Dígaselo con flores

LA ALCOBA DE LA ENFERMA ES PEQUEÑA. Como la propia enferma, que apenas abulta entre las sábanas de la gran cama en que lleva postrada varios años. La enfermedad por un lado y el largo reposo por otro han consumido más aún el cuerpo de Daniela, menudo de por sí. Puede decirse, aunque en voz baja para que ella no lo oiga, que su aspecto físico está cercano a merecer el calificativo de esquelético.

Una lástima, ya que Daniela era una mujer estupenda antes de enfermar. Por eso se casó con Ignacio Chupategui, propietario del grupo de sociedades CHUPATESA. Porque Ignacio fue siempre tan rico que pudo elegir esposa entre las mujeres más guapas del país. Y el que eligiera a Daniela prueba la estupendez de ella cuando todavía estaba sana.

Ignacio está sentado junto al lecho de la enferma. Es un hombre fuerte, ancho y macizo. La silla que ocupa tiene las patas finas y arqueadas, pero da la impresión de que él las arquea más aún con su corpulencia. Viste con elegancia que no logra disimular la rudeza de su complexión. Si no fuera porque su imagen es muy popular en el mundo de los negocios, bastaría verle para comprender que es dueño de CHUPATESA. Porque Ignacio Chupategui es el prototipo del triunfador moderno; del que avanza en la vida como una apisonadora, caiga quien caiga. Hasta tiene la nariz un poco aplastada, como si toda su fortuna la hubiera hecho a puñetazos.

En la alcoba hace calor, pero Ignacio suda sin protestar. Sabe que Daniela necesita esa temperatura de estufa para seguir viviendo como un vegetal, puesto que la infeliz ya no puede moverse.

—¿Cómo te encuentras hoy? —pregunta él, por decir algo—. ¿Mejor?

—No.

—Pero tampoco peor.

—Tampoco.

—Menos mal.

—Ni menos, ni más —dice ella—: igual de mal que siempre.

—Los médicos dicen que la enfermedad sigue su curso.

—Un curso desesperante que no lleva a ninguna parte.

—Hay que tener paciencia, mujer.

—Yo sí la tengo. ¿Qué remedio me queda? Pero tú…

—También yo la he tenido hasta ahora.

—Hasta ahora, tú lo has dicho —suspira Daniela—. Pero a partir de ahora…

—Pues lo mismo. Que yo sepa, nada ha cambiado.

—Sabes muy bien que sí.

—¿Yo? —se extraña Ignacio—. A mí me parece que todo sigue igual.

—Igual, pero con un año más. Porque hoy hace tres años que caí enferma.

—Ya lo sé —suspira él—. ¿Crees que lo he olvidado?

—Y cada año que pasa, nuestra situación empeora. La paciencia tiene un límite, al que tú ya has debido de llegar.

—¿Por qué dices eso? —protesta Ignacio.

—Te lo noto y no puedo reprochártelo. Es lógico que esta situación te resulte inaguantable. ¡Tres años soportando la carga de una mujer inválida, con muy pocas esperanzas de que pueda curarse de su invalidez! ¡Tres años de tener en casa un dolor físico constante! ¡Tres años de vida matrimonial perdida!…

—¿Y qué le vamos a hacer? Las cosas hay que aceptarlas tal y como vienen.

—Pero unos las aceptan con más resignación que otros. Y la resignación no es tu fuerte —opina Daniela.

—Pues no sé qué has podido notar en mí para decir eso. Teniendo en cuenta que no soy ningún santo, creo que me he resignado bastante bien. Nunca me habrás oído una queja ni observado un mal modo…

—Estás tan poco tiempo conmigo, que te resulta fácil contenerte y disimular tus verdaderos sentimientos.

—Estoy contigo todo el tiempo que puedo —se defiende Ignacio—. Que no es mucho, por desgracia, porque soy un hombre ocupadísimo y lleno de responsabilidades. Y no sé cuáles son esos sentimientos que te disimulo según tú.

