¡BUENA SUERTE, GRANJA DEL SAUCE!
El año prosiguió adelante. Llegó septiembre y de nuevo se reanudaron las clases. Todas las cosechas habían sido recolectadas y almacenadas. Las patatas también fueron recogidas, y el granjero estaba muy orgulloso y satisfecho. Las remolachas no se habían dado tan bien, porque muchas semillas no habían germinado. Pero esto era bastante corriente con las remolachas.
—Tenemos que arrancarlas antes de que lleguen las heladas —afirmó, cuando llegó el otoño.
Por tanto, arrancaron todas las remolachas y las almacenaron cuidadosamente en unos pozos, que cubrieron con tierra y paja.
—Las ovejas y el ganado estarán encantados este invierno —comentó Billy, mientras almacenaba las enormes raíces en los pozos—. Los nabos también les gustaban mucho. Ya los tengo almacenados en un pozo, en medio de un campo. Habrá muchos para todos los animales.
Cuando llegaron los primeros días de diciembre, en la Granja del Sauce apareció una gran máquina, iba arrastrada por un tractor que hacía mucho ruido al recorrer los estrechos senderos.
—¿Qué es? —inquirió Rory.
—Una trilladora —le contestó el granjero, muy contento—. La alquilé a principios de diciembre, y aquí está. Sirve para trillar el grano para nosotros.
—¿Por qué no le pediste una a tío Tim?
—No tiene ninguna. Los granjeros no suelen poseer trilladoras. Es más fácil y barato alquilarlas. Van de granja en granja. Ahora nos ha llegado el turno a nosotros.
—¿Pero para qué la necesitamos? —preguntó Penny—. ¡Si ya tenemos el trigo amontonado!
—Ah, pero hay que separar el grano de las espigas —replicó su padre—. No podemos comérnoslo tal como está… ¿o te gustaría de este modo?
—No, gracias —negó Penny—. Pero nosotros no nos comemos el grano, ¿verdad, papá? Las gallinas, sí.
—Bueno, se lo venderemos al molinero, el cual lo convertirá en harina, y entonces les compraremos esta harina para hacer nuestro pan, nuestros pasteles y todo lo demás.
El aire no tardó en atronar con el zumbido poderoso de la trilladora.
—Ya está funcionando —les anunció su padre—. Cuando volváis de la escuela podréis ir a verla.
Los niños corrieron hacia casa al salir del colegio. Se dirigieron apresuradamente al patio, donde se hallaban los montones de grano, y entonces observaron cómo funcionaba la trilladora. Cerca se hallaba el tractor que había arrastrado a la máquina.
Cuando Pillina oyó aquel alboroto huyó del hombro de Benjy y trepó a su árbol. Estaba verdaderamente asustada. Penny también lo estaba, aunque no tardó en envalentonarse y acercarse a ver qué sucedía.
Era muy interesante. Billy estaba en un montón, ahorquillando las gavillas que tan cuidadosamente había apilado. Se las arrojaba a Jim, quien rápidamente cortaba las ataduras que unían las espigas entre sí. Después metía las espigas en la trilladora, las cuales caían dentro de un tambor que iba dando vueltas a gran velocidad, el cual tenía seis largos brazos o «batanes», que golpeaban el trigo, apartando el grano de la paja.
El grano iba cayendo dentro de otra máquina llamada la aventadora, donde la paja era separada del grano por completo. Después, el trigo iba cayendo en unos sacos dispuestos por el mismo agujero. Era estupendo contemplar el trigo amarillento dentro de los sacos. Tan pronto como uno estaba lleno, el granjero lo dejaba a un lado y cogía otro vacío. Rory y Benjy comenzaron a ayudarle. Era muy divertido.
La paja quedaba suelta, siendo amontonada en un cobertizo.
—Servirá para los establos este invierno —dijo Rory.
—Sí, la batearemos y también servirá como forraje —añadió Jim—. ¡Del trigo no se desperdicia nada! ¡Ni tampoco del maíz!
—¿Y las pajuelas? —preguntó Sheila, que veía que también los ponían en unos sacos.
—Ah, mi esposa se cuidará de esto —contestó Billy—. Nuestros colchones son precisamente de pajuela, y cada año la renovamos. ¡También tendremos buenos colchones este año!
—¡Caramba, sí que se aprovechan las espigas! —se admiró Benjy—. Del trigo se hace harina, paja para el ganado, para los establos… y pajuela para los colchones.
