Aquella tarde, de regreso a París, me instalé sin tardanza en mi mesa de trabajo, no para reanudar la redacción de mi conferencia, sino para transcribir palabra por palabra el relato de Liev, antes de que mi agitada semana lo empalideciera. En aquella época, no pensaba que algún día escribiría este libro de recuerdos; quería solamente presentar a Clarence por escrito unos elementos que podrían servir para su investigación. ¿No le había prometido mi fraternal asistencia?
Cuando volvió de Sète, hacia la medianoche, su reacción, hasta el último pestañeo, fue la que yo esperaba. Sin soltar las hojas de las manos, a riesgo de arrugarlas, comenzó a dar vueltas por la habitación, descalza, mientras yo la miraba de reojo. Luego, pronunció simplemente: «¡Esta vez!», antes de tirarse de espaldas y en diagonal sobre la cama.
Esta vez sí había una amplia materia para investigar. Ciertamente, faltaban nombres, lugares, fechas, pero la tarea no la asustaba; seguiría las ramificaciones, desataría las lenguas, birlaría documentos si fuera necesario. ¡En el periódico ciertas caras se ensombrecerían!
¿Era en eso en lo que usted pensaba? —me dirán—. ¿En la revancha que tomaría Clarence contra los burlones del periódico? ¿Y el peligro en sí mismo? ¿Y los millones de niñas a las que se les prohibiría nacer, víctimas de la «sustancia» discriminatoria? Por supuesto, pensaba en ello, pero si no hubiera sido por mi compañera, no me habría impuesto el esfuerzo de transcribir tres horas de conversación. Las inquietudes expresadas por Liev, y a las cuales Vallauris parecía adherirse, me habían parecido, si me atrevo a decirlo, más venerables que temibles. Todo eso procedía, según toda apariencia, del tinglado intelectual que elabora un buen hombre un domingo, en una casa solariega de la región de Orleans. Hubiéramos podido hablar del átomo, de la droga, de las epidemias o del recalentamiento de la capa de hielo en términos igualmente alarmantes, y yo habría estado interesado, intrigado, conmovido o perturbado, sin que necesariamente sintiera que aquello me concernía más que a los miles de millones de mis semejantes. No llegaré a decir que la carrera de mi compañera me importaba más que el destino del mundo, pero me comportaba como si ése fuera el caso. ¿Quién me tirará la primera piedra? ¿Son acaso menos mezquinos los insomnios de los demás?
La redactora jefe no se puso muy contenta al oír hablar de nuevo de un tema que ella había creído definitivamente sepultado bajo las risas. Sin embargo, debía tener en cuenta los elementos nuevos que parecían justificar la terquedad de Clarence.
—Tomaremos una decisión el próximo lunes, en el consejo de redacción. Antes, y para que estemos seguras de que no nos estamos equivocando ninguna de las dos, me gustaría que fueras a ver a Pradent.
¿Necesito presentar a Pradent? Sin duda, hoy se le ha olvidado un poco, pero en aquel tiempo era tan conocido, tan omnipresente, y desde hacía tanto tiempo, que su nombre había terminado por bastarse a sí mismo. Creo que había pasado brevemente por el Gobierno, pero habría que examinar minuciosamente las listas para saber cuándo y en qué cartera. En la época de la que hablo, presidía algunos comités, algunas asociaciones, y «asesoraba» al periódico de Clarence, del que era un importante accionista. Un hombre de poder y un creador de opinión.
Mi compañera quería ir a verle —¿tenía acaso elección?—, pero la víspera de la cita estaba bastante irritada. Se habría enfrentado con soltura a cualquiera entre los grandes de este mundo, siempre que él estuviera en su papel y ella en el suyo; pero al acudir a visitar a Pradent, tenía la impresión de que iba a venderle baratijas. Eso le disgustaba y además no se juzgaba suficientemente competente en el tema. Le propuse acompañarla, puesto que yo había hablado directamente con Liev, pero ella desestimó mi ofrecimiento encogiéndose de hombros orgullosamente…
Pradent se mostró afable, tranquilizador, y dejó a su visitante que expusiera su tema de investigación sin interrumpirla, contentándose con animarla de cuando en cuando moviendo la cabeza con aspecto de entendido. Ella habló con rigor, evitando, sin embargo, citar los nombres de Liev y Vallauris, y sin mencionar tampoco la palabra «escarabajo», por miedo a que fuera pretexto para algún sarcasmo. Pero Pradent había sido informado.
—Muriel Vaast me ha dicho que usted tenía ciertas cápsulas egipcias.
—Las «habas del escarabajo». No le he hablado de ellas porque nada prueba que tengan alguna relación con este asunto.
