LA DUQUESA DE PALLIANO

Palermo, a 22 de julio de 1838

Yo soy naturalista, y mis conocimientos de griego son muy limitados; el objetivo principal de mi viaje a Sicilia no ha sido observar los fenómenos del Etna, ni arrojar ninguna luz, para mí mismo o para los demás, sobre lo que los antiguos autores griegos dijeron de Sicilia. Buscaba ante todo los placeres de la vista, que son muchos en ese lugar tan especial. Se parece, según dicen, a África; pero lo que en mi opinión está fuera de toda duda es que solo se parece a Italia en la voracidad de las pasiones. Precisamente de los sicilianos puede decirse que la palabra imposible no existe para ellos desde el momento en que les inflama el amor o el odio; y el odio, en ese hermoso lugar, nunca se debe a una cuestión de dinero.

Debe tenerse en cuenta que en Inglaterra, y sobre todo en Francia, a menudo se habla de la pasión italiana, de la pasión desenfrenada que existía en la Italia de los siglos XVI y XVII. En nuestros días, aquella gran pasión ha muerto, definitivamente, entre las clases que se han visto afectadas por la imitación de las costumbres francesas y por los comportamientos que están de moda en París o en Londres.

Ya sé que puede decirse que, desde la época del rey Carlos V (1530), Nápoles y Florencia, e incluso Roma, imitaron en cierto modo las costumbres españolas; ¿pero acaso aquellos hábitos sociales tan nobles no se basaban en el respeto ilimitado que todo hombre digno de ese nombre debe tener por lo que siente su alma? Lejos de excluir la energía, la exageraban, mientras que la primera máxima de los fatuos que imitaban al duque de Richelieu, hacía 1760, era la de no parecer inmutarse por nada. La máxima de los dandis ingleses, que en la Nápoles de nuestros días se prefiere a los fatuos franceses, ¿no es acaso la de parecer aburrirse con todo, superiores a todo?

Así pues, desde hace un siglo la pasión italiana ya no existe en la alta sociedad de ese país.

Para hacerme una idea de esa pasión italiana, de la que nuestros novelistas hablan con tanto desparpajo, he tenido que investigar la historia; pero la gran historia escrita por hombres de talento, a menudo demasiado majestuosa, no dice nada sobre ese tipo de detalles. Solo se digna a registrar las locuras cuando se deben a reyes o a príncipes. He recurrido a la historia particular de cada ciudad; pero la abundancia de materiales me ha abrumado. Cualquier pequeña ciudad os presenta su historia con orgullo en tres o cuatro volúmenes impresos en cuarto, y siete u ocho volúmenes manuscritos; los últimos, casi indescifrables, plagados de abreviaturas, con letras de caprichosas formas, y, en los momentos más interesantes, repletos de giros típicos del lugar, pero incomprensibles a veinte leguas de distancia. Porque en ese hermoso país en el que el amor ha sembrado tantas historias trágicas, solo tres ciudades, Florencia, Siena y Roma, hablan más o menos como escriben; en el resto de Italia la lengua escrita está a cien leguas de la lengua hablada.

Lo que se conoce como pasión italiana, es decir, la pasión que quiere ser satisfecha, en lugar de dar al vecino una imagen espléndida de lo que somos, empieza en la sociedad renacentista, en el siglo XII, y deja de existir, al menos en la alta sociedad, hacia el año 1734. En aquel entonces, los borbones comienzan a reinar en Nápoles, en la persona de don Carlos, hijo de una Farnese, casada en segundas nupcias con Felipe V, ese triste nieto de Luis XIV, tan intrépido en mitad de los cañonazos, tan aburrido, y tan apasionado por la música. Se sabe que durante veinticuatro años el sublime castrado Farinelli le cantó cada día sus tres canciones preferidas, que fueron siempre las mismas.

A un espíritu filosófico los detalles de una pasión vivida en Roma o en Nápoles pueden resultarle curiosos, pero confesaré que nada me parece más absurdo que esas novelas que ponen nombres italianos a sus personajes. ¿No estamos de acuerdo en que las pasiones cambian en cuanto avanzamos cien leguas hacia el norte? ¿Acaso el amor es el mismo en Marsella y en París? Como mucho puede decirse que las costumbres sociales de los lugares sometidos desde hace tiempo al mismo tipo de gobierno tienen una especie de parecido superficial.

Los paisajes, como las pasiones y la música, también cambian en cuanto nos movemos tres o cuatro grados hacia el norte. Un paisaje napolitano parecería absurdo en Venecia, si no existiera la convención, incluso en Italia, de admirar la espléndida naturaleza de Nápoles. En París vamos más allá, pues pensamos que los bosques y los campos cultivados son exactamente iguales en Nápoles y en Venecia, y nos gustaría que un Canaletto, por ejemplo, tuviera exactamente el mismo color que un Salvator Rosa.

¿No es el colmo del ridículo una dama inglesa que goza de todas las cualidades de su isla, pero que parece incapaz de describir el odio y el amor, incluso en esa isla: madame Anne Radcliffe, que da nombres italianos y grandes pasiones a los personajes de su famosa novela, el Confesionario de los penitentes negros?

No intentaré ensalzar la simplicidad y la rudeza a veces chocantes del relato excesivamente verosímil que someto a la indulgencia del lector; por ejemplo, traduzco literalmente la respuesta de la duquesa de Palliano a la declaración de amor de su primo Marcelo Capecce. Esta monografía familiar se encuentra, no sé por qué, al final del segundo volumen de una historia manuscrita de Palermo, sobre la cual no puedo dar ningún detalle.

El relato, que resumo mucho, mal que me pese (omito gran cantidad de hechos muy característicos), contiene las últimas aventuras de la desgraciada familia Carafa, más que la curiosa historia de una sola pasión. La vanidad literaria me dice que tal vez no habría sido imposible hacer más interesantes muchas situaciones desarrollándolas más, es decir, adivinando y contando al lector, con todo detalle, lo que sentían los personajes. ¿Pero habría sido capaz yo, un joven francés, nacido al norte de París, de saber lo que sentían aquellas almas italianas en el año 1559? A lo sumo podría esperar saber lo que puede parecer elegante e intrigante a los franceses de 1838.

