MANTEQUILLA… Y CERDOS
El sábado siguiente, Harriet se dirigió a la lechería. El sol se filtraba en el interior, ya que era ya a mediados de abril, y la primavera se hallaba en todo su esplendor. Pero la lechería seguía tan fría como siempre.
En el gran refrigerador había mucha nata que Harriet iba a convertir en mantequilla. Penny entró en la lechería, seguida de Mendruguito.
—¿Ya vas a empezar, Harriet? —le preguntó—. ¿Aviso a los otros?
—Sí —repuso Harriet, arremangándose—. Pero saca fuera el borreguito, por favor, niña. ¡Nunca he visto un animal que le guste tanto meter el morro en todas las cosas!, capaz sería de estropearme la mantequilla. Sácalo de la lechería. ¿Ya sabes que la otra mañana se metió en la despensa y me estropeó todo el queso?
Penny rió. Mendruguito era un borreguito maravilloso, que siempre hacía las cosas más inesperadas. La niña fue a buscar a los demás, los cuales llegaron en tropel a la lechería.
La batidora estaba en el centro. Era un aparato muy bonito.
—Oh, no es más que un barril muy resistente montado en un soporte de madera —dijo Rory—. Y hay una manivela para que el barril dé vueltas.
—Todas las batidoras son iguales —explicó Harriet—. Ésta es de haya. La última que yo tuve era de roble, pero la mantequilla se hace antes con una batidora de haya.
Harriet vertió la rica y espesa nata dentro de la batidora, aseguró firmemente la tapadera y después empuñó la manivela, que comenzó a girar fuerte y acompasadamente. El barril comenzó a girar sobre sí mismo una y otra vez, con suma facilidad.
—¡Qué ruidito hace la nata dentro, golpeando contra las paredes! —exclamó Sheila. Todos prestaron atención. En efecto, se oía cómo la nata iba dando vueltas dentro de la batidora.
—¿Por qué hay que girar tanto este aparato? —preguntó Benjy—. ¿Es así como se convierte la nata en mantequilla? Una vez ayudé a nuestra cocinera a batir un poco de nata para poner encima de la gelatina, y cuando la hube batido con el tenedor estaba casi sólida.
—Sí, la nata se solidifica cuando se la bate —asintió Harriet, sin dejar de girar la manivela. Tenía yo la cara colorada por el esfuerzo.
—Déjame hacerlo a mí —le suplicó Sheila—. Puedo hacer lo mismo que tú, Harriet.
Todos los niños tuvieron su tumo, aunque la manivela era demasiado pesada para las frágiles manitas de Penny. Harriet volvió a ocupar su puesto y no tardó en decir:
—La mantequilla ya casi está hecha. Puedo sentirlo. La batidora cuesta más de girar.
—Ha tardado veinte minutos —afirmó Rory, consultando su reloj—. Esto va muy de prisa, Harriet… ¡Por favor, quita ya la tapadera y mira adentro! ¡Ahora hace mucho ruido!
Harriet dejó de darle vueltas a la manivela y levantó la tapadera. Todos los niños miraron dentro. Ya no se veía nata. En su lugar, había los grumos de mantequilla flotando en un líquido lechoso.
—Ésta es la leche donde flota la mantequilla —les explicó Harriet—. Unas cuantas vueltas más y ya estará.
Realmente, resultaba excitante ver cómo se formaba la mantequilla de la crema. A Penny le parecía cosa de magia. Los niños observaron atentamente cómo Harriet quitaba la leche sobrante y cómo lavaba los grumos de mantequilla para limpiarla por completo.
Después cogió dos pedazos de madera y encima colocó la mantequilla. Acto seguido, cogió el rodillo, con sus hábiles manos comenzó a presionar la mantequilla, haciéndole correr el rodillo por encima a fin de quitarle toda la humedad, hasta quedar firme y dura. Luego la fue separando en porciones de una y media libra.
—¡Ya está! —anunció, limpiándose las manos en el delantal—. ¡Una mantequilla firme, amarilla y muy sabrosa! Parte para vender y parte para comer. ¡Mañana por la mañana ya podréis probarla en el desayuno!
