CAPÍTULO XIII

UNA PEQUEÑA DIVERSIÓN PARA SHEILA

Las semanas iban transcurriendo, y los cuatro niños se entristecieron cuando las vacaciones llegaron a su fin. Entonces, comenzaron a cruzar los campos hasta la rectoría, donde junto con otros muchachos, daban clase. Pero siempre dirigían ansiosas miradas por la ventana, preguntándose qué estarían haciendo las gallinas, o Pillina o si Mendruguito habría hecho de las suyas, y si los perros cumplían con su obligación, ayudando a Davey a cuidar de las ovejas.

¡Y cómo corrían hacia casa al terminar sus lecciones! Los sábados y domingos tenían fiesta, y si durante la semana se portaban bien, estudiando de firme, también tenían libres los miércoles por la tarde. De este modo podían dedicarse a las labores de la granja, y Sheila cuidarse bien de las gallinas.

A Mendruguito no le gustaba ver cómo cada mañana Penny se marchaba sin él. Balaba lastimeramente, y la niña siempre suplicaba que le dejasen irse con ella a la escuela, pero la madre le contestaba negativamente, con firmeza.

Pero Mendruguito estaba completamente decidido a ser igual que el borreguito de la canción infantil, y un día consiguió escabullirse a través de una brecha del seto y trotó detrás de Penny hasta la escuela. Los niños estaban ya muy lejos, pero Mendruguito oía sus voces y las fue siguiendo afanosamente.

Y al llegar los niños a la rectoría, dieron media vuelta y vieron a Mendruguito.

«¡Oh! ¡Penny tenía un borreguito

que la siguió hasta la escuela!».

Cantaron los hermanos, encantados. El rector salió también hasta el umbral y se echó a reír.

—Bueno, igual que el borreguito de Mary, pero temo que esto vaya en contra del reglamento —exclamó—. Penny, llévate este animalito al huerto de las manzanas y átalo allí.

Pero Penny no debió atarlo debidamente, porque poco después Mendruguito salió del huerto y fue hasta la escuela. Los niños habían dejado entreabierta la puerta de la clase… ¡y en aquel momento vieron cómo se asomaba por la abertura el morrito negro de Mendruguito!

Todos estallaron en grandes carcajadas. Mendruguito se asustó y regresó corriendo al huerto. Esta vez fue Rory quien se preocupó de atar al corderito, el cual no volvió a aparecer por la escuela aquella mañana.

Pillina acompañaba también a menudo a los niños porque después se quedaba esperando a Benjy, trepando y bajando por los árboles. Pillina se mostraba mucho más inquieta con la llegada de la primavera. A veces se fugaba un par de días al bosque, y Benjy la echaba terriblemente de menos. Pero siempre regresaba. Uno vez volvió a medianoche y se coló en la casa por la ventana del cuarto de Benjy. El niño se llevó un buen susto cuando Pillina se posó primero en su estómago y luego le acarició la cara con la cola.

Fanny era la que se cuidaba de las gallinas. Siempre les echaba de comer cuando Sheila volvía tarde de la escuela, y junto con la niña llevaba al día y con extraordinario orgullo el librito donde anotaban los huevos recogidos en el gallinero.

—¡Vaya! —exclamó Fanny, haciendo anotaciones en la libreta—. ¡Ya llevamos cuatrocientos huevos! Señorita Sheila, se supone que una gallina puede poner doscientos veinte huevos al año, si es buena ponedora…, pero me parece que las nuestras superarán esta cifra.

Pero llegó una semana en que no recogieron tantos huevos, y una noche, cuando Sheila fue a encerrar las gallinas, halló que le faltaba una.

—¡Fanny! —gritó—. Sólo veo diecinueve gallinas y el gallo. ¿Dónde está la otra?

—No lo sé —replicó Fanny—. Estará por ahí… Oh, espero que no se haya extraviado o la hayan robado. Esta semana hubo unos gitanos en el campo… Tal vez se la llevaron…

Las chicas llamaron a Benjy, Rory y Penny, y todos juntos procedieron a buscar la gallina perdida. Fue Penny quien la encontró.

