AURELIO, en la habitación del hotel, acaba de abrir un maletín de piel oscura cuando llaman a la puerta. Encarna, al oír los golpes, asoma la cabeza desde el cuarto de baño.
—¡Han llamado! —murmura alarmada—. ¿Quién será?
—Raimundo probablemente —contesta Aurelio—. Ábrele.
—¿Y si no es Raimundo? —pregunta ella, saliendo del cuarto de baño y dirigiéndose a la puerta de la habitación.
—Compruébalo primero abriendo una rendija —sugiere Aurelio, mientras busca algo en el interior del maletín—. Si ves que no es, vuelves a cerrar.
Así lo hace Encarna. Y cuando mira al exterior por una abertura que no supera los tres centímetros, cierra de un rápido portazo.
—¡No es Raimundo! —informa a Aurelio, excitadísima—. ¡Es un hombre con barba!
—¿Estás segura? —se yergue Aurelio, tenso.
La puerta vuelve a ser golpeada con insistencia, al tiempo que una voz grave refuerza los golpes diciendo:
—¡Dejadme entrar!
—Abre, mujer —ordena Aurelio, cuya tensión ha cedido—. ¿No estás oyendo que es la voz de Raimundo?
—Sí —admite ella, aunque vacila todavía—. Pero yo he visto a un hombre con barba.
—¡Naturalmente! —se enfada Aurelio—. ¿Es que aún no sabes los detalles del plan?
—¡Ah, es verdad! —comprende Encarna por fin, y se apresura a abrir la puerta.
Entra un hombre calvo y regordete, con una espesa barba negra.
—¡Ya era hora! —suspira aliviado cuando está dentro.
—Perdona, Raimundo —se disculpa la mujer—. Con la barba no te reconocí.
—¡Magnífico! —se alegra Aurelio, contemplando satisfecho al recién llegado—. Si Encarna, que te conoce tan bien, no te ha reconocido, es la prueba de que tu disfraz es perfecto y nadie te reconocerá.
—Pues Carola opina que parezco una máscara y que se nota a la legua que mi barba es postiza.
—No hagas caso —rechaza Aurelio—. Teniendo en cuenta que estaremos muy pocos minutos expuestos a que se fijen en nosotros, no se te puede poner ningún reparo. De manera que Carola deje de criticarte, y que se ocupe de disfrazarse ella misma.
—Se está disfrazando ya —informa Raimundo—. Como estamos en la habitación de al lado, dará unos golpes en la pared cuando esté lista.
—Tiene que estar lista a las cuatro en punto —recuerda Aurelio—. Y tú también, Encarna.
—Yo sólo necesito cinco minutos.
—Tampoco dispones de muchos más —advierte Aurelio consultando su reloj—: son las cuatro menos diez.
—Descuida —promete ella—: seré puntual.
Y se encierra en el cuarto de baño, mientras Aurelio termina de sacar del maletín los elementos de su propio disfraz: una peluca, un bigote postizo y unas gafas de cristales ahumados. Saca también unos prismáticos, que le entrega a Raimundo.
—Procurando no asomarte mucho para que no puedan verte —le ordena—, observa desde la ventana las puertas del Casino.
—¿Para qué?
—¿Para qué crees que tomé esta habitación, que está justo enfrente? —se impacienta Aurelio—. Pues para vigilar la entrada, y así elegir el momento más propicio para entrar nosotros.
—Has pensado en todo —dice Raimundo con admiración, dirigiéndose a la ventana para cumplir la orden recibida.
—Natural. ¿Crees que iba a embarcaros en esta aventura sin haber planeado la forma de evitar todos sus riesgos? Para que nada falle, hay que prever hasta el último detalle. Tenme al corriente de todo lo que veas.
Y mientras Aurelio empieza a alterar su fisonomía colocándose la peluca, Raimundo va informándole de todo lo que ve por la ventana a través de los prismáticos:
—Llegan muchos coches a la puerta. Casi todos con matrículas españolas. No distingo las caras de los ocupantes, pero visten bien. Gente rica, con las carteras llenas, que se vaciarán después en las mesas del Casino. ¿Cuántos millones llevará encima esa caravana de compatriotas, que pasa todos los días la frontera para jugar en Biarritz?
—No lo sé, pero bastantes —comenta Aurelio—. Y hoy sábado puede que algunos más, porque los fines de semana aumenta considerablemente el número de jugadores.
—Es de suponer, por lo tanto, que las arcas del Casino estarán repletas.
