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Al aproximarse el octavo cumpleaños de Béatrice, quise interrumpir por un tiempo toda actividad de investigación o de enseñanza, ya que el Museo había accedido a concederme un permiso pagado e ilimitado. Esto era excepcional, pero todos nos dábamos ya cuenta de que vivíamos en estado de excepción. La palabra clave era «salvamento» y por haber sido la primera de las Casandras, la «Red de los Sensatos» estaba tomando un cariz de recurso.

Antes de explicar más detalladamente el papel que me tocó representar, debería quizá describir un poco mejor, para aquellos que no conocieron esa época, el clima que se estaba viviendo.

He mencionado brevemente los debates que agitaron Europa y los Estados Unidos, pero sólo he evocado de paso las primeras violencias en el Tercer Mundo. Me parece que debo añadir aquí algunos elementos indispensables para la comprensión de lo que viene a continuación.

En primer lugar, la disputa en torno a la «sustancia» y al conjunto de métodos de «natalidad selectiva», de «aborto discriminatorio» y de «esterilización» estaba convirtiéndose en un fenómeno universal y cotidiano.

Ciertamente, los inventores y los fabricantes estaban procesados, pero esas cabezas ofrecidas —muy legítimamente, por otra parte— ya no bastaban. En el Norte, se acusaba a las autoridades de haber sido poco previsoras, negligentes y, en cierta manera, cómplices. Ya he dicho que en los países del Sur las disputas enfrentaban a una etnia con otra, a una comunidad con otra; se acusaba también, a menudo injustamente, al cuerpo médico, así como a los dirigentes políticos; luego, cada vez más, se comenzó a designar como culpable, como origen del mal, al antiguo colonizador, y más simplemente, al occidental. ¿No era en sus países donde se había concebido la invención diabólica? ¿No era él quien había intentado así la «esterilización» de esas masas humanas que diferían de él en el color, las creencias o la riqueza? Acusación simplista, absurda, para quien siguió el caso desde el principio hasta el final. Pero tal era el carácter insidioso de la «sustancia» que una población no podía jamás determinar con certeza si había sido esterilizada por la acción malintencionada de un enemigo o por culpa de sus propias tradiciones ancestrales.

¿Perversa la invención de Foulbot? Soy el primero en reconocerlo. Pero no menos perversas eran las mentalidades que empujaron a cientos de millones de hombres y de mujeres a recurrir a semejante tratamiento. Por otra parte, fue el encuentro entre las perversidades del arcaísmo y las de la modernidad lo que dio a los acontecimientos tal amplitud.

Poca gente planteaba entonces el debate en estos términos, pero todos sentían el aumento inexorable de las tensiones. Sería fastidioso enumerar las revueltas, los asesinatos, los raptos, los secuestros o los saqueos; solamente quiero decir aquí que esa realidad planetaria de contornos vagos, pero amenazadores, estaba ya presente en la mente de todos; que muchos adivinaban, además, la amplitud de los estragos que la «sustancia» había causado ya en diversos países, aun cuando se escamoteaban más que nunca las cifras que lo probaban; sin embargo, cuando en el Norte se hablaba de «salvamento», era en el Norte en lo que, ante todo, se pensaba.

Entre dos peligros, uno inmenso, pero lejano e impreciso, y otro menos mortal, pero cercano, ¿no es humano preocuparse primero por el segundo?

Es fácil, hoy, lanzar invectivas y anatemas. Es fácil demostrar, pasado el tiempo, que el Norte, al dejar que la ruina del Sur se hiciera cada vez mayor, comprometió su propia prosperidad y su propia seguridad, y que el Sur, al desencadenarse contra el Norte, se condenó a la regresión. Todos, en aquella época, querían escapar, lo más rápidamente posible y al menor costo, de los peligros más inmediatos.

Dejo a los otros, que tienen más años ante ellos, la tarea de argumentar. Por mi parte, siempre he reconocido que esos problemas me rebasaban; en el mejor de los casos, podía señalarlos con el dedo, ya que Vallauris me había dejado como herencia algo de lucidez; pero el título pomposo de «Red de los Sensatos» no debe engañar a nadie. ¿Por qué prodigio habríamos podido impedir los cataclismos? ¿Qué éramos nosotros, sino una frágil asociación de nostálgicos de otro futuro? ¿Qué otra cosa hacíamos, sino hablar, escribir, hablar, monótonos predicadores de un domingo interminable?

