¡El triunfo por fin!

EN EL TRAYECTO hasta el Palacio Musical, en cuya sala de conciertos debutaré esta noche, rememoro todo mi largo y duro pasado que me ha conducido a este triunfo. Porque hoy coronaré, ¡por fin!, la cima de mis esfuerzos. Buena ocasión, por lo tanto, para mirar atrás y hacer un inventario de las energías que consumí en tan difícil escalada.

No pretendo compararme con Mozart, pero en mi amor a la música mi precocidad fue igual a la suya. O quizá mayor, dicho sea salvando las distancias y con la debida modestia.

Me atrevo a decir que nací con vocación musical, y que mi primer llanto de recién nacido obedeció a que los azotes despabilatorios me fueron propinados al buen tuntún. La comadrona encargada de este menester tenía un oído pésimo, debido a lo cual su azotaina no tuvo ritmo ni cadencia. Lloré por haber sido azotado sin ton ni son, de un modo anárquico y arrítmico.

Lloré también durante toda mi lactancia, porque nunca he sido capaz de ingerir ninguna clase de alimento sin oír al mismo tiempo algo de música. Sólo cuando mi madre me cantaba alguna tonadilla para aplacar mi llanto accedía yo a nutrirme. Del mismo modo que ahora pongo la radio o un disco a las horas de comer, mi madre entonces tenía que cantarme a las horas de mamar. Si ella no cantaba, yo no mamaba. Y me ponía a llorar con tanta potencia como constancia.

Hasta en mi llanto podía adivinarse mi inaudita vocación musical, como queda demostrado en esta anécdota:

Un melómano amigo de mi familia, que en aquella época nos visitaba con frecuencia, tuvo ocasión de asistir a una de mis llantinas. Y después de escucharla atentamente durante largo rato, comentó asombrado:

—Este niño llora en fa sostenido.

—En fa no sé —gruñó mi madre—. Pero en sostenido desde luego, porque lleva varias horas llorando sin parar.

El melómano, que no salía de su asombro, insistió e incluso lo demostró:

—¡Faaa!… ¡faaa!… ¡faaa!… —dijo cantando la nota justa mientras yo seguía llorando—. ¿Lo estáis oyendo? ¡Es un lloro en fa sostenido, y no se mueve de esa nota!

Pasada la lactancia y ya en plena infancia, fui perfeccionando mis llantos hasta conseguirlos, no sólo en fa sostenido, sino también en do menor e incluso en re mayor. Con lo cual el melómano amigo de mi familia, que siguió visitándonos con frecuencia, no lograba salir de su asombro.

Aparte de estas manifestaciones casi instintivas de mi vocación musical, comencé desde muy niño a dar conciertos en mi casa con rudimentarios instrumentos de juguete. Toqué pequeños pitos que sólo emitían sonidos elementales, y toscas flautas hechas por mí mismo con canutos de caña o cartón. Y así, entre pitos y flautas, alcancé la edad de iniciar formalmente mis estudios musicales.

Ingresé en el Conservatorio al primer intento, con notas muy superiores a las obtenidas por todos los demás aspirantes al ingreso.

Así empezó mi rutilante carrera. Rutilante, sí, pues brillante me parece un calificativo de escaso voltaje para expresar todo el brillo que tuvo. Como la abeja de flor en flor, valga la cursilería, volé yo de matrícula de honor en matrícula de honor.

Faltaría a la verdad si no dijera que todos mis maestros, sin ninguna excepción, quedaban asombrados de mi fabuloso talento y comparaban mi precocidad con la de los grandes genios clásicos.

—A este paso, rapazuelo —me decían—, llegarás a ser la cuarta «B» de la más alta cumbre musical. Y habrá que decir en el futuro: Bach, Beethoven, Brahms y Benítez.

Este pronóstico tan halagador no se ha cumplido hasta la fecha, y la «B» de mi apellido no se codea aún con las de esos monstruos sagrados del pentagrama. Pero empezará a cumplirse a partir de hoy, ya que esta noche voy a presentarme por vez primera ante el público. Y a esta presentación inicial seguirán otras muchas, que irán consolidando la fama de mi nombre hasta consagrarlo definitivamente. Y algún día será cierto lo que mis maestros pronosticaron: el oscuro Benítez de mi apellido llegará a ser el cuarto Jinete de la Apoteosis musical.

También Bach, Beethoven y Brahms tuvieron que luchar horrores para conseguir poner sus respectivas «bes» en la órbita de la gloria. Tanto seguramente como he luchado yo hasta lograr este primer concierto.

Porque al concluir mis estudios con abundante cosecha de honores y diplomas, comenzaron mis auténticas dificultades. Al querer entrar en el mundo de la música, encontré la entrada obstruida por tremendos obstáculos. En primer lugar, tanto el número de salas de conciertos como el de grandes orquestas sinfónicas disminuye paulatinamente en todos los países cultos. En segundo lugar, millares de melenudos autodidactos, cuyos conocimientos musicales se limitan al tarareo de melodías vulgares con leve acompañamiento de guitarra electrificada, han conseguido acaparar la atención de muchos melómanos desorientados. Tan desorientados que consideran a esos intrusos músicos verdaderos; y no sólo los escuchan con fervor, sino que además les aplauden con frenesí.

