VITTORIA ACCORAMBONI

DUQUESA DE BRACCIANO

Para desgracia mía y del lector, esto no es una novela, sino la traducción fiel de una historia muy seria escrita en Padua en diciembre de 1585.

Hace algunos años me encontraba en Mantua, buscando esbozos y cuadros pequeños al alcance de mi pequeña fortuna, pero quería que fueran de pintores anteriores al año 1600; por aquel entonces terminaba de eclipsarse la originalidad italiana, que ya había estado en grave peligro con la toma de Florencia en 1530.

En vez de cuadros, un viejo aristócrata tan rico como avaro me propuso venderme, a precio muy alto, unos viejos manuscritos que el tiempo había teñido de amarillo; le pedí que me dejara hojearlos; me lo permitió, añadiendo que se fiaba de mi honestidad para que no recordara las anécdotas sabrosas que leyera, si no compraba los manuscritos.

Bajo esa condición, a la que accedí, hojeé, con gran perjuicio para mi vista, trescientos o cuatrocientos volúmenes en los que habían reunido, hace dos o tres siglos, una gran cantidad de crónicas de aventuras trágicas, cartas de desafío relativas a duelos, acuerdos de paz entre vecinos nobles, informes sobre todo tipo de cuestiones, etc., etc. El viejo propietario pedía un precio desorbitado por los manuscritos. Tras varias negociaciones, adquirí por mucho dinero el derecho a sacar copia de ciertas historietas que me gustaban y en las que se reflejaban las costumbres italianas hacia el año 1500. Las tengo en veintidós volúmenes infolio, y lo que el lector va a leer, si tiene la paciencia necesaria, es la traducción fiel de una de esas historias. Conozco la historia italiana del siglo XVI, y creo que lo que sigue es absolutamente verídico. He tratado de que la traducción del antiguo estilo italiano, serio, directo, de gran oscuridad y lleno de alusiones a las cosas e ideas que interesaban a la gente bajo el pontificado de Sixto Quinto (en 1585), no se viera influida por la refinada literatura moderna ni por las ideas de nuestro siglo sin prejuicios.

El autor desconocido del manuscrito es un personaje circunspecto que nunca juzga los hechos ni los manipula; lo único que le interesa es relatar de forma verídica. Si a veces es pintoresco sin darse cuenta, ello se debe a que hacia 1585 la vanidad no teñía todas las acciones humanas con una aureola de afectación; se pensaba que solo era posible influir en los demás expresándose con la mayor claridad. Hacia 1585 nadie trataba de ser amable con las palabras, a excepción de los bufones de corte o de los poetas. Todavía no se decía: «Moriré a los pies de su Majestad», cuando uno acababa de ordenar traer caballos de posta para darse a la fuga; aún no se había inventado ese tipo de traición. Se hablaba poco, y se prestaba una gran atención a lo que se decía.

Así pues, benévolo lector, no busque aquí un estilo florido, veloz, que brille con alusiones nuevas a las formas de sentir que están de moda; no espere, sobre todo, las emociones cautivantes de una novela de George Sand; esa gran autora habría hecho una obra maestra con la vida y las desgracias de Vittoria Accoramboni. El relato sincero que os presento sólo puede contar con las ventajas más modestas de una historia. Si por casualidad, yendo solos y a toda velocidad al anochecer, nos atrevemos a reflexionar sobre el gran arte de escrutar el corazón humano, podremos tomar como base de nuestras reflexiones las circunstancias de la historia que sigue. El autor lo dice todo, lo explica todo, no deja nada en manos de la imaginación del lector; la escribió doce días después de la muerte de la heroína[20].

Vittoria Accoramboni nació en el seno de una muy noble familia, en una pequeña ciudad del ducado de Urbino, llamada Agubio. Desde su infancia, todos se fijaron en ella, a causa de una belleza extraordinaria y poco común; pero esa belleza era el más pequeño de sus encantos: no le faltaba nada de lo que nos hace admirar a una doncella de alta cuna; pero lo que más llamaba la atención, y puede decirse que lo más prodigioso en ella, entre tantas cualidades extraordinarias, era cierta gracia sumamente encantadora que desde el primer encuentro conquistaba el corazón y la voluntad de todos. Y la simplicidad que daba fuerza a todo lo que decía no estaba contaminada por ningún asomo de artificio; nada más conocerla, todos confiaban en esta dama de tan extraordinaria belleza. Alguien habría podido resistirse a sus encantos con gran empeño, si sólo la hubiera visto; pero al oírla hablar, y sobre todo al conversar con ella, era totalmente imposible escapar a un hechizo tan extraordinario. Muchos jóvenes galanes de la ciudad de Roma, donde vivía su padre, y en la que podemos admirar su palacio en la plaza de Rusticuci, cerca de San Pedro, quisieron obtener su mano. Hubo gran cantidad de celos y muchas rivalidades; pero a la postre los padres de Vittoria eligieron a Félix Peretti, sobrino del cardenal Montalto, que luego llegó a ser el Papa Sixto Quinto, a quien Dios guarde.

Félix, hijo de Camila Peretti, hermana del cardenal, se llamaba originariamente Francisco Mignucci; tomó el nombre de Félix Peretti cuando fue adoptado oficialmente por su tío.

Al entrar en la familia Peretti, Vittoria llevaba consigo, sin saberlo, esa superioridad que podemos llamar fatal, y que la seguía a todas partes; de manera que puede decirse que para no adorarla hacía falta no haberla visto nunca[21]. El amor que su marido sentía por ella llegó a convertirse en auténtica locura; parecía que su suegra, Camila, y el propio cardenal Montalto, no tuvieran otra cosa que hacer que adivinar los gustos de Vittoria para tratar de satisfacerlos inmediatamente. Roma entera se maravilló al ver cómo el cardenal, conocido tanto por lo reducido de su fortuna como por su aversión hacia toda forma de lujo, disfrutaba sin cesar anticipándose a todos los deseos de Vittoria. Joven, de belleza deslumbrante, adorada por todos, Vittoria no dejaba de tener a veces caprichos muy caros. Su nueva familia le regalaba joyas de gran valor, perlas, y las cosas más preciadas que llegaban a los orfebres de Roma, que entonces siempre tenían de todo.

Por amor a su amable sobrina, el cardenal Montalto, cuya seriedad era bien conocida, trataba a los hermanos de Vittoria como si fueran sus propios sobrinos. Gracias a la intervención del cardenal Montalto, el duque de Urbino y el Papa Gregorio XIII eligieron y nombraron obispo de Fossombrone a Octavio Accoramboni, que apenas tenía treinta años; Marcelo Accoramboni, joven de temperamento impetuoso, acusado de varios crímenes, y tenazmente perseguido por la corte[22], consiguió escapar a duras penas a procesos que podían haberle llevado a la muerte. Gracias al privilegio de la protección del cardenal, pudo recobrar cierta tranquilidad.

