Una maleta negra

LEONARDO ABRE LA PUERTA DEL PISO con su llavín y entra en el vestíbulo. Deja allí su gabán, su sombrero y la maleta que trae en la mano. Viene del aeropuerto. Regresa de un breve viaje, fructífero a juzgar por su aspecto de hombre satisfecho. Se dirige al cuarto de estar, pues observa que la puerta está entornada y la luz encendida.

—Pero ¡Julia! —dice al entrar y ver a su mujer, que está allí sentada haciendo una labor de punto—. ¿Cómo no te has acostado todavía? Es tardísimo.

—Hace muy poco que terminó el programa de la «tele» —contesta ella—. Y ya sabes que cuando viajas en avión, no me puedo dormir hasta no ver que has llegado sano y salvo.

—¡Qué bobada! —se ríe él—. Hoy día, los aviones son más seguros que los trenes y los coches.

—Pero yo no me acostumbro. Eso de volar sigue pareciéndome muy peligroso.

—Pues tranquilízate, porque ya se acabaron mis vuelos —anuncia Leonardo.

—¿Es posible?

—Como lo oyes: hoy cerré por fin el trato con la sociedad catalana, y no tendré que volver a Barcelona.

—No sabes cuánto me alegro —dice ella, alegrándose de verdad.

—Y yo. Las negociaciones han sido tan laboriosas, que también empezaba a cansarme de tanto viajecito. Pero todas las molestias han valido la pena, porque conseguí más de lo que esperaba. Y mi comisión va a ser mucho más gorda de lo que calculé.

—¡Qué maravilla! —se entusiasma Julia.

—Es maravilloso, en efecto, si tienes en cuenta que los competidores han luchado como leones para arrebatarme el contrato.

—Estarás cansadísimo, pobrecito.

—Sí —admite Leonardo—. Pero no tanto como para que no podamos celebrarlo tomando una copa.

—Ya lo celebraremos mañana, hombre. Ahora vamos a dormir.

—Un día es un día, mujer. No tengo sueño y me apetece la copa.

—Como quieras —cede Julia, que no quiere ser aguafiestas—. En el mueble bar hay una botella de champaña, pero estará caliente.

—Es igual. Tampoco hace tanto calor como para tomarlo helado. Mientras preparo las copas, trae mi maleta, que he dejado en el hall.

—¿Para qué?

—Para redondear la celebración haciéndote entrega del regalo que te he traído.

—¿De veras me has traído un regalo? —dice ella muy contenta, dejando su labor y levantándose.

—Un recuerdito de este gran éxito —le quita importancia él, yendo hacia el mueble bar—. En cuanto tuve firmado el contrato, me fui a una joyería a comprártelo.

—¿A una joyería nada menos? —se alegra Julia más aún.

—Naturalmente. El regalo es proporcionado a la magnitud del éxito obtenido. Y en cierto modo lo obtuve gracias a ti, que te sacrificaste quedándote sola cuando yo tenía que viajar.

—Pero no hacía falta que me regalaras nada.

—No creas tampoco que el regalo es tan fabuloso. Ya te he dicho que es sólo un recuerdito.

Julia sale al vestíbulo, mientras Leonardo abre el mueble bar en busca del champaña.

—Aquí está la maleta —dice ella cuando vuelve trayéndola en la mano.

—Toma la llave —dice él, sacando un llavero del bolsillo.

Julia pone la maleta encima de una mesa y manipula en las cerraduras con la llave que Leonardo le ha dado.

—No acierto a abrirla —se queja, pero sigue forcejeando y dice por fin—: Ya está.

—El regalo está a la vista, encima de la ropa.

Julia abre la maleta. Leonardo está de espaldas a ella, junto al mueble bar, y poco falta para que la botella de champaña se le escape de las manos cuando la oye gritar:

—¡Oh!…

—¿Qué pasa? —se vuelve a mirarla él, asustado.

—¡Pero, Leonardo, por Dios! —exclama ella, con los ojos clavados en el interior de la maleta—. ¿Es que te has vuelto loco?

—¿Por qué?

—¡Esto es fantástico!… ¡Increíble!… ¡Ha tenido que costarte una fortuna!…

—Si te refieres al regalito, reconozco que me costó bastante. Pero tanto como una fortuna… Tampoco exageres.