Ese modo tan apasionado de sentir que imperaba en la Italia de 1559 exigía actos, y no palabras. Así pues, en el relato que sigue se encontrarán muy pocas conversaciones. Es una desventaja para la traducción, por lo muy acostumbrados que estamos a las largas conversaciones de nuestros personajes novelescos; para ellos, cada conversación es una batalla. La historia para la que ruego toda la indulgencia del lector presenta un rasgo particular introducido por los españoles en las costumbres italianas. En ningún momento me he apartado del papel de traductor. La copia fiel del tipo de sentimientos del siglo XVI, e incluso del modo de contar del cronista, que, como parece probable, era un gentilhombre al servicio de la desgraciada duquesa de Palliano, es, en mi opinión, el mérito principal, si tiene alguno, de esta trágica historia.

La más rígida etiqueta española imperaba en la corte del duque de Palliano. Si tenéis en cuenta que cada cardenal y cada noble romano tenía una corte similar, podréis haceros una idea del espectáculo que daba, en 1559, la civilización de la ciudad de Roma. No olvidéis que era la época en la que, cuando le hacía falta el apoyo de dos cardenales para una de sus intrigas, el rey Felipe II daba a cada uno de ellos doscientas mil libras de renta en beneficios eclesiásticos. Aunque carecía de un poderoso ejército, Roma era la capital del mundo. En 1559, París era una ciudad de bárbaros bastante simpáticos.

TRADUCCIÓN DE UNA VIEJA HISTORIA ESCRITA HACIA 1566

Aunque perteneciera a una de las familias más nobles del reino de Nápoles, Juan Pedro Carafa solía comportarse de forma brusca, ruda, violenta y en realidad más propia de un pastor. Tomó el hábito largo (la sotana) y aún joven se marchó a Roma, donde contó con el favor de su primo Oliverio Carafa, cardenal y arzobispo de Nápoles. Alejandro VI, gran hombre que todo lo sabía y todo lo podía, le hizo cameriere suyo (más o menos lo que se conoce, entre nosotros, como camarero mayor). Julio II le nombró arzobispo de Chieti; el Papa Pablo le hizo cardenal, y finalmente, el 23 de mayo de 1555, tras numerosas intrigas y enfrentamientos terribles entre los cardenales reunidos en cónclave, fue nombrado Papa con el nombre de Pablo IV; tenía entonces setenta y ocho años. Hasta los que acababan de elegirle para el trono de San Pedro temblaron en el acto pensando en la dureza y en la fe intransigente e inexorable del amo que acababan de darse.

La noticia de ese nombramiento inesperado hizo furor en Nápoles y Palermo. En pocos días, Roma fue testigo de la llegada de una gran cantidad de miembros de la ilustre familia Carafa. Todos obtuvieron nombramientos; pero, como es natural, el Papa distinguió especialmente a sus tres sobrinos, hijos de su hermano, el conde de Montorio.

Don Juan, el mayor, ya casado, fue nombrado duque de Palliano. El ducado se lo había arrebatado a Marco Antonio Colonna, a quien pertenecía, y comprendía un gran número de pueblos y pequeñas ciudades. Don Carlos, el segundo de los sobrinos de Su Santidad, era caballero de Malta y se había batido en la guerra; fue nombrado cardenal, legado de Bolonia y primer ministro. Era un hombre muy decidido; fiel a las tradiciones de la familia, se atrevió a odiar al rey más poderoso del mundo (Felipe II, rey de España y de las Indias), y le dio muestras de su animadversión. En cuanto al tercer sobrino del nuevo Papa, don Antonio Carafa, al estar casado, el Papa le hizo marques de Montebello. Por último, decidió dar a una hija que su hermano había tenido en segundas nupcias como esposa a Francisco, delfín de Francia e hijo del rey Enrique II; Pablo IV tenía la intención de darle en dote el reino de Nápoles, que habrían arrebatado a Felipe II, rey de España. La familia Carafa detestaba a ese poderoso rey, el cual, gracias a los errores de esa familia, llegó a exterminarla, como veréis.

Desde su ascenso al trono de San Pedro, el más importante del mundo, y que en aquel entonces eclipsaba incluso al ilustre monarca de las Españas, Pablo IV, al igual que la mayoría de sus sucesores, dio ejemplo de todas las virtudes. Fue un gran Papa y un gran santo; se dedicó a corregir los abusos de la Iglesia para evitar, de ese modo, el concilio general, que todos pedían en la corte de Roma, y que una política prudente desaconsejaba convocar.

Según la costumbre de aquel tiempo demasiado olvidado por el nuestro, y que no permitía a un soberano confiar en nadie que pudiera tener un interés distinto del suyo, los Estados de Su Santidad estaban sometidos al gobierno despótico de sus tres sobrinos. El cardenal era primer ministro y disponía de la voluntad de su tío; el duque de Palliano había sido nombrado general de las tropas de la santa Iglesia; y el marqués de Montebello, capitán de la guardia del palacio, solo dejaba entrar a quien le interesaba. Muy pronto esos jóvenes se dieron a los mayores excesos; y empezaron por apropiarse de los bienes de las familias que se oponían a su gobierno. Nadie sabía a quién recurrir para que se hiciera justicia. No solo debían temer por sus bienes, sino, cosa terrible de reconocer en la tierra de la casta Lucrecia, también peligraba el honor de sus mujeres e hijas. El duque de Palliano y sus hermanos se llevaban a las mujeres más hermosas; bastaba con tener la mala suerte de que se encapricharan de ellas. Se vio, con estupor, que no tenían ningún respeto a la nobleza de sangre y, lo que es más, no se detuvieron ni siquiera ante la clausura sagrada de los santos monasterios. Los súbditos, completamente desesperados, no sabían a quién dirigir sus quejas, tal era el terror que los tres hermanos habían infundido a todo lo que tenía que ver con el Papa: hasta con los embajadores eran insolentes.

Antes del nombramiento de su tío, el duque se había casado con Violante de Cardone, de una familia originaria de España, y que en Nápoles pertenecía a la nobleza más alta.

Pertenecía al Seggio di nido.