Un tercer hermano de Vittoria, Julio Accoramboni, fue recibido con los más altos honores en la corte del cardenal Alejandro Sforza, apenas lo solicitó el cardenal Montalto.

En pocas palabras, si los hombres supieran medir su felicidad según el disfrute real de las ventajas que poseen en lugar de hacerlo en función de la insaciabilidad infinita de sus deseos, el matrimonio de Vittoria con el sobrino del cardenal Montalto podría haberles parecido a los Accoramboni el colmo de la felicidad humana. Pero el deseo insensato de una fortuna inmensa e incierta puede hacer que los hombres a los que más favorece la suerte persigan ideas extrañas y llenas de riesgos.

Bien es verdad que si alguno de los parientes de Vittoria contribuyó a liberarla de su marido, por el deseo de una mayor fortuna, como muchos sospecharon en Roma, poco después hubo de reconocer que habría sido más inteligente contentarse con las ventajas moderadas de una nada desdeñable fortuna, que además debía alcanzar enseguida todo lo que puede desear la ambición humana.

Viviendo ya Vittoria como una reina en casa de Félix Peretti, una noche en que acababa de acostarse con su mujer, Félix recibió una carta de una tal Catalina, nacida en Bolonia y criada de Vittoria. La carta la había traído un hermano de Catalina, Domingo de Aquaviva, apodado el Mancino (el zurdo). Él mismo había sido desterrado de Roma por varios delitos; pero en respuesta a las súplicas de Catalina, Félix le había granjeado la poderosa protección de su tío el cardenal, y el Mancino iba a menudo a casa de Felix, que confiaba mucho en él.

La carta a la que nos referimos llevaba la firma de Marcelo Accoramboni que, entre los hermanos de Vittoria, era el preferido de su marido. Casi siempre estaba escondido y fuera de Roma; pero a veces se aventuraba a entrar en la ciudad, y cuando lo hacía se refugiaba en casa de Félix.

Mediante la carta entregada a esa hora inoportuna, Marcelo pedía socorro a su cuñado; le imploraba su ayuda, y añadía que por un asunto de la mayor urgencia lo esperaba junto al palacio de Montecavallo.

Félix informó a su mujer de la curiosa carta que acababa de recibir, y luego se vistió, sin coger otra arma que su espada. Estaba a punto de salir, acompañado solamente por un criado que llevaba una antorcha encendida, cuando se encontró con su madre, Camila, con todas las mujeres de la casa, y entre ellas la misma Vittoria; todas le suplicaron con la mayor insistencia que no saliera a esa hora tan avanzada. Como no accedía a sus ruegos, se arrodillaron, y con lágrimas en los ojos le imploraron que les hiciera caso.

Las mujeres, y sobre todo Camila, estaban aterrorizadas por las historias de sucesos extraños que se escuchaban todos los días, y que quedaban sin castigar en aquellos tiempos del pontificado de Gregorio XIII, lleno de disturbios y de atentados inauditos.

Un pensamiento más les sorprendía: cuando se atrevía a entrar en Roma, Marcelo Accoramboni no solía llamar a Félix, y su comportamiento a esas horas de la noche les parecía totalmente fuera de lugar.

Henchido por el ardor propio de su edad, Félix no acababa de ceder ante esos motivos de inquietud; pero cuando supo que la carta la había traído el Mancino, hombre que tenía en gran estima y a quien había ayudado, nada pudo detenerle, y salió de casa.

Como ya se ha dicho, le precedía un único criado que llevaba una antorcha encendida; pero el pobre Félix no bien había pisado la cuesta de Montecavallo cuando fue abatido por tres disparos de arcabuz. Al verlo en el suelo, los asesinos se abalanzaron sobre él, y cada uno trató de acuchillarlo más, hasta que pensaron que estaba bien muerto. La fatal noticia fue transmitida de inmediato a la madre y a la mujer de Félix, y a través suyo llegó a su tío el cardenal.

El cardenal, sin inmutarse, sin traslucir la más mínima emoción, pidió que le vistieran inmediatamente con su hábito, y se encomendó a sí mismo y a esa pobre alma (cogida así, por sorpresa) a Dios. Acto seguido fue a casa de su sobrina, y con extraordinaria gravedad y un aire de profunda paz puso fin a los gritos y los llantos de las mujeres, que empezaban a resonar en toda la casa. Su autoridad sobre ellas fue tan efectiva que a partir de entonces, e incluso cuando sacaron el cadáver de casa, ni se vio ni se oyó nada en absoluto que se apartara de lo que suele ocurrir en las familias más normales con ocasión de las muertes más previsibles. En cuanto al cardenal Montalto, nadie pudo observar en él los signos, siquiera leves, del más elemental dolor; nada cambió en el orden ni en la apariencia exterior de su vida. Pronto toda Roma, que observaba con su curiosidad habitual los mínimos gestos de una persona que había sufrido tamaña ofensa, se dio por convencida.

Quiso el azar que al día siguiente de la trágica muerte de Félix, el consistorio (de los cardenales) se reuniera en el Vaticano. No hubo nadie en toda la ciudad que no pensara que, al menos el primer día, el cardenal Montalto no participaría en esa función pública. ¡Allí, en efecto, debía aparecer ante tantos y tan curiosos testigos! Se fijarían en la más mínima muestra de esa debilidad que es natural y que al mismo tiempo resulta tan conveniente ocultar tratándose de un personaje que ocupa un puesto eminente y aspira a otro todavía más eminente; pues todos estarán de acuerdo en que no es bueno que aquel que quiere elevarse por encima de todos los demás muestre de esta forma que es un hombre como el resto.

Pero quienes lo pensaban se equivocaron por partida doble, dado que, para empezar, el cardenal Montalto fue uno de los primeros en aparecer en la sala del consistorio, como siempre, y ni los más observadores pudieron descubrir en él la más mínima muestra de emoción. Al contrario, consiguió sorprender a todo el mundo con sus respuestas a los colegas que trataron de transmitirle unas palabras de consuelo a propósito de un suceso tan horrible. La constancia y la aparente impasibilidad de su alma en medio de una desgracia tan atroz pasaron a ser en seguida el tema de conversación preferido de la ciudad.

