alcahueta disfrazada de modista me había dado cuando me admitió.

Pasé entonces varias semanas desagradables, estirando todo lo posible el poquísimo dinero que me quedaba. Del piso lujoso en que me había instalado el lord, descendí a una habitación en un semisótano costroso.

Tentada estuve varías veces de liarme la manta a la cabeza y pedir la readmisión a miss Francine, pero vencí esas tentaciones. No por prejuicio moral, sino por orgullo profesional. Porque yo me había propuesto ser una artista, llena de éxitos y felicidad, a costa de mi esfuerzo. Y no quise conformarme con ser una fulana, fracasada y desgraciada, que vive sin más esfuerzo que el de dejarse cubrir por sus clientes. No quise tampoco retroceder a los orígenes de mi carrera aceptando jornales ínfimos como fregona. De manera que, armada de paciencia y de un sandwich vegetal —mi presupuesto no daba para filetes ni salchichas—, me pasaba los días haciendo cola en las agencias artísticas.

A punto estaba de quedarme desarmada —sin paciencia ni sandwiches—, cuando me surgió una oportunidad increíble porque el contrato que me ofrecieron, y que yo acepté, era sencillamente fabuloso: un sueldo estupendo, y la oportunidad de conocer el extranjero viajando y bailando con el «Ballet London».

Otra chica, en situación tan crítica como la mía y contratada al mismo tiempo que yo, me dijo:

—Este ballet me huele a tapadera de algo sucio. ¿Crees que si el negocio fuera limpio iban a ofrecer condiciones tan buenas a unas patosas como nosotras?

—Patosa lo serás tú, rica —protesté.

—Pues sí —admitió—: lo soy y no lo niego. Y el hecho de que siéndolo me hayan admitido, me hace sospechar que aquí se oculta un negocio turbio.

—¿Qué clase de negocio?

—Trata de blancas —me aclaró ella con voz misteriosa—. Nos llevarán a un país oriental, y nos venderán allí a algún sultán.

—A ti lo que te pasa es que has leído muchas novelas —dije yo echándome a reír.

Pero dejé de reírme de aquella chica tan novelera cuando, ya a bordo del barco en que íbamos a iniciar la gira, nos anunciaron que desembarcaríamos en el Líbano.

—¿Te convences ahora de que yo tenía razón? —me dijo ella, muy contenta de haber acertado—. Beirut tiene fama de ser la capital donde la trata de blancas está mejor organizada. Los tratantes se reúnen allí para cerrar los tratos de la trata.

Empecé a asustarme, no sólo por lo que aquella chica me decía, sino por muchos detalles más bastante sospechosos. Por ejemplo:

Emprendimos el viaje sin haber hecho ni un solo ensayo. Por lo tanto, el empresario no sabía, ni parecía muy interesado en saberlo, si las chicas que contrató para el ballet eran o no bailarinas. Y por ínfima que sea la categoría de un ballet, lo menos que debe comprobar la empresa que lo forma es que sus componentes saben bailar.

También el barco en que nos embarcaron resultaba sospechoso: no era un transatlántico de pasajeros, sino un trasto viejo de cabotaje.

A las doce chicas del ballet nos acomodaron en una especie de bodega, más parecida a una cámara para mercancías que a un camarote para artistas.

El barco navegaba con una bandera cuyos colores no supimos identificar y con una tripulación cuyo idioma no pudimos entender.

Estos detalles, a medida que transcurrían los primeros días de la travesía, me hicieron ir teniendo la sensación de que habíamos sido raptadas por unos piratas. Sensación que se redondeó cuando el barco hizo su primera escala en un puerto francés, y el director del ballet nos prohibió que bajáramos a tierra.

Protestamos asegurándole que sólo pretendíamos dar un paseo por el puerto, pero el director no quiso ceder. Y por si alguna de nosotras intentaba desobedecerle, nos encerró en nuestro camarote.