Violante, conocida por su rara belleza y por las gracias que sabía lucir cuando quería que la admiraran, lo era aún más por su orgullo sin mesura. Pero a decir verdad, habría sido difícil tener un carácter más fuerte, de lo que dio muestras a todos no confiando nada, antes de morir, al monje capuchino que la confesó. Sabía de memoria y recitaba con una gracia exquisita el espléndido Orlando de messer Ariosto, la mayoría de los sonetos del divino Petrarca, los cuentos de Pecorone, etc. Pero aún era más fascinante cuando se dignaba a compartir con sus acompañantes las curiosas ideas que se le ocurrían.

Tuvo un hijo, el duque de Cavi. Su hermano, Don Ferrand, conde de Aliffe, vino a Roma, atraído por la gran fortuna de sus cuñados.

La corte del duque de Palliano era espléndida; los jóvenes de las más grandes familias de Nápoles intrigaban para tener el honor de entrar en ella. Entre los que más estimaba, Roma distinguió, con su admiración, a Marcelo Capecce (del Seggio di nido), joven caballero conocido en Nápoles por su ingenio, aparte de por la belleza divina que le había dado el cielo.

La favorita de la duquesa era Diana Brancaccio, de treinta años de edad, pariente cercana de su cuñada, la marquesa de Montebello. En Roma se decía que, con esa favorita, la duquesa perdía todo su orgullo; le confiaba todos sus secretos. Pero esos secretos solo tenían que ver con la política; la duquesa despertaba pasiones, pero no las compartía.

Siguiendo los consejos del cardenal Carafa, el Papa declaró la guerra al rey de España, y el rey de Francia envió un ejército bajo las órdenes del duque de Guisa para apoyar al Papa.

Pero tenemos que limitarnos a los hechos relativos a la corte del duque de Palliano.

Desde hacía tiempo, Capecce estaba como loco; todos le vieron hacer cosas extrañísimas; el hecho es que el desgraciado joven se había enamorado apasionadamente de la duquesa, su señora, pero no se atrevía a declararse. A pesar de todo, no renunciaba completamente a conseguir su propósito, viendo lo profundamente irritada que se sentía la duquesa ante un marido que no le hacía caso. El duque de Palliano era muy poderoso en Roma, y la duquesa sabía, con toda seguridad, que casi todos los días las damas romanas más preciadas por su belleza venían a ver a su marido en su propio palacio, lo que era una afrenta a la que no acababa de acostumbrarse.

Entre los capellanes del Santo Padre Pablo IV había un respetable religioso con el que recitaba el breviario. Ese personaje, arriesgándolo todo, y tal vez empujado por el embajador de España, se atrevió un día a revelar al Papa todas las perfidias de sus sobrinos. El Santo Pontífice sintió un gran pesar; quiso dudar; pero las verdades demoledoras llegaban por todas partes. El primer día del año de 1559 sucedió algo que confirmó todas las sospechas del Papa, y que tal vez hizo que Su Santidad se decidiera. Lo que ocurrió, en efecto, el día mismo de la Circuncisión de Nuestro Señor, detalle que agravó mucho la falta a los ojos de un soberano tan pío, fue que Andrés Lanfranchi, secretario del duque de Palliano, dio una cena magnífica en honor del cardenal Carafa, y queriendo que a los placeres de la buena mesa se unieran los de la lujuria, invitó a esa cena a la Martuccia, una de las más hermosas, célebres y ricas cortesanas de la noble villa de Roma. Quiso el destino que Capecce, el favorito del duque, el mismo que en secreto estaba enamorado de la duquesa, y que pasaba por ser el hombre más apuesto de la capital del mundo, tuviera desde hacía algún tiempo una relación con la Martuccia. Aquella noche la buscó por todos los lugares en los que podía esperar encontrarla. Al no dar con ella en ninguna parte, y habiéndose enterado de que se celebraba una cena en casa de Lanfranchi, intuyó lo que sucedía, y alrededor de la medianoche se presentó en casa de Lanfranchi acompañado por muchos hombres armados.

Le abrieron la puerta, le pidieron que se sentara y que participara en el festín; pero tras algunas palabras algo forzadas, hizo un gesto a la Martuccia para que se levantara y se fuera con él. Mientras ella dudaba, confusa y temiendo lo que pudiera suceder, Capecce se levantó de donde estaba sentado y, acercándose a la joven, la cogió de la mano, tratando de llevársela con él. El cardenal, en cuyo honor había venido Martuccia, se opuso vivamente a que se fuera; Capecce insistió, intentando sacarla de la sala.

El cardenal primer ministro, que aquella noche llevaba un traje completamente distinto del que solía indicar su alta dignidad, desenvainó la espada, y se opuso, con el vigor y el valor que toda Roma conocía, a que la joven se marchara. Marcelo montó en cólera y mandó entrar a sus hombres; pero casi todos eran napolitanos, y cuando vieron al secretario del duque y al cardenal, al principio irreconocible a causa de su curiosa vestimenta, envainaron las espadas, no quisieron batirse y se pusieron en medio para calmar los ánimos.

Durante el tumulto, Martuccia, rodeada y agarrada de la mano izquierda por Marcelo Capecce, consiguió escapar. En cuanto Marcelo se percató de su ausencia, corrió tras ella, y todos le siguieron.

Pero la oscuridad de la noche daba crédito a las historias más extrañas, y en la mañana del 2 de enero, la capital se vio inundada de las historias del feroz combate que habría tenido lugar, según se decía, entre el sobrino cardenal y Marcelo Capecce. Al duque de Palliano, general en jefe del ejército de la Iglesia, los hechos le parecieron mucho más graves de lo que eran en realidad, y como no tenía muy buenas relaciones con su hermano, el ministro, esa misma noche hizo arrestar a Lanfranchi y al día siguiente, muy pronto, Marcelo también entró en prisión. Luego se dieron cuenta de que no había muerto nadie, y de que esos encarcelamientos solo alimentaban el escándalo, que acabaría salpicando al cardenal. Se apresuraron a poner a los prisioneros en libertad, y los tres hermanos usaron su enorme poder para tratar de silenciar el asunto. En un primer momento pensaron que podían conseguirlo; pero al tercer día la historia llegó a oídos del Papa. Este hizo llamar a sus dos sobrinos y les habló como solo podía hacerlo un monarca tan pío y tan vivamente ultrajado como él.