—¿Qué voy a exagerar? —protesta ella sacando de la maleta un gran estuche, del tamaño y la forma de un maletín—. ¡Nunca vi nada igual! ¡Es sencillamente fabuloso!

Lo es, en efecto, porque el estuche está repleto de joyas variadísimas: sortijas, pulseras, broches, pendientes, collares… A la luz de la lámpara, todo ese montón de oro y pedrería lanza destellos cegadores.

—¡Madre mía! —exclama Leonardo, aproximándose perplejo—. ¿De dónde has sacado eso?

—De tu maleta.

—¡No es posible!

—¿Cómo que no? Ésta es tu maleta —la señala ella—, y tú mismo me has dado la llave.

—Pues sí —tiene que admitir él, examinando la maleta por fuera—. Parece la mía, desde luego. Es negra y de la misma marca. Pero —añade después examinándola por dentro—, éstas no son mis cosas. Ni está el paquetito del regalo que te traje ni esta ropa es mía.

—¿No?

—¡Claro que no, fíjate! ¿Cuándo he usado yo un pijama tan horrible como éste?

Y al tiempo que lo dice saca de la maleta un espantoso pijama rayado, en tonos anaranjados y morados.

—Es horrible, en efecto, y desde luego no es tuyo. ¿Cómo es posible entonces que todas estas cosas estén en tu maleta?

—Porque esta maleta tampoco es la mía —explica él, que ya ha comprendido lo ocurrido—. Cuando en el aeropuerto sacan los equipajes de los aviones, cada viajero recoge su maleta. Y yo cogí ésta por equivocación. Como es negra también, y del mismo modelo…

—¡Pero, Leonardo, por Dios! ¿Cómo has podido ser tan despistado?

—Cualquiera puede despistarse lo mismo que yo. Hay docenas de maletas idénticas que se prestan a esta clase de confusiones. Es casi seguro que al dueño de ésta le haya ocurrido lo mismo que a mí: se habrá llevado la mía, creyendo que era la suya.

—¡No quiero ni pensar en la cara que habrá puesto al darse cuenta del error!

—La misma que acabamos de poner nosotros.

—No compares —protesta Julia—. Porque él se habrá llevado un susto morrocotudo al no encontrar este estuche que contiene una fortuna en joyas. Pensará que se lo han robado, y estará desesperado.

—Tienes razón —admite Leonardo—. Debemos aclarar este error inmediatamente.

—¿Y cómo vamos a aclararlo?

—Devolviéndonos mutuamente nuestras maletas respectivas.

—¿Y cómo se la vamos a devolver si no sabemos quién es ni dónde vive?

—Puede que en alguna parte de la maleta encontremos una pista —sugiere Leonardo, acercándose a examinarla—. Por fuera no lleva tarjetero. Quizá dentro…

—Pero no está bien que registremos una maleta que no nos pertenece —siente escrúpulos ella.

—El fin justifica los medios —sentencia él—. Y puesto que el fin es averiguar la identidad del propietario para devolvérsela, el medio del registro queda plenamente justificado.

Leonardo empieza a registrar el contenido de la maleta mientras Julia examina el contenido del estuche.

—¡Qué maravilla! —exclama ella, admirando extasiada las piezas y sin atreverse a tocarlas—. Yo no entiendo mucho de joyas; pero aquí hay tantas y tan estupendas, que deben de valer varios millones. Parece mentira que alguien pueda viajar con este tesoro metido en una maleta corriente, sin más protección que dos cerraduritas elementales que se abren con cualquier llave…

—¡Calla! —interrumpe él.

—¿Qué pasa? —se sobresalta ella.

Leonardo, mirando algo que acaba de descubrir en el fondo de la maleta, contesta preocupado:

—Acabo de encontrar algo que quizá lo explique todo.

—¿A qué te refieres?

—A que también a mí me parecía rarísimo que alguien llevara tantas joyas tan descuidadamente. Pero al ver esto que he encontrado…

—¿Qué encontraste? —pregunta Julia, acercándose a mirar.