Tantos obstáculos por salvar y en condiciones tan adversas, cualquiera puede imaginarse los tropiezos que sufrí para seguir el camino de la música que los ignorantes llaman «clásica». Sólo los ignorantes, por supuesto, ya que los inteligentes saben de sobra que la música no se divide en clásica y moderna. Existe en ella una división única y muy sencilla: a un lado está la buena música de todos los siglos, y al otro todas las modas pasajeras de ruidos más o menos infernales.

Pero no dispongo de tiempo (ya estoy llegando al Palacio Musical) para estas divagaciones ni para enumerar las durísimas etapas que superé hasta conseguir un puesto importante y seguro en esta profesión. Resumo esta fase de mi vida asegurando que fueron los años más ásperos e ingratos desde que nací.

¡Cuántas antesalas infructuosas! ¡Cuántas colas de interminable longitud, para recibir al final una decepcionante negativa!

—¿He oído bien? —me preguntaban los directores de las orquestas y los empresarios de las salas de conciertos, mirándome atónitos—. ¿Ha dicho usted que desea tocar como solista?

—Óiganme primero —sugería yo muy seguro de mí mismo— y juzguen después si mis pretensiones son excesivas.

Algunos, menos adustos que casi todos, me oían y confesaban al finalizar la audición que mis interpretaciones eran de excelente calidad. Pero, por desgracia, las plazas para tocar como solista estaban copadas por maestros más conocidos que yo.

—De manera que —concluían— como solista, lo único que puede usted tocarse solo son sus propias narices.

A esta conclusión llegaban todos, variando única y ligeramente la zona de mi cuerpo cuyo tacto me recomendaban: unos sugerían que me tocase las narices, mientras otros descendían en sus sugerencias a regiones más íntimas.

Pero la fe que yo tenía en mi talento, nunca me abandonó. Y de esta fe nació mi perseverancia en la aspiración a un triunfo que, lejos de aproximarse, parecía cada día más remoto.

Pese a que la adversidad me había hincado todos sus dientes, logré sacar fuerzas de flaqueza. Lo cual no deja de tener un mérito extraordinario habida cuenta de que mi flaqueza, por falta de alimentación suficiente, me puso en las básculas por debajo de los cincuenta kilos.

Resumiendo una vez más diré que mi tenacidad derrotó a la adversidad, y aquí estoy ¡por fin! camino de mi primer éxito importante.

Ya he llegado al Palacio Musical. Entro en él por la puerta más grande a que puede aspirar un músico: la entrada de artistas. Los profesores de la Orquesta Sinfónica con la que voy a tocar, ya han ocupado sus puestos en el escenario. Yo llego el último y me sitúo sobre una tarima bastante elevada, desde la cual los domino a todos.

La sala está repleta de un público selectísimo, vestido de rigurosa etiqueta. Como si el Destino quisiera compensarme un poco por todos mis pasados sinsabores y sufrimientos, me ha concedido el honor de debutar en una función de gala. Van a oírme, por lo tanto, las gentes más ricas, los melómanos más exquisitos y los críticos más exigentes.

Empieza el concierto, que los espectadores escuchan con devoción y respeto casi religiosos. Uno a uno son escuchados todos los tiempos de la más bella sinfonía compuesta hasta la fecha. Uno a uno también son aprobados por el gran jurado del público, que no puede aplaudir hasta que termine de ejecutarse la sinfonía completa. Pero yo puedo ver, en las breves pausas que separan cada tiempo del siguiente, la unánime aprobación en todos los rostros. Los ojos brillan de entusiasmo y las bocas sonríen satisfechas. Me consta que al final estallará la ovación más estruendosa que habré escuchado en toda mi vida.

Y sigue el concierto.

Paso a paso, nota a nota, nos vamos acercando al último acorde de la sinfonía. Mis nervios, a medida que se acerca ese momento, se tensan gradualmente hasta alcanzar una tensión casi insoportable. Ya está muy cerca ese acorde cumbre, el único en que yo participo: tomo con mano firme el macillo para golpear el triángulo, y lo alzo a la altura conveniente en espera de que el director me ordene con su batuta que intervenga. Llega por fin el acorde final, y con él el orden de intervenir que cumplo con exactitud propinando al triángulo un único golpe:

«¡Ding!…»

A esta sola nota se limita mi participación en el concierto. Pero como uno más de los doscientos profesores que formamos la Orquesta Sinfónica, participo también de la ovación ensordecedora que el público nos tributa. Y emocionado por el gran éxito obtenido, correspondo a los aplausos saludando desde la alta tarima reservada a los instrumentos de percusión.