CAPÍTULO XVI

EN LA HERRERÍA

Cada niño tenía sus animales favoritos y también sus aves predilectas de la granja. Sheila, naturalmente, estaba enamorada de sus gallinas, patitos y polluelos. Penny amaba a su borreguito, y a todos los demás. Benjy y Rory sentían una gran pasión por los caballos, por encima de todo.

Los de la granja eran excelentes. Eran caballos Shire, grandotes y pesados, lentos y tremendamente resistentes. Como el padre no poseía mucha maquinaría para las faenas del campo, empleaba mucho a los caballos. Benjy y Rory los amaban de veras.

Más que ninguno les gustaba Hechicera, la yegua, con sus ojos pardos, cargados de paciencia, y unas pestañas muy largas. Hechicera era una verdadera campesina. Jamás se fatigaba y podía recorrer los campos kilómetros y kilómetros desde el amanecer hasta el crepúsculo. Todos los mozos de la granja estaban contentos de ella, y siempre la obsequiaban con terrones de azúcar.

—Es una buena yegua —se ufanaba Billy, cuando se inclinaba sobre la cerca para contemplarla.

—Sí, estupenda —corroboraba Jim, y los niños que les escuchaban opinaban lo mismo.

A menudo montaban a lomos de la yegua que les llevaba desde la casa a los distantes campos, y a ellos les encantaba el «clip-clop, clip-clop» de sus cascos.

—Es tan agradable despertarse por las mañanas y oír el «clip-clop» de Hechicera por el patio… —decía Benjy.

—A mí también me gusta estar en casa y oír cómo canta el gallo y le contestan las gallinas y los patitos —exclamaba Sheila.

—A mí me extasía oír cómo mugen las vacas y cómo relinchan los caballos —replicaba Rory.

Un día, Hechicera necesitó que la herrasen de nuevo.

—¿Crees que papá nos permitirá que la llevemos a la herrería? —le preguntó Rory a su hermano Benjy—: Los mozos estarán todos muy ocupados en el campo.

—¡Oh, dejadme venir también! —suplicó la pequeña Penny—. ¡Quiero ver cómo se hierra a un caballo! Nunca lo he visto. ¿Hay muchas herraduras para ver cuál es la que le sienta mejor?

—¿Qué dices, Penny? ¡Qué cría eres! —rió Rory—. ¡No, tonta! A los caballos les clavan las herraduras.

—¡Oh, pobrecitos! Debe dolerles mucho… —y Penny casi rompió a llorar de pesar, al pensar en lo mucho que debían dolerles los clavos a los caballos—. Me parece que no me gustará ver cómo hierran a un caballo.

—Pues será mejor que vengas y así verás cómo se hace —replicó Benjy.

Papá accedió o que Rory llevase a Hechicera a la herrería para que la herrasen. Era sábado, por lo que todos los niños tenían fiesta. Y, naturalmente, todos quisieron ir.

—Bueno, vendréis todos —concedió Rory—, pero yo guiaré a Hechicera.

Nunca había llevado a ningún caballo hasta la herrería del pueblo y le parecía una gran cosa. ¡Y no quería compartir con los demás aquel honor!

—¿Podré montar a Hechicera? —quiso saber Penny.

—Sí, eso sí.

Todos fueron a comunicarle a Jim que se llevaban a Hechicera a la herrería. Y cuando se ponían en marcha vieron a Sacolín. Éste traía unas semillas de unas flores especiales para la madre de los niños. Se las entregó a Sheila y se ofreció para acompañarles a todos a la herrería. Pillina saltó a su hombro tan pronto como vio al salvaje, y le mordisqueó gentilmente el cabello.

—¿Puede venir Mendruguito también? —suplicó Penny—. Yo iré subido en Hechicera, pero Mendruguito podría ir contigo, Sacolín.

El borreguito no se lo hizo rogar dos veces y siguió dócilmente al «salvaje». Como los demás animales, también le adoraba. Y durante la marcha no dejó de dar vueltas a su alrededor.

Jim le entregó Hechicera a Rory. El muchacho tomó la yegua con orgullo y la condujo a través de la cerca hacia el camino.

—¡Vamos a comprarte zapatos nuevos! —le gritó—. ¡Arriba, Penny! Nos vamos.

Sacolín ayudó a la niña a encaramarse a lomos del noble bruto.

—¡Es como ir sentada sobre un gran sofá! —se extasió la niña—. ¡Sólo que un sofá no hace «bum-bum-bum» como el lomo de Hechicera!

