Se necesita un milagro

LE AGRADEZCO MUCHO ESTA DEFERENCIA, don Octavio —dijo el viejo sacristán al joven párroco—. Su antecesor en la parroquia, al que yo serví durante veintisiete años, jamás me invitó como lo ha hecho usted. Es la primera vez que vengo un domingo, después de la misa, a tomar el aperitivo en casa del cura.

—Esta invitación, querido Pancracio —explicó don Octavio—, es algo más que una deferencia que he querido tener contigo: es, nada más y nada menos, que una reunión en la cumbre. O una conferencia de alto nivel. Como prefieras llamarla.

Pancracio, que se había servido un vaso de vino y se estaba comiendo una rodaja de chorizo, enarcó sus cejas de palurdo mientras exclamaba:

—¡Carape! En ese caso, ¿qué pinto yo aquí? Porque si usted va a reunirse con gente importante…

—Vamos a reunirnos tú y yo solos. Pero siendo yo la máxima jerarquía eclesiástica del pueblo y tú mi único colaborador, en nuestro terreno no hay nadie por encima de nosotros. Por eso a nuestra reunión se la puede llamar cumbre.

—Cuando usted lo dice… —aceptó Pancracio terminando la rodaja de chorizo—. Pero ¿de qué puede usted hablar con un pobre sacristán como yo?

—De un problema que afecta a la Iglesia, y que sólo nosotros conocemos —empezó a decir el párroco, sentándose frente al sacristán—. ¿Cuántos fieles había en la misa de hoy?

—Usted los vio igual que yo.

—Igual, no; porque cuando yo me vuelvo para bendecirlos, cierro los ojos para no verlos. ¡Me da tanta pena que sean tan pocos!…

—Hoy, en efecto, eran poquísimos —suspiró Pancracio.

—¿Cuántos exactamente?

—Yo conté cinco que estaban a la vista, pero puede que hubiera alguno más detrás de las columnas.

—No, Pancracio. Sabes muy bien que todos los que van, procuran que se les vea bien. De manera que si contaste cinco, es que no había ni uno más.

—Tenga en cuenta que el mal tiempo siempre perjudica —trató de justificar el sacristán—. Y como hoy el día amaneció ventoso y amenazando lluvia…

—El mal tiempo puede perjudicar a los espectáculos al aire libre, como son el fútbol y los toros. Pero no a la misa. Vamos a no seguir engañándonos y a aceptar la realidad. Y la realidad es que en Lugarejo del Monte se ha perdido la fe. Cinco fieles en un pueblo de casi mil habitantes es un porcentaje estremecedor. Un porcentaje que nos coloca al borde de una situación gravísima y dramática, que hasta ahora jamás se había producido en la gloriosa historia de la Iglesia española.

—¿Qué situación? —preguntó Pancracio, asustado.

—Tener que cerrar una parroquia por falta de parroquianos.

—¡No!

—Sí, Pancracio. Eso habrá que hacer si esto sigue así. ¿Te imaginas lo que eso significaría? ¡Una vergüenza no sólo para mí como párroco, sino para la religión católica! Porque es evidente que los tiempos cambian y las costumbres también. Esa evolución ha motivado que en España se cierren muchísimos cafés, pero nunca se cerró ni una sola iglesia. Ésta sería la primera, y quiero evitarlo a toda costa.

—¿Cómo lo piensa evitar?

—Para pensarlo precisamente nos hemos reunido.

—Poco podré ayudarle yo.

—Tú no eres ninguna lumbrera, pero a veces se te ocurre alguna idea. Además, como eres de aquí, conoces a la gente de tu pueblo mejor que yo. Yo acabo de llegar como quien dice y estoy despistado todavía. De modo que puedes ayudarme mucho a impedir la catástrofe. Hay que hacer algo para que las ovejas descarriadas se agrupen en rebaño junto a su pastor.

—No será fácil —opinó con escepticismo el sacristán—. Mis paisanos, por desgracia, no son dóciles como ovejas, sino tercos como mulas. Si han decidido no entrar en la iglesia, sólo los convencerá usted de que entren a palos.

