¡TODO EL MUNDO TIENE TRABAJO!
Las semanas fueron transcurriendo alegremente. Los niños se iban a la escuela los días laborables, y disfrutaban inmensamente los sábados y domingos. Siempre había algo que hacer en la granja. El tiempo era bueno y soleado, y los niños se pusieron tan morenos como bellotas.
La lechería funcionaba bien. La madre estaba encantada, porque vendía muy bien la nata y la mantequilla. Todo el mundo alababa esta última, asegurando que era deliciosa. Harriet era muy hábil para confeccionarla en piezas de libra y media libra, y Sheila había aprendido a envolverlas cuidadosamente.
Aquel verano, Sheila se sintió muy feliz, ya que pudo trabajar en la lechería junto con su madre y Harriet. Era muy divertido separar la nata de la leche, y fabricar mantequilla con la nata. También era agradable presionar la mantequilla para quitarle la humedad, cortarla en piezas y envolverlas. Sheila se sentía muy orgullosa cuando veía las pilas de mantequilla en los estantes de la lechería, envueltas en el papel de la Granja del Sauce.
Ella y Fanny, asimismo, continuaban cuidando a las gallinas. Habían colocado más huevos bajo otras dos gallinas cluecas, obteniendo nuevamente veinticuatro nuevos polluelos, para su orgullo y delicia. Ahora, el patio de la granja estaba lleno de gallinas, polluelos y patitos… que también nadaban alegremente en la balsa, desde el amanecer hasta el crepúsculo.
Las dos niñas vendían muchos huevos, ganando gran cantidad de dinero. Seguían anotando todos los huevos y las ventas en la vieja libreta, y Sheila se crecía de gusto cuando les mostraba los resultados a sus padres.
Los lechones también engordaban rápidamente. Todo el día daban vueltas por el huerto, y la marrana se mostraba sumamente contenta, por lo que los niños la amaban también, a pesar de su fealdad.
Rory y Benjy habían aprendido a cuidar de los caballos. Su padre decidió que resultaría una buena ayuda durante el atareado verano, si los chicos cuidaban de los caballos por las mañanas en lugar de Jim. De este modo, éste podría ocuparse en otras labores.
Naturalmente, Rory y Benjy se mostraron encantados con aquella decisión, ya que ambos adoraban a sus caballos. Huracán, Veloz y Hechicera eran sus favoritos.
Fue Jim quien les enseñó a cuidarlos.
—Primero, situaros cerca del caballo. El mejor lado, claro está, es el izquierdo. Luego, coged el cepillo con la mano izquierda y el peine con la derecha. Así mismo, Rory.
—¡Vaya peine! —exclamó Penny, que lo estaba contemplando todo con gran interés—. A mí no me gustaría peinarme con esto.
—Tiene las púas de hierro —se explicó Rory—. ¿Qué más, Jim?
—Empieza por la cabeza. Peina y cepilla, por turnos. Luego el cuello…, el lomo…, las piernas delanteras. Así…, muy bien. Frota vigorosamente. A los caballos les gusta.
Rory peinó y cepilló con fuerza. Esto le acaloró, pero no le importaba. Era estupendo trabajar de este modo con los caballos. Era un verdadero trabajo de hombres.
—Golpea fuerte el peine contra el establo para quitarle la porquería y el pelo —le aconsejó Jim.
Rory obedeció, limpiando así el peine. Los otros le estaban contemplando embelesados. Benjy y esperaba su turno para el día siguiente.
—Cuando hayas terminado con este lado del caballo, sigue con el otro —añadió Jim—. Bien, ahora te dejo solo. Cuando hayas terminado con Hechicera, dale de comer. Luego, volveré y te enseñaré a embridarla.
Transcurrió más de una semana antes de que Rory y Benjy supiesen cuidar debidamente a los caballos. Pero después lo hicieron tan bien como los mozos, y su padre se mostró muy satisfecho de ellos. Benjy era mucho mejor que Rory porque sabía cuidar bien a todos los animales, y éstos le querían por esto.
Penny siempre se mostraba interesada cuando veía que les ponían el bocado a los caballos.
—¿Por qué les entra tan bien?
Jim le abrió la boca a Hechicera y le enseñó a la niña los poderosos dientes de la yegua.
—Mira, aquí hay un espacio libre, exactamente entre los dientes delanteros y los posteriores de Hechicera…, ¿lo ves? Pues aquí es donde se inserta el bocado.
—Oh —exclamó Penny, entristecida—, ¿entonces, hay que sacarle los dientes hacia fuera para ponerle el bocado, Jim?
El mozo se echó a reír a carcajadas. Penny siempre decía cosas muy graciosas.
—No, no, nada de eso —replicó Jim—. Un caballo siempre tiene este espacio libre, donde nunca le crecen los dientes de modo que el caballo no tiene que sufrir si se le pone el bocado.
—Oh —exclamó Penny—, cuando me alegro de que no haya que sacarle los dientes hacia fuera. ¿No es estupendo que los caballos tengan los dientes de esta manera?
Una de las cosas que más feliz hicieron a Penny aquel verano fue la llegada de los tres terneros. Habían nacido en la granja. Las vacas madres se llamaban Campanela, Estirada y Fontana, y eran de pelaje colorado y blanco, con unos ojos pardos muy dulces.
Los terneros eran como sus madres, siendo realmente adorables. Penny iba a verlos veinte veces diarias, al menos. Los animalitos le lamían la mano, y a ella le gustaba mucho. Eran unas bestezuelas con las que podía jugar, no tan graves como las vacas, siempre dignas y serias.
