DESDE HACE MUCHOS AÑOS, los editores de mis libros en todos los idiomas cultos me preguntaban periódicamente:
—¿Cuándo va usted a escribir sus memorias?
Y razonaban a continuación:
—El público las espera con impaciencia. El gremio editorial del mundo entero tiene la seguridad de que sus memorias serán el mayor éxito de la última década.
—También estoy seguro de eso —respondía yo con la inmodestia que me ha creado el hecho de saberme best-seller permanente—. Pero es pronto aún. Me quedan muchos años por delante, que debo vivir antes de ponerme a recordar. Sólo cuando alcance la meta de los setenta y cinco años pondré manos a esa obra última y suprema.
Y por fin ha llegado el momento de que cumpla lo que prometí. Para satisfacción de todos mis editores, me complazco en anunciar que hoy he celebrado mi septuagésimo quinto aniversario.
Deseé celebrarlo en la más estricta intimidad, pero no me fue posible: me debo a mi público, y tuve que convocar una rueda de prensa para que los medios informativos pudieran felicitarme.
—¡Enhorabuena, prócer de las letras! —me felicitaron todos, al tiempo que sus aparatos fotográficos no paraban de retratarme.
En cuanto despaché a los periodistas, me vine a esta casa de campo en la que voy a recluirme para redactar mis memorias.
Elegí esta casa porque me parece el lugar de retiro ideal para un escritor que desee concentrarse en su trabajo. Reina alrededor de mí una paz absoluta. No me importunará el timbrazo del teléfono ni el estrépito del tráfico. Estoy solo en este silencio, dispuesto a iniciar el gran libro que recogerá todos los recuerdos de mi vida.
No puedo calcular el tiempo que tardaré en dar cima a esta obra, pero supongo que necesitaré bastantes meses. La tarea que me espera es abrumadora, dada la enorme cantidad de material que deberé volcar en las cuartillas.
Porque todo el mundo sabe que mi vida ha sido pródiga en acontecimientos de toda índole. Las experiencias vitales que acumulé en estos tres cuartos de siglo, fueron tan densas como intensas. Puedo decir sin exagerar que estuve presente en todos los terrenos donde se produjo algún hecho notable: en las letras, en las artes, en las ciencias e incluso en la política. Unas veces como protagonista y otras como testigo en puesto de observación privilegiado, asistí a la mayoría de los actos que tuvieron trascendencia histórica.
Es fácil de imaginar, por lo tanto, el éxito sin precedentes que va a tener el voluminoso volumen de mis memorias. Me atrevo a afirmar que será indispensable haberlo leído para tener una visión más clara y exacta de todo lo acaecido en este apasionante siglo XX que estamos viviendo.
El punto de vista de un observador excepcional, como yo he sido, es siempre valioso a la hora de dar a los acontecimientos sus dimensiones justas.
He dicho justas, y lo repito, porque ése va a ser otro aliciente de mi autobiografía: la justeza y la justicia que campearán en cada una de sus páginas.
Voy a escribir con absoluta sinceridad, sin omitir ningún detalle. No suavizaré los pasajes más crudos ni omitiré los más escabrosos. Porque si las memorias no son completas y absolutamente sinceras, no vale la pena escribirlas. Las omisiones y mixtificaciones son fraudes que yo no haré a mis lectores. Pueden tener la seguridad, por lo tanto, de que no me dejaré nada en el tintero.
Mi edad avanzada me sitúa a mucha distancia de todos los hechos que viví, lo cual me permite tener de ellos una amplia y sosegada perspectiva. Gracias a eso podré relatarlos fríamente, sin el acalorado apasionamiento que me provocaron cuando se produjeron.
Los recuerdos, lo mismo que los cuadros, se ven mejor cuando se miran desde lejos. Y desde muy lejos voy a mirarlos yo. Mis setenta y cinco años vienen a ser como una elevadísima cumbre desde la cual puedo observar, no sólo los antecedentes de los hechos, sino también sus consecuencias.
Dicho lo que antecede a modo de prólogo, empiezo en este mismo instante a escribir mis memorias:
Yo nací en la bella ciudad de… de…
¡Caramba! ¿Cómo se llamaba la bella ciudad donde nací? Recuerdo que su nombre empezaba con ese. Pero no era Segovia, ni tampoco Santander. Quizá fuera Soria, aunque me parece que tenía más sílabas…
¡Ya está!: ¡Sepúlveda! Allí nací; aunque, pensándolo bien, ese nombre no me suena demasiado. Por otra parte Sepúlveda no es una ciudad, sino un pueblo. Y yo estoy casi seguro de que mi nacimiento tuvo lugar en una ciudad. Claro que también es posible que fuera un pueblo y que a mí, por ser un niño pequeño, me pareciese grande como una ciudad. Pero es igual: en la duda, dejaré en blanco este dato y ya lo rellenaré cuando me acuerde.
En la ciudad donde nací vivió siempre mi padre, que se llamaba Joaquín. No, no: Joaquín era un hermano de mi madre, y por lo tanto mi tío. Mi padre se llamaba José María… ¿O era mi madre la que se llamaba María José? Me consta que uno de los dos tenía un nombre compuesto, pero no puedo precisar si era él o ella. Por más que hago memoria, no logro recordarlo.
Y llego bruscamente a una conclusión espantosa: ¡por esperar hasta una edad tan avanzada para escribir mis recuerdos, ahora resulta que ya no recuerdo nada!
¡Estúpido de mí! ¿Cómo no tuve en cuenta que la memoria es lo primero que se pierde al envejecer, y que habiéndola perdido por completo es imposible que escriba mis memorias?