Todo aquel día y el siguiente, la trilladora atronó el patio, y pronto todo el trigo y el maíz del granero quedó convertido en grano, paja y pajuela, y el granjero y sus hombres miraron con orgullo los sacos repletos por completo.
—Una buena cosecha —afirmó el granjero, hundiendo la mano en un saco lleno y dejando deslizarse el grano por entre sus dedos—. Nuestros campos se han portado muy bien este año.
Cuando la trilladora hubo desaparecido ya, impulsada por el tractor, el tiempo cambió, tornándose húmedo y frío. La lluvia comenzó a abatirse sobre la campiña y los niños no pudieron ya atravesar los campos para acudir a la escuela. Por el contrario, tenían que seguir los senderos y caminos, o sea que la ruta era mucho más larga, por lo que tenían que levantarse antes y regresar más tarde.
Penny se fatigaba mucho. No tenía las piernas tan largas como las de los demás, y no podía correr tanto con el mal tiempo. Cuando llegaron las vacaciones de Navidad se alegró mucho, sobre todo por no tener que levantarse tan temprano y andar cinco kilómetros cada día, hasta la escuela.
—Creo que será mejor que vayáis a un pensionado —díjoles un día su padre—. No podéis caminar tanto cada invierno. Penny está agotada. Y es imposible cederos un caballo y un carro cuatro veces al día. Sí, creo que lo mejor será que vayáis a un pensionado.
Los niños, ante aquella idea, se aterraron.
—¡Cómo! —gritó Rory—. ¡Abandonar la Granja del Sauce nueve meses cada año, cuando las cosas empiezan a ser tan estupendas! ¡Oh, papá, cómo se te ha ocurrido esta terrible idea!
Los cuatro niños estuvieron tan inquietos con aquella idea, que fueron a comunicársela a Sacolín. Faltaban cinco días para Navidad. Cruzaron los mojados prados, y llegaron a la cueva. Sacolín, naturalmente, ya no vivía en la choza del árbol, sino bien abrigado en su covacha. Su amiga la liebre estaba como siempre a su lado.
—Hola —le saludaron los niños, corriendo a abrazar a su amigo—. ¿Cómo estás, Sacolín? Llevamos mucho tiempo sin verte.
Sacolín les contó todas sus novedades, y luego se interesó por la de ellos.
—Sacolín, tenemos una noticia muy mala —empezó Rory—. Mamá y papá están pensando en enviarnos a un pensionado, porque tenemos que recorrer un largo trecho hasta la escuela, durante el invierno, y no podemos atravesar los campos tan mojados.
—Esto sería terrible —reconoció el «salvaje»—. Os echaré mucho de menos.
—Sacolín, ve a convencer a mamá y papá, por favor —le suplicó Penny, cogiéndole de la mano. Estaba segura de que su amigo podía conseguirlo todo. No se resignaban a abandonar la Granja del Sauce para ir a la escuela. ¿Qué sería de los terneros y Mendruguito, y qué de los nuevos borreguitos que nacerían en primavera… para no decir nada de las gallinas y los patos? ¡Era una idea demasiado horrorosa para que fuese cierta!
—Bueno, mañana iré a la granja a hablar con vuestro padre —les prometió Sacolín—, aunque no creo que mis palabras puedan pesar mucho en su ánimo. Al fin y al cabo, tiene razón. El camino hasta la escuela es muy largo y fatigoso, especialmente para ti, Penny.
Los niños estaban efectuando sus compras de Navidad cuando Sacolín fue a ver a su padre a la granja, al día siguiente, por lo que no le vieron ni se enteraron de lo que habían hablado los dos hombres. Y se mostraron tan entusiasmados con sus compras, que hasta se olvidaron de sus temores.
—¿No podríamos invitar a Sacolín el día de Navidad? —le preguntó Penny a su madre—. Por favor, mamita.
—Oh, sí, que venga —accedió la madre—. En realidad, ya le invitamos nosotros y llegará para el desayuno.
El día de Navidad amaneció frío, soleado y brillante. Los niños se despertaron más temprano que de ordinario y hallaron sus medias y calcetines llenos de regalos. Hasta Rory y Sheila tuvieron las medias y calcetines llenos, ya que el día de Navidad se sentían tan chicos como Benjy y Penny.
