Durante ese tiempo, la caja que había traído de El Cairo dormía en mi cajón al lado de un cascanueces roto. Fue un domingo cuando Clarence la desenterró, un domingo que ha contado en mi vida, pero por una razón que no tiene nada que ver con ese descubrimiento. Durante todos los meses que llevábamos juntos, yo había intentado por todos los medios convencerla de que viniera a vivir conmigo en el espacioso piso donde yo residía entonces, en la calle Geoffroy-Saint Hilaire, frente al Jardín Botánico. Y aquel domingo, ella había venido.
La llamé cuando apareció su artículo, y nos vimos, nos hablamos y murmuramos, nos tuvimos, nos retuvimos y nos amamos, sin prisa, pero sin aplazamiento, como si hubiéramos señalado la fecha desde el alba de las criaturas. Enamorados uno del otro, encantados, incrédulos, súbitamente juguetones, como adultos infiltrados en el paraíso de los chiquillos. Yo sé, por haber observado las especies, que el amor no es más que un ardid para la supervivencia; pero es dulce cerrar los ojos.
En esa aventura, a mí todo me parecía milagroso, cautivador, y, de entrada, definitivo. A Clarence también, sin duda, pero con el deseo y la exigencia con ella misma de no saltar a pies juntillas en el jardín de un desconocido.
Quizá cometí un error al enseñarle, en nuestra segunda cita, mi colección de coleópteros. En aquella época, yo tenía cerca de trescientos especímenes, entre los cuales había un soberbio dynastes hercules, mi orgullo; tenía, igualmente, aparte de la colección, una escolopendra de excepcional tamaño y una tarántula enana. Por la primera reacción de Clarence comprendí que se necesitaría tiempo para persuadirla de «cohabitar con eso», y que debería haber preparado este encuentro con más tacto. Por más que le repetía que esos desgraciados y difuntos bichos eran tan inofensivos como una colección de monedas antiguas, que a mis ojos eran igual de valiosos y que tenían la ventaja de no atraer a los ladrones, mi amiga, sin contradecirme, me hizo prometer con ridícula solemnidad que, a partir de aquella noche y para siempre, las relaciones de nuestra pareja con el mundo de los insectos serían exclusivamente de mi incumbencia.
Se necesitaron meses de ternura y de astucia para que superara esa fobia exagerada y consintiera en poner un pie entre mis cosas.
Un pie solamente, insistía, pero yo ya no me preocupaba. La había atraído al engranaje de la vida en común y, por instinto, inventaba de nuevo cada día los mil gestos capaces de retenerla.
Clarence había venido, pues, a tomar posesión de un lado del ropero, de dos repisas en el cuarto de baño y de un cajón para su ropa interior.
Dicho cajón era, en este caso, una antología de lo inútil en todos sus aspectos: con cardenillo, mohoso, roto, caducado… Mi compañera había recibido la orden de echarlo todo al cubo de la basura, pero, por escrúpulo, verificaba la etiqueta de los medicamentos.
—En éste no hay ninguna fecha, debe de ser eterno.
Miré la caja que me enseñaba.
—No sabes cómo has acertado, es una receta del tiempo de los faraones.
Y se lo conté todo. El Cairo, el seminario sobre el escarabajo… y hasta los granujas de Maydan al-Tahir.
Ella escuchó atentamente. Luego, vaciando el contenido de la caja en su falda, se puso a leer las instrucciones.
—He oído hablar de estas extrañas «habas», pero es la primera vez que las veo. El verano pasado, una amiga marroquí me propuso traérmelas; me dio vergüenza mostrarme interesada. Me esperaba un mejunje de bruja, pero está decentemente envasado.
Siguió leyendo.
—¿Estás seguro de que no compraste esto para tener un heredero?
Había en su mirada una felina desconfianza hacia el género masculino. Levanté la mano derecha, juramento lastimoso que fue aceptado por una carcajada de Clarence. Yo aproveché para pasar a la ofensiva:
—El egiptólogo danés me explicó que con mucha frecuencia los hombres dudan si tomarse las «habas», mientras que las mujeres abren la cápsula y, sin que ellos lo sepan, les echan el polvo en la sopa.