La niña había estado registrando el huerto y los prados. Luego, como última posibilidad inspeccionó el jardín. En el mismo crecía un denso grupo de rododendros, y Penny se abrió paso por entre los mismos.

Y allí, sentada tranquilamente, se hallaba la gallina extraviada. El ave miró a Penny, cloqueando, como diciéndole:

—Hola, no te enfades. Estoy muy bien.

—¡Oh, Sheila, la he encontrado, la he encontrado! —chilló Penny—. ¿La quieres? Está bajo los rododendros…

—No, ahora voy a cogerla —le gritó Sheila—. ¡No la toques!

A la jovencita no le gustaba que nadie pusiese las manos encima de sus preciosas gallinas. Corrió al jardín, hacia los rododendros, apartó las ramas y vio a la gallina.

—¡Oh, mala, más que mala! —le riñó—. ¿Por qué no has querido irte a dormir cuando he cerrado el gallinero esta tarde?

Levantó a la gallina… y ella y Penny lanzaron un grito.

—¡Está incubando unos huevos! ¡Está incubando unos huevos!

Era verdad, la gallina estaba incubando once hermosos huevos. Cloqueó y luchó cuando Sheila la levantó.

—Oh, ya no me extraña que estos dos últimos días encontráramos menos huevos —se maravilló Sheila—. Seguramente, llevas escondida aquí ya tres o cuatro días, mala, más que mala. Hasta hoy no se me ocurrió contaros a todos, porque no creí que faltases tú. Bien, bien…, ¿qué haremos contigo?

Fanny estaba muy excitada y muy contenta.

—La pondremos junto con sus huevos en una incubadora, y añadiremos dos huevos más. Ahora tendremos polluelos, señorita Sheila. ¡Oh, qué divertido será!

Efectivamente, a la gallina clueca le dieron una incubadora, con trece huevos, y el ave pareció completamente feliz. Cada día recibía la visita de todos los niños. Ella les contemplaba desde su asiento y les saludaba con leves cloqueos.

Sheila cada mañana, apartaba a la gallina de los huevos, y le dieron una ración de maíz y agua fresca.

—No la separe mucho rato de los huevos —le aconsejó Fanny—. Si los huevos se enfrían, no se romperán y no tendremos polluelos.

Por esto, Sheila contaba cada día los minutos, dejando a la gallina exactamente veinte minutos fuera de la incubadora. Y antes de volver la gallina a su sitio, palpaba los huevos para asegurarse de que no se habían enfriado.

—Tiene que estar incubando veintiún días —dijo Fanny—. Aunque naturalmente no sabemos cuándo empezó.

—¿Sabes, Fanny? Hay una gallina sentada todo el día en una de las ponedoras, sin poner ningún huevo —exclamó Sheila, unos días más tarde—. Es muy enojoso. La quito de allí, pero siempre vuelve.

—Bien, esto significa que tiene ganas de incubar huevos y tener polluelos lo mismo que la primera —le explicó Fanny—. Oh, señorita Sheila, mi tío tiene un puñado de huevos de pato. Tal vez su papá se los compraría para que la gallina los incubase. ¡Entonces tendríamos patitos!

—¿Pero pueden incubar las gallinas huevos de pato? —se extrañó Penny, que estaba escuchando la conversación—. ¿Es que no se dan cuenta de que no son huevos de gallina?

—¡Claro que no! —exclamó Sheila—. ¿Cómo pueden saberlo? ¡Oh, Fanny, qué bien! Voy a pedirle a papá que compre esos huevos inmediatamente.

El padre de Sheila le entregó el dinero para la compra, y ella y Fanny fueron a buscarlos. A Sheila le gustaron mucho.