Bien es verdad que en el propio consistorio algunos, más habituados a las maneras de la corte, atribuyeron su manifiesta insensibilidad a su gran capacidad de disimulación y no a una falta de sentimientos; y de inmediato la gran mayoría de los presentes compartió esa impresión, pues era mejor no mostrarse agraviado en exceso por una ofensa cuyo autor seguramente era poderoso y tal vez podía más tarde interponerse en el camino hacia la dignidad suprema.

Fuera cual fuera la razón de esa insensibilidad manifiesta y completa, lo cierto es que fue la causa de una especie de estupor que afectó a Roma entera y a la corte de Gregorio XIII. Pero, volviendo al consistorio, estando reunidos todos los cardenales, en cuanto entró en la sala, el propio Papa dirigió la mirada hacia el cardenal Montalto, y los ojos de Su Santidad se llenaron de lágrimas; en cuanto al cardenal, sus rasgos no abandonaron su impasibilidad de siempre.

La sorpresa fue mucho mayor cuando, en el mismo consistorio, llegado su turno, el cardenal Montalto se arrodilló ante el trono de Su Santidad para informarle de los asuntos que le habían sido encomendados, y el Papa, antes de dejarle empezar, no pudo contener sus sollozos. Cuando fue capaz de hablar, Su Santidad trató de consolar al cardenal prometiéndole que la justicia actuaría con rapidez y severidad ante un crimen de tal gravedad. Pero tras haber dado las gracias con gran humildad a Su Santidad, el cardenal le rogó que no se hiciera investigación alguna sobre lo sucedido, alegando que perdonaba de todo corazón al autor, fuera quien fuese. E, inmediatamente después de ese ruego, formulado con muy pocas palabras, el cardenal pasó a los pormenores de los asuntos que le habían sido encomendados, como si nada extraordinario hubiera pasado.

Las miradas de todos los cardenales presentes en el consistorio estaban puestas en el Papa y en Montalto; y a pesar de que seguramente era bastante difícil disimular ante las miradas expertas de los cortesanos, nadie se atrevió a decir que el rostro del cardenal Montalto hubiera revelado la más mínima emoción al ver tan de cerca los sollozos de Su Santidad. El Papa, a decir verdad, estaba totalmente fuera de sí. Esa insensibilidad extraordinaria del cardenal Montalto no cesó durante todo el tiempo que duró su despacho con Su Santidad. Hasta tal punto que al propio Papa le sorprendió, y al acabar el consistorio no pudo evitar decir al cardenal de San Sisto, su sobrino favorito: «Veramente, costui è un gran frate!» (¡Realmente es un gran monje!)[23].

El comportamiento del cardenal Montalto no cambió en lo más mínimo en los días que siguieron. Como es habitual, fueron a darle el pésame numerosos cardenales, prelados y nobles de Roma, y con ninguno, fuera cual fuese su relación con ellos, dejó escapar palabra alguna de dolor o una lamentación. Con todos, tras una breve reflexión sobre la precariedad de las cosas humanas, confirmada y reforzada por sentencias y textos sacados de las Santas Escrituras o de los Padres, cambiaba rápidamente de tema de conversación, y se ponía a hablar de los últimos sucesos de la ciudad o de los asuntos privados de la persona con la que se encontraba, como si quisiera consolar a quienes venían a consolarlo.

Lo que más excitaba la curiosidad de los romanos era lo que pasaría en la visita que debía hacerle Paolo Giordano Orsini, duque de Bracciano, culpable, según todos los rumores, de la muerte de Félix Peretti. El vulgo pensaba que el cardenal Montalto no podría estar tan cerca del duque y hablar con él cara a cara sin que se traslucieran en él sus sentimientos.

Cuando el duque fue a ver al cardenal, había una multitud congregada en la calle y cerca de la puerta; la curiosidad de observar los rostros de los dos interlocutores era tan grande que un gran número de cortesanos llenaba todas las estancias de la casa. Pero nadie pudo observar nada fuera de lo común, ni en el uno ni en el otro. El cardenal Montalto respetó todo lo prescrito por la etiqueta de la corte; dio a su rostro una apariencia de jovialidad excepcional, y su forma de dirigirse al duque fue sumamente afable.

Poco después, al volver a su carroza y encontrándose solo con cortesanos de su confianza, el duque Pablo no pudo dejar de decir riéndose: In fatto, è vero che costui è un gran frate! (¡Diantre, en verdad es un gran monje!), como si hubiera querido confirmar que la aseveración que se le había escapado al Papa unos días antes era verdadera.

Los más agudos pensaron que la conducta del cardenal Montalto en esas circunstancias le allanaría el camino hacia el trono; pues muchos se hicieron de él la opinión de que, ya fuera por su naturaleza o por su virtud, el cardenal no sabía o no quería perjudicar a nadie en absoluto, aunque tenía buenas razones para estar furioso.

Félix Peretti no había dejado ninguna disposición escrita en cuanto a su mujer; en consecuencia, Vittoria tuvo que volver a casa de sus padres. Antes de que se fuera, el cardenal Montalto hizo que le entregaran los vestidos, las joyas y en general todos los regalos que había recibido mientras había sido la esposa de su sobrino.

Al tercer día de la muerte de Félix Peretti, acompañada por su madre, Vittoria se instaló en el palacio del duque Orsini. Algunos dijeron que madre e hija se vieron abocadas a esta decisión por su seguridad personal, dado que la corte[24] parecía amenazarlas como acusadas de haber consentido el homicidio cometido, o al menos de haber estado informadas del mismo antes de su ejecución; otros pensaron (y lo que sucedió más tarde pareció confirmar esta idea) que se vieron abocadas a esta decisión para que Vittoria pudiera volver a casarse sin problemas, puesto que el duque Orsini le había prometido desposarla una vez se quedara de nuevo soltera.

Sin embargo, ni entonces ni después llegó a saberse con claridad la identidad del asesino de Félix, aunque todos sospecharon de todos. Pero la mayoría acusaba de la muerte al duque Orsini; todos sabían que había estado enamorado de Vittoria: había dado muestras inequívocas de ello; y la boda, celebrada al poco tiempo, fue una prueba definitiva, porque la posición de la mujer era tan inferior a la suya que solo la tiranía de la pasión amorosa pudo elevarla hasta la igualdad matrimonial[25]. El vulgo no dejó de ver las cosas de esta forma a causa de una carta dirigida al gobernador de Roma que circuló pocos días después de los hechos. La carta estaba firmada por César Palantieri, joven de carácter impetuoso que había sido desterrado de la ciudad.