Fueron descendiendo por el sendero donde el perejil se balanceaba a cada lado. En los campos se veían muchos ranúnculos. Las montañas distantes eran azules y toda la campiña ofrecía un aspecto magnífico.

—¡Me gustaría saber el nombre de todas estas flores! —exclamó Sheila, agachándose para arrancar unas del borde del camino—. Hay tantas cosas que aprender cuando se vive en el campo… Los nombres de las flores, de los animales, de los pájaros, de los árboles, de las plantas… Y sin embargo, todos los campesinos saben estos nombres de memoria.

—En esto tienes razón —observó Sacolín—. Es raro que personas que viven toda su vida en un país sepan tan poco de estas cosas. Ánimo, Sheila, aprende todo lo que puedas. Es muy divertido… como siempre dices.

Rory conducía a la yegua por el lado izquierdo del camino. Sacolín le llamó.

—Rory, conduce a Hechicera hacia la derecha. A un caballo siempre hay que guiarlo hacia la derecha.

—Oh, sí, lo había olvidado —asintió Rory—. Jim ya me lo advirtió.

Entonces, guió a Hechicera hacia el otro lado del sendero. Pero él se quedó al lado izquierdo de la yegua, y Sacolín volvió a avisarle.

—Ponte al otro lado de la yegua, Rory. Y coge la brida con la mano derecha, cerca de su cabeza. Sostén el extremo suelto con tu izquierda. Exacto, hijito. De este modo, si algo asusta al animal, tú podrás dominarlo con facilidad.

—Gracias, Sacolín —le correspondió Rory, a quien nunca le molestaba aprender algo nuevo—. Y supongo que para conducir un caballo uncido a un carro tengo también que ir por la derecha.

—No, por la izquierda —le corrigió Sacolín—, pero si encuentras un caballo guiado, entonces debes ir por la derecha. Fíjate en el carro que se acerca. Los dos estáis en el mismo lado del camino. Mira lo que hace el carretero.

Efectivamente, un hombre conducía un caballo uncido a un carro. Tan pronto como divisó a Rory que llevaba a Hechicera, el carretero hizo que su caballo cruzara el camino hacia el otro lado, y luego volvió al mismo lugar cuando hubo pasado Rory.

—Exacto —exclamó Sacolín—. Ésta es la regla de la carretera, respecto a los caballos, Rory. Por favor, Mendruguito, ya es hora de que tú también aprendas las reglas de la carretera. Has estado a punto de dejarte atropellar.

No tardaron en llegar a la herrería. Era un lugar muy emocionante, con un gran fuego al fondo. El herrero era un individuo con una barba bastante, poblada y cara morena. Su cabello negro y rizado estaba empapado de sudor por el calor de la herrería.

—Buenos días, jovencito —saludó a Rory—. De modo que tú me traes a Hechicera para que le ponga sus nuevas herraduras, ¿eh? Ah, es una yegua excelente.

—Eso es lo que dice todo el mundo —afirmó Penny, deslizándose desde lo alto de la yegua al suelo—. ¿Le quitará primero las herraduras viejas, señor herrero?

—Naturalmente —rió el aludido—. Ya lo verás, guapita. ¡Aquí, Hechicera, vamos, aquí!

—¿Por qué tienen que llevar herraduras los caballos, Sacolín? —le interrogó Penny, cogiendo la mano del «salvaje»—. Las vacas no llevan, ni las ovejas, ni los gatos ni los perros.

Sacolín se echó a reír.

—Oh, Penny, un caballo no necesita las herraduras para correr sobre la hierba suave y blanda, sino para andar por los caminos duros y rocosos, donde sus cascos se romperían, si no las llevasen. Su casco está hecho de lo misma materia que nuestras uñas, o sea tejido córneo… como una especie de estuche para sus pies.

Penny y los otros se dedicaron a contemplar al herrero. Éste se puso un viejo delantal de cuero. Luego levantó la pata trasera de Hechicera y la estudió. Cogió unas pinzas y sacó la herradura vieja y luego, con su cuchillo cortó parte del casco recién crecido.

—¿Qué es esta parte elevada que hay en medio del casco de Hechicera? —quiso saber Sheila.

—Es lo que se llama la rana —le explicó Sacolín—. Los niños rieron a carcajadas.

—¡Qué nombre tan gracioso! —exclamó Penny—. ¿Es que croa?

