LA LLEGADA DE LAS GALLINAS
Las gallinas llegaron al día siguiente. Tío Tim las trajo en un cajón enorme. Tía Bess le acompañaba. Era la primera vez que visitaban la Granja del Sauce desde que la familia se había instalado en ella. Saltaron de la camioneta y todos corrieron a recibirles.
—¡Tío Tim! ¡Tía Bess! ¡Mirad mi borreguito! —les gritó Penny.
—¡Tío Tim… ya vuelvo a tener a Pillina! —les informó Benjy.
—¡Hola, tío Tim! ¡Hola, tía Bess! —gritaron a su vez los padres de los niños—. ¡Bien venidos a la Granja del Sauce! ¡Por fin empiezan a marchar las cosas! Entrad y comeréis y beberéis algo.
Todos pasaron adentro, charlando y riendo. Poco después, Sheila y Penny se deslizaron afuera. Se dirigieron a la cocina donde estaba Harriet limpiando los cubiertos, con la ayuda de Fanny.
—Harriet, ¿podrías darle permiso a Fanny unos minutos? —le suplicó Sheila—. ¡Acaban de traer las gallinas! Y sería muy divertido que las lleváramos nosotras mismas al gallinero. Quiero ver qué les parece.
Harriet rió de buena gana.
—Sí, llevaos a Fanny. Anda, vete, Fanny… pero cuando vuelvas terminarás de limpiar esos cubiertos.
—Oh, sí, tía —le prometió la joven, echando a correr hacia la camioneta detrás de las dos niñas. Las gallinas estaban dentro del gran cajón, amarrado a la trasera del vehículo. Todas cloqueaban fuertemente.
—¡Oh, también hay un gallo! —gritó Sheila, complacida—. Fijaos qué plumas más estupendas le salen fuera del cajón. Fanny, ¿cómo llevaremos las gallinas al gallinero?
—Ahora le enseñaré cómo.
Las tres chicas desataron el cajón y Fanny forzó la tapa. Metió un brazo dentro y sacó una gallina. Ésta comenzó a cloquear y aletear furiosamente para desasirse.
Pero Fanny sabía cómo calmarla. Les enseñó a las otras cómo debían cogerlas fuertemente por las patas, y al mismo tiempo contenerles las alas.
—Hay que ponerse las gallinas bajo el brazo, así —les explicó—. Exacto. Ahora, coger con la otra mano las patas. Llevaremos una a cada viaje.
Las tres disfrutaron de lo lindo llevando las gallinas al gallinero. Era muy divertido. Una a una, todas ingresaron en el gallinero. Había veinte Buff Orpington, y un gallo magnífico.
—¿Verdad que son lindas? —ponderó Sheila, gozosa—. Tan pardas, tan relucientes y tan gordotas. Me gustan. Mirad cómo enderezan sus crestas.
—Son unas gallinas jóvenes —decidió Fanny, contenta—. Pondrán muy bien. Sí, veinte es un número muy justo para el gallinero y el patio. Si hay demasiadas, viven apretujadas y no se crían bien. Palabra, su tío ha escogido los mejores. Son formidables. Siempre es bueno empezar con gallinas de raza.
Las gallinas estaban cloqueando por el gallinero, y pronto hallaron la abertura que conducía al patinillo alambrado. Todas pasaron por allí, con las cabecitas bamboleantes.
—¡Cluc-cluc! —decían al salir al patinillo—. ¡Cluc-cluc, qué suerte!
—¿Habéis oído? —gritó Penny—. ¡Están contentas de haber venido!
—¡Cluc-cluc, qué suerte! —continuaron diciendo las gallinas, y empezaron a picotear los tallos de col que Fanny había traído de la cocina.
—Les echaremos un poco de maíz —decidió aquélla, y las tres niñas fueron a buscar unos cuantos puñados al granero, y luego lo esparcieron por el patinillo. Las gallinas empezaron a alborotarse, picoteando ávidamente el grano.
Sheila las contó.
—Un gallo y sólo diecinueve gallinas. ¿Dónde está la otra?