—Pero ya comprenderás que ese sistema no puedo emplearlo ahora, después de tantos concilios y de tantos ablandamientos —se lamentó don Octavio—. Tengo que convencerlos con métodos menos contundentes, pero igualmente eficaces. Descarto los sermones, por supuesto, cuya ineficacia es total.

—Desde luego —estuvo de acuerdo Pancracio—. Puede decirse que por culpa de los sermones hemos llegado a esta situación. Porque su antecesor era tan aficionado a ellos, que los soltaba de hora y pico. Y al que oía uno, no le quedaban ganas de volver a oír otro. Los sermones nos quitaron muchos parroquianos.

—Yo los recuperaría si vinieran a oírme una sola vez. Dios me ha dado, modestia aparte, el don de saber predicar sin sermonear. Pero como no vienen a ponerse al alcance de mi voz, no puedo mostrarles ese don. Y ahí está el «quid» de la cuestión: ¿qué se puede hacer para que vengan?

Pancracio se quedó un rato pensativo y dijo por fin:

—Aquí gusta mucho el cante flamenco.

—¿Y eso a mí qué me importa? —gruñó el cura.

—En algunas iglesias del país se han celebrado misas flamencas —explicó el sacristán—. Se me ocurre que si las celebráramos aquí, vendría muchísima gente.

—No es mala idea —tuvo que admitir don Octavio.

—Es magnífica —se entusiasmó Pancracio—. ¿No recuerda lo que ocurrió el mes pasado, cuando vino a Lugarejo la compañía del «Niño de Chiclana»? Se abarrotó el teatro del Casino.

—Lo malo es —suspiró el párroco— que yo soy de Orense.

—¿Y qué?

—Pues que no tengo ninguna disposición para el cante «jondo».

—No se trata de que la misa la cante usted —dijo el sacristán—, sino unos flamencos profesionales que contrataríamos.

—¿Con qué dinero? Los fondos parroquiales apenas llegan para pagarte tu sueldo. Y la recaudación de limosnas en los cepillos no llegó el mes pasado ni a los seis duros.

—Podría usted vender alguna cosilla del patrimonio parroquial a un anticuario: una casulla antigua o alguna imagen que no abulte demasiado. Eso se hace mucho.

—Ahora se hace menos, debido a que todo lo vendible ya se vendió. Y además los obispos están con la mosca detrás de la oreja.

—Pero el señor Obispo no se enteraría si vendiera usted, por ejemplo, la espada que esgrime la imagen del Arcángel San Gabriel.

—¿Y tú crees que esa espada es de plata?

—Claro.

—Pues es de hojalata.

—¡Vaya chasco! —se deprimió el sacristán—. Pero alguna pieza de valor habrá en la iglesia.

—Ya no. Todas las que quedan, manejables y vendibles, son de pacotilla. De manera que desecha la idea de financiar la misa flamenca por ese procedimiento.

—No se me ocurre ningún otro. Porque a base de colectas, con lo roñicas que son mis paisanos, tardaríamos años en juntar el dinero necesario.

—Y como este problema hay que resolverlo en cuestión de días, debemos pensar en atraer a la gente con algo más factible.

—Pues como no ocurra un milagro… —dijo Pancracio, pesimista.

—Ésa sería la solución —convino el cura—: que ocurriera un milagro. Acabas de tener una idea brillante.

—Ya sé que es una tontería… —empezó a excusarse el sacristán.

—¡Nada de tontería! Es justamente lo que necesitamos: un milagro que despierte la fe dormida de este pueblo; un milagro que le haga caer de rodillas y levantar los ojos al cielo; un milagro que barra su incredulidad y le haga volver al seno de la Iglesia. Y quien dice al seno, dice a misa. ¿Te das cuenta, querido Pancracio, de lo sinuosos que son a veces los caminos de Dios? Porque Dios se ha valido de tu cerebro, honrado pero tosco, para mandarme ese rayo de luz que yo necesitaba para orientar mi desorientación. Y ese rayo de luz ha sido esa idea genial, impropia de un hombre que habitualmente no es ningún genio: ¡necesitamos un milagro!