—¡Vaya broma! —añadió Rory—. Supongo, Sacolín, que la rana es el lugar por donde se apoyaría el caballo al andar si no llevase herraduras.

—Exactamente —le confirmó Sacolín—. Ahora fijaos en lo que le hace el herrero a Hechicera. Es muy hábil.

Todos los niños contemplaron mientras el herrero cogía uno barra de hierro recta. Luego la calentó hasta que se puso blanca. Acto seguido, le resultó muy fácil doblarla hasta darle la forma de herradura. El herrero le propinó a continuación fuertes martillazos. Volvió a ponerla en el fuego de la fragua y de nuevo la calentó.

—Ahora le está haciendo los agujeros para los clavos —exclamó Benjy—. ¡Mirad cómo atraviesa el hierro!

Mientras la herradura estaba caliente todavía, el herrero la aplicó al casco de Hechicera.

—Necesita ver si se adapta bien al casco —explicó Sacolín—. No, todavía no. Ahora fijaos cómo separa las partes que ha chamuscado la herradura.

Cuando el herrero volvió a probar la herradura, ésta se ajustó ya al casco de la yegua. Entonces, el hombre colocó la herradura en agua fría y de nuevo la puso bajo el casco. Hechicera, pacientemente, tenía levantada la pata. Sabía exactamente qué le estaban haciendo y se mantenía completamente quieta.

—¡Oh, le está clavando la herradura al pie! —gritó Penny, indignada—. ¿No le hará daño, Sacolín?

—Claro que no. ¿Te duele cuando te cortas las uñas, Penny, o cuando te las limas? ¡A Hechicera no le duele en absoluto! ¿Ves cómo los clavos están doblados por las puntas? Esto es porque cuando los han clavado se han girado hacia fuera… de lo contrario habría podido penetrar en la piel de Hechicera y herirla. Y entonces, habría cojeado.

El herrero clavó rápidamente los clavos en la herradura. Luego frotó los bordes de la misma con un raspador… ¡y la primera herradura ya estuvo lista! Hechicera bajó la pata y pateó un poquito.

—Lo hace para ver si le sienta bien —afirmó Penny—. Yo hago lo mismo cuando me compran zapatos nuevos.

El herrero cogió la otra pata trasera de Hechicera y le colocó la nueva herradura.

—Observad cómo las herraduras posteriores son más puntiagudas que las delanteras —observó el herrador con su profunda voz—. De este modo, cuando recojáis una herradura en un camino, podréis saber si pertenece a una pata delantera o trasera.

A Penny no le gustó el olor a casco chamuscado. Y salió fuera de la herrería con Mendruguito. Los demás se quedaron con Sacolín para observar el final de la operación. A Benjy le gustó el oficio de herrero. Pensaba que era una existencia muy entretenida tener una herrería, con una fragua enorme, y muchos caballos entrando y saliendo cada día, para ser herrados.

—Tendrá usted mucho trabajo, ¿verdad? —le preguntó al herrero.

—Ni la cuarta parte que mi padre, y ni la décima que mi abuelo —fue la respuesta—. Ah, en los viejos tiempos, antes de la operación de los automóviles y antes de que los granjeros adquiriesen maquinaria nueva para sus campos, había más caballos de los que uno podía herrar. Y el negocio florecía. Pero en la actualidad se han acabado los coches de caballos, y en las granjas todo son máquinas. ¡No, ya no es negocio el mío!

—Entiendo —observó Benjy—. Un día tendré una granja de propiedad, y sólo trabajaré con caballos, y tendré mi propia herrería. ¡Esto sí que será estupendo!

—Bien, ya he terminado —concluyó el herrero, dándole a Hechicera una palmada en su reluciente lomo—. ¡Andando, amiguita! ¡Ya puedes volver a tu trabajo!

Penny montó de nuevo en la yegua, y los cinco regresaron lentamente a la granja, Sacolín iba a quedarse a tomar el té. Esto era estupendo. Después, irían todos a dar un paseo… y el «salvaje» una vez más les contaría todo lo que sabía referente a los pájaros que fuesen viendo.

—¿Cuándo volverás? —quiso saber Benjy, cuando Sacolín se despidió de ellos al final de la tarde.

—¡Cuando bañen a las ovejas! —respondió el viejo—. Os ayudaré. A las ovejas no les gusta bañarse… y yo las tranquilizaré. Espérame el día que bañen las ovejas, Benjy. ¡Creo que ya no tardará mucho!