Estaba ya en una incubadora poniendo un huevo. Penny lanzó un grito de deleite.
—¡Ya se encuentra en su casa! ¡Oh, Sheila… vamos a ver si ha puesto algún huevo en el cajón!
Fueron a mirar… y no uno sino dos hermosos huevos se hallaban en el fondo del cajón. ¡Qué contentas se pusieron las niñas!
—Yo llevaré un cuaderno con la cuenta de los huevos —declaró Sheila—. Y anotaré todos los que pongan. De este modo averiguaré cuánto dinero ganan mis gallinas, porque me enteraré del precio a que van en el mercado cada semana. Oh, será estupendo. ¡Esto sí que será un verdadero trabajo!
En aquel momento todos salieron de la casa. Tío Tim iba a sacar las gallinas del cajón… y cuando fue a mirar lo encontró vacío.
—¡Oh, o se han escapado todas, o las niñas ya las han llevado al gallinero! —exclamó Rory, riendo—. Ahora comprendo por qué se marcharon tan sigilosamente. Oh, mirad las gallinas en el patinillo. ¡Oh, tío, qué magníficas son!
Todos fueron a admirar las hermosas gallinas pardas. Parecían completamente sosegadas ya, picoteando el maíz.
—Una ha puesto dos huevos —informó Sheila con orgullo—. Y yo lo anotaré en mi cuaderno.
—Sheila es la que se cuidará de las gallinas —le explicó el padre a tío Tim—. Veremos qué tal lo hace.
—¿Ya sabe todo lo que tiene que hacer? —preguntó tía Bess—. En casa, los chicos les daban de comer algunas veces a nuestras gallinas, y también cogían los huevos… pero no creo que entiendan mucho de estas cosas.
—¿Ya les habéis puesto arenilla y conchas de ostras? —inquirió tío Tim—. ¿Y agua fresca? ¿Y maíz? ¿Y las sobras? ¡Ah, sí… ya veo que has estudiado los libros, Sheila!
—Bueno… —repuso Sheila, confusa—. Intenté descifrar los libros que me dio papá… pero en realidad fue Fanny la que me enseñó todo. Oh, tío, Tim, mis gallinas estarán mejor cuidadas que las tuyas. Ya lo verás.
—Así lo espero —asintió tío Tim—. Más adelante ya vendré a que me des unas cuantas lecciones de volatería, Sheila.
Sí, sería muy entretenido ocuparse de las gallinas. Sheila afirmó que al cabo de unos días las conocería ya a todas, una por una, aunque los demás no pudiesen distinguirlas, pero todos pensaron secretamente que esto era imposible.
Era estupendo ir a atisbar en las incubadoras y las ponedoras, en busca de huevos. Un día, Sheila obtuvo veinte huevos. Tan contenta estaba que apenas podía anotarlos en su libreta. Ella y Penny solían ir a las ponedoras cada mañana y cada tarde y sacar los huevos que encontraban. Las niñas limpiaban los que tenían que ser vendidos, y los clasificaban por tamaños.
—Me gusta comerme los huevos que ponen mis gallinas —decía Sheila cada mañana—. Y os aseguro que estos huevos rojizos son mucho mejores que los blancos, aunque ignoro por qué.
Las gallinas no tardaron en estar sueltas en el patio. Y allí parecían muy dichosas. Escarbaban por todas partes, y por doquier podían oírse sus cloqueos de satisfacción. El gallo también era soberbio. Estiraba el cuello y cantaba sonoramente, y su plumaje realmente era magnífico. Tenía plumas púrpura, verdes y azules.
—Es todo un caballero, Penny —decía Sheila—. Nunca come el primero, sino que espera a que lo hayan hecho las gallinas. Y cuando encuentra un grano de maíz, no se lo traga. Fíjate… ahora ha visto uno, y está llamando a su gallina favorita para dárselo. Realmente, es muy cortés.
