CAPÍTULO XX

APILANDO HENO MIENTRAS LUCE EL SOL

El tiempo volvió a aclararse el martes, y el cielo volvió a brillar, muy azul.

—No hay una sola nube —exclamó Sheila, cuando junto con Fanny iba a dar de comer a las gallinas—. ¡Ni una! Pero fíjate en estos charcos… Anoche debieron caer toneladas y toneladas de agua.

—Naturalmente —asintió Fanny—. Esta mañana la balsa de los patos está a rebosar, y los patitos están jugando en todos los charcos. Sería estupendo tener unos pies con membranas como ellos y poder chapotear por el agua.

Sheila se echó a reír.

—Penny siempre suele decir cosas parecidas, Fanny. Mira, allí está, sacando los terneros al campo. ¡Penny! ¡Penny! ¿Está todo mojado esta mañana, verdad?

—Sí —le contestó Penny, gritando—. Y la hierba me empapa el calzado. Tengo los zapatos completamente mojados. ¡Qué bien no cortásemos ayer el heno! Hoy habría estado todo mojado.

Al terminar el día, el sol y el viento ya habían secado la hierba. Por la noche sopló una fuerte brisa que terminó de secarla, de modo que el padre de los niños opinó que podrían segar el jueves.

—¡Tendremos vacaciones hasta el martes! —gritó Rory, con júbilo, al enterarse de la noticia—. ¡Qué estupendo! Papá dice que mañana por la mañana tendremos que levantarnos todos cuando amanezca para cortar el heno. Esta semana ayudaremos todos, hasta mamá y Harriet.

Hechicero y Huracán iban arrastrando la máquina que segaba la hierba. Ésta caía en haces detrás, y el prado no tardó en quedar tan mondo y lirondo como las ovejas después del esquilado. En muy poco tiempo, todo el heno quedó segado, tornándose de un color verde gris, esparciendo un olor muy suave por el ambiente.

—¡Me encanta el olor del heno! —afirmó Sheila, olfateando el aire—. No me extraña que al ganado le guste comérselo en invierno. A mí también me gustaría.

El heno recién segado olía espléndidamente, sobre todo por la noche. Estaba tan seco que el granjero dijo que sólo necesitaba ser girado una vez.

El heno formaba largas hileras. Los niños jugaban por entre las mismas, arrojándose unos a otros grandes puñados de heno, y enterrándose debajo de una hierba que olía tan bien.

—No importa que nos revolquemos por el heno, ¿verdad, papá? —preguntó Penny.

—No —la tranquilizó su padre—. Cuanto más flojo esté el heno, mejor. Vosotros estáis ayudando a secarlo. Mañana habrá que girarlo.

—¿Cómo segaban el heno antes de inventar estas máquinas? —inquirió Rory. Y añadió—: ¿Lo hacían a mano?

—Naturalmente —le explicó su padre—. ¡Y era una labor larga y agotadora! Los grandes prados de heno eran segados por hombres que manejaban las hoces, con sus hojas curvadas y muy afiladas, provistas de un mango muy grande, y tardaban varios días en segarlo. Nuestras modernas máquinas nos prestan un gran servicio. Ojalá tuviera otras mucho más…, pero cuando la granja empiece a producir, compraré todo lo que nos falto, y vosotros aprenderéis a utilizar la moderna maquinaria en la Granja del Sauce.

—Estupendo —asintió Rory, muy entusiasmado.

Al día siguiente, todos trabajaron duramente en los prados de heno, volviendo las haces de heno con las horcas, de modo que hasta los tallos más pequeños, y húmedos, estuvieran expuestos al sol. El heno se hallaba en muy buen estado y el granjero se mostró muy complacido. Luego miró al cielo.

—Este tiempo tan seco y caluroso le va muy bien al heno —afirmó—. Me alegro de haber seguido el consejo de Sacolín, y haber aguardado unos días.

Sacolín también les ayudaba a secar el heno. Él y los niños se divertían mucho, especialmente cuando encontraron a Penny y Mendruguito dormidos juntos en un rincón, enterrados cuidadosamente bajo un montón de aromático heno. Penny no recordaba dónde estaba cuando se despertó y se encontró debajo de tanto heno.

—Debemos colocar el heno en montoncitos —ordenó el granjero—, formando largas hileras por todo el prado.

—Oh —exclamó Sheila, desmayada—. ¡Esto significa muchísimo trabajo!

—No para ti —replicó su padre—. Dejaremos que Huracán lo haga por nosotros. Él arrastrará el rastrillo que amontonará el heno.

Rory ayudó a Jim a conducir el rastrillo. Tenía unos tres o cuatro metros de ancho, con dos poderosas ruedas y bastantes dientes de acero. Huracán quedó uncido a la máquina y pronto comenzó a trabajar. El caballo era guiado por Rory, arriba y abajo del prado.

Penny lo contemplaba todo con curiosidad, y de cuando en cuando correteaba en torno a la máquina.

—Oh, Rory, qué bien… Estos dientes de acero recogen todo el heno…

—Sí —repuso Rory, con orgullo—, fíjate en lo que sucede. El rastrillo está lleno de heno, entonces yo muevo esta manivela, con lo cual la fila de dientes se levanta, y la carga de heno cae, formando una larga hilera en el campo. Es muy práctico, ¿verdad, Penny?