Mamá les regaló un reloj a cada uno. Rory y Sheila ya habían tenido, pero el chico perdió el suyo y a Sheila se le rompió el que tenía. Los relojes nuevos eran de plata, muy lindos. Todos se los pusieron rápidamente en la muñeca.
Luego bajaron a la cocina y le entregaron sus regalos a Harriet y Fanny. Ésta se quedó muy satisfecha con tantos obsequios. Su rostro dejó traslucir su alegría cuando abrió los paquetes y encontró un bolígrafo, regalo de Rory, un libro de Sheila, un manguito, obsequio de Benjy y unos dulces de Penny.
—Y gracias, Fanny, por haberme ayudado tanto con las gallinas —le agradeció Sheila—. ¡La próxima primavera volveremos a divertirnos mucho con los polluelos!
Los niños salieron de la cocina, y entonces fue cuando Rory dijo algo que estaba en la mente de todos.
—¡Vaya, todos nos han hecho regalos menos papá!
Su padre, que le oyó, se echó a reír.
—Mi regalo no tardará en llegar —les dijo—. No hubiese cabido en vuestros calcetines. Mirad por la ventana y veréis quién viene.
Los niños chillaron de gozo corriendo a la ventana. No se imaginaban cuál sería el presente de Navidad de su padre.
Pero no tardaron en descubrirlo. Por el camino venía Sacolín… pero no iba solo. Con él iban cuatro pollinos grises, rollizos y muy hermosos. Los niños apenas daban crédito a sus ojos.
—Papá… ¿son para nosotros estos burritos? —preguntó Rory—. ¿Uno para cada uno?
—¡Sí, uno para cada uno! —afirmó su padre con una sonrisa—. Sacolín estuvo aquí el otro día y me suplicó que no os llevase a un pensionado… sugiriéndome que os regalase un burro a cada uno de vosotros para que podáis cruzar los campos, bien montados, durante todo el invierno. Vuestra madre y yo hallamos la idea sumamente espléndida, y Sacolín se ofreció a comprar los cuatro burros en el mercado, trayéndolos el día de Navidad. Sabía que un amigo tenía seis para vender. Eligió cuatro… ¡y aquí están!
Los niños se precipitaron al campo, rodeando a Sacolín. Estaban tan excitados y contentos que apenas le felicitaron las Navidades.
—¿Cuál es el mío? —preguntó Rory—. ¡Oh, son hermosísimos!
Sacolín fue entregando un burro a cada niño. Los dos más grandes para los muchachos y los otros dos para las niñas. Todos montaron al instante y galoparon en torno a la granja. Eran tan felices, que cantaban a voz en grito.
—¡Ahora ya no abandonaremos la Granja del Sauce, la Granja del Sauce, la Granja del Sauce! —cantaron todos—. ¡Arre, burro, arre! ¡Oh, qué delicioso será estar aquí todo el invierno!
Los padres de los niños, junto con Sacolín, los contemplaban llenos de gozo, riendo complacidos, mientras los niños seguían galopando sin cesar. Cuando por fin bajaron de sus monturas, su padre les dijo:
—Habéis trabajado mucho y bien este año, y nos habéis prestado un buen servicio. No os habéis quejado ni habéis gruñido, os habéis mostrado dichosos y contentos, y nos habéis ayudado a levantar esta granja. Por tanto, es justo que se os dé una recompensa. Por esto he gastado parte del dinero que he ganado con vosotros. ¿Cómo pensáis llamar a vuestros burritos?
—¡El mío se llamará Rucio! —exclamó Rory, que había leído «Don Quijote».
—El mío Temblor —añadió Benjy.
—El mío Zafiro —eligió Sheila.
—Pues el mío Rebuzno —confirmó Penny. Y precisamente en aquel instante su burrito comenzó a rebuznar.
—¿Lo veis? Ya sabe su nombre —exclamó Penny, riendo—. Oh, papá, qué regalo tan estupendo. ¡Ahora ya no tendrás que enviarnos a ningún pensionado! ¡Qué bien! Oh, qué divertido será ir a la escuela montados todos en nuestros burritos cada mañana y regresar del mismo modo por las tardes…
—¡Oh, querida, querida granja! —continuó Penny—. ¿Qué ocurrirá el año próximo? ¡Porque siempre suceden cosas tan emocionantes en nuestra Granja del Sauce! Estoy segura de que el año que viene será aún más estupendo…
Pero esto, claro está, ya es otra historia.
Y siempre podrían continuar ya galopando por los prados maravillosos de la Granja del Sauce.