—Papá se hará imprimir los envoltorios para venderla —dijo Sheila—. Así, todos los paquetitos llevarán la marca: «Mantequilla de la Granja del Sauce». Oh, cómo me gustará verlo. ¿Podremos envolver los pedazos de mantequilla, Harriet, cuando tengamos los envoltorios?
—Si tenéis unas manos hábiles, sí —asintió Harriet—. Ya os enseñaré cómo se hace.
—Ahora ya sabemos cómo separar la nata de la leche y cómo hacer mantequilla de la nata —palmoteo Penny, y después acarició la batidora con sus manos.
—Creo que tenemos mucha suerte —se enorgulleció Benjy, cuando todos salían de la lechería—. Tenemos nuestros propios huevos para desayunarnos, nuestra leche para beber, nuestra nata para las gachas y nuestra mantequilla para nuestro pan.
—Y espero que pronto podremos hacer queso también —agregó Rory—. Harriet dice que sabe hacerlo. Lo hace de la leche. Le pone cuajo y así separa el suero del requesón. Después presiona éste, y se convierte en queso.
—Caramba, parece muy sencillo —se admiró Penny—. Yo la ayudaré cuando lo haga.
Los niños eran muy felices. El tiempo era bueno, el sol lucia cálidamente, y el trabajo de la granja se desarrollaba con placidez. Las gallinas ponían bien, las vacas daban una leche espléndida, y dos veces por semana hacían mantequilla en la lechería.
Los lechoncitos fueron la siguiente distracción. ¡Llegaron en un carro, gruñendo mucho! ¡Cómo gruñían! Los niños no se imaginaron de qué era aquel ruido cuando vieron aparecer el carro, descendiendo lentamente por el camino.
—¡Oh, son los lechoncitos! —pregonó Benjy, y Pillina se asustó tanto con su grito que huyó a un árbol y tardó bastante en volver a bajar. Los niños, con Mendruguito tropezando entre ellos, corrieron al encuentro del carro.
—También viene la marrana —exclamó Rory, entusiasmado—, ¡oh, qué grandota es! Y mirad los lechoncitos… ¿verdad que son lindos?
Cuando la familia tocinil estuvo en la pocilga, todos los niños se apiñaron para contemplarla. La vieja marrana gruñó y se tumbó en el suelo. Los lechones se esparcieron por su lado.
—Tengo que coger uno y ver bien cómo es —dijo Rory, saltando dentro de la pocilga. Se agachó para coger un cerdito… pero se le escurrió. Pretendió atrapar otro… y también se le escurrió. Y todas las veces que lo intentó le pasó lo mismo.
—¡Oh, son muy suaves, sedosos y escurridizos! —se quejó—. No es posible cogerlos… todos se escurren como anguilas.
Los demás penetraron también en la pocilga tratando de coger un lechoncito, pero ante su sorpresa vieron que era cierto lo que Rory decía: ¡aquellos animalitos eran muy escurridizos para poder cogerlos!
¡Y todos volvieron a salir de allí mucho más de prisa que habían entrado! A la marrana no le gustó que intentasen apoderarse de sus crías, y se incorporó muy enfadada. Se abalanzó hacia Rory, y el niño tuvo el tiempo Justo de saltar la valla.
—¡Diantre! No creía que fuese tan feroz —se quejó, frotándose una pierna—. ¿Verdad que es fea? Oh, pero me gusta de todos modos. ¡La vieja marrana!
—¿Cómo se llaman los cerdos padres? —quiso saber Penny.
—Verracos —le explicó Rory—. Pero no tenemos ninguno. ¿Pero recuerdas que había uno en la Granja del Cerezo? Con un anillo en el hocico.
—Sí, ¿por qué? —inquirió Penny—. Siempre quise preguntárselo a tío Tim, pero se me olvidó.
—Es porque los cerdos intentan arrancarlo todo —le explicó Rory nuevamente—. Siempre quieren arrancar la hierba para tragarse los gusanitos o insectos que hay debajo, y a tío Tim no le gusta que le estropeen la hierba. Por esto le puso un anillo al cerdo en el hocico.