—Que ya no me quieres, que estás harto de mí.

—¡Daniela, por favor! No estarás hablando en serio, ¿verdad?

—¿Crees que, en el estado en que estoy, se pueden tener ganas de gastar bromas?

—Pero eso es absurdo, cariño. ¿Cómo has podido pensar semejante disparate? Tu estado precisamente es un motivo para que te quiera más; para que sienta más ternura por ti; para que yo también sufra por lo que sufres tú…

—Déjate de cuentos —le corta ella—. Te conozco demasiado bien para que puedas engañarme.

—Me duele que tengas tan mala opinión de mí. Admito que soy brusco y poco sensiblero, pero mis sentimientos son nobles y profundos. Aquí está la prueba.

La puerta se ha abierto y entra la enfermera que cuida a Daniela. Lleva en los brazos una enorme cesta de flores.

—Acaban de traer esto para la señora —anuncia la recién llegada.

—Póngalas allí —ordena Ignacio señalando una mesa que hay a los pies de la cama—, para que la señora pueda verlas.

Y mientras la enfermera obedece, la enferma comenta:

—Son muy bonitas. ¿Quién me las manda?

—Yo —dice su marido.

—¿Tú? —se asombra ella—. ¿Es posible?

—Pues sí. No es la primera vez que te mando flores, ¿verdad?

—No, y es un detalle que siempre te agradezco. Pero sueles mandármelas el día de mi santo, o de mi cumpleaños, o en otras fechas señaladas. Pero ¿por qué hoy?

—Porque hoy —explica él cuando la enfermera se marcha y cierra la puerta—, es una fecha señalada también.

—Una fecha muy triste —recuerda ella, y sus ojos se llenan de lágrimas—. Y es cruel que pretendas celebrar el tercer año de mi enfermedad como si fuera una fiesta.

—¿Cómo cruel? —protesta Ignacio—. He querido justamente quitarle tristeza a este día llenándote el cuarto de flores, y alegrándote todo lo posible con mi compañía.

—Tendrás que perdonarme si no me lo creo.

—Yo te lo perdono todo porque comprendo que estés amargada y no sepas apreciar nada de lo que hago por ti. Pero en seguida vas a ver que no te he mentido.

—¿Qué es lo que voy a ver?

—La sorpresa que quería darte, para alegrarte.

Vuelve a abrirse la puerta, y entra de nuevo la enfermera con otra cesta de flores tan grande como la anterior.

—Para la señora —dice, yendo a depositarla junto a la otra.

—¿Lo ves? —sonríe Ignacio—. Todas elegidas por mí entre las que más te gustan. ¿No te vas alegrando un poco?

—Muy poco —confiesa ella, pero sus ojos contemplan con agrado la nueva cesta.

—Algo es algo. Y aunque lo disimules, no puedes negar que te he sorprendido agradablemente.

—Yo te he sorprendido también —dice Daniela cuando la enfermera ya ha salido y ha cerrado la puerta.

—¿A mí? —parpadea él—. ¿Cuándo?

—Cada vez que entra la enfermera. Te la comes con los ojos.

—¿Yo?… Pero ¿qué dices?

—Que no me puedo mover, pero no estoy ciega todavía. Y veo que la chica es monísima.

—¿Y a qué viene eso ahora? —gruñe Ignacio—. Estábamos hablando de las flores, que son una prueba de que pienso en ti, de que trato de hacerte feliz.

—Perdóname, pero no lo puedo evitar: esa enfermera me da miedo.

—¿Miedo?… ¿Por qué?

—Es la más mona de todas las que me has buscado. Y la que lleva más tiempo también.

—No sé qué tratas de insinuar.

—Que mientras las enfermeras fueron feas y permanecieron poco tiempo en casa, yo estuve tranquila. Sabía que su misión era cuidarme a mí exclusivamente. Pero desde hace un año y medio, desde que admitiste a aquella elementa llamada Flora, empecé a preocuparme. Porque Flora, además de guapetona y descarada, estuvo casi seis meses conmigo. Y también contigo.