El cinco de enero un gran número de cardenales se reunió en la congregación del Santo Oficio. El Santo Padre fue el primero en hablar del horrible asunto, y preguntó a los cardenales presentes cómo se habían atrevido a no decirle nada:

—¡Ahora calláis! ¡Pero el escándalo afecta a la dignidad suprema de la que estáis investidos! El cardenal Carafa se ha atrevido a aparecer en la vía pública vestido de seglar y con una espada desenvainada en mano. ¿Y para qué? ¡Para atrapar a una infame cortesana!

Puede imaginarse el silencio de muerte que se hizo entre los asistentes durante esa perorata contra el primer ministro. Se trataba de un viejo de ochenta años que se enfadaba con su sobrino predilecto, que hasta entonces le había dominado. Indignado, el Pontífice habló de despojarle de la mitra.

La cólera del Papa fue alimentada por el embajador del gran duque de Toscana, quien fue a quejarse de una insolencia reciente del cardenal primer ministro. El cardenal, en otros tiempos tan poderoso, se presentó ante Su Santidad para el despacho habitual. El Papa le hizo esperar cuatro horas enteras en la antecámara, expuesto a la mirada de todos, y luego le despidió sin dignarse a concederle una audiencia. Se puede imaginar lo que tuvo que soportar el orgullo ilimitado del ministro. El cardenal estaba irritado, pero no se rendía; pensaba que un viejo doblegado por la edad, dominado toda su vida por el amor que sentía hacia su familia, y que además no estaba acostumbrado a la administración de los asuntos temporales, se vería obligado a recurrir a él. La virtud del Santo Padre se impuso; convocó a los cardenales y, tras haber pasado un buen rato mirándoles sin hablar, acabó deshaciéndose en lágrimas y no dudó en absoluto en hacer una especie de honroso arrepentimiento:

—Los achaques de la edad —les dijo—, y la atención que dedico a los asuntos religiosos, que, como sabéis, quiero liberar de toda arbitrariedad, me han llevado a confiar mi autoridad temporal a mis tres sobrinos; han abusado de ella, así que les destierro para siempre.

A continuación se dio lectura a un documento mediante el cual los sobrinos se veían despojados de todas las dignidades y confinados en pueblos miserables. El cardenal primer ministro fue obligado a exiliarse en Civita Lavinia; se envió al duque de Palliano a la villa de Soriano; y al marqués a Montebello; mediante ese documento, el duque se veía despojado de su remuneración habitual, que se elevaba a setenta y dos mil piastras (más de un millón de 1838).

Era inconcebible no respetar la dura decisión: los Carafa tenían por enemigo y por guardián a todo el pueblo de Roma, que les detestaba.

El duque de Palliano, seguido por el conde de Aliffe, su cuñado, y por Leonardo del Cardine, se fue a vivir al pequeño pueblo de Soriano, y la duquesa y su suegra establecieron su residencia en Gallese, miserable aldea a apenas dos leguas de Soriano.

Esas localidades son encantadoras; pero se trataba de un exilio. Además, se les desterraba de Roma, donde en otros tiempos habían gobernado con insolencia.

Marcelo Capecce había seguido a su señora con los demás cortesanos al pobre pueblo en el que estaba exiliada. En lugar de la admiración de Roma entera, esa mujer, tan poderosa unos días antes, y que gozaba de su alcurnia con todo su orgullo, estaba ahora rodeada de simples aldeanos cuya sorpresa no dejaba de recordarle su caída. En nada encontraba consuelo; su tío era tan viejo que probablemente moriría antes de perdonar a sus sobrinos; y para colmo de males los tres hermanos se detestaban. Hasta se dijo que habían sido el duque y el marqués, que no compartían las fogosas pasiones del cardenal, quienes, asustados por sus excesos, llegaron hasta el punto de denunciarle a su tío el Papa.

En mitad del horror de ese gran infortunio, sucedió algo que, para desgracia de la duquesa y del propio Capecce, probó que en Roma no había sido una pasión verdadera lo que le había arrastrado tras los pasos de la Martuccia.

Un día en que la duquesa había llamado a Capecce para pedirle algo, se encontró a solas con él, lo que ni siquiera llegaba a ocurrir dos veces al año. Cuando vio que no había nadie en la sala en la que la duquesa le recibía, Capecce se quedó inmóvil y en silencio. Se dirigió a la puerta para comprobar si había alguien que pudiera escucharles en la sala de la lado, y luego se atrevió a decirle lo que sigue:

—Señora, no os turbéis ni recibáis con cólera las extrañas palabras que voy a tener la audacia de pronunciar. Desde hace mucho os amo más que a la vida. Si, con excesiva imprudencia, me he atrevido a mirar como amante vuestras divinas gracias, no debéis echarme la culpa a mí, sino a la fuerza sobrenatural que me impulsa y me agita. Estoy atormentado, me consumo; no pido alivio para la llama que me quema, sino solo que vuestra generosidad se apiade de vuestro servidor, lleno de deferencia y humildad.

La duquesa pareció sorprendida, pero sobre todo irritada:

—Marcelo, ¿has visto pues algo en mí —le dijo— que te permita atreverte a pretender mi amor? ¿Acaso mi vida o mi conversación se han alejado tanto de las reglas de la decencia que han podido llevarte a cometer tamaña insolencia? ¿Cómo has podido atreverte a pensar que podía darme a ti o a cualquier otro que no sea mi marido y señor? Te perdono lo que has dicho, porque creo que deliras; pero no te atrevas a volver a cometer semejante falta, o juro que haré que te castiguen a la vez por ambas insolencias.

La duquesa se alejó transida de cólera. Capecce había faltado realmente a las normas de la prudencia: había que dejar adivinar en lugar de decirlo abiertamente. Se quedó atónito, temeroso de que la duquesa se lo contara todo a su marido.

Pero lo que sucedió fue muy distinto de lo que temía. En la soledad de la aldea, la orgullosa duquesa de Palliano no pudo dejar de confiar lo que alguien se había atrevido a decirle a su dama de honor favorita, Diana Brancaccio. Esta última era una mujer de treinta años devorada por pasiones ardientes. Era pelirroja (el cronista repite varias veces este hecho, sugiriendo que podría explicar todas las locuras que cometió posteriormente). Amaba con furor a un tal Domiciano Fornari, gentilhombre al servicio del marqués de Montebello. Quería casarse con él; ¿pero acaso el marqués y su mujer, a los que estaba ligada por lazos de sangre, permitirían que se casara con un hombre que estaba a su servicio? El obstáculo era insalvable, o al menos lo parecía.