En dicha carta, Palantieri declaraba que no hacía falta que su señoría ilustrísima siguiera buscando al autor de la muerte de Félix Peretti, dado que él mismo lo había mandado asesinar a raíz de ciertas desavenencias que habían tenido poco antes.

Muchos pensaron que el asesinato no podía haber ocurrido sin el consentimiento de la familia Accoramboni; hubo acusaciones contra los hermanos de Vittoria, supuestamente atraídos por la ambición de una alianza con un noble tan poderoso y tan rico. Sobre todo hubo acusaciones contra Marcelo, a causa del indicio de la carta que hizo que el pobre Félix saliera de casa. Se habló mal de la mismísima Vittoria, al ver que accedía a irse a ir a vivir al palacio de los Orsini como futura esposa del duque, inmediatamente después de la muerte de su marido. Se decía que era poco probable que alguien fuera capaz de usar armas pequeñas en un abrir y cerrar de ojos si no había usado antes las armas grandes[26], al menos durante algún tiempo.

La instrucción relativa al asesinato corrió a cargo de monseñor Portici, gobernador de Roma, siguiendo las órdenes de Gregorio XIII. La única información es que el tal Domingo al que se conocía como Mancino, detenido por la corte, confesó lo siguiente en el segundo interrogatorio, con fecha 24 de febrero de 1582, sin ser sometido a tortura (tormentato):

«Que la madre de Vittoria fue la culpable de todo, y que la ayudó la cameriera de Bolonia, la cual, inmediatamente después del asesinato, se refugió en la ciudadela de Bracciano (territorio del duque Orsini, en el que la corte no se habría atrevido a entrar), y que los autores materiales del crimen fueron Machione de Gubbio y Pablo Barca de Bracciano, lance spezzate (soldados) de un señor cuyo nombre no se reproduce por razones de honor».

A esas razones de honor se unieron, me parece, los ruegos del cardenal Montalto, que pidió con insistencia que no siguieran las investigaciones, y de hecho no volvió a hablarse del asunto. El Mancino fue puesto en libertad con el precetto (orden) de regresar directamente a su tierra, bajo pena de muerte, y de no abandonarla jamás sin autorización expresa. Salió de la cárcel en 1583, el día de San Luis, y el hecho de que ese día fuera también el día en que había nacido el cardenal Montalto refuerza más y más mi idea de que el asunto terminó así gracias a sus súplicas. Bajo un gobierno tan débil como el de Gregorio XIII, un proceso de esa naturaleza podía tener consecuencias muy desagradables y sin compensación alguna.

De este modo se pararon los mecanismos de la corte, pero el Papa Gregorio XIII no quiso que Pablo Orsini, duque de Bracciano, se casara con la viuda Accoramboni. Tras haber infligido a esta última una especie de detención, Su Santidad impuso al duque y a la viuda el precetto de no contraer matrimonio entre sí sin una autorización expresa suya o de sus sucesores.

Tras la muerte de Gregorio XIII (al principio de 1585), y dado que los doctores en derecho consultados por el duque Pablo Orsini habían declarado que consideraban que el precetto quedaba sin efecto por la muerte de quien lo había impuesto, él mismo decidió casarse con Vittoria antes de la elección de un nuevo Papa. Pero el matrimonio no pudo celebrarse tan pronto como lo deseaba el duque, en parte porque quería tener el consentimiento de los hermanos de Vittoria (y resultó que Octavio Accoramboni, obispo de Fossombrone, nunca accedió a dar el suyo), y en parte porque nadie pensaba que la elección del sucesor de Gregorio XIII fuera a producirse tan deprisa. El hecho es que la boda solo se celebró el mismo día en que el cardenal Montalto, tan interesado en ese asunto, fue nombrado Papa, es decir, el 24 de abril de 1595, bien a causa del azar o porque el duque quisiera demostrar que no temía más a la corte bajo el nuevo Papa que bajo Gregorio XIII.

La boda ofendió profundamente y en lo más íntimo a Sixto Quinto (pues ese fue el nombre elegido por el cardenal Montalto); ya había abandonado los hábitos mentales propios de un monje, y elevado su alma hasta la altura del grado en el que Dios acababa de ponerle.

El Papa, sin embargo, no dio ninguna muestra de cólera; pero cuando se presentó el mismo día con un tropel de señores de Roma para besarle los pies, y con la intención secreta de tratar de averiguar en la expresión del Santo Padre lo que podía esperar o temer de aquella persona hasta entonces casi desconocida, el duque Orsini se dio cuenta de que las bromas se habían acabado. Como el nuevo Papa le había mirado de una forma particular, y no había respondido en absoluto a las felicitaciones que le había dado, el duque quiso enterarse de inmediato de qué quería hacer Su Santidad con él.

Gracias a Fernando, cardenal de Médicis (hermano de su primera esposa), y del embajador católico, solicitó que el Papa le recibiera en sus habitaciones privadas, lo que le fue concedido por el Santo Padre. Una vez allí, pronunció ante Su Santidad un discurso que tenía preparado y, sin mencionar lo que había ocurrido, le felicitó por su nuevo cargo, ofreciéndole todos sus bienes y todas sus fuerzas como el más fiel vasallo y servidor.

El Papa[27] le escuchó con gran seriedad, y al final le dijo que nadie deseaba tanto como él que la vida y las obras de Paolo Giordano Orsini fueran en un futuro dignas de la familia Orsini y de un verdadero caballero cristiano; que, en cuanto a lo que había representado en el pasado para la Santa Sede y para la persona del Papa, nadie podía decírselo mejor que su propia conciencia; que de todos modos el duque podía estar seguro de una cosa, a saber, que de la misma forma que le perdonaba sin dificultad lo que había podido hacer contra Félix Peretti y contra Félix, cardenal Montalto, nunca le perdonaría lo que pudiera hacer en adelante contra el Papa Sixto; que, en consecuencia, le emplazaba a expulsar inmediatamente de su casa y de sus territorios a todos los delincuentes (exiliados) y malhechores a los que había dado refugio hasta entonces.

Hablara en el tono en que hablara, Sixto Quinto era de una elocuencia notable; pero cuando se enfadaba y se ponía agresivo su mirada era fulminante. Lo cierto es que la forma de hablar del Papa, que no tenía nada que ver con lo que había oído durante trece años, hizo que el duque Pablo Orsini, acostumbrado desde siempre a que los Papas le temieran, se preocupara tanto por sus intereses, que nada más salir del palacio de Su Santidad se apresuró a visitar al cardenal de Médicis para contarle lo que acababa de suceder. Entonces, siguiendo el consejo del cardenal, decidió deshacerse inmediatamente de todos esos prófugos a los que dejaba refugiarse en su palacio y en sus territorios, y trató de encontrar lo antes posible un buen pretexto para salir enseguida de las zonas sometidas al poder de un pontífice tan decidido.