Sin embargo, los que conocieron esa época no pueden haber olvidado a ese sublime anciano que fue Emmanuel Liev, su nariz que parecía un hocico, sus orejas como alas de murciélago y, en particular, su voz, que hablaba a todos y también a cada uno de nosotros. Se había convertido en una especie de «abuelo universal», reconfortante aun cuando intentaba asustar.

Es difícil para mí evaluar con indiferencia su papel o el de la Red; me gusta pensar que no fueron desdeñables. Es verdad que había sido necesaria toda una conjunción de acontecimientos —procesos, violencias, estadísticas alarmantes— para que al fin naciera en Europa, y en todo el Norte, ese sentimiento de urgencia, ese principio de sobresalto. Pero no me tomo excesivas libertades con los hechos al afirmar que la mayoría de las decisiones tomadas por las autoridades de la época habían sido inspiradas por miembros de nuestro grupo.

Hablando específicamente de Liev, he querido destacar a aquel que fue, hasta su muerte, nuestro abanderado, nuestro símbolo. Éramos numerosos, decenas y luego cientos, demasiado desperdigados por el mundo para conocernos todos, demasiado preocupados por ser eficaces como para convocar caóticas asambleas generales. No, nos ateníamos a nuestra idea de «red», una especie de hilo invisible nos enlazaba, unos ideales implícitos nos unían y esa sensación de urgencia que se imponía a todos nos mantenía alerta.

Repito, se seleccionaron y se aplicaron algunas de nuestras ideas y otras fueron objeto de controversias; otras más resultaron inoperantes, aunque habían surgido de la mejor intención. El objetivo común de todas las sugestiones era incitar a la población a tener niñas, las suficientes para volver a equilibrar las cifras de los nacimientos y para recuperar los índices de fecundidad de antes de la crisis. Hay que saber que en los años de mayor carencia, la «falta de nacimientos» en el conjunto del continente europeo estaba evaluada en cerca de un millón de niñas; nada comparable con lo que ya se adivinaba en algunos países del Sur, pero lo suficiente como para justificar el temor a la despoblación.

Ante todo, había que impedir que la gente siguiera utilizando la «sustancia»; ése era el aspecto menos arduo. Se prohibió la fabricación y la comercialización de todos los productos «responsables de la natalidad discriminatoria», y, aunque hubo algunas ventas bajo cuerda, la difusión en la mayoría de los países del Norte fue, desde ese momento, desdeñable. Pero eso ya no era suficiente. Habida cuenta del número impresionante de hombres ya tratados —quizá habría que decir «contaminados»—, el déficit de nacimientos femeninos iba a continuar durante varios años más, agravando el desequilibrio. Por lo tanto, había que invertir la tendencia por diversos medios.

En el plano científico y tecnológico, se quiso acelerar la elaboración de una sustancia que favoreciera el nacimiento de niñas, comúnmente llamada «sustancia contraria»; las investigaciones estaban ya avanzadas e incluso existía un prototipo, pero finalmente se renunció a difundirlo a causa de ciertos efectos secundarios que se habían observado, y que los investigadores jamás pudieron subsanar. Por otra parte, este proyecto suscitaba muchas controversias, incluso en el seno de la Red, ya que aquellos que por principio eran hostiles a toda manipulación genética encontraban ilógico combatir así el mal con el mal y fomentar una alteración para compensar los estragos de otra. Por el contrario, todos, sin excepción, aplaudieron la asignación de fondos para la elaboración de un «antídoto», es decir, de un tratamiento capaz de atenuar la acción de la «sustancia» en aquellos que ya la habían utilizado y hasta de anular totalmente sus efectos; sin embargo, la investigación progresó más lentamente de lo previsto y aunque se llevó a buen término, el método resultó complicado y costoso, y por lo tanto, difícil de emplear a gran escala.