—Pero en eso no puedo ayudarle yo. Usted, como representante de Dios en Lugarejo del Monte, pídaselo a Él directamente. Y a lo mejor se lo concede.

—Si quieres que te diga la verdad, no creo…

—¡Por favor, don Octavio! —exclamó el sacristán, y casi se atraganta con el trozo de chorizo que estaba comiendo—. ¿Cómo puede decir un cura que no cree?

—No creo que me conceda el milagro —aclaró el párroco—. El Universo está lleno de problemas gravísimos que absorben todo el tiempo de Dios. ¿Te figuras que va a molestarse en atender la petición de un curita de pueblo?

—¿Por qué no? Puesto que es Omnipotente…

—Precisamente por eso no se puede apelar a su omnipotencia para que resuelva pijaditas insignificantes. Sería, salvando distancias inconmensurables, como recurrir a una bomba atómica para matar un mosquito.

—Por intentarlo no pierde usted nada.

—Corro el riesgo de que me pongan una mala nota allá arriba, por molestar a Dios con trivialidades que debo resolver yo solo. Porque para algo soy cura, ¿no?

—Es usted cura para muchas cosas —admitió Pancracio—, pero no para hacer milagros.

—Depende.

—¿Qué quiere usted decir? —le miró el sacristán, asombrado.

—No te asustes, hombre. Dios no me ha concedido una virtud sobrenatural para hacer milagros auténticos, pero sí me concedió una inteligencia normal para hacerlos fingidos.

—No acabo de entenderle.

—Que dada la pequeñez del milagrito que necesitamos en Lugarejo, puedo amañarlo yo mismo.

—¿Amañarlo? ¿Cómo?

—Como amañan los ilusionistas sus juegos de manos, para que parezcan prodigiosos: con un truco.

—Pero eso será pecado.

—No lo será —rebatió don Octavio—, dado el loable fin que perseguimos. Y Maquiavelo dijo que el fin justifica los medios.

—¿Y quién era el Maquiavelo ese? Porque, a mí, a santo no me suena.

—La verdad es que no era santo.

—Pues entonces…

—¿Te figuras que sólo los santos son capaces de decir cosas sensatas? —se enfadó el cura—. Hay señores corrientes que también las dicen y las dijeron. De manera que si el fin perseguido es devolverle la fe a un pueblo entero, todos los medios son buenos. Y si el medio es tan inocente como el que yo propongo, mejor aún. ¿Estás de acuerdo?

—Para estarlo —dudó aún el sacristán—, tendría que saber en qué va a consistir el medio que usted propone.

—Ya te lo he dicho: en organizar un milagro trucado, que conmueva a la gente y la haga volver a la iglesia.

—¿Qué clase de milagro? —quiso concretar Pancracio.

—Eso es lo que tenemos que pensar. Tiene que ser algo vistoso, y al mismo tiempo de fácil trucaje. Como, por ejemplo, una levitación.

—¿Una qué?

—La levitación —explicó el cura— consiste en que de pronto, a la vista de todo el mundo, una persona empieza a elevarse del suelo. Y al llegar a cierta altura, se queda parada en el aire. ¿Qué te parece?

—Sensacional. Un milagro de órdago. Mas para eso tendría que pedir usted la ayuda de Dios. Porque eso no hay quien lo truque.

—¿Cómo que no? —discutió don Octavio—. Tú estás bastante delgadito, ¿verdad?

—Pues sí. Pero ¿qué tiene que ver?

—Porque tú podrías ser la persona que se elevara del suelo.

—¿Yo?… ¡Vamos, ande! Como no me pusiera usted un par de alas…

—Lo que te pondría es un par de cuerdas: una por la cintura, y otra por los sobacos. En la penumbra de la iglesia, si yo tirara con fuerzas desde arriba, desde el coro, te elevarías sin que nadie pudiera ver el truco.

—Nadie lo vería, en efecto —razonó el sacristán—, puesto que nadie acude a la iglesia. De manera que trabajaríamos en balde. A no ser que repartiéramos octavillas con anticipación, anunciando que a tal hora de tal día se iba a producir un milagro. De ese modo sí tendríamos público, pero se nos vería el plumero.