Hay que decir que el duque Pablo Orsini había engordado muchísimo; sus piernas eran más gordas que el cuerpo de un hombre normal, y una de esas piernas, enorme, padecía una enfermedad conocida como la lupa (la loba), así llamada porque hay que alimentarla con cantidades muy abundantes de carne cruda, que se aplica en la parte afectada; si no se hace así, al no encontrar carne muerta que devorar, los humores agresivos se lanzarían sobre la carne viva que está alrededor.

Con el pretexto de su enfermedad, el duque se fue a los famosos baños de Albano, cerca de Padua, lugar perteneciente a la república de Venecia; partió con su nueva esposa hacia mediados de junio. Albano era un refugio muy seguro para él; porque desde hacía muchos años la familia Orsini era aliada de la república de Venecia a causa de favores recíprocos.

Nada más llegar a ese lugar seguro, el duque sólo pensó en disfrutar de las ventajas de tener varias residencias; y a tal efecto arrendó tres palacios magníficos: uno en Venecia, el palacio Dandolo, en la calle de la Zecca; el segundo en Padua, el palacio Foscarini, en la magnífica plaza de la Arena; y quiso un tercero en Salò, en la ribera deliciosa del lago de Garda: este último había pertenecido en otros tiempos a la familia Sforza Pallavicini.

A los señores de Venecia (el gobierno de la república) les encantó la noticia de la llegada a sus territorios de un noble de tal categoría, y enseguida le ofrecieron una condotta muy generosa (es decir, una suma considerable a pagar anualmente, y que el duque debía utilizar para reclutar un cuerpo de dos o tres mil hombres que estarían a sus órdenes). El duque no tardó en rechazar la oferta; respondió a los senadores que, aunque se sentía inclinado de todo corazón a servir a la serenísima república por una tendencia natural y hereditaria en su familia, sin embargo, encontrándose actualmente a las órdenes del rey católico, no le parecía apropiado aceptar otras obligaciones. Esa respuesta tan decidida enfrió bastante los ánimos de los senadores. Al principio habían pensado recibirle con todos los honores y en nombre de toda la ciudad a su llegada a Venecia; tras su respuesta, decidieron dejar que llegara como un simple particular.

Al enterarse, el duque Orsini tomó la resolución de no ir a Venecia. Ya se encontraba cerca de Padua, dio una vuelta en ese hermoso lugar, y fue, con todo su séquito, a la casa que habían preparado para él en Salò, en la ribera del lago de Garda. Allí pasó todo aquel verano, entre los pasatiempos más agradables y variados.

Llegado el momento del cambio (de residencia), el duque hizo algunos viajes cortos, después de los cuales le pareció que se cansaba más que en otros tiempos; temió por su salud; luego pensó en ir a pasar unos días en Venecia, pero se lo desaconsejó su mujer, Vittoria, que le hizo prometer que seguiría viviendo en Salò.

Hubo quien pensó que Vittoria Accoramboni se había dado cuenta de que la vida del duque, su marido, estaba en peligro, y que solo le aconsejó quedarse en Salò con la intención de hacerle salir de Italia más tarde, por ejemplo, a alguna ciudad independiente de Suiza; de este modo, si el duque moría, ponía a salvo su persona y su fortuna particular.

Tuviera o no fundamento esa conjetura, el hecho es que no sucedió nada de eso, porque el duque se sintió indispuesto en Salò, el 10 de noviembre, y de inmediato presintió lo que iba a ocurrir.

Sintió compasión por su desventurada mujer; la veía en el esplendor de la juventud, perdiendo reputación y fortuna, odiada por los príncipes que dominan Italia, poco apreciada por los Orsini, y sin esperanza de volver a casarse después de su muerte. Como un señor magnánimo y de buena fe, hizo, por su propia voluntad, un testamento con el que quería garantizar la fortuna de esa desdichada. Le dejó en plata o en joyas la considerable cantidad de cien mil piastras[28], aparte de todos los caballos, las carrozas y los muebles que estaba usando en el viaje. El resto de su fortuna lo dejó a Virginio Orsini, su único hijo, que había tenido de su primera mujer, hermana de Francisco I, gran duque de Toscana (la misma a quien hizo matar a causa de su infidelidad, con el consentimiento de sus hermanos).

¡Pero qué inciertas son las previsiones de los hombres! Las disposiciones con las que Pablo Orsini pensaba garantizar una perfecta seguridad a su desventurada y joven mujer se convirtieron en precipicios y en ruina.

Tras haber firmado el testamento, el duque se encontró algo mejor el 12 de noviembre. La mañana del 13 le sangraron, y los médicos, que habían puesto todas sus esperanzas en una dieta rigurosa, dieron órdenes estrictas de que no comiera nada.

Pero apenas salieron de su cuarto, el duque ordenó que le sirvieran la cena; nadie se atrevió a contradecirle, y comió y bebió como de costumbre. Nada más acabar de cenar perdió el conocimiento y dos horas antes de la puesta de sol se murió.

Tras esta muerte repentina, Vittoria Accoramboni, acompañada por su hermano Marcelo y por toda la corte del difunto duque, se fue a Padua, al palacio Foscarini, que estaba cerca de la Arena, el mismo que había alquilado el duque Orsini.

Poco después llegó su hermano Flaminio, que gozaba de la más alta estima del cardenal Farnese. Vittoria se dedicó entonces a los trámites necesarios para obtener el pago de la herencia que le había dejado su marido; dicha herencia se elevaba a sesenta mil piastras en efectivo que debía recibir en el plazo de dos años, con independencia de la dote, de la tornadote, y de todas las joyas y muebles que estaban en su poder. El duque Orsini había dejado dispuesto en su testamento que se comprara a la duquesa, en Roma o en otra ciudad de su elección, un palacio por valor de diez mil piastras, y una vigna (casa de campo) de seis mil; además, había dejado dispuesto que se proveyera a su mesa y a su servicio como correspondía a una dama de su alcurnia. El servicio debía ser de cuarenta criados, con un número correspondiente de caballos.

La señora Vittoria tenía mucha confianza en la benevolencia de los duques de Ferrara, Florencia y Urbino, y en la de los cardenales Farnese y Médicis, nombrados albaceas testamentarios por el difunto duque. Hay que destacar que el testamento se había redactado en Padua, tras haber sido sometido a la consideración de los excelentísimos Parrizolo y Menochio, grandes profesores de esa universidad y hoy en día famosos jurisconsultos.