—¡Quién sabe! ¿Cómo ha dicho usted? ¿Las «habas del escarabajo»? Me suenan esas palabras, pero a mi edad, la memoria…
Se calló un momento y entrecerró los ojos, y Clarence, por consideración, esperó a que hubiera terminado de devanarse los sesos y a que dijera:
—Voy a intentar acordarme. Pero volvamos más bien a lo que usted me ha expuesto. Mi primera reacción, sin reflexionar demasiado, es que todo esto es muy confuso, muy vago. El único hecho que me parece tangible, y supongo que usted lo ha verificado, es ese desequilibrio de los nacimientos entre varones y hembras en algunos países. Sin embargo, son fenómenos que sólo se pueden estudiar científicamente al cabo de una década, no antes. Por otra parte, quiero suponer que lo que le han contado a usted corresponde a alguna realidad. Tenga bien en cuenta que yo no lo creo, pero quiero pensar que algún día se descubrirá un método simple y eficaz para reducir la natalidad en ciertas regiones del mundo. ¿Constituirá eso un cataclismo o un genocidio? No lo pienso así. Hay países superpoblados que no consiguen ya alimentarse; sus dirigentes han intentado controlar la explosión demográfica con toda clase de métodos, pero con unos resultados limitados y a veces nulos. Si mañana, o incluso hoy, se encontrara un medio para reducir la natalidad sin violencia, sin coacción, con el libre consentimiento de los padres…
Por algún signo en los ojos de su visitante, Pradent debió de darse cuenta de que su argumento había causado impresión. La miró de frente con insistencia.
—Sí, si se encontrara una solución, ¿por qué sería escandaloso o criminal? Cuando China quiso imponer el hijo único, en Shanghai y en otras partes, numerosos padres sobornaron a médicos y enfermeras para «escamotear» a su primer hijo si era una niña; en la India, cuando se quiso esterilizar por la fuerza, hubo disturbios; los hombres tenían la impresión de perder su virilidad, su honor. Si la sustancia de la que usted habla se hubiera elaborado, se alcanzaría el mismo resultado sin herir los sentimientos de esas personas, respaldando incluso sus ideas.
Pareció como si Clarence se despertara de pronto de un largo sueño hipnótico.
—Si he comprendido bien, las poblaciones serían esterilizadas aun cuando cada individuo se sintiera potente y fecundo; y además, tendría la alegría de tener dos, tres o cuatro varones.
—No se trata de esterilizar a poblaciones enteras, pero no podemos ignorar que si semejante sustancia existiera y se propagara, el problema de la superpoblación sería finalmente resuelto en las zonas donde es más grave.
»Fíjese en el mundo de hoy. Está claramente dividido en dos. De un lado, unas sociedades con una población estable, cada vez más ricas, cada vez más democráticas, con unos progresos técnicos casi cotidianos, una esperanza de vida que no cesa de aumentar, una verdadera edad de oro de paz, de libertad, de prosperidad, de progreso, sin precedente, sin ningún precedente en la Historia. Del otro, unas poblaciones cada vez más numerosas, pero que se empobrecen sin cesar, unas metrópolis tentaculares que tienen que ser abastecidas por barco, unos Estados que caen en el caos uno tras otro. Desde hace décadas, se buscan soluciones, pero la situación cada vez está peor. Sin lugar a dudas, existen dos humanidades, y el foso entre ellas se ha vuelto insalvable. Si de pronto la providencia nos enviara una solución, ¿quién se quejaría? ¿Se quejarían los dirigentes del Tercer Mundo, que tienen que alimentar sin cesar nuevas bocas y que ven los tímidos progresos de producción anulados, barridos, ahogados bajo la inundación demográfica? Y nosotros, los privilegiados, cada vez más minoritarios, ¿no deseamos que nuestros congéneres del Sur sean un poco más prósperos y un poco menos numerosos? ¿Quién se quejaría, dígamelo, si se encontrara una solución?
Efectivamente, Clarence no veía, todavía, quién podría quejarse. El argumento de Pradent le pareció, por el momento, de una lógica aplastante. Entonces, por un sano reflejo, intentó llevar a su interlocutor a un terreno en el que se sentía más capaz de enfrentarse a él.
—Lo que dice usted me impresiona, se lo confieso ingenuamente, y reflexionaré sobre ello durante mucho tiempo después de que me haya ido de aquí. Ha puesto usted el dedo en un problema fundamental de nuestro tiempo. Y precisamente, si es fundamental sería normal que nuestro periódico hablara de él y que le dedicara, incluso, mucho más espacio del que yo me imaginaba al entrar en su despacho.