—¿Qué quieres decir?

—Que Flora me cuidaba a mí y te consolaba a ti. Después de Flora vino Carmela, muy guapa también, pero muy formal. Y sospecho que su formalidad le costó el puesto, porque la echaste a los ocho días. Sin duda cuando rechazó tus proposiciones de que te incluyera en sus cuidados…

—Por favor, Danielita —interrumpe su marido, preocupado—. ¿Estás segura de que no necesitas un calmante?

—Tomo diariamente seis calmantes diferentes, y hoy ya los he tomado todos. ¿Por qué?

—Porque me parece que estás delirando. Todas esas historias fantásticas de las enfermeras que te acabas de inventar…

—Sabes muy bien que no es una invención, sino un inventario. Bastante largo por cierto, porque Carmela tuvo tres sucesoras: Marta, Lidia y Georgina, a las que podríamos llamar «las tres gracias», porque todas eran muy agraciadas. Y descaradas también. Y cuando digo descaradas, quiero decir que aceptaron un sobresueldo por hacer horas extraordinarias en otra alcoba que no era la mía.

—¡Por Dios, Daniela! ¿De veras no te parecen delirantes todas esas monstruosidades que estás soltando?

—Monstruosidades sí puede que sean, pero delirantes no —puntualiza la enferma—. No son fruto de ningún delirio pasajero, sino de mi lucidez permanente. Porque del mismo modo que a las personas ciegas se les aguza el oído, a las paralíticas se nos desarrolla el sentido de la intuición.

—Tú no estás paralítica —protesta Ignacio.

—Pero estoy tan débil que ya no puedo moverme. Y el resultado es el mismo. En mi inmovilidad absoluta, concentro todas las fuerzas que me quedan en mi cerebro. Y el resultado es que intuyo todo lo que ocurre a mi alrededor.

—¡Bah! —rechaza él—. No puedes intuir lo que no puedes ver. Y nunca has visto que hubiera nada entre tus enfermeras y yo.

—Es cierto que en mi presencia habéis disimulado siempre, tanto ellas como tú —admite Daniela—. Pero la sensibilidad de una paralítica es como un radar que adivina lo que no ve. Y yo siempre adiviné vuestras relaciones. Como adivino las que tienes ahora con la última enfermera de la serie.

—¿Con Fefi?

—¿Así es como la llamas tú en la intimidad? —se burla Daniela con amargura.

—Así es como me ha dicho ella que la llaman.

—Sus íntimos, supongo. Porque a mí nunca me dijo que la llamara Fefi, sino Josefa.

—Bueno. Porque contigo tiene poca confianza.

—Y contigo tiene demasiada. Ya lo sé.

—¡Tú no sabes nada! —se enfada Ignacio—. ¡Tú lo inventas todo!

—Lo intuyo, que no es igual.

—Pues sigue intuyendo todos los disparates que quieras. Si eso te divierte…

—¡Por Dios bendito! —exclama ella, y la voz se le quiebra en un sollozo—. ¿Crees que me puede divertir darme cuenta de que me has sustituido, de que otra mujer más guapa, más joven y más sana, ha ocupado mi puesto en tu corazón y en tu cama? Esto es lo más triste de todo lo que me ha ocurrido en la vida. Porque hasta ahora, viví gracias a tu amor. Luchaba para seguir viviendo a tu lado, con la esperanza de recobrar la salud y con ella la felicidad que perdimos desde que yo caí enferma. Pero a partir de ahora…

—A partir de ahora —asegura Ignacio para tranquilizarla—, todo seguirá igual. Porque yo te garantizo que, fuera de tu imaginación, nada ha cambiado. De modo que te pondrás bien y volveremos a ser tan felices como antes. ¿Para qué crees que te compré todas las flores que hoy vas a recibir?

—Quizá porque te doy lástima, y porque tienes complejo de culpabilidad.