El duque Luis Orsini llegó a Padua para cumplir sus obligaciones para con el difunto duque y su viuda, y de allí irse a tomar posesión del gobierno de la isla de Corfú, que le había sido encomendado por la serenísima república.

Enseguida surgió un problema entre la señora Vittoria y el duque Luis, en cuanto a los caballos de su difunto esposo, que según el duque no eran realmente bienes muebles según el lenguaje corriente; pero la duquesa probó que debían considerarse muebles en sentido estricto, y resolvieron que se los quedaría en uso hasta que se tomara una decisión; la avaló el señor Soardi de Bérgamo, condottiere de los señores de Venecia, gentilhombre muy rico y uno de los más importantes de su patria.

Surgió otro problema relativo a ciertas piezas de una vajilla de plata que el difunto duque había entregado a Luis como prenda de una suma de dinero que este último había prestado al duque. Todo se decidió por medio de la justicia, dado que el serenísimo (duque) de Ferrara se empeñó en que se respetara enteramente la última voluntad del difunto duque Orsini.

Este segundo asunto se decidió el 23 de diciembre, que fue domingo.

La noche siguiente, cuarenta hombres entraron en casa de la mencionada dama Accoramboni. Estaban vestidos con trajes de tela cortados de una forma extravagante y puestos de tal forma que solo podía reconocérseles por la voz; y cuando hablaban entre ellos usaban nombres en clave.

Lo primero que hicieron fue buscar a la duquesa, y una vez la encontraron, uno de ellos dijo: «Ahora prepárate a morir».

Y sin esperar un instante, a pesar de que Vittoria había pedido encomendar su alma a Dios, la atravesó con un puñal fino por debajo del seno izquierdo y, moviendo el puñal en todas las direcciones, el despiadado pidió varias veces a la desgraciada que le dijera si había llegado al corazón, y al final Vittoria expiró. Entretanto, los demás buscaban a los hermanos de la duquesa, uno de los cuales, Marcelo, se salvó, porque no le encontraron en casa; al otro le asestaron cien puñaladas. Los asesinos dejaron los cadáveres en el suelo, y toda la casa entre llantos y gritos, y se marcharon después de haberse apoderado del cofre que contenía las joyas y el dinero.

La noticia llegó con rapidez a los magistrados de Padua; se hizo el reconocimiento de los cadáveres, y dieron cuenta a Venecia.

Durante todo el lunes, muchos fueron al palacio y a la iglesia de los Ermitaños para ver los cadáveres. Los curiosos sentían una gran pena, sobre todo al ver una duquesa tan guapa: lloraban por su desgracia, et dentibus fremebant (les rechinaban los dientes) contra los asesinos; pero aún no se conocían sus nombres.

Sobre la base de indicios sólidos, la corte acabó por sospechar que el crimen había sido cometido por orden, o al menos con el beneplácito, del mencionado duque Luis Orsini, que fue convocado, y queriendo entrar in corte (en el tribunal) del muy ilustre capitán acompañado por cuarenta hombres armados, le cerraron el paso, y le dijeron que entrara con tres o cuatro nada más. Pero en el momento en que pasaban estos últimos, los otros se lanzaron detrás de ellos, apartaron a los guardias, y entraron todos.

Una vez ante el muy ilustre capitán, el duque Luis se quejó de tamaña afrenta, alegando que nunca le había tratado así ningún príncipe soberano. El muy ilustre capitán le preguntó si sabía algo relativo a la muerte de la señora Vittoria, y de lo sucedido la noche anterior, y el duque contestó que sí, y que había ordenado que se informara de ello a la justicia. Quisieron que respondiera por escrito; contestó que las personas de su rango no estaban sujetas a esa formalidad, y que por la misma razón tampoco debía interrogársele.

El duque Luis pidió permiso para mandar un correo a Florencia con una carta para el señor Virginio Orsini, dándole cuenta del juicio y del crimen ocurrido. Enseñó una carta falsa que no era la que tenía intención de mandar, y obtuvo lo solicitado.

Pero arrestaron al hombre enviado fuera de la ciudad y lo registraron minuciosamente; encontraron la carta que el duque Luis había enseñado, y una segunda carta escondida en las botas del mensajero; este era su tenor:

Al señor Virginio Orsini

«Muy ilustre señor,

»Hemos llevado a cabo lo que habíamos convenido, de tal forma que hemos engañado al muy ilustre Tondini [al parecer este era el nombre del jefe de la corte que había interrogado al duque], así que aquí se me considera el hombre más honesto del mundo. Lo he hecho yo mismo, de modo que no olvidéis enviar inmediatamente a las personas que ya sabéis».

La carta impresionó a los magistrados; la mandaron a Venecia enseguida; dieron orden de que se cerraran las puertas de la ciudad, y llenaron las murallas de soldados día y noche. Se hizo público un anuncio que imponía severas penas a los que, sabiendo quiénes eran los asesinos, no lo comunicaran a la justicia. No se perseguiría a los asesinos que testificaran contra sus cómplices, e incluso se les pagaría una cierta cantidad de dinero. Pero hacia las siete de la noche de la Nochebuena (el 24 de diciembre, alrededor de la medianoche), Aloisius Bragadin[29] llegó de Venecia con plenos poderes conferidos por el senado, y la orden de detener vivos o muertos, y costara lo que costara, al duque y a sus hombres.

El mencionado avogador Bragadin, el capitán y el podestá se reunieron en la fortaleza.

Ordenaron, bajo pena de horca (della forca), que toda milicia a pie o a caballo se presentara bien armada en torno a la casa del mencionado duque Luis, que estaba cerca de la fortaleza y colindaba con la iglesia de San Agustín en la Arena.

Llegado el día (que era el de Navidad), se publicó en la ciudad un edicto que exhortaba a los hijos de San Marcos a asaltar a las armas la casa del señor Luis; quienes no tuvieran armas debían ir a la fortaleza, donde se les entregarían tantas como quisieran; el edicto prometía una recompensa de dos mil ducados a quien entregara a la corte al mencionado señor Luis, vivo o muerto, y quinientos ducados por la cabeza de cada uno de sus hombres. Además, a quien estuviera desprovisto de armas se le prohibía acercarse a la casa del duque, para no molestar a los que se batieran en caso de que este se decidiera a salir.