—Mira, pero no toques —recomienda Leonardo, apartando la ropa que ocultaba el fondo de la maleta—. ¿Lo ves?

—¡Dios mío! —exclama ella al verlo—. ¡Parece una pistola!

—Es una pistola —confirma él—. ¿Te imaginas lo que eso puede significar?

—Pues yo no, la verdad. ¿Y tú?

—Yo sí, porque leo los periódicos. Y últimamente, se han cometido algunos robos a mano armada en distintas joyerías del país. ¿Comprendes ahora mi deducción?

—¿Qué deducción?

—Piensa un poco, tonta —se enfada Leonardo—: joyerías robadas a mano armada. Esta pistola puede ser la que armó la mano, y estas joyas el botín que se obtuvo con los robos.

—¡Cielo Santo!… Tienes razón. ¿Y cómo lo has averiguado?

—No lo he averiguado, mujer: lo he deducido, a la vista de los datos que obran en nuestro poder. Y es una deducción muy lógica, en la que todos los cabos quedan atados: la variedad de las joyas amontonadas en el estuche, el arma utilizada por el ladrón, incluso la sencillez del método empleado para transportar el botín. Una maleta corriente no despierta sospechas y pasa inadvertida en cualquier parte. Y eso es precisamente lo que buscan todos los ladrones: disimular lo que robaron a los ojos de cualquier persecución.

—Es cierto —dice Julia, convencida—. Y me está entrando un miedo espantoso.

—¿Por qué?

—Pero ¿no te das cuenta del lío en que nos hemos metido? ¡Tenemos en casa una maleta llena de joyas robadas por ti!

—¿Por mí? —parpadea Leonardo—. ¡No digas disparates!

—No lo hiciste intencionadamente, pero el caso es que están en tu poder. Y si alguien viniera en este momento, ¿cómo ibas a demostrar que no las robaste tú?

—Contaría la verdad.

—Una verdad que se presta a parecer una mentira —razona Julia—. Y hasta que logres convencer al que venga que no mientes…

—Pero ¿quién crees tú que puede venir a estas horas?

—Suponte que la policía está persiguiendo al ladrón, y ha seguido la pista a la maleta donde escondió las joyas robadas. En ese caso, te pescarían con las manos en la masa. En una masa que se ha pegado a ti por casualidad, pero de la que ya no podrás despegarte.

—Explicaré que cogí esta maleta por equivocación, y la policía lo comprenderá.

—Pero hasta que lo comprenda, te llevarán detenido; y te interrogarán y te meterán en la cárcel, y… ¡no quiero ni pensarlo!

—Es mejor que no pienses nada —gruñe él, empezando a inquietarse.

—Pues algo hay que pensar, porque algo tendremos que hacer.

—Lo único que podemos hacer —decide Leonardo—, es llamar a la policía.

—¿Estás loco? —rechaza Julia—. ¿Vas a meterte tú mismo en la boca del lobo?

—Si me anticipo a aclarar lo ocurrido, mi inocencia quedará demostrada y me dejarán en paz.

—En paz sólo te dejarán después de haberte dado muchísima guerra. Y aparte de todas las molestias, el escándalo que se armará puede perjudicarte mucho. Porque tu nombre saldrá en los periódicos. Y aunque tú no tengas ninguna culpa, siempre es perjudicial que te citen envuelto en un asunto tan turbio.

—Sí, claro —tiene que admitir él—. Pero ¿qué podemos hacer entonces?

—Deshacernos de esta maldita maleta.

—¿Cómo?

—Podrías salir con ella ahora mismo y abandonarla en cualquier parte —sugiere Julia—. Es de noche y nadie te vería. Cerca de aquí hay solares y descampados muy a propósito. Allí la encontrarán tarde o temprano, y nosotros quedaremos al margen.

—No es mala idea —reconoce Leonardo—. Pero estoy pensando…

—No lo pienses más. Es la mejor solución.

—Lo sería si no hubiera un detalle que no hemos tenido en cuenta.

—¿Qué detalle?

—Que en esta maleta no hay nada que permita identificar a su dueño, pero en la mía sí.

—¿Qué quieres decir?