—¡Qué tontería! —rechaza él—. Lástima empezarás a darme si sigues imaginando estupideces. ¿Acaso no sabes que las flores tienen un lenguaje? Yo no lo conozco muy bien, pero sé que los obsequios florales sirven para decir a una persona que se acuerda uno de ella, que se la quiere…

—Las flores sirven también —añade Daniela, dramática— para decirle a una muerta que descanse en paz.

—Como chiste de humor negro, tiene gracia —lo toma a broma Ignacio—. Pero no encaja en este caso porque tú ni estás muerta, ni te vas a morir. Por eso te he comprado las flores más alegres que encontré. Espera y verás.

Se abre la puerta y vuelve a entrar la enfermera. Esta vez trae dos cestas enormes, una en cada mano. Coloca una sobre el tocador y la otra sobre la mesilla de noche.

—Son preciosas, ¿verdad, señora? —comenta la chica, sonriendo amablemente—. ¡Y cómo huelen! Nunca estuvo su cuarto tan adornado. Parece un jardín. La señora no se quejará.

—La señora no se queja nunca, Fefi —dice Daniela con acritud—. Soy tan sufrida, que lo he aguantado todo. Pero todo tiene un límite, ¿no le parece?

La enfermera, desconcertada, mira a Ignacio como buscando protección. Pero Ignacio rehúye esta mirada y dice a su mujer:

—Siento que mis flores te hayan puesto nerviosa en lugar de calmarte como yo pretendía. Contigo no sabe uno cómo acertar.

—No es necesario que te esfuerces en seguir fingiendo. Intuyo que muy pronto voy a dejar de ser un estorbo.

—Y yo intuyo también que me voy a enfadar si no dejas de decir majaderías.

—No son majaderías —discute la enferma—. Josefa sabe mejor que nadie que cada día estoy más débil. ¿No es cierto, Fefi?

—Yo no sé nada —dice la chica apresuradamente—. ¿Por qué voy a saberlo yo?

—Porque usted es la encargada de darme todas las medicinas. Montones de medicinas que tengo que tomar a todas horas. De usted depende, por lo tanto, que yo mejore o empeore.

—De mí no —contradice la enfermera—, sino de los médicos que recetaron el tratamiento. Yo no hago más que obedecer las órdenes que los médicos me dan.

—Pero como mi tratamiento se compone de tantísimos medicamentos, ¡es tan fácil equivocarse! Y una dosis de más o una píldora de menos pueden debilitar al paciente en vez de fortificarle.

—Pero yo no me equivoco nunca —rebate Fefi con vehemencia—. Soy una enfermera diplomada, no una aficionada.

—¿Cómo se explica entonces que me encuentre cada vez peor? —insiste Daniela.

—Eso pregúnteselo a los médicos —replica la chica, conteniendo su indignación—. Mi deber es cumplir lo que ellos me mandan, y lo cumplo al pie de la letra. Pero si la señora desconfía de mi eficacia profesional, ya sabe lo que tiene que hacer.

—¿Cree usted de veras, monina, que en las condiciones en que me encuentro puedo hacer algo?

—¡Puedes callarte y no seguir diciendo disparates! —interviene Ignacio, furioso—. Y usted, Josefa, haga el favor de no tomar en consideración estas divagaciones de la señora. Tiene que comprender…

—Lo comprendo, señor —dice la enfermera, dirigiéndose a la puerta.

Y cuando sale de la alcoba, Ignacio mira con compasión a su mujer.

—Estás tan débil, en efecto, que hay que perdonártelo todo. Si no fuera porque la debilidad te afecta también a la cabeza y no sabes lo que dices, esa chica podría llevarte a los tribunales.

—¿A mí? ¿Para qué?

—Para que te retractaras de la grave acusación que acabas de hacerle. La has acusado, nada menos, de poner en peligro tu vida por ineptitud profesional. Y de esa acusación a la de homicidio por imprudencia no hay más que un paso.