Solo había una posibilidad de éxito: habría hecho falta conseguir la ayuda del duque de Palliano, hermano mayor del marqués, y Diana albergaba ciertas esperanzas a ese respecto. El duque la trataba como a una pariente más que como a una criada. Era un hombre sencillo y bueno, y los asuntos de pura etiqueta le importaban mucho menos que a sus hermanos. Aunque el duque se aprovechaba, como joven que era, de todas las ventajas de su alta posición, y era todo menos fiel a su mujer, la amaba con ternura y, según las apariencias, no podría negarle ningún favor si se lo pedía con algo de insistencia.

A la retorcida Diana, la declaración que Capecce se había atrevido a hacer a la duquesa le pareció una suerte inesperada. Hasta entonces su señora se había comportado con una decencia exasperante; si pudiera experimentar una pasión, si cometiera alguna falta, a cada instante necesitaría a Diana, que podía pedirle todo a una mujer cuyos secretos conociera.

Lejos de recordar ante todo a la duquesa lo que se esperaba de ella, y también los peligros terribles a los que se expondría en medio de una corte en la que todo acaba sabiéndose, Diana, arrastrada por el furor de la pasión, habló a su señora de Marcelo Capecce, de la misma forma que se hablaba a sí misma de Domiciano Fornari. En las largas conversaciones de su soledad, encontraba la forma, cada día, de traer a la memoria de la duquesa las gracias y la belleza del pobre Marcelo, que parecía tan triste. Pertenecía, como la duquesa, a las más grandes familias de Nápoles; sus maneras eran tan nobles como su sangre, y lo único que le faltaba para llegar a ser en todo el igual de la mujer a quien se atrevía a amar era la riqueza, que un capricho de la fortuna podía darle cualquier día.

Diana se alegró al darse cuenta de que el primer efecto de sus palabras era el de redoblar la confianza que la duquesa tenía en ella.

No dejó de informar de lo que pasaba a Marcelo Capecce. Durante el periodo de calor sofocante de aquel verano, la duquesa se paseaba a menudo por el bosque que rodeaba Gallese. Al atardecer, iba a esperar la brisa marina a las deliciosas colinas que se elevan en medio del bosque y desde cuya cima se ve el mar a menos de dos leguas de distancia.

Sin apartarse de las estrictas reglas de la etiqueta, Marcelo podía estar por el bosque; se escondía, según dicen, y trataba de dejarse ver por la duquesa solo cuando las palabras de Diana Brancaccio la hubieran predispuesto en su favor. Esta última le haría una seña a Marcelo.

Al ver que su señora estaba a punto de ceder a la pasión fatal que había anidado en su corazón, Diana cedió también al amor violento que sentía por Domiciano Fornari. Ahora estaba segura de poder casarse con él. Pero Domiciano era un joven prudente, de carácter frío y reservado; lejos de unirle más a ella, muy pronto los arrebatos de su fogosa amante le resultaron desagradables. Diana Brancaccio era pariente cercana de los Carafa; estaba seguro de que le apuñalarían apenas la mínima noticia de su relación llegara a oídos del terrible cardenal Carafa que, aunque era hermano menor del duque de Palliano, de hecho era el verdadero cabeza de familia.

Hacía algún tiempo que la duquesa había cedido a la pasión de Capecce. De repente, un buen día Domiciano Fornari desapareció del pueblo en el que estaba confinada la corte del marqués de Montebello. Se esfumó; más tarde se supo que se había embarcado en el pequeño puerto de Neptuno; seguramente había cambiado de nombre, y no volvió a saberse nada más de él.

¿Cómo describir la desesperación de Diana? Tras haber escuchado con compasión sus lamentaciones contra el destino, un día la duquesa de Palliano le hizo entender que ese tema de conversación le parecía agotado. Diana se veía despreciada por su amante; su corazón era presa de los sentimientos más crueles; sacó la más extraña conclusión del momento de tedio que la duquesa había tenido escuchando la repetición de sus quejas. Diana se convenció de que fue la duquesa quien había obligado a Domiciano Fornari a dejarla para siempre, y quien, además, le había proporcionado los medios para marcharse. Esa idea absurda se basaba solo en algunas reprimendas que en otros tiempos le había soltado la duquesa. Pronto la venganza siguió a la sospecha. Pidió audiencia al duque y le contó todo lo que estaba sucediendo entre su mujer y Marcelo. El duque se negó a creerlo.

—Tenga en cuenta —le dijo— que desde hace quince años no he tenido ocasión de hacerle el más mínimo reproche a la duquesa; ha resistido a las tentaciones de la corte y a dejarse llevar por la flamante posición que teníamos en Roma: los nobles más galantes, incluido el propio duque de Guisa, general del ejército francés, han perdido su tiempo con ella, ¿y pretendéis que se rinda ante un simple escudero?

Quiso la desgracia que el duque se aburriera mucho en Soriano, pueblo en el que estaba confinado, y que estaba a apenas dos leguas del lugar donde vivía su mujer, de modo que Diana pudo obtener una gran cantidad de audiencias, sin que la duquesa se enterara. Diana tenía un ingenio asombroso; la pasión alimentaba su elocuencia. Daba al duque una gran cantidad de detalles; la venganza se había convertido en su único placer. Le repetía que casi todas las noches, hacia las once, Capecce entraba en la habitación de la duquesa, y sólo salía a las dos o tres de la madrugada. Al principio esas palabras impresionaron tan poco al duque, que ni siquiera quiso tomarse la molestia de recorrer dos leguas a medianoche para ir a Gallese y entrar de improviso en la habitación de su mujer.