—Me alegro de que mis palabras le hayan impresionado; pero sólo son opiniones y se están debatiendo desde hace mucho tiempo; no hay nada nuevo en ellas. Si usted quiere un día hablar de los problemas del Tercer Mundo, venga a verme; tengo aún muchas cosas que enseñarle. Sin embargo, quiero precisar que durante este intercambio amistoso no he hecho más que reflexionar en voz alta sobre una sencilla hipótesis que usted me ha expuesto, a saber, la existencia de una sustancia que permite la selección del sexo del hijo. Que yo sepa, semejante sustancia no existe. Si se difundiera hoy por el mundo, desde la India hasta Egipto, ¿cree usted que el asunto podría haber permanecido secreto?
Miró furtivamente su reloj, para hacer comprender a Clarence que la entrevista no podía prolongarse. Sin embargo, ésta insistió.
—Quiero creer que esta historia no tiene ningún fundamento, pero me gustaría llegar hasta el final de mi investigación.
Pradent se levantó con un vivo movimiento sin apoyarse en nada.
—Comprendo que se obstine usted, yo también he sido joven y testarudo; pero confíe en mi blanca calvicie, pierde usted el tiempo.
—¿Puedo investigar, a pesar de todo? ¿Puedo decirle a Muriel Vaast que usted no se opone?
El rostro de su anfitrión se ensombreció.
—Jovencita, aquí hay un malentendido. Usted ha venido a pedirme consejo y yo la he aconsejado lo mejor que he podido. Mi papel se termina ahí. Si quiere usted seguir su investigación, tiene que discutirlo con su redactora jefe.
Al acompañarla hasta la puerta, Pradent recuperó una sonrisa algo torcida para concluir:
—De todas maneras, en cuanto tenga algún elemento que pueda disipar algunas brumas, se lo haré llegar. A usted o a la señora Vaast.
Ya habrán adivinado que si he podido relatar así el contenido de la conversación es porque Clarence me hizo un informe fiel a su regreso. Sin embargo, cuando hubo terminado, añadió pensativa e insatisfecha:
—Ahora ya conoces las palabras de Pradent, pero me temo que he omitido lo esencial.
Se calló, buscando las palabras o alguna imagen fresca en su recuerdo.
—No tengo ninguna prueba, pero al observar ciertos temblores en su rostro y en su voz, sobre todo cuando mencionaba la «sustancia», me convencí de que hablaba de algo que existe, no de una simple hipótesis. A pesar de todas sus precauciones verbales.
Siguió reflexionando.
—Tuve igualmente una curiosa sensación cuando evocó las «habas del escarabajo».
Cuando, al día siguiente, en el consejo de redacción, Clarence comenzó de nuevo a hablar de su proyecto, hubo algunas sonrisas, pero ella no se molestó, ocupada como estaba en presentar los documentos más sorprendentes de su informe, sobre todo los que Vallauris había reunido. Muriel Vaast dejó que desarrollara su argumentación antes de preguntarle:
—Has visto a Pradent, ¿no? ¿Cuál es su impresión?
—Piensa que el problema merece nuestro interés, pero que los elementos de los que dispongo son todavía insuficientes.
—Si he comprendido bien, cree que estamos nadando en plena especulación.
Clarence quiso responder; su redactora jefe le impuso silencio con un gesto tranquilizador.
—Confieso que hay algunos elementos que pueden intrigar, con mucha razón, a una mente curiosa. Como esas «habas del escarabajo»… ¿Crees realmente que tienen alguna relación con el fenómeno que estás estudiando?
—No puedo despreciar ninguna pista, y ésta aún menos que las otras.
—Tengo la impresión de que has hablado de ello con Pradent…
—Dijo que ese nombre le recordaba algo, pero no consiguió acordarse.
—Pues ya se acordó. Esta mañana nos ha enviado esto.
Sacando de su cartera un libro encuadernado, Muriel Vaast comenzó a leer.
—«Mis compañeros y yo entramos en uno de esos tenduchos que en este lugar hacen las veces de farmacia. Nos ofrecieron compresas otomanas y bálsamos que habrían apestado nuestra embarcación para el resto del viaje, así como las famosas “habas del escarabajo”, cuyas virtudes afrodisíacas nos habían alabado hacía un rato; las rechazamos todos, unos por desconfianza y otros por pudor». Este libro se titula: Mon voyage sur le Nil, de Gustave Meissonier. Se publicó en… (pasó las páginas y se tomó el tiempo de verificarlo ostensiblemente)… Marsella, en 1904.
Enterrado, el escarabajo.
Pero ¿qué decir de Clarence?, ¿de su alma lastimada?, ¿de su herida?, ¿de sus ojos apagados?
Aniquilada.