—Sí, ya lo sé, la misoginia se transmite primero de madre a hija. Cuando te has criado como yo a orillas del Mediterráneo, rara vez tienes la oportunidad de olvidarlo.
Su familia, originaria de Besarabia, había vivido en Salónica, en Alejandría, en Tánger y luego en Sète, donde Clarence nacería. Su apellido sufrió contorsiones, elipsis y añadidos antes de convertirse en Nesmiglou. ¿Podía acaso resistirme a llamar a veces «iglú» a mi compañera, en la intimidad? Con mala y guasona intención, le expliqué un día que ese mote le iba perfectamente: «¿Qué es un iglú? Un bloque de hielo dentro del cual se siente calor…».
De las peregrinaciones seculares de su familia, Clarence conservaba, además de su nombre, las más nobles bastardías: Venus griega decididamente tostada por el sol y con aires de romero, que yo imaginaba a cada instante tendida en alguna playa, mirando a lo lejos, desnuda y chorreando por las salpicaduras de las olas.
Aquel domingo, sin soltar la caja de «habas», se levantó y se puso a caminar por la habitación de un lado a otro, con el rostro tenso y el paso lento, como desordenado. ¡Cuántas veces no la seguiría yo con la mirada deseando cruzarme en su camino para abrirle los brazos! Pero nunca intenté hacerlo; ni una vez interrumpí sus pasos o su pensamiento, contentándome con contemplarla y esperar, ya que de esa agitación siempre surgía una idea, grave o frívola, a menudo las dos cosas a la vez, y de la cual yo sabía que me hablaría.
—¿No crees que serían buenas para mi humor?
¿Las habas del escarabajo buenas para el humor de Clarence?
—Es nuestra jerga —rio ella—. En el periódico, los principales redactores firman por turno una nota de humor que se encuadra con su foto. Esta semana, he conseguido por primera vez el derecho a escribir mi «humor». He luchado por ello, y desde que el redactor jefe dio su consentimiento, estoy buscando en vano una idea que se salga de lo normal. Y aquí está mi idea.
Sostenía con afectación la caja como si se tratara del cuerpo del delito. Y comenzó de nuevo a caminar por nuestra habitación de un lado a otro con pasos de depredador impaciente; esto duró un largo rato hasta que se paró en seco.
—Mi artículo está hecho, sólo me queda escribirlo —dijo, triunfante.
Entonces, se dejó caer sobre la cama con los brazos abiertos, agotada, como si estuviera ahíta.
Ya podía ser mía.
«El humor de Clarence Nesmiglou» se compuso de algunos párrafos bien tramados en torno a una idea simple, desarrollada en espiral hasta el final.
Ya no tengo a mano ese texto, pero en mi lenguaje prosaico lo resumiré más o menos de la forma siguiente: «Si mañana los hombres y las mujeres pudieran decidir el sexo de sus hijos por un medio simple, algunos pueblos sólo escogerían varones. Dejarían, pues, de reproducirse y terminarían desapareciendo. El culto al varón, hoy tara social, se convertiría entonces en suicidio colectivo. Dado el progreso acelerado de la ciencia y el estancamiento de las mentalidades, semejante hipótesis no dejará de verificarse en un futuro próximo. Y si debemos creer al escarabajo de El Cairo, ya ha llegado el caso».
Si hubiera querido, habría encontrado las palabras exactas de Clarence, mucho más elegantes que las mías, pero he omitido hacerlo, adrede; todo se decía en un tono vehemente y ágil, que, releído ahora, después de todo lo que ha pasado, parecería monstruoso.
¿Monstruoso? ¡Qué poco le va esta palabra a Clarence!