Al mismo tiempo, se colocaron fusiles, morteros y artillería pesada en las antiguas murallas, enfrente de la casa ocupada por el duque; se hizo lo mismo en las murallas nuevas, desde las que se veía la trasera de dicha casa. Por ese lado se había dispuesto la caballería, de forma que pudiera desplazarse libremente si era necesario. En las orillas del río estaban colocando bancos, armarios, carros y otros muebles que podían ser utilizados como parapeto. De este modo querían obstaculizar los movimientos de los asediados si decidían cargar contra el pueblo cerrando filas. Los parapetos también debían servir para proteger a los artilleros y los soldados contra los arcabuzazos de los asediados.

Por último, pusieron barcas en el río, enfrente y a los lados de la casa del duque, las cuales estaban llenas de hombres armados con mosquetes y otras armas capaces de asustar al enemigo, si intentaba salir; al mismo tiempo se levantaron barricadas en todas las calles.

En medio de estos preparativos llegó una carta, redactada con gran dignidad, en la que el duque lamentaba ser considerado culpable y verse tratado como un enemigo e incluso como un rebelde, antes de que se hubiera estudiado el asunto. La carta la había escrito Liveroto.

El 27 de diciembre, los magistrados enviaron tres nobles de los más distinguidos de la ciudad para ver al señor Luis, en cuya casa había cuarenta hombres que habían sido soldados y estaban acostumbrados a manejar las armas. Se los encontraron tratando de hacerse fuertes con parapetos de planchas y colchones mojados, y preparando sus arcabuces.

Los tres nobles le dijeron al duque que los magistrados estaban decididos a arrestarlo; le conminaron a rendirse, y añadieron que de esta forma, antes de recurrir a las vías de hecho, podía esperar que mostraran cierta misericordia. A lo cual el señor Luis respondió que si los soldados que rodeaban la casa se retiraban inmediatamente, iría a ver a los magistrados acompañado por dos o tres de sus hombres para hablar del asunto, bajo la condición expresa de que en todo caso sería libre de volver a su casa.

Los emisarios le hicieron escribir esa propuesta de su puño y letra, y volvieron a donde estaban los magistrados, que rechazaron las condiciones, sobre todo según el consejo del muy ilustre Pio Enea, y de otros nobles que allí estaban. Los emisarios volvieron a casa del duque, y le anunciaron que si no se rendía pura y llanamente arrasarían la casa con la artillería; a lo cual respondió que prefería la muerte a aquel acto de sumisión.

Los magistrados dieron la señal de ataque, y aunque hubiera sido posible destruir casi por completo la casa con una sola descarga, prefirieron empezar tomando ciertas precauciones, para ver si los asediados acababan rindiéndose.

Esta resolución fue acertada, y gracias a ella San Marco se ahorró mucho dinero, que se habría gastado para reconstruir las partes destruidas del palacio atacado; sin embargo, no fue aprobada por todos. Si los hombres del señor Luis hubieran decidido salir de la casa sin titubear, el éxito no habría sido seguro. Se trataba de soldados veteranos; no les faltaban ni municiones, ni armas, ni valor, y sobre todo la victoria era muy importante para ellos; ¿no era mejor, incluso poniéndose en lo peor, morir de un disparo de arcabuz que a manos del verdugo? Por lo demás, ¿a quién se enfrentaban? Los asaltantes eran unos pobres hombres con escasa experiencia militar, y los señores, en ese caso, se habrían arrepentido de su clemencia y de su natural bondad.

Así pues, empezaron por disparar a la columnata que estaba delante de la casa; a continuación, siguieron disparando un poco más arriba y destruyeron el muro de la fachada que estaba detrás. Mientras tanto, los de dentro dispararon numerosos arcabuzazos, pero sin otro efecto que el de herir a un paisano en el hombro.

El señor Luis gritaba con gran ímpetu: «¡Al ataque! ¡Al ataque! ¡Combatid! ¡Combatid!». Estaba muy ocupado ordenando fundir balas con el estaño de los platos y el plomo de los cristales de las ventanas. Amenazaba con salir, pero los asaltantes tomaron nuevas medidas, e hicieron avanzar la artillería más pesada.

Del primer cañonazo que lanzaron, una gran parte de la casa se desmoronó, y un tan Pandolfo Leupratti de Camerino se cayó a las ruinas. Era un hombre muy valeroso y un bandido muy famoso. Se le había expulsado de los Estados de la Santa Iglesia, y el muy ilustre señor Vitelli había puesto el precio de cuatrocientas piastras a su cabeza, por la muerte de Vicente Vitelli, a quien habían atacado en su carroza, y que había sido asesinado con arcabuzazos y puñaladas, propinadas por el duque Luis Orsini, con la ayuda del mencionado Pandolfo y de sus camaradas. Completamente aturdido por la caída, Pandolfo no podía moverse; un criado de los señores Caidi Lista se le acercó con una pistola, y con gran arrojo le cortó la cabeza, que llevó inmediatamente a la fortaleza para entregársela a los magistrados.

Poco después otro cañonazo derribó un lado de la casa, y a la vez al conde de Montemelino de Perugia, que murió en las ruinas, totalmente destrozado por la bala.

Acto seguido salió de la casa una persona que era el coronel Lorenzo, perteneciente a la nobleza de Camerino, muy rico, que en muchas ocasiones había dado muestras de su valor y a quien el duque estimaba mucho. Decidió no morir sin antes vengarse de algún modo; quiso disparar su fusil; pero aunque el cilindro giró, el arcabuz no disparó, tal vez porque Dios lo quiso así, y en ese instante una bala le atravesó el cuerpo. Le había disparado un pobre diablo, que era bedel en la escuela de San Miguel. Y mientras se le acercaba para cortarle la cabeza y ganar la recompensa prometida, otros hombres más rápidos y sobre todo más fuertes se lo impidieron, se apropiaron de la bolsa, del cinturón, del fusil, del dinero y de los anillos del coronel, y le cortaron la cabeza.

Tras la muerte de sus dos hombres de confianza, el duque Luis se asustó, y ya no se le vio hacer ninguna maniobra.

El señor Filenfi, su mayordomo y secretario, vestido de civil, sacó un pañuelo blanco por un balcón en señal de que se rendía. Salió y le llevaron a la fortaleza, escoltado del brazo, como se dice que es usual en la guerra, por Anselmo Suardo, lugarteniente de los señores (magistrados).

Interrogado in situ, dijo no tener ninguna culpa de lo sucedido, porque sólo había llegado a Venecia la víspera de Navidad, quedándose allí varios días para ocuparse de los asuntos del duque.

Le preguntaron cuántos hombres estaban con el duque; respondió: «Veinte o treinta personas».