El rastrillo realizaba la labor de seis o siete hombres. Jim y Rory se iban turnando, y pronto los prados de heno mostraron una apariencia magnífica con todo el heno esparcido en grandes montones.

Luego había que construir los pajares… o sea pequeñas pilas de heno en el prado. Los niños ayudaron a la construcción, y cuando aquella noche abandonaron los prados, estaban completamente fatigados pero muy felices, porque los pajares componían un cuadro muy grato a la vista, tan pacíficamente asentados en medio de los prados, como soñando en el sol, el viento y la lluvia, que les había ayudado a crecer cuando el heno no era más que hierba.

—¿Qué más hay que hacer ahora? —quiso saber la inquieta Penny.

—Hay que edificar los grandes pajares —le contestó Sacolín, cogiendo a la cansada niña y subiéndosela a la espalda—. Ya verás qué bueno es Billy construyendo grandes pajares. Es el mejor constructor en muchos kilómetros a la redonda.

—No habría nunca pensado que edificar un pajar fuese tan difícil —se admiró la pequeña, adormilada ya—. Basta con amontonar el heno cada vez más alto.

Sacolín se echó a reír de buena gana.

—Ya verás cómo se construyen, y entonces no te parecerá tan fácil.

El heno fue acarreado al balaguero en el viejo carro. A los niños esto les encantó. Treparon a lo alto del carro, ya bien cargado, mientras Hechicera iba haciendo «clip-clop» por los senderos que olían a madreselva. Los setos rozaban el carro, cuando pasaba por veredas muy estrechas.

—¡Oh, qué divertido resulta estar aquí arriba —exclamó Sheila—, con el heno debajo de nuestros cuerpos, y el cielo azul de verano en lo alto! ¡Espero que a Hechicera no le importará nuestro peso!

A Hechicera ciertamente no le importaba. Para ella no había ninguna diferencia entre transportar cuatro, seis o doce chiquillos en el carro. Continuaba haciendo resonar los cascos por el camino en dirección al balaguero, fuerte, lenta y paciente.

Parte del heno fue almacenado en un cobertizo, pero el granjero no tenía bastante sitio para todo, por lo que hubo que construir pajares. Billy tomó el mando de ello al momento.

Y comenzó la construcción del primer pajar. Los niños lo contemplaron con gran interés. Eran un pajar muy grande, de forma oblonga. Cuando estuvo ya muy alto, Billy y otros dos mozos se situaron arriba.

—Tenemos que prensar el heno tanto como podemos —les explicaron a los niños—. Ah, aquí llega otra carga en el carro.

El carromato se detuvo al lado del pajar. Rory obtuvo permiso para trepar arriba del carro y utilizar una horca. Tenía que arrojar el heno al sitio donde Billy lo esperaba, encima del pajar.

—Vigila bien la horca —le previno Jim—, ya que al principio puede ser peligrosa, hasta que uno se acostumbra a manejarla.

Rory tuvo mucho cuidado. Se apartó del hombre que le ayudaba, a fin de que la horca no le embistiese, y arrojó el heno diestramente, amontonando el heno con firmeza y seguridad. Y el pajar cada vez subía más arriba.

Benjy tuvo que dar la vuelta al pajar con un rastrillo.

—Así quitarás el heno suelto —le dijo Jim—. De esta forma, los bordes del pajar quedarán limpios. ¿Está aquí dentro vuestro padre? Bravo. Que nos diga si el pajar está un poco inclinado, y lo enderezaremos.

—El año próximo instalaré un ascensor —profirió el granjero—. De este modo nos ahorraremos mucho trabajo.

Rory pensó que un ascensor sería estupendo, ya que mucho antes de que el pajar quedase terminado, estaba completamente agotado. ¡Le dolían los brazos de tanto arrojar heno con la horca!

Billy techó bellamente el pajar para resguardarlo de la lluvia. Había edificado el centro de la parte superior mucho más elevado que los bordes, de forma que la lluvia pudiese resbalar y caer fuera de los haces, tal como resbala por el tejado de un edificio.

—¡Y ahora le daré el toque final! —exclamó Billy.

Los niños entonces vieron cómo retorcía un poco de heno y empezaba a colocarlo encima del pajar, en el centro. ¡Era una corona!

—Ya está —se ufanó Billy—. De este modo, cualquiera que pase por aquí sabrá que yo he construido este pajar, ya que esta corona en lo alto es mi firma.

—Me parece muy bien —aprobó Penny, admirada—. Oh, es un pajar perfecto, y huele muy bien. ¡Cómo les gustará a los animales comerse este heno, cuando empecemos a sacarlo de este pajar para dárselo a ellos!

La época de segar el heno terminó cuando concluyó la construcción del último pajar, y el granjero y los mozos se mostraban muy complacidos. En el balaguero se elevaban tres estupendos pajares, que aseguraban el forraje para los animales durante el invierno. Les gustaba pensar que no les faltaría el alimento. A los niños también les entusiasmaban los pajares, y a menudo se acordaban de la balanceante hierba, tan bella al impulso del viento, que ahora se había convertido en los tres pajares de la granja.

—Siento que se haya terminado la época de la siega del heno —se condolió Penny—. Ha sido muy excitante. Estoy segura de que este año ya no habrá nada semejante en la Granja del Sauce.

—Espera a que llegue la época de la cosecha —le advirtió Rory—. ¡La cosecha es el gran acontecimiento del año! ¡Espera hasta entonces, Penny!