—No entiendo por qué un anillo tiene que impedirle que arranque la hierba —comentó Penny.
—¿Podrías ir arrancando hierba si papá te pusiese un aro en la nariz? —le preguntó entonces Rory—. Cada vez que intentases arrancarla, te haría mucho daño.
—Oh, sí, ya lo veo —asintió Penny—. Sí, claro. ¿Pero y los toros? También llevan una anilla en el morro, porque yo lo he visto. Y ellos no arrancan la hierba, ¿verdad?
—No —concedió Rory—. Pero la anilla de los toros no es para esto, tonta. Es para poder ser conducidos con una cuerda, o con la mano, y no puedan tratar de escapar, porque si lo intentan el morro les duele terriblemente.
Los lechoncitos eran deliciosos. Todos los niños los amaban y suplicaron poder alimentarlos por su cuenta cada día. La marrana los amamantó unos días, pero pronto crecieron y necesitaron otra comida, aparte de la leche. Y el pilón no tardó en estar lleno de restos de comida. ¡Y cómo les gustaba!
—¡Eh, lechoncitos, aquí tenéis la leche que sobra de la mantequilla! —les decía Rory—. ¡Aquí tenéis el suero del queso! ¡Y la leche separada de la nata!
—¡Y aquí tenéis las sobras de la cocina! —añadía Sheila, poniéndolas en el pilón. Los cochinillos gruñían de contento y se atropellaban en la pocilga. Junto al pilón tenían mucho espacio, pero no se daban cuenta. Y siempre se empujaban para llegar antes a la comida, produciendo tanto ruido que los niños se reían a carcajadas.
—¡Oh, mirad… tres se han metido dentro del pilón! —gritó Penny una vez—. ¡Qué traviesos son! ¡Salid del comedor! ¡Oh, qué poco me gustaría comerme una comida pisoteada!
La comida del pilón no tardaba en desaparecer. A los lechones les gustaba mucho y no tardaron en ponerse rollizos y muy hermosos. La marrana también comía mucho. Le gustaban las patatas, y los niños solían llevárselas a menudo, o bien las pieles.
—¡Creo que esta marrana se lo comería todo! —exclamó Rory, viendo cómo tragaba vorazmente—. ¡No me extraña que se diga: «tan tragón como un cerdo»!
—También se dice «tan puerco como un cerdo» —le recordó Sheila—. La gente siempre cree que los cerdos son animales sucios. Pero nuestra marrana está muy limpia… lo mismo que los cochinillos.
—Esto depende de cómo se les cuide —terció Jim, que pasaba con las vacas—. Si las pocilgas se limpian con regularidad, los cerdos siempre están aseados. De lo contrario, se ensucian. Pero vuestra pocilga está bien conservada y limpia… y es natural que los cerdos estén limpios y saludables. Más adelante tendréis que soltarlos un poco en la hierba. Les gusta mucho.
Jim tenía razón. Los lechones y la marrana no tardaron en salir al huerto, y se mostraron muy contentos. Correteaban y gruñían, disfrutando con sus juegos. Mendruguito a menudo se reunía con ellos, y una vez saltó encima de la marrana cuando estaba tumbada tomando el sol.
¡Pero no volvió a hacerlo nunca más! La marrana se encolerizó furiosamente y corrió por todo el huerto persiguiendo a Mendruguito, el cual se puso muy asustado.
—Mendruguito, tienes que ser menos travieso —le amonestó Penny—. Ven conmigo, y deja en paz a la marrana. ¡Procura, por lo menos, no meterte en líos durante un par de horas!
Pero el borreguito no pudo esperar tanto. Se marchó al gallinero y comenzó a mordisquear el cajón de las conchas. ¡Cómo se rió Penny!
—¡Mira, Benjy! ¡Mira, Rory! —gritó—. Mendruguito tiene ganas de poner huevos, ya que se come las conchas.
Nadie lo sabía, pero a nadie le importaba porque, ¿quién podía dejar de querer a aquel borreguito del morrito negro?