Pero una noche en que estaba en Gallese, y el sol se había puesto, aunque todavía había claridad, Diana entró enfurecida en el salón en el que estaba el duque. Todos se apartaron, y le dijo que Marcelo Capecce acababa de entrar en la habitación de la duquesa. El duque, sin duda de mal humor en ese momento, cogió su puñal y corrió a la habitación de su mujer, en la que entró por una puerta secreta. Allí encontró a Marcelo Capecce. A decir verdad, los amantes palidecieron cuando le vieron entrar; pero por lo demás, no había nada reprochable en la posición en que se encontraban. La duquesa estaba en la cama, anotando un pequeño gasto que acababa de hacer; había una criada en la habitación; Marcelo estaba de pie, a tres pasos del lecho.

Enfurecido, el duque cogió a Marcelo por el cuello, lo llevó a un gabinete que había al lado, y le ordenó tirar al suelo la daga y el puñal que llevaba. Acto seguido, el duque llamó a sus guardias, que condujeron inmediatamente a Marcelo a la cárcel de Soriano.

La duquesa pudo permanecer en el palacio, pero muy vigilada.

El duque no era cruel; parece ser que pensó en ocultar su ignominia, para no verse obligado a llegar a las medidas extremas que el honor exigía. Quiso hacer creer que Marcelo estaba preso por otra causa, y tomando como excusa algunos sapos enormes que Marcelo había adquirido a un precio muy caro dos o tres meses antes, hizo creer que el joven había tratado de envenenarle. Pero el verdadero crimen era bien conocido, y su hermano, el cardenal, hizo que le preguntaran cuándo pensaba lavar con la sangre de los culpables la afrenta que se habían atrevido a hacer a su familia.

El duque se reunió con el conde de Aliffe, hermano de su mujer, y Antonio Torando, amigo de la casa. Los tres formaron una especie de tribunal, y juzgaron a Marcelo Capecce, acusado de adulterio con la duquesa.

La fugacidad de las cosas humanas quiso que el Papa Pío IV, sucesor de Pablo IV, perteneciera a la facción española. No podía decir que no al rey Felipe II, quien le exigió la muerte del cardenal y del duque de Palliano. Los dos hermanos fueron acusados ante los tribunales del lugar. Las actas del proceso al que se vieron sometidos contienen todos los particulares relativos a la muerte de Marcelo Capecce.

Uno de los muchos testigos que declararon dijo lo siguiente:

—Estábamos en Soriano; el duque, mi amo, tuvo una larga conversación con el conde de Aliffe… Por la noche, muy tarde, bajamos a una bodega de la planta baja en la que el duque había ordenado preparar las cuerdas necesarias para torturar al culpable. Allí estaban el duque, el conde de Aliffe, el señor Antonio Torando y yo.

El primer testigo llamado a declarar fue el capitán Camilo Grifone, amigo íntimo y confidente de Capecce. El duque dijo así:

—Dime la verdad, querido amigo. ¿Qué sabes de lo que Marcelo ha hecho en la habitación de la duquesa?

—No sé nada; llevo más de veinte días enfadado con Marcelo.

Como se empeñaba en no decir nada más, el duque llamó a los guardias. El podestá de Soriano ató a Grifone a la cuerda. Los guardias tiraron de las cuerdas, subiendo al culpable a cuatro dedos del suelo. Tras haber pasado un buen cuarto de hora colgado así, el capitán dijo:

—Bajadme, voy a decir todo lo que sé.

Una vez en el suelo, los guardias se fueron y nos quedamos a solas con él.

—Es verdad que varias veces he acompañado a Marcelo hasta la habitación de la duquesa —dijo el capitán—, pero no sé nada más, porque le esperaba en un patio cercano hasta más o menos la una de la noche.

Entonces volvieron a llamar a los guardias, quienes, tras la orden del duque, le levantaron de nuevo hasta que los pies no tocaban el suelo. El capitán no tardó en exclamar:

—Bajadme, voy a decir la verdad. Es verdad —prosiguió— que desde hace varios meses me he dado cuenta de que Marcelo le hace el amor a la duquesa, y quería avisar a Vuestra Excelencia o a D. Leonardo. Todas las mañanas la duquesa mandaba a alguien a preguntar por Marcelo; le hacía pequeños regalos, entre otras cosas confituras preparadas con mucho esmero y muy caras; he visto que Marcelo tiene pequeñas cadenas de oro de espléndida factura que evidentemente le ha dado la duquesa.

Tras esa declaración, llevaron al capitán a la cárcel. Trajeron al portero de la duquesa, que dijo no saber nada; lo ataron a la cuerda y lo subieron. Después de media hora, dijo:

—Bajadme, diré todo lo que sé.

Una vez en el suelo, hizo como si no supiera nada; lo subieron de nuevo. Al cabo de media hora lo bajaron; dijo que llevaba poco al servicio personal de la duquesa. Como era posible que el hombre no supiera nada, lo llevaron a la cárcel. Para todo esto fue necesario mucho tiempo, a causa de los guardias, que tenían que salir cada vez. Querían que los guardias creyeran que se trataba de un intento de envenenamiento con la ponzoña extraída de los sapos.

La noche estaba muy avanzada ya cuando el duque mandó traer a Marcelo Capecce. Los guardias salieron y cerraron la puerta con llave:

—¿Qué ibais a hacer —le dijo— a la habitación de la duquesa, que a veces os quedabais allí hasta la una, las dos y alguna vez hasta las cuatro de la mañana?

Marcelo lo negó todo; llamaron a los guardias, y le colgaron; la cuerda le dislocaba los brazos; no podía soportar el dolor, y pidió que le bajaran; le pusieron en una silla; pero una vez sentado, dijo cosas inconexas, y en realidad no sabía lo que decía. Llamaron a los guardias, que volvieron a levantarle; después de mucho tiempo pidió que le bajaran.

—Es verdad —dijo— que he entrado en el apartamento de la duquesa a horas indebidas; pero en realidad le hacía el amor a la señora Diana Brancaccio, una de las damas de Su Excelencia, con la que había prometido casarme, y que me lo ha concedido todo, menos lo que sería contrario al honor.

Llevaron a Marcelo a la cárcel, donde tuvo un careo con el capitán y con Diana, que lo negó todo.

A continuación volvieron a llevar a Marcelo a la bodega; cuando estuvimos cerca de la puerta, Marcelo dijo:

—Señor duque, Su Excelencia recordará que me prometió perdonarme la vida si decía toda la verdad. No hace falta que me torturen otra vez; os lo diré todo.

