—¡DESPEJEN LA PISTA DE ATERRIZAJE! —ordenó una y otra vez el altavoz del aeropuerto—. ¡Despejen la pista de aterrizaje!…
Y los pastores, remolones, se llevaron despacio, a regañadientes, el ganado que pastaba por allí. Porque todo aquel campo de aviación, incluida la franja que los altavoces llamaban pomposamente «la pista», era en realidad un simple cacho de campo. Bastante llanito, eso sí, y con una tierra lo suficientemente dura como para aguantar el peso de aviones no muy grandes. Pero como en la tierra crecían hierbajos diversos, susceptibles de ser utilizados como pasto, se permitía el paso a toda clase de rebaños. ¿Por qué desaprovechar un campo que al fin y al cabo sólo era «de aviación» dos veces al mes, durante la breve escala del avión-correo procedente de Uganda? Un país tan modesto como Zangania, y tan escaso de territorio rentable, tenía que utilizar al máximo sus paupérrimos recursos.
Por eso, cuando el avión se disponía a aterrizar, el ganado se iba; y en cuanto el avión despegaba, el ganado volvía. De este modo, ambas partes se beneficiaban: los animales se nutrían y la pista se limpiaba.
(Por si algún lector no tiene aún la ultimísima edición del mapa africano, explicaré que Zangania es una de las innumerables nacioncillas que acaban de nacer en aquel continente. Nacer es un decir, pues Zangania es más bien un pequeño aborto geográfico; una raspadura más entre otras muchas, resultantes de haber raspado la inmensa matriz de África con el cuchillo de la independencia. Muchas son las raspaduras de esta clase que han quedado desperdigadas por el suelo africano, y ya veremos con el tiempo si logran sobrevivir. Por ahora su vida es precaria y rudimentaria, como la de fetos pequeñísimos lanzados al mundo prematuramente).
—¡Despejen la pista de aterrizaje! —seguía ordenando el altavoz mientras aumentaba el nerviosismo en el edificio del aeropuerto.
—¿Llama usted edificio a ese barracón de madera con la techumbre de paja? —podría censurarme algún lector que haya tomado tierra y polvo en el aeropuerto de Zangania.
—Usted perdone —tendría que excusarme yo—. La verdad es que resulta exagerado llamar edificio a lo que no pasaba de ser un simple chamizo. Pero ¿qué trabajo le cuesta a un escritor ser generoso en sus descripciones mejorando un poco la calidad de las cosas que describe?
Vuelvo a decir, por lo tanto, que a medida que avanzaba el tiempo, crecía el nerviosismo en el edificio del aeropuerto. Crecía también el número de personas que se iba congregando en el interior y en los alrededores con la misma intención deportiva y patriótica: recibir al equipo olímpico que, enviado por Zangania a la Olimpiada Mundial, regresaba a la patria cargado de medallas.
El número de personas congregadas siguió creciendo hasta formar una verdadera multitud de la que emergían cartelones y pancartas redactadas en estos términos:
«Saludamos con orgullo a nuestro equipo triunfador».
«¡Gracias por habernos convertido en potencia olímpica!»
«¡Alirón, alirón! ¡Nuestro equipo es campeón!»
El sudor brillaba en esa masa cada vez más compacta de carne negrísima, cubierta a medias por los taparrabos y los tapatetas de la típica y sucinta indumentaria nacional.
El pueblo de Zangania tiene sus orígenes en las tribus zánganas, variedad racial que es producto de la fusión del pigmeo con el zulú. El resultado ha sido unos negros de estatura mediana y de salvajismo mediano también, que siempre han vivido del pastoreo aunque practicándolo de distinta forma: ahora lo practican haciéndose pastores de rebaños y antes lo practicaban comiéndose pastores de las misiones. Los zánganos más ancianos recuerdan todavía aquella antigua forma de practicar el pastoreo. Y aunque siguen pensando que la pierna de cordero es menos sabrosa que la de misionero, no lo dicen. Hay aficiones gastronómicas ancestrales que deben callarse cuando se es una joven nación independiente y se tiene un delegado en la O.N.U.
El mismo altavoz que había ordenado hasta entonces el despeje de la pista, se dirigió a la multitud con una nueva orden:
—¡Abran paso al Presidente!… ¡Abran paso al Presidente!…
Y la multitud, respetuosa, fue abriendo un estrecho callejón por el que pudo llegar al edificio del aeropuerto el coche presidencial.
El coche era un viejo Cadillac del año cincuenta y dos, adquirido a un norteamericano que fue a Zangania en busca de petróleo y no lo encontró. Ostentaba en la matrícula un solitario número «1», no sólo por pertenecer a la primera autoridad del país, sino por ser el único automóvil matriculado en todo el territorio. Veinte años atrás, cuando salió de la fábrica, había sido catalogado como «sedán». Pero los carroceros zánganos lo transformaron en una especie de «convertible a lo bestia», abriéndole un boquete en el techo para que el Presidente pudiera ponerse en pie y saludar al pueblo. Y como el Presidente Bongó era muy campechano, puede decirse que siempre iba en el coche asomando el busto por el boquete y saludando a todo el mundo.