—Es cierto —tuvo que reconocer el cura—. No se puede anunciar un milagro a fecha fija como si fuera una función de circo. Habrá que pensar otra cosa.

—Me alegro. Le confieso que no me hacía ninguna gracia que me colgara usted como a un jamón.

—Teniendo en cuenta que a la iglesia no viene nadie —siguió cavilando don Octavio—, el milagro hay que organizarlo fuera de ella. En un sitio donde todo el mundo pueda verlo.

—¿Qué le parece el centro de la Plaza Mayor, cuando se transforma en coso taurino para la corrida de las fiestas patronales? —sugirió el sacristán—. Allí sí que lo vería el pueblo entero.

—No digas bobadas. A pleno sol y en mitad de la plaza no hay quien haga trucos de ninguna clase. Y en plena corrida, mucho menos: nos expondríamos a que el toro desbaratase el milagro a cornadas. Pero hay otra ocasión durante las fiestas patronales que sí puede servirnos.

—¿La verbena?

—No, hombre: la procesión —dijo don Octavio—. Porque la procesión recorre todas las calles principales y la ven todos los vecinos. La ven con muy poca fe, como suelen verse casi todas las procesiones, pero nadie se pierde ese espectáculo tan pintoresco y folklórico. De manera que si sabemos aprovechar la procesión, el milagro puede tener un impacto tremendo.

—Pero ¿qué clase de milagro se puede hacer en la procesión?

—Eso es lo que hay que planear. Nada de levitaciones, naturalmente, pues al aire libre sería imposible trucarlas. Pero suponte que trucamos una de las imágenes que salen en el desfile, para que haga algo.

—Por ejemplo ¿qué? —preguntó Pancracio.

—Imagínate que San Gabriel levanta de pronto el brazo con el que esgrime la espada, y le atiza una estocada a uno de los demonios que adornan su pedestal. O que San Sebastián se lleva las manos a una de las flechas clavadas en su cuerpo y lanza un «¡ay!» de dolor. ¿No resultaría impresionante?

—Muchísimo —admitió el sacristán—. Pero eso es más imposible todavía que la levitación.

—¿Por qué?

—¿Cómo va usted a conseguir que las imágenes hagan esas cosas? Tenga en cuenta que las imágenes, dicho sea con el debido respeto, no son más que unos cachos de leño.

—Pero preparándolas convenientemente, con algunos resortes y algunos mecanismos… —y don Octavio acabó por admitir—: No será fácil, desde luego.

—Sería dificilísimo, y carísimo también. Porque habría que encargarle la preparación a algún especialista. Sin poner en duda el talento de usted, no lo creo tan mañoso como para transformar una imagen en un robot.

—Quizá exageré un poco en los ejemplos que te puse —cedió el párroco—. No es necesario que las imágenes hagan cosas tan complicadas. El milagro se podría simplificar.

—Eso ya es distinto —se mostró más conforme el sacristán—. Simplificándolo, podríamos prepararlo nosotros mismos sin la colaboración de nadie. Si usted me da permiso, yo me comprometo a preparar la imagen del Niño Jesús.

—¿Para qué?

—Para un truco muy simple, pero de mucho efecto.

—¿Qué truco?

—Cuando la procesión llegue al centro de la Plaza Mayor, el Niño Jesús soltará una meadita.

—Pero ¿qué dices, insensato? —se escandalizó don Octavio—. ¡Eso no sería un milagro, sino un sacrilegio!

—¿Por qué? —se defendió Pancracio—. En la imagen el Niño está desnudo, y se le ve la pilila. Y si tiene pilila, ¿por qué no va a usarla como todos los niños del mundo?

—Calla, calla, o tendré que excomulgarte.

—¡Por favor, padre! Parece mentira que siendo tan joven, sea usted tan preconciliar. Hoy las cosas han cambiado, y la Iglesia es más tolerante en esas materias.

—¿En qué materias?

—En todas las que se refieren a la pilila.