—Papá, quiero cuidarme de los terneros —le rogó Penny, con toda seriedad, cuando supo que habían nacido los terneros—. De veras. Sheila y Fanny se cuidan de las gallinas, y no permiten que las ayude en absoluto. Rory y Benjy tienen los caballos a su cargo. Yo solamente tengo a Mendruguito, y ahora que ya come hierba ni siquiera tengo que alimentarlo con el biberón.
—Pero, querida Penny, eres demasiado pequeña para ayudarnos con eficacia en nada —le replicó su padre, que todavía pensaba que era sólo una cría—. Sólo tienes ocho años.
—Bueno, no es culpa mía —lloriqueó Penny—. Ya cumpliré los nueve lo antes que pueda, pero todavía me falta un año. Yo estoy segura de que podría cuidarme de los terneros, papá. Sacolín dijo que podía. Y añadió que son muy fáciles de dominar, si se les enseña desde el principio…
Al final, Penny obtuvo el permiso, aunque Harriet la ayudaría al principio. La niña no cabía en sí de gozo.
—Ah, Mendruguito, ahora sí que me han encargado de una verdadera tarea, como a los demás —le dijo al borreguito que, como de costumbre, la seguía por todas partes—. Ya sé que tendrás celos, Mendruguito, cuando me veas darles el biberón a los pequeños terneros, como te lo daba a ti.
Harriet ponía la leche en unos cubos para los tres terneros, los cuales se pasaban todo el día en los campos, si bien al anochecer eran conducidos a los cobertizos. Penny iba con Harriet para darles la leche.
—Fíjate bien cómo lo hago —le decía la buena cocinera, dejando los cubos delante de los terneros. Todavía no saben cómo beber la leche…, ¡hace tan poco que han nacido! Bien, yo se lo enseñaré. Estos terneros saben mamar, pero tienen que aprender a sorber. Y nosotras tenemos que enseñarles.
—¿Cómo? —se admiró Penny—. Mendruguito chupaba en la botella…, pero los terneros no pueden hacerlo porque son demasiado grandes.
—Fíjate en mí —repitió Harriet.
Acto seguido, metió los dedos en un cubo de leche hasta que dejaron gotear el blanco líquido. Luego sostuvo la mano junto al ternero más próximo. Éste no se dio cuenta. Harriet le colocó sus lechosos dedos contra la boca. El ternero olió la leche y entreabrió los gruesos labios. Al cabo de medio segundo, estaba lamiendo lo mano de Harriet.
—Oh, pero, Harriet, de esta forma tardaremos años y años en alimentar a los terneros —exclamó Penny, contemplando con desmayo los cubos de la leche.
Harriet se echó a reír.
—Fíjate, Penny, fíjate.
Harriet retiró lentamente la mano hacia el cubo de leche. El ternero, deseando lamérsela, la siguió con el morrito. Harriet volvió a hundir rápidamente la mano en el cubo y tornó a ofrecérsela al ternero. Luego, mientras éste lamía frenéticamente, retiró la mano una vez más, metiéndola dentro de la leche. El ternero la siguió golosamente… ¡y metió el morro en el cubo!
Lamió afanoso los dedos de Harriet, pero como tenía la boca dentro del cubo, también comenzó a tragarse la leche al mismo tiempo.
—Oh, eres muy lista, Harriet —exclamó Penny—. Quita ahora la mano, a ver si el ternero se bebe solo la leche.
Pero no fue así. Quería seguir lamiendo los dedos de Harriet, a pesar de estar bebiendo también leche. Por tanto, Harriet tuvo que mantener la mano dentro del cubo, y el ternero fue lamiendo y bebiendo glotonamente.
—Por favor, déjame hacerlo a mí con el segundo ternero —le suplicó Penny—. Sé que sabré hacerlo.
Harriet se lo prometió, y ante el deleite de la niña, el segundo ternero le lamió la manita y la siguió ávidamente hacia la leche, como había hecho su compañero.
—Bravo —aplaudió Harriet—. ¡Éste es el primer paso, Penny! ¡Los terneros ya no tardarán mucho en acudir corriendo cuando oigan la llegada de los cubos!
Harriet tenía razón. Los terneros pronto aprendieron a beberse la leche, y cuando Penny dejaba los cubos uno a uno, tenía que procurar que los hambrientos terneros no chocaran entre sí.
Tenía que alimentarlos tres veces al día: antes del desayuno, a mediodía, y antes de acostarse. Pero era una labor muy grata y a la niña le encantaba. La hacía sentirse importante y mayor poder hacer una labor por sí sola.
Durante nueve semanas, Penny alimentó a los terneros tres veces al día. Les daba la leche separada, sin nata, y Harriet le enseñó a verter unas gotitas de aceite de hígado de bacalao en los cubos, para sustituir la falta de nata. La niña siempre medía cuidadosamente la cantidad de aceite de hígado, y jamás se olvidaba de hacerlo.
Los lechoncitos también tenían su leche que les encantaba. Pero Penny estaba contenta porque sus terneros se bebían mejor leche que los cerditos. Cuando tuvieron ya dos meses sólo tuvo que alimentarles por la mañana y por la noche. Y ya no tardarían en dedicarse a los alimentos sólidos: nabos, remolachas, zanahorias… Penny hacía toda clase de preguntas y estaba segura de que también podría cuidarse de los terneros cuando fuesen mayores.
Los animales crecían muy bien. Amaban a Penny, y tan pronto como la niña aparecía en la valla del campo con Mendruguito, los temeros corrían hacia ella, agitando sus largas colas de contento. Tanto si la niña les llevaba comida como si no, se alegraban siempre de verla.
Por la noche, Penny iba a buscarlos al campo y los llevaba a un cobertizo bien ventilado. Cuidaba que no les faltase paja abundante, y se preocupaba tanto y tan bien por sus terneros, que sus hermanos estaban asombrados.