—¡Qué color verde tan bonito tienen! —se admiró—. Y son más grandes que los huevos de gallina. ¿Fanny, es que los patos hembra no incuban sus propios huevos? ¿Por qué hay que dárselos a una gallina?

—Bueno, los patos hembra no son muy buenas madres. Se apartan de sus huevos demasiado tiempo, y a veces se cansan de incubarlos. Pero una gallina sí es una buena madre y casi siempre incuba bien sus huevos, dejando nacer a los polluelos.

Colocaron los huevos de pato en una incubadora y a la gallina clueca encima. Ésta pareció un poco inquieta al principio, pero no tardó en mostrarse muy dichosa. Todos los niños la contemplaron con interés mientras la gallina se decidía a ser madre de los patitos.

—¡Caramba! ¡Pronto tendremos veintiséis recién nacidos! —exclamó Benjy, muy complacido.

—Oh, no —objetó Fanny—. No es posible obtener trece polluelos de cada trece huevos. Casi siempre se estropean un par, que no se rompen. Suerte tendremos si conseguimos doce de cada trece.

—¿Nacerán todos al mismo tiempo? —quiso saber Penny.

—No —le explicó Fanny—. Los huevos de pato tardan veintiocho días en romperse… o sea una semana más que los de gallina. Me gustan mucho los patitos. Anadean de una manera tan graciosa… ¡y ya veréis la primera vez que se metan en el agua cómo se inquietará la gallina madre! Como cree que son hijitos de su misma raza, y no los patitos de otra hembra, y sabe que el agua no es buena para los polluelos, cuando ve que sus patitos se meten en un estanque, casi se muere de susto.

—¡Oh, me gustará verlo! —deseó Penny.

Las dos gallinas se mostraban muy contentas y dichosas por estar incubando. Cada día las sacaban de la incubadora, dándoles el alimento y agua fresca. Penny les contó a los demás que había visto cómo las gallinas daban vuelta a los huevos para que se calentasen exactamente igual por todas partes. Añadió que esto demostraba que las gallinas eran unos seres muy inteligentes.

¡Y llegó el excitante día en que nacieron los primeros polluelos! Penny oyó cloquear a la gallina y corrió hacia la incubadora. Vio la cáscara de un huevo rota… y un polluelo amarillento que asomaba la cabecita por debajo de la gallina. Rápidamente, regresó corriendo a la casa, muy excitada.

—¡Venid! ¡Venid en seguida! ¡Los polluelos están rompiendo los cascarones!

Todos fueron a verlo. Pero solamente había nacido un polluelo. La gallina tenía la cabeza ladeada como si estuviera escuchando a los demás polluelos esforzándose por romper los huevos. Los niños gritaron de entusiasmo.

Antes de irse a la escuela, nació otro polluelo. También era amarillo. Entonces, los cuatro hermanos suplicaron que les dejasen quedarse en casa aquel día para asistir al nacimiento dé todos los polluelos, pero su madre se negó a darles el permiso.

—No —les ordenó—. Los huevos no se romperán todos al mismo tiempo. Tal vez los demás polluelos no salgan hasta mañana o pasado.

Los niños aguardaron el nacimiento de los polluelos con impaciencia… hasta que por fin, todos nacieron, excepto dos, y once polluelos se diseminaron en torno a la incubadora.

—Estos dos ya no saldrán —determinó Fanny, cogiendo los dos huevos sobrantes—. Se han podrido. Bueno, once no está mal… y los polluelos tienen todos un aspecto muy saludable.

Durante las primeras veinticuatro horas no les dieron nada de comida a los polluelos, y después Fanny le enseñó a Sheila qué tenía que darles: una mezcla de migas de pan y avena machacada, y una pequeña ración de agua. Los polluelos no tardaron en picotear aquel alimento y luego dejaron oír sus vocecitas pidiendo más.

Todos los amaban. Algunos eran amarillos, tan brillantes como ranúnculos. Otros eran amarillos y negros, y uno era todo negro. La gallina madre estaba muy complacida con sus hijitos. Y pronto se los llevó al patio y les enseñó a escarbar en busca de comida.