Encerradas permanecimos hasta que el barco zarpó de nuevo, después de cargar más mercancías con destino al Líbano.

Parte de esas mercancías fueron izadas a bordo por medio de grúas, y parte subieron por su propio pie. Esta última parte se componía de un grupo parecido al nuestro, compuesto por una docena de chicas francesas que formaban un llamado «Ballet de París».

Ya no me hizo falta hablar con mi amiga la novelera para darme cuenta de que si aquello no era una organización internacional para la trata de blancas, se le parecía mucho. Porque las chicas francesas, según nos confesaron ellas mismas, no eran bailarinas. Fueron reclutadas con la promesa de que en Beirut las enseñarían a bailar, embuste burdo que ellas aceptaron deslumbradas por el sueldazo que les ofrecieron.

Viendo que el porvenir que nos aguardaba era bastante siniestro, decidí cancelar mi contrato por el único sistema posible: escapándome del barco en alguna de las escalas que hiciéramos antes de llegar al Líbano.

Para facilitarme la escapatoria empecé a trabajar a mister Gordon, director de nuestro ballet, que era el encargado de vigilarnos. A mister Gordon le iba su nombre como anillo al dedo, pues tenía pinta de luchador del peso pesado y era gordísimo. A mí me recordaba un poco al monazo aquel de las películas llamado King-Kong, no sólo por lo grandote sino por lo peludo.

«Sólo conquistando a este animal —me dije—, podré tener la posibilidad de saltar a tierra en la próxima escala».

Y aunque el mister me daba mucho asco, empecé a tirarle los tejos. Como el pequeño David se los tiró al gigantesco Goliat, sólo que sin honda y sin conseguir hacerle caer con el impacto de los primeros tejazos. Mis guiños, mis sonrisas y mis insinuaciones se estrellaron contra la gordura de mister Gordon. En vista de lo cual, decidí atacarle con un tejo de mayor.

Me presente una noche en su camarote, dispuesta a todo. Comprende, querido Robert, que no había otra solución. Sólo conquistando al carcelero podría fugarme de aquella cárcel. Sólo si pasaba una noche con él me libraría de pasar toda la vida en un burdel. Ésas fueron al menos las conclusiones a que llegué después de darle mil vueltas a mi cabeza. Porque no cabía duda de que aquella situación era cada vez más angustiosa y desesperada.

—¿Qué quieres? —me gruñó mister Gordon desde la litera de su camarote, en la que ya se había acostado.

—Puede usted imaginárselo —dije yo armándome de valor y dando unos pasos hacia él.

—Yo no tengo imaginación —volvió a gruñir—, ni falta que me hace. De manera que dime lo que quieres y lárgate.

—Para que usted pueda darme lo que quiero —bajé la vista haciéndome la tímida—, no puedo largarme: tengo que quedarme.

—Aquí no te quedas porque yo voy a dormir.

—Pero antes de que se duerma… —insinué, acercándome más a la litera.

Y sin darle tiempo a reaccionar, le expliqué que estaba loca por él; que me había enamorado y que podía hacer conmigo lo que quisiera.

—Lo siento, muchacha, pero puedes volverte a tu cama porque no puedo hacer nada contigo.

—¿Es que no le gusto? —le pregunté.

—Es que soy eunuco —me contestó.

Palidecí mientras me retiraba con las orejas gachas, pues ese fracaso venía a agravar mi situación: me cerraba el único camino para lograr la fuga, y me confirmaba la realidad del negocio en que me había embarcado. Nadie ignora que a los eunucos sólo se les emplea en los harenes y en los mercados de esclavas, con el fin de que no puedan aprovecharse de la mercancía confiada a su custodia.

Mi desesperación fue aumentando a medida que transcurrían los días y nos íbamos aproximando a la escala siguiente. Porque era indispensable que yo me escapara en ese puerto, y no se me ocurría ningún procedimiento para llevar a cabo la escapatoria.