—¡No vuelvas a pronunciar esa palabra indecente —se enfadó el cura—, ni insistas en proponerme esa idea descabellada! Yo pretendo fingir un milagro limpio y no un fenómeno escatológico.

—Si llama usted fenómeno a una cosa tan natural como una meadita…

—¡Basta! —cortó don Octavio—. No se hable más del asunto. Debo reconocer, sin embargo, que en tu idea sacrílega hay un elemento aprovechable: simplificar el milagro suprimiendo el movimiento de la figura, truco difícil de conseguir, sustituyéndolo por el derramamiento de algún líquido. Pero no del líquido que tú sugeriste, sino de otro menos sucio. Hay tres entre los cuales se puede elegir: sangre, sudor y lágrimas.

—Usted perdone —discutió Pancracio—. Pero un milagro a base de que un santo rompa a sudar, es también una solemne porquería.

—Quizá —no quiso negarlo el párroco—. Es evidente que la sangre es más vistosa y más impresionante. Si en mitad de la procesión la imagen de San Sebastián empezara a sangrar por sus heridas, el impacto en el pueblo sería fabuloso. Y eso resultaría fácil de trucar.

—Pero el santo —opinó el sacristán— parecería un guiso de conejo con tomate.

—Tampoco resultaría bonito, tienes razón. A mucha gente, además, la sangre le da asco. Y en esa gente un milagro sanguinolento sería contraproducente. Pensándolo bien, creo que debemos recurrir a la simulación del líquido más fino y más emocionante que segrega el cuerpo humano: las lágrimas. Es feo que una imagen sude o sangre, pero es bello y conmovedor que llore.

—Estoy de acuerdo —aprobó el sacristán, echando mano a la última rodaja de chorizo que quedaba en el plato—. Aparte de su belleza es también el milagro más fácil de trucar. Elija usted la imagen, y yo me encargaré de acoplarle la instalación lacrimógena. Como faltan tres semanas para el día de la procesión, hay tiempo para preparar el truco con calma.

Con calma se hicieron los preparativos, y con sigilo también. Don Octavio y Pancracio celebraron varias reuniones tan secretas como ésta, para perfilar los detalles de su audaz proyecto.

Un detalle fundamental que tardó en perfilarse fue la elección de la imagen que debía ser trucada, pues el párroco tuvo muchas dudas.

—El San Pedro que sale en la procesión está tallado en madera joven y sólida —razonó—. Reúne, por lo tanto, condiciones óptimas para hacerle los taladros que requiera el dispositivo lanzador de lágrimas. Pero ver llorar a un santo como él, con toda la barba, no resulta milagroso sino ridículo.

—Es cierto —coincidió el sacristán—. El llanto es cosa de mujeres. Hay que hacer llorar a una imagen de mujer.

—Lo malo es que la única que sale en la procesión, es la Virgen de los Dolores.

—¿Cómo lo malo? —contradijo Pancracio—. ¡Ésa es la ideal para que llore!

—Pero es una talla antigua y muy valiosa —explicó el cura—. Hace años, un anticuario que vino a comprar otras cosillas de la iglesia, tasó esa Dolorosa en dos millones.

—¿Y qué?

—Que no me atrevo a tocarla. Destruir una obra de arte es un crimen, y ésa no resistiría ni el primer martillazo.

—¿Y quién ha hablado de darle martillazos?

—Habría que dárselos para trucar la salida de las lágrimas —opinó don Octavio.

—No me crea tan bruto —se ofendió el sacristán—. He estudiado a fondo la cuestión, y me comprometo a instalar el truco sin que la imagen sufra ningún daño.

—Pero la madera de esa Virgen tiene varios siglos. En cuanto la toques, se hará virutas.