Entonces se acercó al duque, y con voz temblorosa y casi sin articular, le dijo que era verdad que había obtenido los favores de la duquesa. Al oír estas palabras, el duque se abalanzó sobre Marcelo y le mordió la mejilla; después sacó su puñal y vi cómo se disponía a apuñalar al culpable. En ese instante dije que era mejor que Marcelo escribiera de su puño y letra lo que acababa de confesar, y que ese documento sería una prueba en favor de Su Excelencia. Entramos en la bodega, donde había lo necesario para escribir, pero la cuerda había dejado tan maltrechos el brazo y la mano de Marcelo, que sólo pudo escribir estas pocas palabras: «Sí, he traicionado a mi señor; sí, ¡le he deshonrado!».

El duque iba leyendo según escribía Marcelo. En ese instante se abalanzó sobre Marcelo y le asestó tres puñaladas que acabaron con su vida. Diana Brancaccio estaba allí, a tres pasos de distancia, más muerta que viva, y sin duda se arrepintió miles de veces de lo que había hecho.

—¡Mujer indigna de haber nacido en el seno de una noble familia —exclamó el duque— y única causa de mi deshonra, que has perseguido para beneficio de tus placeres deshonestos! Tengo que darte tu merecido por todas tus traiciones.

Dicho esto, la agarró del pelo y le cortó el cuello con un cuchillo. La desgraciada vertió un diluvio de sangre, y al final cayó sin vida.

El duque mandó tirar los cadáveres a una cloaca que había cerca de la cárcel.

El joven cardenal Alfonso Carafa, hijo del marqués de Montebello, el único de toda la familia que Pablo IV mantuvo a su lado, se creyó obligado a contarle lo sucedido. El Papa sólo dijo lo siguiente:

—¿Y la duquesa? ¿Qué ha sido de ella?

Por lo general en Roma se pensó que esas palabras conducirían sin duda a la pobre mujer al cadalso. Pero el duque no acababa de decidirse a ese gran sacrificio, ya fuera porque estaba embarazada, o bien por el cariño que en otros tiempos le había profesado.

Tres meses después de la gran decisión llena de virtud de separarse de su familia, el Papa Pablo IV enfermó, y el 18 de agosto de 1559, al cabo de otros tres meses de enfermedad, expiró.

El cardenal escribía carta tras carta al duque de Palliano, repitiéndole una y otra vez que el honor exigía la muerte de la duquesa. Tras la muerte de su tío, y no sabiendo cuál sería la posición del nuevo Papa, quería que todo acabara lo antes posible.

El duque, hombre sencillo, bueno y mucho menos escrupuloso que el cardenal en cuestiones de honra, no acaba de resolverse a la terrible decisión que le pedían que tomase. Se decía a sí mismo que había traicionado muchas veces a la duquesa, sin molestarse en absoluto por ocultárselo, y que sus infidelidades podían haber llevado a la venganza a una mujer tan altanera. En el momento mismo en que entró en el cónclave, tras haber oído la misa y recibido la santa comunión, el cardenal volvió a escribirle que le atormentaban los continuos retrasos, y que si el duque no se decidía finalmente a hacer lo que exigía la honra de la familia, amenazaba con no volver a ocuparse de sus asuntos ni a ayudarle, ya fuera en el cónclave o con el nuevo Papa. Una razón que no tenía nada ver con la cuestión de honra pudo llevar al duque a decidirse. Aunque estaba fuertemente vigilada, la duquesa encontró la forma, según dicen, de hacer llegar a Marco Antonio Colonna, enemigo a muerte del duque a causa de su ducado de Palliano, del que se había apropiado, el mensaje de que si Marco Antonio conseguía salvarle la vida y liberarla, ella, por su lado, le daría la fortaleza de Palliano, que estaba a las órdenes de un hombre que había de serle fiel.

El 28 de agosto de 1559, el duque mandó a Gallese dos compañías de soldados. El 30, D. Leonardo del Cardine, pariente del duque, y D. Ferrando, conde de Aliffe y hermano de la duquesa, llegaron a Gallese, y se dirigieron a las estancias de la duquesa para acabar con ella. Le dijeron que se disponían a matarla, y ella no se inmutó al recibir la noticia. Primero quiso confesarse y oír la santa misa. Luego, cuando los dos se le acercaron, se dio cuenta de que no se ponían de acuerdo. Preguntó si el duque, su marido, había dado orden escrita de que la mataran.

—Sí, señora —contestó D. Leonardo.

La duquesa quiso verla; D. Ferrando se la enseñó.

(En el proceso del duque de Palliano puede leerse la declaración de los monjes que asistieron a ese terrible suceso. Esas declaraciones son mucho mejores que las de los demás testigos, lo que se debe, me parece, a que los monjes no tenían miedo a hablar ante la justicia, mientras que los demás testigos habían sido, en mayor o menor medida, cómplices de su amo). El hermano Antonio de Pavía, capuchino, declaró lo siguiente:

—Después de la misa, en la que recibió devotamente la santa comunión, y mientras la consolábamos, el conde de Aliffe, hermano de la señora duquesa, entró en la habitación con una cuerda y un palo de nogal grueso como un pulgar y que debía de tener una media ana de largo. Cubrió los ojos de la duquesa con un pañuelo y ella, con gran sangre fría, se lo puso más cerca de los ojos, para no ver nada. El conde le puso la cuerda alrededor del cuello; pero como no servía, el conde se la quitó y se alejó unos pasos; al oírle andar, la duquesa se quitó el pañuelo de los ojos y dijo:

—¡Qué pasa! ¿Qué estáis haciendo?

El conde respondió:

—La cuerda no era buena. Voy a coger otra para que no sufráis.

Tras esas palabras, salió; poco después entró en la habitación con otra cuerda, volvió a colocarle el pañuelo en los ojos a la duquesa, le puso de nuevo la cuerda alrededor del cuello, y metiendo el palo en el nudo, lo hizo girar y la estranguló. Por parte de la duquesa, todo sucedió como si se tratara de una conversación cualquiera.

El hermano Antonio de Salazar, otro capuchino, concluyó su declaración con estas palabras:

—Quería irme del pabellón por escrúpulos de conciencia, para no verla morir; pero la duquesa me dijo:

—No te alejes de aquí, por el amor de Dios.