Sin que se me ocurriera nada llegamos a Lisboa, y el eunuco se dispuso a encerrarnos hasta que el barco zarpara de nuevo. Pero yo, antes de que nos encerrase, corrí a la cubierta y me tiré por la borda al agua.

Era ya de noche y pude nadar en la oscuridad hasta el muelle sin que nadie me descubriera. Tampoco a los tripulantes del barco, cuyo cargamento era bastante ilegal, les interesaba llamar la atención de las autoridades portuguesas organizando una búsqueda escandalosa. De manera que llegué a tierra sin demasiada dificultad y sin que nadie me persiguiese.

Pero ya comprenderás, querido Robert, la gravedad de mi situación: me encontraba en un país extranjero, sin recursos de ninguna clase y con lo puesto. Para colmo podía coger una pulmonía, pues lo puesto estaba chorreando. Una vez más, como tantas otras a lo largo de mi vida, había salido de Málaga (Spain) para meterme en Malagón (Spain también). Porque en el barco, al fin y al cabo, los peligros que corría no eran tan graves ni tan inminentes como los que iba a correr entonces.

En vista de lo cual, sentada sobre un rollo de maroma, lloré sin preocuparme de que mis lágrimas empaparan un poco más mi ropa, ya empapada.

A aquellas horas de la noche, casi de la madrugada, los muelles de Lisboa estaban desiertos. Sólo de cuando en cuando algún marinero, más o menos borracho, pasaba por allí con rumbo a alguno de los barcos atracados. Uno de esos marineros, al pasar a mi lado, se detuvo y me abordó:

—¿Cuánto cobras por un rato?

Dejé de llorar para mirarle furiosa y decirle llena de indignación:

—¿Por quién me ha tomado?

El fulano, que estaba bastante sereno, me replicó con rapidez:

—A estas horas y en este sitio, no pretenderás que te tome por una Hermana de la Caridad.

Comprendí que tenía razón: dadas las circunstancias, se me podía tomar perfectamente por una putita portuaria.

Al comprenderlo me puse tristísima, y rompí a llorar de nuevo con más fuerza que antes. El marinero se compadeció de mí y quiso saber lo que me pasaba. Se sentó a mi lado en el rollo de maroma, y yo le conté entre sollozos cómo había llegado hasta allí.

Por la cara que puso cuando terminé de contárselo, deduje que me creyó loca o por lo menos borracha. Y admito que no era para menos, dados los ingredientes en apariencia fantásticos que componían mi historia: trata de blancas, carcelero eunuco, barco pirata, fuga a nado…

—Lo que yo creo —me confesó— es que te has caído al agua y que el remojón te ha producido fiebre que te hace delirar. Lo único que puedo hacer es acompañarte a tu casa…

Tardé bastante tiempo en convencerle de que yo no tenía casa allí, y de que verdaderamente acababa de llegar a Lisboa nadando. No le convencí del todo, pero sí lo suficiente para que no me abandonara en el muelle y sí me ofreciera su ayuda.

—Antes que pilles una pulmonía quedándote a la intemperie —me dijo—, será mejor que vengas a mi barco. Allí pensaremos lo que se puede hacer por ti mientras se seca tu ropa.

Dijo lo de «mi barco» con tanto aplomo, que me fijé mejor en él. Y al fijarme me di cuenta de que no era un marinero raso, como creí al principio, ya que su uniforme estaba bien cortado y tenía galoncillos brillantes en algunas partes. Resultó ser el capitán de un carguero pequeñajo, escaso de tonelaje, pero muy limpio porque sólo cargaba contenedores. Y ya se sabe que los contenedores evitan que las mercancías se carguen en las bodegas sueltas y desparramadas, poniéndolo todo perdido.

Gracias a aquel capitancillo providencial, que se portó estupendamente conmigo, pude salir de aquel apuro. En su camarote pasé la noche esperando que mi ropa se secase. Y aunque no lo quieras creer, querido Robert, pese a que me quedé en el camarote desnuda y desamparada, no sucedió nada entre el capitán y yo.