—Que dentro de mi maleta hay papeles de negocios, con mi nombre y mi dirección. De manera que cuando la abra el que se la llevó, sabrá que me pertenece y podrá localizarme.

—Pues mucho mejor, porque así podrá venir a devolvértela.

—Pero ¿no comprendes que eso es lo grave precisamente? Que no vendrá por devolverme mi maleta, sino para recuperar la suya. Y cuando se dé cuenta de que hemos descubierto su secreto, estamos perdidos.

—No veo la razón.

—¿No ves que si nosotros lo sabemos todo no tendrá más remedio que matarnos?

—¡Jesús! —se asusta Julia—. ¿Por qué?

—Somos los únicos que hemos visto el botín, y los únicos también que vamos a ver al ladrón. Tiene que matarnos para asegurarse de que no vamos a denunciarle. Esos criminales no se andan con chiquitas. Ya has visto la pistola, y me consta que no la usa sólo para asustar a sus víctimas. En los robos de joyas que se han producido últimamente, hubo algunos muertos.

—¡Cielo Santo! —exclama ella, aterrada—. Eso significa que corremos un peligro espantoso. Porque en cuanto haya visto tus señas en tu maleta, habrá salido hacia acá a toda velocidad.

—Exacto. Y teniendo en cuenta el tiempo que hemos perdido pensando en lo que debíamos hacer, es muy probable que esté a punto de llegar.

—En ese caso, no hay más solución que llamar a la policía —decide ella.

—¿Ya no te dan miedo las complicaciones ni el escándalo?

—Me da más miedo aún que ese criminal pueda matarnos. De todos los males que pueden ocurrirnos, hay que elegir el menor. De manera que telefonea a la policía.

—Sí, ya voy —obedece Leonardo, dirigiéndose al teléfono—. Lo que debemos pedirle a Dios es que no sea demasiado tarde.

Pero no les da tiempo a pedirle nada, porque ya es demasiado tarde: el timbre de la puerta del piso empieza a sonar. Primero, un par de timbrazos cortos. Después, tres o cuatro más largos.

—¡Ave María Purísima! —murmura Julia, que se ha puesto pálida. Y al ver que Leonardo se ha detenido junto al teléfono sin descolgarlo, le pregunta angustiada—: Pero ¿qué haces? ¿Por qué no llamas?

—No hay tiempo. Si no le abrimos en seguida, tirará la puerta.

—¡No pensarás abrirle de ninguna manera! —protesta ella, temblorosa.

—Le abriremos —decide él—, y le daremos la impresión de que no sabemos nada.

—¿Estás loco? ¿Cómo vamos a darle esa impresión?

—Guardando las joyas en la maleta y cerrándola con llave, como estaba. Le diremos que al llegar a casa me di cuenta de que no era la mía, y que en vista de eso no la tocamos.

—No se lo creerá.

—¿Por qué no si se la devolvemos cerrada e intacta? Así creerá que no sabemos nada, y se marchará sin hacernos daño. Vamos, ayúdame.

Ambos se precipitan a guardar las joyas en la maleta, mientras los timbrazos se hacen más largos e insistentes.

—Date prisa —apremia Julia—. Se impacienta.

—Ya está —informa Leonardo cuando por fin logra, forzando el mecanismo, cerrar con su llave las dos cerraduras—. Ahora, mientras yo arreglo esto, tú vete a la cama.

—Pero ¿qué dices? —se indigna ella—. ¿Crees que voy a poder dormir mientras tú te juegas la vida? ¡De ninguna manera! Pase lo que pase, no te dejaré solo ante el peligro.

—Gracias, amor mío —se emociona él—. Quédate aquí entonces mientras yo le abro, y procura tranquilizarte. Debemos comportarnos con naturalidad, como si de veras no supiéramos nada. De eso depende que no nos asesine.

—¡Calla, por favor! —suplica ella—. ¡No me lo recuerdes, que me pongo más nerviosa todavía!

Leonardo se arma de valor y sale al vestíbulo. Julia coge su labor y se sienta en el sofá. Está nerviosísima, pero se esfuerza en disimularlo. Su esfuerzo, sin embargo, no es muy satisfactorio, y sus manos tiemblan ostensiblemente. Pero ella sigue esforzándose. Sabe que en el dominio de sus nervios está su salvación. Adivina que Leonardo ha abierto la puerta, porque los timbrazos cesan de repente.