Le preguntaron sus nombres, y respondió que ocho o diez de ellos eran personas de alcurnia, que, al igual que él, comían con el duque, y que de estos sabía los nombres, pero que a los demás, gente de vida vagabunda y que llevaban poco tiempo con el duque, no los conocía demasiado.

Nombró a trece, entre ellos el hermano de Liveroto.

Poco después, la artillería, situada sobre las murallas de la ciudad, empezó a disparar. Los soldados se apostaron en los edificios contiguos al del duque para evitar que sus hombres huyeran. El duque, que se había expuesto a los mismos peligros que las dos personas cuya muerte hemos relatado, dijo a los que le rodeaban que resistieran hasta que vieran un mensaje escrito de su puño y letra con cierta señal; después de lo cual se rindió al tal Anselmo Suardo, antes mencionado. Y como no fue posible llevarlo en carroza, como debía hacerse, a causa de la multitud de gente y de las barricadas que había en las calles, se decidió que iría a pie.

Caminó entre los hombres de Marcelo Accoramboni; a su lado estaban los señores condottieri, el lugarteniente Suardo, y otros capitanes y gentilhombres de la ciudad, todos ellos muy bien armados. Les seguía un grupo considerable de militares y soldados de la ciudad. El duque Luis iba vestido de marrón, con su estilete a un lado, y su capa levantada por debajo del brazo de una forma muy elegante; con una sonrisa llena de desprecio, dijo: «¡Si me hubiera batido!», dando casi a entender que habría vencido. Le llevaron ante los señores; primero les saludó, y luego dijo:

—Caballeros, soy prisionero de este gentilhombre —señalando al señor Anselmo—, y estoy muy apenado de lo sucedido, de lo cual no soy responsable.

El capitán ordenó que le quitaran el estilete que tenía a un lado, y entonces se apoyó en un balcón y empezó a cortarse las uñas con unas pequeñas tijeras que encontró allí.

Le preguntaron quién había en su casa; entre otros mencionó al coronel Liveroto y al conde Montemelino, a los que ya nos hemos referido, y añadió que daría diez mil piastras como rescate de uno de ellos, y que por el otro daría su propia vida. Pidió que le llevaran a un lugar digno para un hombre como él. Habiendo llegado a ese acuerdo, escribió él mismo a sus hombres, ordenándoles que se rindieran, y dio su anillo como señal. Dijo al señor Anselmo que le daba su espada y su fusil, rogándole encarecidamente que, cuando encontraran sus armas en la casa, las usara como armas de un gentilhombre y no de un soldado cualquiera.

Los soldados entraron en la casa, la inspeccionaron con atención, y de inmediato llamaron a los hombres del duque, que resultaron ser treinta y cuatro, y acto seguido los llevaron de dos en dos a la cárcel del palacio. A los muertos los dejaron a merced de los perros, y corrieron a dar cuenta de todo en Venecia.

Se percataron de que muchos soldados del duque Luis, cómplices de lo sucedido, habían desaparecido; se prohibió darles refugio, bajo pena, para quien lo hiciera, de demoler su casa y confiscar sus bienes; quien los denunciara recibiría cincuenta piastras. De este modo consiguieron encontrar a varios.

De Venecia se envió una fragata rumbo a Candia, con orden de que el señor Latino Orsini volviera inmediatamente por una cuestión de gran importancia, y se piensa que va a ser destituido.

Ayer por la mañana, que fue el día de San Esteban, todos esperaban asistir a la ejecución del duque Luis, o enterarse de que había sido estrangulado en la cárcel; y a la vista de que no era un pájaro que pudiera tenerse mucho tiempo enjaulado, resultó bastante sorprendente que no sucediera nada de eso. Pero la noche siguiente tuvo lugar el juicio, y el día de San Juan, poco antes del alba, se supo que habían estrangulado al duque, y que recibió la muerte con serenidad. Inmediatamente transportaron su cadáver a la catedral, acompañado por los sacerdotes de esa iglesia, y por los padres jesuitas. Lo dejaron todo el día encima de una mesa en medio de la iglesia, como espectáculo para el pueblo y como ejemplo para los imprudentes.

Al día siguiente llevaron el cadáver a Venecia, como lo había dispuesto en su testamento, y allí lo enterraron.

El sábado ahorcaron a dos de sus hombres; el primero, el más importante, era Furio Savorniano; el otro era un villano.

El lunes, que fue el penúltimo día del año, ahorcaron a trece, entre los cuales había varios de alta alcurnia; a otros dos, el capitán Splendiano y el conde Paganello, los pasearon por la plaza y los torturaron un poco; llegados al lugar del suplicio, los golpearon, les abrieron la cabeza, y todavía seguían con vida cuando los descuartizaron. Estos hombres eran nobles, y antes de dedicarse al mal eran muy ricos. Se dice que fue el conde Paganello quien mató a la señora Vittoria Accoramboni con la brutalidad que hemos descrito. A lo que se objeta que el duque Luis afirma, en la carta antes citada, que lo hizo él mismo; tal vez lo dijo para vanagloriarse, como cuando hizo asesinar a Vitelli en Roma, o para merecerse aún más la estima del duque Virginio Orsini.

Antes de recibir el golpe de gracia, el conde Paganello recibió varias puñaladas por debajo del pecho izquierdo, para alcanzarle el corazón, como él había hecho con la pobre dama. Por eso empezó a salir un río de sangre de su pecho. Sobrevivió así más de media hora, para gran sorpresa de todos. Era un hombre de cuarenta y cinco años que aparentaba mucha fuerza.

Las horcas siguen allí para ejecutar a los diecinueve que quedan, el primer día que no sea fiesta. Pero como el verdugo está muy cansado, y el pueblo está como agonizante tras haber visto tantos muertos, la ejecución se ha pospuesto dos días. Se piensa que no se perdonará la vida a ninguno. Entre los hombres del duque Luis, tal vez solo se librará el señor Filenfi, su mayordomo, que intenta probar por todos los medios, y en efecto se trata de algo vital para él, que no ha tenido ninguna culpa de lo sucedido.

Nadie, ni siquiera los más viejos de la ciudad de Padua, recuerda que de una sola vez, por sentencia tan justa, se haya ejecutado a tantas personas. Y esos señores (de Venecia) se han granjeado un buen nombre y una buena reputación entre las naciones más civilizadas.

(Añadido de otra mano).

Francisco Filenfi, el secretario y mayordomo, fue condenado a quince años de prisión. El escanciador (coppiere) Onorio Adami de Fermo, al igual que otros dos, a dos años de cárcel; otros siete fueron condenados a galeras, con los grilletes en los tobillos, y por último siete fueron liberados.