¿Acaso podía yo ignorarlo? Entre padre e hija se cierne sin cesar la hora de la separación. Esperaba solamente no tener que soportarla al estilo antiguo, dando mi brazo a la puerta de un edificio para acompañar a Béatrice con unos cuantos pasos torpes, entregársela a otro, volver a mi asiento, sostener las miradas de circunstancias… No —me decía yo—, las despedidas no se viven ya así. Ni casulla, ni fajín. Sin brazo paterno y sin invitados. El hecho, cuando se produzca, no estará prendido a una fecha.
Precaución de precauciones, yo había hablado de ello muy pronto con mi hija, antes de su primera aventura: su habitación era su habitación —había insistido yo—, esta casa era su casa y ella podía marcharse y volver, según le conviniera, sola o con amigos; por muy lejos que se fuera, necesitaría tener, «en lo profundo de su mente», el consuelo de un puerto de atraque donde conservaría por lo menos algunos objetos de su infancia. Ella había dicho «sí» con emoción y me había acariciado con todos los apodos que me gustan. Yo me sentía tranquilo y orgulloso.
Pensándolo bien, la vida no se ha ensañado con mis estructuras. Sólo las ha sacudido un poco. Justo lo necesario para seguir siendo la vida.
Cuando Béatrice empezó a salir con Morsi, no tuve que hacer ningún esfuerzo para tomarle cariño. Era de padre egipcio y de madre saboyana; sin embargo, fue esta última, según decía él, la que insistió en darle ese nombre, del que él se burlaba de buena gana. «Cuando me presento, pronuncio Morsi muy deprisa; ¡los hombres entienden Marcel y las mujeres Maurice!». Evidentemente, en nuestro primer encuentro le hablé de mi breve y única visita a su país, con ocasión del coloquio sobre el escarabajo; me confesó que él había vivido siempre en Francia o en Suiza y que sólo había estado dos veces en El Cairo, pasando unas cortas vacaciones; y Clarence quedó muy decepcionada al oír que jamás había puesto los pies en Alejandría, ciudad de la que se jactaba ser originaria.
—Creía que tu familia venía de Salónica —se asombró Béatrice.
—Y yo de Odessa —dije con toda mi mala intención.
Clarence puso la mano en el hombro de Morsi.
—¡Explícales que mi patria es una galaxia de ciudades! ¡Explícales que tú y yo hemos nacido de la luz de Oriente y que Occidente sólo se despertó con nuestras luces! ¡Diles que nuestro Oriente no siempre estuvo envuelto en tinieblas! Háblales de Alejandría y de Esmirna, de Antioquía y de Salónica, y del Valle de los Reyes, y del Jordán, y del Éufrates. ¡Pero quizá tú no sepas nada!
Hablaba con una mezcla de énfasis y de burla, y Morsi estaba triste, como se puede estar ante el espectáculo de las lágrimas de un payaso.
Sin embargo, él no solía estar triste. Béatrice le había conocido en el laboratorio donde acababan de contratarla; allí estaba considerado como un investigador de gran talento, pero también como el más guasón, una divertida mezcla que la cautivó desde el primer día. Tenían la misma tez de bronce, la misma estatura y, con una diferencia de pocos meses, la misma edad; daban la impresión de haber vivido siempre cogidos de la mano; con sus cabellos cortos y crespos, su rostro oval, copiado de algún bajorrelieve faraónico, y su risa franca, pero deferente, Morsi formó parte muy pronto de nuestro paisaje familiar.
Sus padres vivían en Ginebra, ambos especializados en farmacología, y él era vecino nuestro, ya que había encontrado un minúsculo estudio cerca de Arènes de Lutèce. Más de una vez estuve a punto de proponerle, por intermedio de Béatrice, que se viniera a vivir a nuestra casa, pero nunca lo hice, ya que no me sentía con el derecho de precipitar las cosas ni de formalizarlas.
Por pudor oriental, supongo, Morsi jamás pasó la noche en nuestro piso; por el contrario, Béatrice se ausentaba a menudo, sobre todo los fines de semana. Y un día, al volver del Museo, me encontré con sus cosas metidas en cajas de cartón, junto a la puerta. Adivinando mi emoción, Clarence me explicó que nuestra hija, a los veinticinco años, necesitaba vivir plenamente con un hombre. Iba a empezar a discutir, pero sólo murmuré un lastimoso «¿Por qué?» que se quedó en el aire. Luego, fui a encerrarme dignamente en mi despacho, decidido a no salir hasta que las cajas de cartón hubieran desaparecido.