Momentos más tarde entra del vestíbulo Leonardo, que dice a alguien que le sigue:

—Por aquí, tenga la bondad.

—Buenas noches —saluda a Julia al entrar un hombre alto y fornido, serio y cejijunto, que viste una gabardina con el cuello subido y lleva en la mano una maleta negra.

Pero Julia, aunque lo intenta, no consigue corresponder al saludo. El aspecto del recién llegado es tan impresionante, que a la pobre mujer se le corta la respiración y lo único que puede hacer es sonreír estúpidamente.

—Este caballero —interviene Leonardo sonriendo también para parecer más natural— es el que en el aeropuerto se llevó mi maleta por error.

—Usted perdone —corrige el fornido con voz grave, casi cavernosa—: fue usted quien se llevó la mía.

—Bueno —le dice Leonardo, que de ningún modo quiere que se enfade—: yo me llevé la suya y usted la mía. Los dos nos equivocamos, lo cual no tiene nada de particular: como las dos maletas son iguales a primera vista…

—A primera vista y a segunda —añade el otro—. La verdad es que son idénticas.

—Son efectivamente del mismo color y de la misma marca —se apresura a darle la razón Leonardo—. Pero fijándose bien, como me fijé yo cuando llegué a casa, hay detalles que las diferencian.

—Sólo hay un detalle —dice el fornido, rotundo—: el contenido.

—Yo me refiero a los detalles externos, puesto que el contenido de la maleta de usted no lo conozco.

—¿No? —pregunta el fornido frunciendo el entrecejo, lo cual le hace parecer más cejijunto aún.

—¡Claro que no! —interviene Julia para ayudar a Leonardo—. ¿Cree usted que íbamos a intentar abrir una maleta que no nos pertenece? En cuanto nos dimos cuenta de que no era la de mi marido, no la tocamos.

—¿Y cómo se dieron cuenta? —insiste el otro.

—Por los detalles que le dije antes —le recuerda Leonardo—: mi maleta está más nueva que la suya, y tiene menos arañazos en la superficie. Usted mismo puede comprobarlo si las compara.

El fornido coloca la maleta que trae en la mano junto a la otra, y examina las dos atentamente.

—Pues tiene usted razón —declara por fin—. Vistas así, se nota un poco la diferencia.

—¿Cómo un poco? —dice Leonardo—. Se nota tanto, que mi mujer se percató del error en cuanto entré en casa. ¿Verdad, Julia?

—Y tan verdad —confirmó ella—. Nada más verte con la maleta en la mano, te dije: «No es tuya, de manera que no la toques». Y ahí la dejamos, intacta.

—¿Y qué pensaban hacer con ella? —vuelve a fruncir las cejas el cejijunto.

—Pensaba —improvisa Leonardo con rapidez— llevarla mañana a las oficinas de la Compañía aérea, y explicar lo ocurrido. Supuse que usted haría lo mismo, y que ambos recobraríamos mañana nuestras maletas respectivas.

—Pero yo no podía esperar hasta mañana —explica el fornido—. Mañana, a primera hora, tengo que estar muy lejos de aquí. Por eso abrí su maleta y la registré. Tenía que encontrar las señas de usted para recobrar mi maleta en seguida.

—Lo comprendo —dice Julia, pero se arrepiente inmediatamente de haberlo dicho.

—¿Por qué lo comprende? —se extraña el fornido.

Leonardo se ve obligado a intervenir para arreglar esta metedura de pata:

—Usted mismo acaba de decir que mañana temprano tiene que emprender un largo viaje.

—Pues sí, en efecto —confirma el otro—: tengo que irme en avión a Málaga, para ponerme en contacto con el gremio de joyería…

—¡No queremos saber a dónde piensa ir ni lo que piensa hacer! —le interrumpe Julia, nerviosísima.

—Usted perdone, señora —se excusa el fornido con su voz cavernosa—. Creo que debo darles una explicación después de lo que ha pasado.

—Pero ¡si no ha pasado nada! —insiste ella—. ¿No ha recobrado ya su maleta intacta, que es lo que usted quería?