—Pues yo doy un paso más largo aún, y me atrevería a acusarla de un delito mucho más gordo: de homicidio también, pero no por imprudencia sino con premeditación.

—Empiezo a darme cuenta de que ya no tienes remedio —suspira Ignacio, apenado—: además de no poderte mover, tampoco puedes razonar.

—Te equivocas. Ha sido precisamente razonando como he llegado a esa conclusión: si yo soy el único obstáculo que a Fefi le impide legalizar sus relaciones contigo, es muy lógico que ella quiera eliminarme. Y como el hecho de ser mi enfermera pone en sus manos la posibilidad de hacerlo con absoluta limpieza…

—Ese razonamiento demuestra que estás como una cabra —se burla él—. Escucha ahora cómo razono yo, que soy una persona sana y razonable: supongamos, aunque sea sólo una suposición, que Fefi y yo nos entendemos y que tú estorbas nuestro proyecto de casarnos. Justamente el hecho de que ella sea tu enfermera la imposibilita por completo de hacer cualquier cosa que pueda perjudicarte.

—¿Por qué?

—Porque los médicos aseguran que no estás en peligro de muerte. Y si murieras de pronto, investigarían las causas. Y por limpia que hubiera sido la intervención de Fefi, acabaría por descubrirse su culpabilidad.

—No sé cómo.

—Pues haciéndote la autopsia.

—Tú te opondrías a que me hiciesen esa porquería.

—De nada serviría mi oposición. Y la ciencia moderna es capaz de descubrir la más leve irregularidad en cualquier fallecimiento aparentemente natural. Y siendo Fefi una enfermera guapa, la policía sospecharía en seguida que ella era la autora de esas irregularidades. Sospecha que se confirmaría en cuanto averiguasen que Fefi y yo nos entendemos.

—Luego admites que os entendéis.

—No admito nada —corrige Ignacio—: razono suponiendo que fueran ciertas las suposiciones hechas por ti. Y te demuestro que, incluso en ese caso, Fefi jamás haría nada para precipitar tu muerte. Sería una estupidez que la llevaría derechita a la cárcel, destrozando su futuro para siempre.

—Pero yo me encuentro cada día más débil —refuerza Daniela su propio razonamiento—. Mi debilidad es tan grande que ya no puedo moverme.

—Pero no es Fefi la que te debilita, sino tu enfermedad. Según dicen los médicos, es una de las enfermedades más difíciles de curar. También dicen que es una de las más largas, pero eso no hace falta que nos lo digan: después de tres años aguantando, estamos hartos de saberlo.

—Eso es precisamente lo que más miedo me da: que como tú mismo acabas de confesar, ya estás harto de aguantarme. Y Fefi también. Y os pondríais muy contentos si pudierais acabar con esta pesadilla.

—Si al decir «esta pesadilla» te refieres a ti —bromea él—, te quedas corta. Porque tú eres pesada sin diminutivo. Y tu pesadez llega a límites inconcebibles. Estás viendo que todos nos desvivimos a tu alrededor para cuidarte y alegrarte, y se te mete en la cabeza la idea descabellada de que queremos matarte. Comprende que el calificativo de pesadilla te viene cortísimo.

—Insúltame encima —lloriquea la enferma.

—Llamarte pesada no es un insulto, sino una forma cariñosa de tomar a broma tus acusaciones monstruosas. ¿No te he demostrado ya que tanto Fefi como yo somos los primeros interesados en que no te pase nada?

—Tu demostración me ha preocupado más aún.

—¿Por qué?

—Porque una demostración tan minuciosa indica que habéis estudiado a fondo todos los riesgos que podríais correr al eliminarme.

—No hace falta estudiar para saber que un crimen es siempre arriesgadísimo. Y me parece un tema de pésimo gusto para que sigamos hablando de él. Es natural que una conversación tan morbosa te hunda por completo. Para que salgas de esa depresión, hablemos de cosas más agradables. De las flores, por ejemplo. Si las miras y las hueles, estoy seguro de que se disipará la negrura de tus pensamientos.