Las dos niñas no tardaron en estar muy atareadas con las gallinas. Tenían que limpiar cada día el gallinero. Poner agua fresca en el abrevadero, y en los platos del gallinero. Mantener llena la caja de tas conchas. Harriet les servía cada día las sobras y se las daba a Sheila antes del desayuno y entonces las dos niñas se las llevaban a las hambrientas gallinas. A mediodía les echaban el maíz, y más sobras por la tarde.
Por la noche, o Sheila o Penny encerraban a las gallinas en el gallinero. Les gustaba verlas encaramadas con tanta solemnidad. Siempre las contaban para asegurarse de que todas las gallinas quedaban recogidas.
Sus padres se hallaban muy complacidos de la manera cómo las dos niñas se ocupaban de la volatería.
—Más adelante tendremos patos —les dijeron—, y quizá también dejaremos que los cuidéis.
Los niños también querían trabajar. Y se alegraron mucho cuando se enteraron de que las vacas estaban ya llegando, y que su padre había comprado una marrana y diez lechoncitos.
—¡Ahora sí que esto será una auténtica granja! —exclamó Rory—. ¿Cuándo llegarán las vacas, papá? ¿Vienen en tren?
—No, vienen andando —replicó su padre—. El mercado donde las compré no está muy lejos, y ahora están viniendo por los caminos y senderos de estos andurriales.
A los niños les encantó pensar que las vacas llegarían andando hasta la Granja del Sauce.
—¡Qué contentas se pondrán cuando lleguen aquí y vean su nueva casa! —aplaudió Penny—. ¡Seguro que se entusiasmarán tanto como nosotros!
Las vacas tendrían los cuernos muy cortos. Tío Tim había dicho que eran las mejores lecheras y que tenían buenas terneras.
—¿De qué color son? —interrogó Rory.
—Oh, casi todas blancas y coloradas —repuso su madre—. Será delicioso verlas desde la ventana en los pastos. ¡Siempre me ha gustado ver vacas en el campo!
—Ya tengo ganas de ordeñarlas —dijo Benjy—. ¡Es tan fácil!
—Supongo que se alimentan de hierba, ¿verdad? —intervino Penny—. ¡Así no nos costarán nada!
—Oh, la hierba no es suficiente para ellas —observó su padre—. Hay que darles nabos y remolachas. Los chicos podrán llevar unos cuantos cada día en la carretilla al campo y esparcirlos por la hierba.
—Oh, qué bien… —exclamó Benjy.
Los establos para las vacas ya estaban a punto, bien aseados. Allí mismo las ordeñarían y los cubos estaban relucientes, y todo estaba listo.
—Cuando las vacas nos den leche, tendremos nuestra propia leche, haremos nata y mantequillas —observó la madre.
—¿Cuándo llegarán las vacas? —quiso saber Benjy—. Yo estaré acechando su llegada.
—Supongo que mañana por la tarde —le indicó su padre—. Es excelente que en nuestra granja haya tantos riachuelos. Así no tendremos que transportar el agua con la carretilla de mano, y las vacas podrán abrevar con agua corriente.
—¡Ojalá vengan mañana! —suspiró Penny—. Quiero ver ya aquí a las vacas. ¿Crees que ya tendrán un nombre, Rory? ¿O les pondremos uno nosotros? Me gustaría hacerlo yo. Sé nombres de vacas muy bonitos.
—¿Cuáles? —le preguntó Rory, sonriendo.
—Pues, Capullo, Margarita, Trébol…
—Pero éstos son los nombres de las vacas de la Granja del Cerezo —le atajó su hermano—. Tienes que buscar otros nuevos.
Penny comenzó a meditar diversos nombres.
—Miel, Rododendro, Helecho, Berzal… Todos soltaron la carcajada.
—¿Te imaginas a Fanny en la cerca del prado, gritando: «¡Eh, Rododendro! ¡Rododendro!»? —se burló Sheila—. Todo el mundo pensaría que se había vuelto loca.
—Pues yo les pondré los nombres a las vacas —se obstinó Penny—. ¡Lo haré y lo haré! Ya verás mañana qué nombres más bonitos habré pensado.