Para tranquilizar al párroco, Pancracio le hizo un plano detallado de su proyecto:

—Ésta es la cabeza de la imagen, a tamaño natural —se la señaló en el papel—. Con un berbiquí muy fino, haré dos perforaciones que vayan desde el centro de cada ojo hasta la nuca. Esos agujeritos, por la parte de la nuca, irán unidos a unos largos tubitos de goma terminados en una perilla del mismo material. Los tubitos quedarán ocultos por el manto de terciopelo que cubre a la Virgen de la cabeza a los pies. Lo demás puede suponérselo: en la perilla irá el agua de las lágrimas, que subirá por los tubitos hasta salir por los ojos en cuanto yo la apriete. Porque yo seré uno de los costaleros que llevarán la imagen en la procesión, y manejaré la perilla con disimulo en el momento oportuno para que el «milagro» se produzca. Como verá, nada puede fallar.

—Lo que quizá falle —dudó todavía don Octavio—, es la resistencia de esa madera tan vieja. Y si se hace pedazos al meter el berbiquí… ¡no quiero ni pensarlo!

—No hace falta que piense bobadas, dicho sea con perdón. Yo fui carpintero antes que sacristán, y aún recuerdo mi primer oficio. Usted deje la imagen en mis manos y no se preocupe.

Las dudas del párroco se prolongaron bastante tiempo aún. Anduvo caviloso una semana completa, sopesando los pros y los contras de su decisión. Sólo después de la misa que celebró el domingo siguiente, a la que concurrieron tres fieles y medio (el medio fue un niño de pocos meses que asistió en brazos de su mamá), terminaron sus cavilaciones:

—Vista la concurrencia de hoy, cuya exigüidad va en aumento —dijo al sacristán mientras se quitaba la casulla—, me veo obligado a dar este paso: ¡Adelante con la «operación milagro»!

—Tengo ya preparado el instrumental —informó Pancracio—. ¿Cuándo quiere que haga la intervención?

—Yo no quisiera que la hicieses nunca —suspiró don Octavio—. Pero dada la gravedad de las circunstancias, puedes intervenir mañana mismo. Como los lunes la iglesia permanece cerrada al culto durante todo el día, dispondrás del tiempo necesario para llevar a cabo tu trabajo. Pero ¡ten cuidado, por favor! ¡No olvides que esa imagen es una joya valorada en dos millones de pesetas!

Y llegó el lunes.

—Todo listo —anunció el sacristán en la sacristía—. No hará falta que bajemos la imagen del altar que ocupa, porque subiré hasta ella por la escalera de mano que uso para limpiar las lámparas.

—Mejor —opinó el párroco, que estaba un poco nervioso—. Cuanto menos la toquemos, menos riesgos correremos de romperla.

—Tranquilícese, que no se romperá. Sólo va a sufrir un par de desperfectos.

—¿Qué?…

—Los dos agujeros en los ojos —aclaró Pancracio—. Un par de desperfectillos insignificantes.

—Eso es lo que te pido: que sean insignificantes de verdad.

—Le garantizo que casi no se verán a simple vista. Cuando le enseñe el diámetro del berbiquí…

—Prefiero que no me enseñes nada —le cortó don Octavio—. Hazlo tú solo.

—De acuerdo: lo haré solo. Lo único que tendrá que hacer usted es sujetarme la escalera.

—¿Es indispensable que yo la sujete?

—Pues no, porque la escalera es bastante sólida.

—En ese caso, si no te importa —confesó el cura—, prefiero quedarme aquí mientras tú lo haces.

—¡Pues quédese, hombre! —se echó a reír el sacristán—. ¡Cualquiera pensaría que vamos a operar a una persona de verdad! Y sólo se trata de agujerear un tarugo de madera.

—Por favor, Pancracio —se santiguó don Octavio—. Llamar tarugo a la cabeza de una imagen es una irreverencia inadmisible.

—Bueno, bueno. Si empezamos con supersticiones, no haremos nada.

—Sal a hacerlo de una vez y no hablemos más.

—Allá voy.

El sacristán salió de la sacristía, dejando al párroco nervioso y preocupado.

«No está bien lo que vamos a hacer —pensó don Octavio—. Aunque el fin sea loable, puede que estos medios no tengan justificación a los ojos de Dios. Y en ese caso, Dios nos castigará…»

Coincidiendo con este último pensamiento, se produjo en la iglesia un gran estrépito seguido de un grito lanzado por Pancracio.