Las medidas más eficaces, las que contribuyeron más decisivamente a restablecer el equilibrio de los nacimientos, fueron de carácter pecuniario: los gobiernos, uno tras otro, decidieron conceder a las familias con fuertes ingresos importantes desgravaciones fiscales por el nacimiento de una hija y durante toda su infancia y adolescencia; para las familias de ingresos modestos se decidió pagar un subsidio especial, lo suficientemente substancial como para que numerosas mujeres sintieran la tentación de interrumpir su trabajo para tener un hijo —idealmente, una hija.

Varios países creyeron, por desgracia, que sería beneficioso ampliar esas ventajas a las familias que adoptaran a una niña de corta edad, para cuya adopción se simplificarían las formalidades. La Red denunció inútilmente esta medida, cuyo carácter pernicioso habría debido saltar a los ojos de todos: en un mundo en el que las mujeres se hacían cada vez más escasas, en el que su «adquisición» ofrecía ventajas financieras, iba a instaurarse un tráfico incontrolable y sórdido que atizaría los odios, como muy pronto tendré ocasión de relatar.

Otras medidas, más inspiradas, tuvieron también su efecto, principalmente una campaña a bombo y platillo en las pantallas, pequeña y grande, y en carteles gigantes; en ellos se veía a un hombre que, con los brazos estirados y en alto, sujetaba a una chiquilla a la que miraba con adoración; debajo, un eslogan lapidario: «Un padre, una hija».

El hombre de los carteles era yo y la hija, por supuesto, Béatrice. Aunque fue la agencia de publicidad la que me propuso hacer ese anuncio, sospecho que Clarence se lo había insinuado. Al principio, me reí de semejante idea y terminé aceptando, en un momento de extravío, dejándome persuadir con el argumento de que si la sinceridad tenía alguna eficacia, mi mirada a Béatrice convencería.

No me fue fácil sujetar con los brazos estirados y hacia arriba a una chiquilla de nueve años, ya muy alta, y mantenerla en el aire algunos penosos segundos: sin embargo, el fotógrafo consiguió dar a la imagen un movimiento de vuelo, que evocaba a la vez la creación, el juego y el salto de una generación a otra.

Mientras estaba en el estudio —fueron necesarios algunos cientos de tomas, en tres días— la idea seguía siendo una idea. Pero cuando me vi en las paredes, más grande que de tamaño natural, me sentí como aplastado; mi primer pensamiento fue para el Museo: menos mal que ya no voy —me dije—, no habría podido soportar las risas de los estudiantes y la guasa de los colegas.

Pero poco importa este aspecto anecdótico; la idea de la campaña iba más lejos que un anuncio y un eslogan. Se trataba de enraizar en las mentes que una heredera valía tanto como un heredero. La legislación había evolucionado ya en ese sentido, salvo en un punto, formal pero fundamental: el nombre.

¿Cómo remediar esto? ¿Dando al hijo, como en España por ejemplo, el doble nombre de la madre y del padre? Evidentemente, eso no eliminaría el machismo, o, según un término utilizado en los debates de la época, el «herederismo masculino». ¿Qué hacer entonces? ¿Dar a elegir a todos los hijos entre el patronímico del padre y el de la madre?

Por mi parte, era partidario de una reforma más radical: la imposición del matronímico. Del mismo modo que los hijos habían llevado obligatoriamente, desde hacía mucho tiempo, el nombre del padre, desde ese momento llevarían, también de forma obligatoria, el de la madre. No repetiré aquí mi argumentación, contentándome con precisar que la idea fundamental era la inversión radical de la noción de herencia en un sentido más conforme a la lógica biológica, y más favorable a la perpetuación de la especie.

Si bien no se me apoyó hasta el final, numerosos países aceptaron modificar la legislación con respecto a los nombres; la palabra «patronímico» ya no se pronuncia con la misma seguridad que antes.

Pero poco importan mis ideas o mi contribución; en esta materia, no tengo ningún amor propio de autor. Al hablar de aquellos años, la única cosa que merece señalarse es que el conjunto de medidas adoptado en los países del Norte resultó eficaz.

Poco a poco, los nacimientos femeninos fueron aumentando y, para alivio de todos, pronto se proclamó, con las cifras en la mano, que la despoblación se había atajado.

Por esa razón, sin duda, no se comprendió inmediatamente que el mal estaba ya hecho.