Siempre que encontraba algún alimento, llamaba a los polluelos y todos acudían dando saltitos. Entonces, la gallina compartía con ellos la comida, cosa que los niños hallaban muy maternal.

—Es toda una madre, como la nuestra —exclamó una vez Penny.

Cuando uno de los gatos del establo penetraba en el patio, la gallina llamaba rápidamente a sus polluelos, los cuales corrían a refugiarse bajo el cobijo de sus alas. De este modo, el gato no les descubría. Luego, cuando el peligro pasaba por la marcha del gato, iban asomándose las cabecitas amarillas de los polluelos, una a una, mirando a su alrededor con ojillos atemorizados.

Esto hacía que los niños prorrumpiesen en grandes carcajadas.

—¡La gallina tiene una docena de cabezas! —gritaba Benjy—. ¡Qué cosa más graciosa!

Los huevos de pato se rompieron una semana más tarde. Los niños se mostraron muy contentos porque era sábado y pudieron observar toda la operación desde el principio al final.

Los patitos se iban desenroscando de los cascarones, y una vez fuera se mantenían de pie con gran incertidumbre. Luego se esponjaban y los niños los contemplaban con extrañeza.

—¿Cómo es posible que estos patitos cupiesen dentro de los huevos? —exclamó Sheila—. ¡Si son dos veces más grandes!

A los niños les gustaron mucho más los patitos que los polluelos. Eran tan graciosos cuando caminaban por el patio… No eran tan obedientes como los polluelos, y la gallina madre pasaba mil apuros por su culpa.

Y llegó el día en que todos quisieron ir hacia el estanque. Fueron anadeando hasta el borde del agua y de repente un patito sintió el impulso de zambullirse. Y así lo hizo, mientras su madre le contemplaba horrorizada, gritándole que volviera a su lado.

Pero ante su enojo, los demás patitos imitaron el ejemplo de su hermanito y uno tras otros se zambulleron en el agua, gozosamente, nadando atrevidamente por todo el estanque.

La madre casi se volvió loca de terror. Corría a lo largo del estanque, cloqueando, llamando a los patitos y suplicándoles que saliesen del agua, mientras la gallina madre de los polluelos la miraba con conmiseración. Pero los patitos se estaban divirtiendo mucho y no querían salir del agua, y cuando por fin se decidieron no le hicieron el menor caso a las recriminaciones.

—¡Chip, chip! —se decían una a otro—. ¡Ha sido estupendo! ¡Volveremos a hacerlo! ¡Chip, chip!

—No te enfades, gallinita —la consoló Sheila, sintiéndolo por la pobre madre—. Tus polluelos no son polluelos…, son patitos. ¿No notas la diferencia?

¡Claro que no podía notarla! Y cada vez que sus patitos se metían en el agua, se mostraba muy inquieta…, hasta que al final se cansó de ellos y los abandonó a su suerte. Se reunió de nuevo con las gallinas del patio, escarbando el suelo, volviendo a poner huevos, y olvidándose de aquella pandilla de patitos que en nada se parecían a las aves de su raza.

La otra gallina madre les enseñó a sus polluelos todo lo que debían aprender, y luego también los abandonó. Y los polluelos se alegraron mucho de poder corretear por el patio a sus anchas, escarbando el suelo también y picoteando los tallos de col, junto con las demás gallinas. Pero a los niños ya no les hicieron tanta gracia como al principio.

—Tienen muchas patas y están muy flacos —se quejó Benjy—. No son nada bonitos. Me gusta que las gallinas sean gallinas o polluelos, pero no que estén en este estado intermedio.

Pero Sheila y Fanny estaban muy orgullosos de sus gallinitas jóvenes, y las anotaron en el cuaderno de los huevos: «Once polluelos, once patitos».

En realidad, era toda una victoria tener en el gallinero veintidós aves más que al principio de su instalación.