—¡Ave María Purísima! —murmuró el cura cayendo de rodillas, y no dudando que el castigo acababa de llegar.

Oró unos instantes, lleno de fervor, hasta acumular las fuerzas necesarias para salir a ver lo que había ocurrido. Y lo que vio cuando salió de la sacristía, le hizo temblar de pies a cabeza: en la capilla de la Virgen de los Dolores, tendido en el suelo a los pies de la imagen, yacía inmóvil el cuerpo del sacristán.

—¡Pancracio! —le llamó don Octavio arrodillándose junto a él—. ¡Contéstame, Pancracio! ¿Estás vivo?

—¡Ay! —se quejó el caído, contestando a la pregunta del cura con su quejido.

—No hables aún. Reponte primero de la impresión que te ha producido el milagro auténtico que acabas de presenciar. Porque tengo la seguridad de que Dios ha provocado un hecho milagroso para detener tu mano sacrílega. ¡Sacrílega, sí! Aunque demasiado tarde, he comprendido que era un sacrilegio lo que íbamos a hacer. Y estoy arrepentido de haberlo intentado. Me equivoqué también al suponer que Dios es demasiado grande para ocuparse personalmente de un pueblecito tan pequeño. Precisamente por ser Él Grandísimo y Todopoderoso, está en todas partes y se ocupa de todo. Y se ha ocupado también de impedir nuestra farsa. ¿Puedes explicarme cómo lo impidió?

—¡Ay! —siguió quejándose el sacristán.

—Por tus quejidos deduzco que sufriste un fuerte choque emocional al ver algo tan asombroso como inesperado. Tómate todo el tiempo que necesites para serenarte y dime después: ¿qué viste? ¿Acaso un vivo resplandor de origen sobrenatural? ¿Quizás unas lágrimas líquidas y diáfanas, que brotaron milagrosamente en los ojos de la Virgen cuando aproximaste a ellos el sacrílego berbiquí?

Haciendo un gran esfuerzo, Pancracio habló por fin:

—Ni resplandores, ni lágrimas —dijo con una mueca de dolor—. Lo que vi fue las estrellas.

—¡Alabado sea Dios! —juntó las manos el párroco mientras elevaba los ojos al cielo—. ¿Viste las estrellas en pleno día? Entonces, no cabe duda. Podemos gritar alborozados: ¡milagro, milagro!

—No grite tanto —moderó Pancracio—: las estrellas que yo vi, fueron consecuencia del morrón que me pegué.

—¿Qué quieres decir con eso? —parpadeó el cura, desconcertado.

—Que como usted no quiso venir a sujetarme la escalera, se cayó cuando me subí. Y me aticé un golpazo morrocotudo.

—¿Eso fue todo?

—¿Le parece poco? —protestó el sacristán—. Tengo el cuerpo tan dolorido, que quizá me haya roto un hueso.

—Pues haz un esfuerzo y ponte de rodillas, porque has tenido el altísimo honor de presenciar un milagro verdadero.

—Si llama usted milagro a que no me haya roto la crisma…

—Llamo milagro a la fuerza sobrenatural que te derribó de la escalera para impedir que profanaras la imagen. ¿No comprendes, ignorante, que esa fuerza partía de la mismísima mano de Dios?

—¡Vamos, don Octavio! ¿De veras cree usted…?

—¿…que tu caída obedeció a un manotazo divino? Estoy convencido. Comprendo que hay milagros más vistosos que derribar a un sacristán de una escalera, pero comprende tú también que Dios no va a derrochar vistosidad en un pueblo tan pequeño. De modo que arrodíllate y démosle gracias a Dios por esta milagrosa advertencia que nos ha hecho.

—Lo que usted mande —obedeció Pancracio—. Pero yo sigo creyendo que si usted hubiese sujetado la escalera…

—¡Calla y reza, insensato! ¿O es que quieres seguir desatando la cólera divina y que la mano de Dios nos pegue otro manotazo que nos balde? Debe bastarnos este milagro verdadero para arrepentimos de haber querido organizar uno trucado. De manera que empecemos: Padre Nuestro que estás en los Cielos…