No te he dicho aún que el capitán era inglés, y eso te lo explicará todo. Sólo un verdadero gentleman británico es capaz de respetar a una compatriota en desgracia, que las circunstancias le sirven en bandeja para que abuse de ella impunemente.

Fresca y descansada después de dormir bien, vestida y nutrida después de un abundante desayuno, tuve que desembarcar a la mañana siguiente. El barco zarpaba a mediodía con rumbo a las costas del África Ecuatorial, y el capitán no podía llevarme a bordo. Tampoco yo tenía ningún interés en irme tan lejos de la civilización, a países semisalvajes donde me sería mucho más difícil encontrar esa felicidad que buscaba. De modo que desembarqué en Lisboa sin más recursos que unos cuantos escudos que me prestó el capitán, al que por cierto jamás podré pagárselos pues no me dijo su nombre ni yo me fijé en el de su barco.

En Lisboa volví a pasar privaciones, pero durante el día las soportaba bastante bien porque hacía sol y la gente era muy amable. Por las noches, en cambio, me entraba una depresión tremenda, debido a que el pueblo portugués es muy triste. Y en cuanto anochece le ataca la saudade, que no es ningún bicho.

La saudade es una neurastenia invencible que se apodera de los portugueses a la caída de la tarde, y de la que no se pueden librar hasta el amanecer del día siguiente. Ellos tratan de combatirla cantando, pero resulta que el remedio es peor que la enfermedad.

Porque las canciones que cantan, llamadas fados, producen el mismo efecto que las bombas lacrimógenas. Nunca oí notas tan lastimeras ni letras tan gemebundas. Ni comprendí tampoco las razones de ese pesimismo colectivo, ya que Portugal es un país de geografía alegre y de clima benigno.

Pero como yo tenía problemas más apremiantes, no me molesté en estudiar a fondo el alma portuguesa para comprender su idiosincrasia. Más que el alma, lo que a mí me interesaba era encontrar el cuerpo de algún empresario portugués que me diera trabajo. Por desgracia, Lisboa es una capital pequeña, con posibilidades laborales muy restringidas en el mundo del espectáculo. Son pocos los teatros de variedades donde una bailarina se puede colocar, y muchos, en cambio, los locales nocturnos donde cualquier cantante puede cantar. A condición, claro está, de que cante fados. Abundan también los cabarets y las boîtes, donde una mujer cualquiera puede cazar hombres. De manera que, para encontrar trabajo con cierta facilidad en la vida de noche lisboeta, hay que ser «fadista» o «putista». Y como yo no era ninguna de estas dos cosas, pasé bastante hambre hasta encontrar un empleo.

Pude colocarme al fin como ayudante en el guardarropa de una discoteca. Pero como hacía muy buen tiempo y casi nadie llevaba abrigo, obtenía poquísimas propinas.

A veces, durante las horas muertas que me pasaba en el guardarropa esperando alguna ropa que guardar, hacía el balance de mi vida hasta aquel momento.

Y el resultado era para echarme a llorar. Y me echaba. Porque cada día me encontraba más lejos del éxito y de la felicidad que siempre anhelé. Desde que salí de mi casa para no caer en las manos del vecino carnicero, no hice más que dar tumbos e ir de mal en peor. Para colmo, el destino me había llevado a un pequeño país en el que yo no tenía ningún porvenir, y en el que corría el riesgo de contraer una enfermedad capaz de matar definitivamente todas mis ilusiones: la saudade.

—Tengo que salir de aquí —dije un día, al borde de la desesperación—. ¡Tengo que salir de aquí, cueste lo que cueste!

—Si sales antes de la hora, te costará el empleo —me previno la encargada del guardarropa.

—Cuando digo «aquí» no me refiero a este local, sino a todo Portugal.