Yo que temía que la partida de Béatrice quedara clavada en mi recuerdo por alguna ceremonia… No hubo más que esas cajas de cartón, un amontonamiento de libros, de ropas dobladas, de fotos enmarcadas, y luego esa habitación demasiado bien arreglada, ordenada desde ese momento por la ausencia. Para distraerme, revisé mi colección de coleópteros, pegando algunos nombres que se habían movido.
Cuando me cansé era ya la hora de la cena; había derramado las dos lágrimas reglamentarias, por lo que ya estaba dentro de las normas; así es, en los compromisos de amor no se hacen provisiones para la despedida.
Al día siguiente, Béatrice y Morsi vinieron a desayunar, delicadeza que supe apreciar. Mi hija estaba alegre, más chistosa que de costumbre, como para demostrarme que aún sabía ser niña, mi niña.
Ninguno de los cuatro sospechaba que estuviera ya encinta. Yo me enteraría unas semanas más tarde, con motivo de una discusión. Acababa de difundirse una investigación sobre la suerte de las mujeres en Rimalia, así como en otros países del Sur. Se habría podido suponer que debido a su creciente escasez vivirían honradas, aduladas y cortejadas, pero sólo eran más codiciadas. Quizá sea ésa la peor imagen que los siglos futuros conserven de nosotros: esas mujeres enclaustradas, asediadas, valiosas propiedades de sus tribus, objeto de sangrientas disputas; no podían salir a la calle sin escolta, por temor a una violación o a un rapto. «¡Hemos vuelto al tiempo del rapto de las Sabinas!», comenté yo.
Béatrice puso su mano sobre la de Morsi y dejó escapar: «¡Espero que sea un chico!». ¡Resultaba tan incongruente oír de su boca ese deseo! Sin embargo, no fue a eso a lo que presté atención, sino, ¿cómo decirlo?, a la información «en bruto». Me levanté al instante, rodeé la silla en la que mi hija estaba sentada y me incliné sobre ella poniéndole los labios sobre la frente y la mano en su vientre todavía liso. «Estoy en el tercer mes», se rio ella para aparentar naturalidad.
Observé a Clarence con el rabillo del ojo y vi que estaba tan sorprendida como yo, aunque su reacción fue distinta.
—¿Es realmente un buen siglo para nacer?
Por la noche, en nuestra habitación, le reproché amargamente esas palabras. Cualesquiera que fuesen los dramas de nuestra época, no son palabras que se deban pronunciar delante de una futura madre. Béatrice estaba en el lindero de una aventura apasionante y no era de nuestra angustia de lo que debíamos rodearla; ¿y así debíamos recibir al niño que iba a nacer? Un solo ser en el mundo sería para mí tan querido como Béatrice: el hijo de Béatrice. Aunque estuviera cansado de la vida, renovaría mi alquiler por veinte años sólo para ver crecer a esa cosita, para pasearla por los parques, para ver cómo se le iluminaba la cara delante de un algodón de azúcar.
Clarence se acurrucó contra mí.
—Esta noche estás muy exaltado —me dijo—. Abrázame, quiero recoger en mí tu amor, todo tu amor, para mí, para Béatrice y para el hijo de Béatrice.
El amor como evasión, el abrazo como último argumento, el placer en puntos suspensivos, ¿podía quejarme de ese cambio de tema? Clarence siempre ha sabido ganar mi cuerpo para su causa; mis ideas se calmarían hasta la mañana.
Por otra parte, por la mañana me dio la razón. Si no en cuanto al fondo —Clarence nunca ha compartido mi arrobada admiración ante la infancia—, al menos en cuanto a la actitud que debíamos adoptar en presencia de nuestra hija, añadiendo, sin embargo, obstinada y pensativa, a modo de observación:
—… pero, en estas circunstancias, Béatrice tiene razón de querer un chico.
—¿Qué circunstancias? ¡No estamos en Rimal ni en Naiputo, que yo sepa!
—Sin duda, pero estamos embarcados en el mismo planeta. ¿Qué mal permanecerá circunscrito? Los odios son contagiosos, la regresión puede serlo también.
Nunca he tomado a la ligera las visiones de Clarence, que, entre todos los temas, tenía tendencia a dar prioridad a los más apocalípticos; por desgracia, la Historia tenía, a veces, la misma desafortunada tendencia. Ni una ni otra se perdían en los análisis; se contentaban con enunciar veredictos.
Clarence y la Historia, dos personajes en mi vida, con frecuencia cómplices; pero uno por lucidez extrema y el otro por extrema ceguera.