Al aeropuerto llegó también aquel día asomado al boquete, correspondiendo con sonrisas a las demostraciones de afecto que le tributó la multitud. Pero sin quitarse el sombrero hongo. Porque Bongó jamás se quitaba su sombrero hongo. Bongó se había educado en Inglaterra, y de allí se trajo aquel símbolo de la civilización europea.
También debió de traerse alguna dosis de educación británica, pero eso no se le veía por ninguna parte. El hongo, en cambio, era un atributo bien visible de su estancia en Europa; y la prueba irrefutable de que en sabiduría política estaba a nivel de los blancos, puesto que había estudiado con ellos en sus mismas escuelas.
Por eso mismo, por lo que el hongo representaba, Bongó había llegado a la Presidencia de Zangania con suma facilidad. A un pueblo cuyos abuelos comían groseramente misioneros con los dedos, se lo mete en un bolsillo cualquier despabilado que sepa comer un pollo con cuchillo y tenedor.
—¿A qué hora llega el avión? —preguntó el Presidente al apearse del coche.
—Está al caer —le informó el jefe del aeropuerto.
—No sea gafe —dijo Bongó—. Que hayan caído dos aviones en lo que va de año, no significa que vayan a caer todos. Esperemos que éste logre aterrizar sin contratiempos.
—Yo lo espero también y lo deseo con todo mi corazón —se apresuró a añadir el jefe—. Si algo le sucediera a nuestro equipo olímpico, sería una catástrofe nacional que difícilmente podríamos superar…
El resto de la frase fue ahogado por un atronador grito de júbilo que lanzó la multitud: en el cielo acababa de aparecer el avión-correo procedente de Uganda. Ese grito inicial fue seguido de otros muchos, que impidieron oír el estrépito creciente del anticuado cuatrimotor que iba perdiendo altura y aproximándose a la pista.
—«Umba ta lubo!» —corearon muchos centenares de gargantas. Y como supongo que serán muy pocos los lectores que traduzcan con facilidad la lengua zángana, aclaro que «umba ta lubo!» significa «¡viva el equipo!».
Después de tomar tierra sin más percance que algunos botes y rebotes en los baches de la pista, el aparato fue a situarse junto al barracón que he llamado generosamente edificio.
En cuanto los motores dejaron de roncar y las hélices se detuvieron, doce negritos empujaron una escalerilla con ruedas hasta colocarla junto a la puerta de la cabina destinada al pasaje.
El Presidente, escoltado por algunos altos funcionarios de la República que lucían taparrabos de gala, avanzó hacia el avión hasta situarse al pie de la escalerilla. Esta escena, solemne y emocionante, era digna de ser amenizada por una banda de música. Pero en Zangania no había banda de música, pues el único instrumento que marcaba todos los ritmos nacionales era el «tam-tam». Bien mirado, además, el griterío de la multitud seguía siendo tan intenso, que difícilmente hubieran podido oírse los acordes de ninguna banda.
Sólo amainó este clamor vociferante cuando se abrió la puerta del avión. La gente dejó de gritar, esperando anhelante la aparición del equipo olímpico en lo alto de la escalerilla.
Pero la espera se prolongaba, y nadie aparecía en el hueco de la puerta abierta.
El Presidente, que se había quitado el sombrero hongo para saludar al equipo, volvió a ponérselo desconcertado.
—¿Qué ocurre? —preguntó al jefe del aeropuerto que esperaba junto a él.
—No lo sé. Voy a enterarme.
El jefe avanzó hasta la escalerilla y subió rápidamente los escaloncillos. Cuando desapareció en el interior del aparato, la multitud gritó de nuevo:
—«Umba ta lubo!»… «Umba ta lubo!»
Pero empezaba a gritarlo con impaciencia, e incluso con irritación. Los segundos imprevistos que retrasan un acontecimiento previsto, resultan larguísimos. Y más aún cuando transcurren bajo el tórrido sol africano, a temperatura capaz de freír un huevo en el corto trayecto que media entre el ano de la gallina y el suelo que lo recibe.
Cuando dos minutos más tarde apareció una figura en lo alto de la escalerilla, la multitud inició una ovación que abortó al comprobarse que nada tenía que ver con el equipo olímpico: era el jefe del aeropuerto, que bajó la escalerilla a toda velocidad para comunicar al Presidente:
—El equipo tarda en salir porque está vomitando.
—¿Qué le ha pasado? —quiso saber Bongó, y el jefe se lo explicó:
—Que no tiene costumbre de volar y se ha mareado.
—¡Vaya por Dong! —exclamó el Presidente, pues Dong es el nombre que los zánganos dan a su dios.
—Saldrá en seguida —le tranquilizó el jefe— porque ya se le está pasando el mareo.