La encargada, a la que yo había contado cómo fui a dar con mis huesos en las costas lusitanas, opinó:

—Puesto que entraste en el país clandestinamente, sin pasaporte ni documentación de ninguna clase, sólo tienes dos salidas: o te presentas al cónsul británico para que te repatríe por cuenta del consulado, o pasas la frontera española como emigrante clandestina.

Opté por esta última solución, que me abría nuevos caminos para seguir buscando un futuro feliz. La idea de volver a Inglaterra repatriada por mi gobierno me deprimía horrores, pues era como admitir oficialmente mi fracaso en la vida.

A través de un camarero de la discoteca, que también quería emigrar a países más grandes y más ricos, conecté con los organizadores de la emigración clandestina.

La conexión se efectuó en un cafetín muy pequeño, en el que cantaba una «fadista» muy gorda. Fui al cafetín acompañada por Nuno, el camarero de la discoteca que había arreglado la cita. Sólo cuando la enorme «fadista» hizo una pausa en sus cánticos pudimos hablar, ya que mientras ella cantaba no cabía ningún otro sonido en la pequeñez del cafetín.

—Lo que no comprendo —le dije a Nuno— es que tú, siendo portugués y teniendo tu documentación en regla, tengas que recurrir a este procedimiento ilegal para salir de tu país.

—Legalmente no puedo marcharme —me explicó él—, porque no me darían el pasaporte: el mes próximo cumplo la edad reglamentaria para entrar en la «mili». Si no me escapo antes, me mandarán con un fusil a Angola o Mozambique. Y puesto a servir, prefiero hacerlo de camarero en Europa que de soldado en África.

—O sea —resumí—, que vas a ser un desertor.

—Un objetor de conciencia —me corrigió él—, que suena mucho más bonito.

Llegó por fin a la cita el enlace de la organización clandestina. Nos dimos cuenta de que era él porque parecía un gangster salido de una película. Entró en el cafetín con el sombrero alicaído sobre los ojos y el cuello de la gabardina subido hasta las orejas, dirigiendo miradas furtivas alrededor como si temiera encontrarse con algún policía.

Cuando se sentó a nuestra mesa observé que sudaba copiosamente, debido por un lado a lo nervioso que estaba y por otro a la gabardina que vestía. Porque la tarde era calurosa, sin una sola nube que manchara el purísimo azul del cielo. Pero los gangsters —gajes del oficio—, aunque luzca un sol abrasador, tienen que llevar siempre gabardina. De manera que aquel desgraciado, sudando como un «frango», me expuso las condiciones para salir del país:

—Nuestra organización funciona tan perfectamente como una agencia de viajes. Según el presupuesto de que disponga, puede usted viajar en primera clase, en segunda o en tercera. Pagando la tarifa de primera, el viajero clandestino recibe un pasaporte falsificado y un billete de ferrocarril que le permite cruzar la frontera como un viajero legal.

—El caso es que nosotros —dijo Nuno hablando en nombre de los dos— disponemos de muy poco dinero. Tendremos que conformarnos con viajar en tercera.

—Nuestra tarifa de tercera clase no es muy cómoda, pero sí muy económica —nos explicó el gangster—. Se hace el viaje en camión, y el viajero puede elegir: o saco, o bidón.

Como no comprendimos esto último de la elección, él nos lo aclaró: en la tarifa tercera, el emigrante clandestino viajaba disfrazado de mercancía. Podía optar entre disfrazarse de patatas metiéndose en un saco, o de lubricantes encerrándose en un bidón.

Nuno pagó al individuo dos plazas de saco, pues tanto a él como a mí la posibilidad de envasarnos en sendos bidones nos producía claustrofobia. La tela del saco, al fin y al cabo, tiene agujeritos que alivian el encierro. Y así quedó fijada nuestra salida de Portugal para el lunes siguiente.

Después de indicarnos el sitio y la hora en que seríamos cargados en el camión, el gangster se fue. Y yo, agradecida a Nuno por haberme costeado aquel viaje, le dije:

—No sé cómo voy a pagarte lo que acabas de hacer por mí.