—Huelen demasiado —se queja Daniela—. Su perfume empieza a ser agobiante.

—No digas eso, mujer. Las flores siempre te entusiasmaron.

—En pequeñas dosis. Pero en estas cantidades masivas me agobian.

—No te hago caso, porque sé que lo dices para chincharme. Hoy te has despertado de un humor pésimo y todo te parece mal. Pero creo que cambiarás de actitud cuando veas esta nueva maravilla.

Ignacio ha dicho esta última frase mirando a la puerta, por la que Fefi acaba de entrar. La chica avanza con dificultad, cargada con una cesta monumental. Es la más vistosa y frondosa de todas las que han ido llegando.

—Aquí tienes —dice Ignacio señalándola, orgulloso de su generosidad— la traca final de estos juegos florales que organicé en tu honor.

—¡Qué barbaridad! —comenta la enferma al ver el enorme cestón.

—Quizá tengas razón —gruñe su marido, dolido—. Puede que sea una barbaridad molestarse en tener atenciones con personas ingratas que no saben apreciarlas.

—Al principio sí te las agradecí, pero este exceso es una broma que ya no tiene gracia.

—No es una broma —rebate él—, sino un alarde del afecto que siento por ti.

—Pues como alarde tampoco tiene mérito —sigue criticando Daniela—, puesto que puedes permitirte el lujo de comprar las flores por toneladas sin que tu fortuna sufra ningún quebranto.

—Está bien —se da por vencido Ignacio—. Siento haber hecho esta tontería, y te prometo que no volverá a ocurrir.

—¿Dónde pongo esto? —pregunta la enfermera, que ha permanecido callada y aguantando la cesta durante la discusión.

—Donde usted quiera —se encoge de hombros Ignacio.

—Es que ya no queda sitio en ninguna parte —dice la chica después de haber mirado a su alrededor.

Y tiene razón: la alcoba es tan pequeña, que ya está literalmente abarrotada de flores.

—Deje ésas en el cuarto de al lado —sugiere Daniela.

—Mejor póngalas en el suelo, junto a la cama —decide su marido—. Ya que las he comprado, ten por lo menos el detalle de echarles un vistazo.

La enfermera obedece a Ignacio y deja su florido cargamento donde él ha indicado.

—¿El señor sabe si van a traer más flores? —le pregunta después.

—Ya han traído todas las que compré.

—En ese caso —añade Fefi—, como hoy es mi noche libre, voy a marcharme si la señora no me necesita.

—Márchese —dice Daniela secamente—. Usted sabe muy bien que si de mí dependiera, yo no la necesitaría nunca.

—¿Puedo irme entonces? —pregunta Fefi a Ignacio, pues a una mujer tan enferma no hay que hacerle mucho caso.

—Sí, váyase —confirma él.

—Hasta mañana entonces.

—Hasta mañana.

La enfermera sale de la alcoba y cierra la puerta.

—Supongo —dice Daniela, sarcástica— que también tú te despedirás en seguida.

—¿Por qué?

—Porque me imagino que las noches libres de Fefi las pasará contigo.

—Imagínate lo que quieras —concede Ignacio, bondadoso—. En el estado en que te encuentras, me hago cargo de que no tienes más entretenimiento que tu imaginación.

—Más que imaginación, lo que yo tengo es un sexto sentido para captar lo que se me quiere ocultar.

—¿Y tú crees que yo te oculto algo?

—Tratas de ocultarme lo que verdaderamente sientes por esa chica —concreta la enferma—: que no es un capricho pasajero, como fueron las otras, sino algo más profundo.

—¡Bobadas! —lo toma a broma él.

—Bobadas fueron sus antecesoras en el empleo —insiste ella—, pero ésta no. Por ésta sientes una verdadera pasión.

—¡Nada menos! —sigue bromeando Ignacio.