Sin duda, había por su parte algo de ligereza, pero es la ley del género, ya que una «nota de humor» es una mariposa y debe ser aérea y frívola. Había también cierta inconsciencia, pero ¿no era ésta patrimonio de todos nosotros? Ahora lo sabemos; los medios de información difunden la inconsciencia tan ciertamente como la luz difunde la sombra; cuanto más potente es el proyector, más densa es la oscuridad. Los periódicos habían informado, en ocasiones, de algunos fenómenos extraños. En algunas provincias de China se había observado, desde los años ochenta, que nacían bastantes más varones que mujeres; los especialistas nos habían explicado entonces, serenamente, que las familias, obligadas por las autoridades a no tener más que un hijo, se desembarazaban del primogénito si tenía el mal gusto de presentarse sin el indispensable atributo; habría habido así unos cuantos millones de infanticidios. El mundo se había apiadado durante cuarenta y ocho horas. Luego, todo había vuelto a caer en el universal molino trivializador.
No intento disculpar a Clarence; sé que cometió un error al bromear sobre el «autogenocidio de los pueblos misóginos», pero hay que ponerse en la mente del momento; era una época en la que había que conmoverse instantáneamente por todo y no preocuparse de forma duradera por nada. Tal metrópoli africana va a ser diezmada por la epidemia, se gritaba un día. ¿Era verdadero? ¿Falso? ¿Exagerado? ¿Inminente? ¿Hipotético? Todo estaba inmerso en el mismo estrépito ambiental. Y a pesar del sano trato con mis insectos, yo mismo estuve durante mucho tiempo ensordecido.
Con esto quiero decir que nadie tiene derecho a tirar la primera piedra a Clarence. Ella ironizó y sus lectores sonrieron. La única carta que recibió después de la publicación de su nota venía de una mujer que le preguntaba las referencias precisas de las «habas del escarabajo» y del lugar donde podría conseguirlas.
Para mí lo más importante era que, en el tema tratado por mi compañera, había encontrado el pretexto soñado para abordar una cuestión que me interesaba sobremanera: ¿no era el momento, para ambos, de tener un hijo? Yo tenía entonces cuarenta y un años, ella veintinueve, y el tiempo no nos había maltratado, psicológicamente, quiero decir; no obstante, el asunto merecía ya considerarse. Clarence no discutía el principio de un hijo, y aún menos de un hijo conmigo, pero se juzgaba, y con razón, «en plena ascensión» en su periódico, sentía deseos de escribir y de ser leída, deseos de surcar el mundo y prisa por hacerlo. ¿No había bajo todos los cielos maravillas que había que describir y escandalosos abusos que se debían denunciar? Proyectaba investigaciones en Rusia, en Brasil, en África, en Nueva Guinea… En ese momento, un embarazo habría sido, según su expresión, «unos grilletes»; y lo mismo, un niño de corta edad. Más tarde, prometió, cuando fuera más conocida y casi irreemplazable, se permitiría tomarse un año. Para nuestro hijo.
Tuve que consentir en este arreglo, planeando volver a la carga en cuanto presintiera la más mínima oportunidad. No podía atosigar demasiado a Clarence, pero también debía tener en cuenta mi propia impaciencia.
No sé si hay muchos hombres que se parezcan a mí en esto, pero siempre he deseado, incluso de adolescente, llevar en mis brazos a una niña que fuera de mi sangre. Siempre he pensado que eso me procuraría una clase de plenitud sin la cual mi existencia de hombre quedaría incompleta. He soñado constantemente con esa hija, cuyos rasgos y voz imaginaba, y a la que había llamado Béatrice. ¿Por qué Béatrice? Tiene que haber una razón, pero tan lejos como puedo remontarme en mis recuerdos, no descubro en mí ninguna raíz para ese nombre, está ahí simplemente, como un helecho en todo su esplendor.
Cuando, por primera vez, lo pronuncié delante de Clarence, ella me dijo que se sentía celosa riéndose a carcajadas para hacerme creer que estaba bromeando. Pero reía sin ganas. Acababa de comprender que yo jamás podría seguir amándola si me hacía renunciar a ese sueño, y que debería resignarse a cohabitar para siempre con Béatrice en mi pequeño universo, mucho más íntimamente que con mi colección de coleópteros.
Para mí, desde aquel momento, las dos mujeres iban a ser objeto de un mismo culto amoroso. Había decidido que en cuanto Clarence se tomara el año prometido, yo también obtendría un año sabático por motivo de paternidad.
Mucho antes de conocer la fecha, lo llamaba ya «el año de Béatrice».