Hubiera querido que gritara, que injuriara, que diera portazos o que rompiera una lámpara muy fea. No, ni siquiera tenía fuerzas para secarse una lágrima de la punta de la nariz. Sólo me enteré por retazos, desordenadamente, de lo que había pasado: la emboscada, las risas en aumento, ese colega que se disculpaba de un hipido entre dos sofocos. Clarence se había tapado los oídos, había corrido escaleras abajo y se había puesto a sollozar en el taxi. Una vez en casa, se había desplomado. Hasta mi regreso.
No me disgustaba el papel de consolador si no hubiera estado tan preocupado. En los días que siguieron, me acordé varias veces de una escena de una película polaca de los años setenta. Un periodista se queja amargamente a un amigo psicoanalista de las preocupaciones de su profesión que le hacen la vida insoportable. «Convéncete —le responde el otro— de que la única cosa grave que te puede pasar es que pierdas el instinto de conservación». Y eso es lo que yo temía para mi mujer periodista: que se derrumbara, que se desbordara, que cayera en un pozo sin fondo. El resto de la semana me fingí enfermo para poder cogerle la mano.
—¡No le des más vueltas, no lo rumies, escupe los venenos en lugar de pasearlos por el cuerpo!
Mi medicina era simple: presencia, tiernas charlas e interminables desayunos delante del ventanal. Permanecíamos así días enteros, bebiendo, comiscando, hablando de las más deliciosas trivialidades, y cuando a veces se hacía el silencio, yo hablaba de insectos, ya que había almacenado cientos de anécdotas que se arrastraban una a la otra como pañuelos de papel.
Las lágrimas se secaron pronto, pero Clarence seguía estando cansada, como apagada. Decía que se sentía incapaz de volver a poner los pies en el periódico y yo la animaba a dejarlo, ya fuera por otro donde se la apreciara más, ya fuera —sólo lo insinuaba con medias palabras— para tomarse unas largas vacaciones durante las cuales naciera Béatrice.
—En el estado en que estoy, sería una niña muy triste. Me hubiera gustado interrumpir mi carrera en plena gloria, resplandeciente, conquistadora; me hubiera gustado que la niña viniera como una coronación de mi felicidad, no como un premio de consolación, como un tratamiento contra la depresión.
—¿Por qué dices «tratamiento»? Si con su nacimiento te ayudara a pasar este mal momento, ¿no sería la niña más bien una aliada, una cómplice? ¡Yo la llamaría incluso «salvadora»!
Mi compañera me dirigió una mirada extraña, en la que descubrí una especie de incomprensión enternecida. Luego dejó caer con un tono falsamente fanfarrón:
—Si una de estas mañanas digo que sí, será porque te quiero.
—No conozco mejor razón.
El sí ya estaba dado.
Me lo anunció el día en que yo debía dar mi conferencia pública sobre el automóvil y los coleópteros. Nunca había encontrado las horas de concentración necesarias para redactar el texto, y había decidido llevar una notas en una cartulina doblada; lo hacía a menudo para mis clases, pero cuando el auditorio era diferente y el tema menos familiar, evitaba contar demasiado con mi presencia de ánimo.
Por lo tanto, había dormido mal, me había despertado de pésimo humor, mi cerebro no era más que un agujero negro y yo me iba como al matadero. Fue en el momento en que salía cuando Clarence me anunció, cuchicheando —estábamos totalmente solos— que «ya no tomaría precauciones».
Todo el mundo estuvo de acuerdo en que, aquel miércoles, yo había estado brillante y convincente, que tenía un dominio excepcional del tema e innegables dotes de orador… Yo estrechaba docenas de manos, repitiendo para mis adentros «gracias Clarence», «gracias Béatrice», cada vez que recibía una felicitación.
Y por la noche, cuando cogí a mi compañera por la cintura, teníamos la impresión de ir hacia la cama por primera vez.
Ella me preguntó, burlona, mientras yo la desnudaba:
—¿Me quieres a mí o a tu hija?
—En este instante amo al mundo entero, pero es tu cuerpo lo que deseo estrechar contra mí.
Ella hizo como que me esquivaba.
—Por tu culpa, dentro de unos meses mi cuerpo estará deforme.
—¿Deforme un vientre que se redondea como la tierra? ¿Deformes unos senos que se irrigan de leche, que acercan sus labios morenos a los labios del hijo? ¿Unos brazos que estrechan la carne contra la carne, y ese rostro inclinado? ¡Dios! ¡Es la más bella imagen que un mortal puede contemplar! ¡Ven!
Es en ese momento cuando, en las películas púdicas, una lámpara se apaga, una puerta se cierra, una cortina se baja. Y en algunos libros, se pasa una página, pero lentamente, como deben pasar esos minutos, lentamente, y sin otro sonido que el de una tela que tiembla.