—Pero abrí la de su marido y he venido a molestarlos en plena noche. Lo menos que puedo hacer es explicarles el motivo de mi prisa.

—Si se empeña… —no quiere contradecirle Leonardo.

—Pues verán —dice el fornido, sacando un llavero del bolsillo y empezando a abrir las cerraduras de su maleta.

—¿Qué va usted a hacer? —le mira Julia, asustada.

—Quiero que vean por qué tengo que hacer un viaje tan precipitado.

—¡No queremos ver nada! —rechaza ella histéricamente—. ¡Márchese y déjenos en paz!

—Lo siento, pero no puedo irme así como así —insiste el fornido, que ya ha abierto su maleta, sacando el estuche de las joyas—. Va usted a permitirme que le ofrezca un pequeño obsequio por las molestias que le he ocasionado. Elija, por favor, la pieza que más le guste.

Y al decir esto, muestra a la atónita Julia el contenido deslumbrador del estuche.

—Pero… pero… —balbuce la pobre mujer—, ¿con qué derecho voy a elegir si nada de esto nos pertenece?

—Me pertenece a mí, señora, que soy viajante de la fábrica que produce estos artículos. Represento a «La Bisutera Selecta», cuya bisutería fina es famosa en todo el país. Observe en este muestrario la gran variedad de modelos que produce, a precios sumamente módicos.

—¿Cómo? —exclama Julia, perpleja—. ¿Dice usted que todo esto es… bisutería?

—De la mejor calidad —explica el fornido con orgullo—. Y no lo digo por hacerles propaganda de la fábrica, pues yo vendo al por mayor y no pretendo venderles nada a ustedes. Pero fíjese en la terminación de esta pulsera, o de esta sortija, y díganme si no parecen joyas auténticas.

—Pues sí —tiene que admitir Leonardo, examinando las piezas que el viajante enseña—. Aunque la verdad es que nosotros no entendemos mucho de esas cosas.

—No hace falta entender para admirar la finura y la belleza de este collar, por ejemplo, hecho en oro alemán y en piedras que brillan como si fueran preciosas. Si le gusta el collar, señora, le ruego que lo acepte. O si prefiere cualquier otra pieza del muestrario…

—Perdóneme —rechaza Julia—, pero prefiero que se lleve el muestrario completo.

—¿Por qué?

—Por si las moscas.

—¡Por Dios, Julia! —interviene Leonardo—. Todas las moscas han desaparecido, puesto que todo se ha aclarado.

—¿A qué moscas se refieren ustedes? —pregunta el fornido, volviendo a fruncir las cejas.

Y Leonardo, que ya está tranquilo, confiesa:

—La verdad es que también nosotros tratamos de averiguar a quién pertenecía la maleta que yo me traje por error, y la abrimos.

—No puedo reprochárselo, puesto que yo también abrí la de usted.

—Pero en la suya vimos algo que nos mosqueó.

—¿El qué?

—Una pistola —contesta Leonardo.

—¿Una pistola? —repite el fornido.

—Sí. Comprenda que era lógico que nos mosqueáramos al ver tantas joyas por un lado y una pistola por otro…

El fornido se echa a reír.

—¡Tiene gracia! —dice después de soltar unas cuantas carcajadas—. ¡Claro que lo comprendo, y ahora me explico que estuvieran tan nerviosos! ¡Ustedes no sabían que las «joyas» eran de bisutería y la pistola de plástico!

—¿De plástico? —repite Julia, sorprendida.

—Sí —dice el fornido, que se ha acercado a su maleta, sacando la pistola para mostrársela al matrimonio—. Es un juguete que le traigo a mi hijo, un chaval de ocho años. Está tan bien imitada, que a primera vista parece de verdad.

Julia y Leonardo, liberados por completo de su mosqueo, rompen a reír también. El fornido, muy divertido igualmente, les apunta bromeando con la pistola. Y dispara dos veces. La primera bala mata a Julia y la segunda a Leonardo.

—¡Estúpidos! —murmura el asesino, mientras guarda las joyas y la pistola en su maleta—. Si no llegan a decirme que la habían abierto…

Y huye de la casa rápidamente.