(En ese punto el monje relata los detalles de la muerte, de la misma forma que acabamos de hacerlo). Añade:

—Murió como buena cristiana, repitiendo a menudo: «Creo, creo».

Los dos monjes, que al parecer habían obtenido de sus superiores la autorización necesaria, repiten en sus declaraciones que la duquesa siempre insistió en su completa inocencia, en todos sus encuentros con ellos, en todas sus confesiones, y especialmente en la que precedió a la misa en la que recibió la santa comunión. Si era culpable, esa muestra de orgullo la precipitaría en el infierno.

En el careo entre el monje Antonio de Pavía, capuchino, y D. Leonardo de Cardine, el monje dijo:

—Mi compañero le dijo al conde que sería mejor esperar a que la duquesa diera a luz; está embarazada de seis meses, añadió, y no está bien perder el alma del pobre niño desgraciado que lleva en su seno; tenemos que conseguir bautizarle, dijo. A lo que el conde de Aliffe contestó: «Sabéis que tengo que irme a Roma, y no quiero aparecer allí con esta máscara en la cara» (con esta afrenta no vengada).

En cuanto murió la duquesa, los dos capuchinos insistieron en que la abrieran enseguida, para poder bautizar al niño; pero el conde y D. Leonardo no hicieron caso a sus súplicas.

El día siguiente enterraron a la duquesa en la iglesia del pueblo, con una especie de pompa (he leído el acta). Este suceso, que se propagó enseguida, impresionó muy poco, porque todos llevaban mucho tiempo esperándolo; la muerte de la duquesa se había anunciado muchas veces en Gallese y en Roma, y por lo demás un asesinato fuera de la ciudad y en un momento en el que el trono estaba vacante no era nada del otro mundo. El cónclave que tuvo lugar después de la muerte de Pablo IV fue muy tumultuoso, y duró más de cuatro meses.

El 26 de diciembre de 1559, el pobre cardenal Carlo Carafa se vio obligado a participar en la elección de un cardenal propuesto por España y que por consiguiente no podría decir que no a ninguna de las medidas severas que Felipe II exigiría contra él mismo. El nuevo Papa tomó el nombre de Pío IV.

Si no hubiera estado exiliado en el momento de la muerte de su tío, el cardenal habría controlado la elección, o al menos habría podido evitar el nombramiento de un enemigo.

Poco después, detuvieron al cardenal y al duque; la orden de Felipe II era, evidentemente, la de acabar con ambos. Tuvieron que responder de catorce acusaciones distintas. Se interrogó a todos los que podían arrojar alguna luz sobre todas ellas. El proceso, muy bien llevado, se recogió en dos volúmenes en folio, que he leído con mucho interés, porque a cada página encontramos esos detalles costumbristas que a los historiadores no les han parecido dignos de la majestad de la historia. Me llamaron la atención unos detalles muy pintorescos sobre un intento de asesinato tramado por la facción española contra el cardenal Carafa, a la sazón ministro plenipotenciario.

Por lo demás, el cardenal y su hermano fueron condenados por crímenes que no lo habrían sido para ningún otro; por ejemplo, por haber asesinado al amante de una mujer infiel y a esa misma mujer. Unos años más tarde, el príncipe Orsini se casó con la hermana del gran duque de Toscana, creyó que le era infiel y ordenó envenenarla en la misma Toscana, con el beneplácito de su hermano, el gran duque, y nunca se pensó que se tratara de un crimen. Varias princesas de la familia Medici han muerto de esa forma.

Al terminarse el juicio de los dos Carafa, elaboraron un extenso sumario, que fue examinado varias veces por grupos de cardenales. Es evidente que una vez acordaron castigar con la muerte el asesinato que vengaba el adulterio, tipo de delito del que la justicia nunca se ocupaba, el cardenal fue declarado culpable de haber incitado a su hermano para que se cometiera el delito; por su parte, al duque se le consideró culpable de haber ordenado su ejecución.

El 3 de marzo de 1561, el Papa Pío IV convocó un consistorio que duró ocho horas. Cuando finalizó, se pronunció la sentencia de los Carafa en los siguientes términos: Prout in schedula (que se haga lo que se ha dispuesto).

La noche siguiente, el fiscal mandó al bargello al castillo del Santo Ángel para que ejecutara la condena a muerte de los dos hermanos: Carlos, cardenal Carafa, y Juan, duque de Palliano; así se hizo. Primero se encargaron del duque. Fue trasladado del castillo del Santo Ángel a la cárcel de Tordinone, donde todo estaba preparado; fue allí donde cortaron la cabeza al duque, al conde de Aliffe y a D. Leonardo del Cardine.

El duque aguantó ese terrible instante no solo como un caballero de alta cuna, sino también como un cristiano dispuesto a soportarlo todo por el amor de Dios. Dirigió bellas palabras a sus dos compañeros para darles ánimos ante la muerte; luego escribió a su hijo[19].

El bargello volvió al castillo del Santo Ángel, anunció al cardenal Carafa que había llegado el momento, dándole apenas una hora para prepararse. El cardenal mostró una grandeza de espíritu mucho mayor que la de su hermano, dado que habló mucho menos; las palabras son siempre una fuerza que buscamos fuera de nosotros mismos. Sólo se le oyó decir en voz baja estas palabras, al recibir la terrible noticia:

—¡Morir yo! ¡Oh, Papa Pío! ¡Oh, rey Felipe!

Se confesó; recitó los siete salmos de la penitencia, luego se sentó en una silla y le dijo al verdugo:

—Adelante.

El verdugo le estranguló con un cordón de seda que se rompió; hizo falta repetirlo dos veces. El cardenal miró al verdugo sin dignarse a decir palabra.

(Nota añadida).

Pocos años después, el Santo Padre Pío V hizo revisar el proceso, que fue anulado; el cardenal y su hermano fueron rehabilitados en todos sus honores y el fiscal general, el mayor responsable de su muerte, fue ahorcado. Pío V ordenó la supresión del proceso; se quemaron todas la copias que existían en las bibliotecas; se prohibió conservarlas so pena de excomunión; pero el Papa no se dio cuenta de que había una copia del proceso en su propia biblioteca, y a partir de ella se hicieron todas las que pueden leerse en la actualidad.