—Pues yo sí lo sé —me replicó él, mirándome de un modo que no dejaba lugar a dudas: la libido se le salía por los ojos.

Esta reacción me pareció tan brutal e inesperada, que me quedé perpleja y sin saber qué decir. Pero en cuanto se me pasó la perplejidad, me entró una risa incontenible.

—¡Nuno, por favor! —le solté sin parar de reírme—. ¿De veras crees que voy a acostarme contigo porque me hayas invitado a hacer ese viaje? Pues eres un iluso, chico. Para seducirme a mí hay que invitarme a viajar en Rolls o en yacht. Y no lo digo por presumir, sino porque ya hubo un lord inglés que me sedujo con esos medios de transporte. Admito que, dada la pésima situación en que me encuentro, estoy dispuesta a rebajar la cantidad de los métodos de seducción que pretendan emplearse conmigo. No exijo, por lo tanto, que mi seductor me lleve en Rolls, pero tampoco me conformo con un utilitario. Y menos aún, como te puedes suponer, con un saco de patatas.

Así perdí el saco que Nuno me ofrecía, y con él la posibilidad de cruzar clandestinamente la frontera.

A la vista del porvenir que me esperaba, que se ennegrecía por momentos, no tuve más remedio que tirar la toalla. O sea que me declaré vencida, y acudí al Consulado Británico en busca de ayuda. Allí conté la odisea que me condujo a Portugal, obteniendo un pasaje gratuito para regresar a Inglaterra.

El barco en que regresé era inmundo, pues ya comprenderás que el gobierno no regala camarotes de lujo en el Queen Elizabeth a los compatriotas que vuelven fracasados a la metrópoli. Durante la travesía mi sensación de fracaso llegó a ser tan agobiante, que en un par de ocasiones estuve tentada de suicidarme arrojándome al mar. Por fortuna las dos veces me dio esa tentación por la noche, cuando acostada en mi litera trataba inútilmente de dormir. Por fortuna también, mi camarote tenía un ojo de buey tan pequeño, que por él no cabía mi cuerpo. Gracias a lo cual llegué a Southampton sin haber causado baja en la lista de pasajeros.

Desembarqué deprimida y sin ganas de emprender una nueva batalla para subsistir. Me horrorizaba tener que empezar la lucha desde el primer escalón, puesto que había caído hasta abajo de la escalera y en la caída se me rompieron las pocas ilusiones que me quedaban. Decidí caer más abajo aún, y rendirme totalmente haciendo lo que siempre había tratado de evitar: volver a mi casa. Este regreso a mi punto de partida era el máximo reconocimiento de mi fracaso en la búsqueda del éxito y la felicidad.

Para colmo de desgracias, llegué a mi casa con el tiempo justo de ver a mi madre de cuerpo presente. La pobre murió tan tristemente como había vivido: resbaló al pisar una pastilla de jabón en un suelo que estaba fregando, y al caer de espaldas se desnucó.

Caliente aún su lecho de muerte, cuando yo no había terminado de llorarla, llegaste tú a darme el pésame. Como todos los vecinos. Y nada más verte, me enamoré de ti.

Supe desde el primer momento, querido Robert, que tú eras el hombre de mi vida. Supe que a tu lado encontraría la felicidad que salí a buscar sin éxito por los caminos del mundo. Lo que supe después, cuando ya nos amábamos y éramos felices, es que tú eras mi vecino Bob, el carnicero del que siempre hui y al que jamás quise conocer; el mismo joven que los años transcurridos desde que yo me marché, habían transformado en un hombre estupendo: guapo, elegante, inteligente, y propietario por fallecimiento paterno de una poderosa industria cárnica.

¿No crees que mi vida puede servir de lección para muchos espíritus inquietos? ¡Hay tanta gente que se lanza a recorrer miles de kilómetros buscando la felicidad, sin pensar previamente que pueden encontrarla a pocos metros de su casa!…