Bongó tuvo tiempo de sudar un poco bajo su bombín presidencial, cuyo lustroso color negro atraía los rayos solares como un verdadero pararrayos.
Por fin estalló, atronadora, la ovación que la multitud tenía reservada para el momento cumbre: el equipo olímpico acababa de aparecer en la puerta del avión y se disponía a bajar la escalerilla.
—«Umba ta lubo!»… «Umba ta lubo!»
Califico de inenarrable el entusiasmo de aquella compacta masa negra, ahorrándome así el trabajo de narrarlo. Pero conste que no me lo ahorro por pereza, sino para que la narración no sea tan prolija.
—«Umba ta lubo!»… «Umba ta lubo!»
Hasta el Presidente, al ver al equipo, se emocionó de tal modo que rompió a llorar. Pero no se le notaba; ya que las gotas que corrían por sus mejillas lo mismo podían ser lágrimas procedentes de sus ojos que sudor procedente de su frente.
El «equipo olímpico» que había iniciado el descenso de la escalerilla, era un zángano negrísimo y larguirucho llamado Tombú. El short que vestía dejaba al descubierto sus largas y musculosas piernas, con las que había ganado cuatro medallas de oro. No se exageraba al llamarle «equipo olímpico», puesto que Tombú acudió completamente solo a los Juegos Mundiales en representación de Zangania. Un país tan pobre no podía permitirse el derroche de enviar una embajada más numerosa y vistosa. Fue necesario reducir el presupuesto al máximo para poder participar con un equipo mínimo. Y tanto se redujo el presupuesto, que sólo dio para el envío de un atleta único. Equipo más reducido, imposible.
El abrazo que se dieron el Presidente y el «equipo» al pie de la escalerilla fue subrayado con una nueva ovación, tan calurosa como la anterior, pero mucho más ruidosa.
Y Bongó le dio la bienvenida a Tombú estampándole los cuatro besos que estipula el protocolo del país: uno en cada mejilla, otro en la frente y otro en la barbilla.
Luego, en olor de multitud (que olía cada vez peor a consecuencia del calor), el Presidente y el atleta subieron al coche presidencial.
—Quiero saber detalles de tu proeza —dijo Bongó a Tombú cuando se alejaron del aeropuerto—. Para empezar, ¿qué te han parecido los Juegos Olímpicos?
—Chorradas —respondió el atleta—. Me ha sorprendido por lo tanto este recibimiento, puesto que yo no hice proeza de ninguna clase.
—¿Cómo que no? —protestó Bongó—. ¿Y las cuatro medallas de oro que ganaste?
—Chorradas también. Para un cartero como yo, que corre todos los días varias leguas para repartir la correspondencia urgente, ¿qué suponen esas carreritas de unos pocos kilómetros? Ejercicios de precalentamiento, y gracias. Ni siquiera tenía tiempo de cansarme. Cuando mis músculos empezaban a desentumecerse, resultaba que la prueba ya había terminado y que yo la había ganado. Así gané, casi sin darme cuenta, las pruebas de mil quinientos, cinco mil y diez mil metros. La menos ridícula de todas es una que llaman marathon y que tiene algunos metros más: cuarenta y dos mil exactamente. Tampoco tuve ninguna dificultad para ganarla, puesto que ésa viene a ser la distancia que recorro cualquier día de trabajo un poco intenso. Y llegué a la meta completamente solo, como de costumbre. En la línea de salida nos reuníamos docenas de corredores. Pero cuando salíamos y empezábamos a correr, yo me ponía delante y nadie lograba alcanzarme. Nunca comprendí, la verdad, cómo unos blancos más fuertes que yo y mucho mejor nutridos se quedaban siempre atrás. Puede que la lentitud de los blancos en general se deba a que todos tienen automóvil y no necesitan ir corriendo a ninguna parte. Pero si están poco entrenados y corren como si les pesara el culo, ¿para qué organizan estos Juegos que los ponen en ridículo?
—Eres demasiado modesto, querido Tombú —le replicó el Presidente—. ¿No te has parado a pensar que quizá los blancos sean corredores magníficos, pero que tú les has ganado porque eres un corredor excepcional?
—¿Cómo puedo pararme a pensar esa tontería, si yo corro lo mismo que cualquier otro cartero de Zangania? Me consta también que entre los encargados de repartir el correo urgente hay muchos que son más rápidos que yo.
—Pues ahorraremos desde ahora, para mandar un equipo más numeroso a la próxima Olimpiada —decidió el Presidente—. Para dejar de ser el país más pobre del mundo, Zangania necesita una reserva de oro. Y dada la pobreza de nuestros recursos naturales, la tendremos a base de medallas olímpicas: cuatro que has ganado tú, ocho o más que puede ganar el equipo próximo… En unos cuantos años, podremos reunir unos cuantos kilos. El procedimiento es lento, ya lo sé, pero al menos es seguro.