—Nada menos, sí, y eso es lo que me asusta. Un hombre ya maduro como tú, que enloquece por una jovencita como Fefi, es capaz de cualquier disparate.

—Eso mismo te demuestra que te equivocas al juzgar mis sentimientos. Porque no me parece que doy la impresión de estar enloquecido ni de ser capaz de hacer nada disparatado.

—Eres lo bastante inteligente para disimularlo ante todo el mundo —reconoce Daniela—. Pero yo adivino el volcán que hay detrás de tu aparente frialdad.

—¡Vaya frasecita! —rompe a reír él—. ¿Has leído últimamente alguna novela barata?

—Te ríes sin ganas, porque la frase expresa certeramente lo que sientes: tratas de estar frío por fuera, pero estás ardiendo por dentro.

—Si quieres que te diga la verdad —dice él secándose la frente con un pañuelo que saca del bolsillo—, ardo por dentro y también por fuera. Porque en este cuarto tan pequeño hace muchísimo calor.

—Eres muy ingenioso para cambiar de conversación.

—Esa conversación no nos llevaría a ninguna parte. Y no me negarás que aquí hace un calor espantoso.

—Pues abre la ventana —propone Daniela.

—¿Estás loca? —se escandaliza él—. Los médicos han dicho que esta temperatura es la que te conviene. Un enfriamiento podría resultarte fatal. Y no seré yo quien te exponga a correr ese riesgo.

—Abre al menos la puerta, para que la habitación se ventile un poco.

—Imposible también —rechaza él—. Las puertas abiertas originan corrientes que pueden resulta peligrosas. Lo que voy a hacer es irme y dejarte descansar. Ya hemos hablado bastante y es tu hora de dormir.

—No hace falta que busques pretextos para marcharte. Márchate si Fefi te espera, pero sin obligarme a dormir tan temprano.

—Yo no te obligo —dice Ignacio levantándose de la silla—, pero creo que es lo mejor que puedes hacer. Los médicos te han recomendado reposo. Mucho reposo. De manera que voy a apagarte la luz, y ya verás cómo te duermes.

—Gracias, pero no te molestes. Aparte de que aún no tengo sueño, tienen que venir a hacerme la cama y arreglarme el cuarto.

—¿Y quién quieres que venga? —se extraña Ignacio—. Dijiste a la enfermera que no la necesitabas y ya se marchó.

—Vendrá la doncella.

—La doncella ha salido también. Olvidé decirte que ella y la cocinera me pidieron permiso para salir hoy, y yo se lo di.

—Pues esperaré despierta hasta que vuelvan.

—Cuando vuelvan, será tarde.

—¿Qué quieres decir? —pregunta Daniela, mirando a su marido un poco asustada.

—Lo que he dicho —respondió él con naturalidad, dirigiéndose a la puerta—: que como volverán tarde, es mejor que no las esperes y que te duermas ahora. Buenas noches.

—¿Qué vas a hacer? —vuelve a preguntar la enferma, asustándose cada vez más.

—Lo que se hace siempre cuando alguien tiene que dormir: apagar la luz del dormitorio y cerrar la puerta. Hasta mañana, cariño.

—¡Espera! —grita ella, angustiada—. ¡Las flores!

—¿Qué les pasa a las flores?

—¡Tienes que llevártelas!

—¿Por qué? Las compré para ti.

—¡Pero no se puede dormir en un cuartito sin ventilación, y atiborrado de flores!

—¿Quién ha dicho esa bobada?

—¡Todo el mundo lo sabe! Las plantas, por la noche, consumen oxígeno…

—Pero yo no soy botánico —dice Ignacio apagando la luz y saliendo de la alcoba— y no tengo ninguna obligación de saber esas cosas. Si algo pasa, será culpa de las flores, no mía.

Daniela añade algo más e incluso grita. Pero Ignacio no puede oírla, porque ya ha cerrado la puerta y se aleja con rapidez. Es el primer hombre que ha sabido emplear las flores, no para decir algo, sino para hacerlo.