—Desde luego —afirma Aurelio, terminando de colocarse la peluca—. Pero no te distraigas y fíjate bien: ¿reconoces a alguien de los que van llegando?
—Ya te he dicho que las caras no se distinguen —contesta Raimundo, sin despegar los ojos de los prismáticos—. Pero a juzgar por los cochazos que se ven, debe de haber un montón de personas conocidas.
—Razón de más para que evitemos cualquier descuido.
Aurelio ha terminado de disfrazarse. Con la peluca, el bigote postizo y las gafas ahumadas, su aspecto ha cambiado por completo. Se acerca a Raimundo y le pregunta:
—¿Qué tal estoy?
—Impresionante. No te reconocería ni tu madre.
—Pues para despistar más aún —presume Aurelio—, andaré cojeando ligeramente. Así, fíjate.
Y da unos pasos por la habitación con una leve cojera, tan bien ensayada que parece auténtica.
—Eres un genio —le felicita Raimundo.
Encarna sale del cuarto de baño, impresionante también: se ha puesto un traje muy negro y un maquillaje muy blanco. Un sombrerito de anciana, del que pende un velillo que le cubre la mitad superior del rostro, la hace completamente irreconocible. Ni el ojo más sagaz podría adivinar que, bajo esa falsa apariencia, hay una morenaza agitanada de rompe y rasga.
—¡Caramba! —exclama Aurelio al verla—. ¿No crees que te has pasado? Con esa ropa tan fúnebre y esa cara tan pálida, pareces la Muerte.
—¿Y qué más da? —se encoge de hombros Encarna—. Lo importante es que me parezca lo menos posible a Encarnación Ramírez de Muñagorri, ¿no? Pues eso es lo que he pretendido, y creo que lo he conseguido.
—Ahora llegan menos coches —anuncia Raimundo desde la ventana.
—Se acerca el momento —dice Aurelio consultando su reloj—. Dentro de unos minutos, las puertas estarán completamente despejadas. Y pasaremos más inadvertidos.
Se oyen varios golpes, propinados con fuerza en la pared de la habitación contigua. Sobresalto general y explicación de Raimundo:
—Es la señal de que Carola ya está preparada. De acuerdo con el plan, saldrá sola del hotel a las cuatro en punto.
—Muy bien —aprueba Aurelio—. Ya sabes que debe dirigirse dando un rodeo al punto «C».
—Sí, claro.
—¿Y cuál es el punto «C»? —pregunta Encarna.
—La entrada del Casino, mujer. Nunca te enteras de nada —reprocha Aurelio—. Carola se reunirá con nosotros en el punto «C», al que todos llegaremos por separado para no despertar sospechas.
—¿Y cómo reconoceremos a Carola —razona Encarna— si también va disfrazada? Porque ella no ha visto nuestros disfraces ni nosotros el suyo.
—Se ha puesto una peluca pelirroja —explica Raimundo— y un traje verde. Además, llevará en la mano un paraguas abierto.
—Si no llueve —opina Aurelio—, hará el ridículo.
—No lo creas —le tranquiliza Raimundo—. Aunque no llueva, aquí los paraguas abiertos no chocan a nadie porque siempre está a punto de llover. El ridículo, si acaso, lo hará Carola con la peluca colorada y el traje verde: parece un loro.
—Lo que parezcamos no importa —vuelve a opinar Encarna—, puesto que sólo pretendemos que no nos conozcan.
—Ahora —concluye Aurelio— falta que repaséis las instrucciones para aclarar cualquier duda.
—Todos sabemos perfectamente lo que tenemos que hacer —asegura Raimundo.
—Pues ha llegado el momento de hacerlo. En marcha y buena suerte.
Minutos más tarde, de acuerdo con el minucioso plan trazado por el jefe de la «operación», los cuatro componentes del grupo se hallan reunidos en el punto «C». Desde allí, mirándose con el rabillo del ojo para fingir que no se conocen, se dirigen a la taquilla del cine del Casino y se ponen en la «cola». La mayoría de los «colistas» son españoles, que han acudido a Biarritz para ver esa película tan atrevida que nunca verán en España. Pero hay españoles demasiado serios, por su posición social y moral, que no deben ser vistos en tan escandalosos espectáculos. En ese caso están los señores de Muñagorri (don Aurelio y doña Encarnación) y los señores de San Severo (don Raimundo y doña Carola). Dos matrimonios ejemplares que saben guardar las formas.