CAPÍTULO VI

UNA SORPRESA PARA PENNY

Durante los días siguientes no dejaron de divertirse. Los niños ordenaron todas sus cosas a su gusto. Luego hicieron buena amistad con Harriet y Fanny, aunque ésta al principio se mostró tan tímida que no abría la boca para nada. Harriet era muy zalamera, y casi siempre tenía una golosina para los niños cuando éstos entraban corriendo en la cocina.

Billy, el bardador, terminó de bardar los tejados, sin encontrar ningún tesoro, con gran desencanto de Penny.

—Estoy contento de haber terminado —exclamó—. Ahora podré dedicarme a cuidar de la granja. Hoy que arar mucho… y tengo que preparar el jardín para vuestra madre. Quiere plantar en él muchas cosas.

—Si podemos ayudar en algo… —se ofreció Rory—. ¡Yo quiero «trabajar»! Ojalá tuviéramos ya las gallinas y los patos, y los cerdos y las vacas y todo… para poder cuidarnos de ellos.

Los niños fueron a preguntar a sus padres cuándo llegarían las aves y los demás animales.

—Pronto —les prometió su padre—. Tío Tim nos traerá la volatería mañana. El gallinero ya está a punto. ¿Quién de vosotros se ocupará de las gallinas?

—Yo —anunció Sheila—. Me gustan las gallinas… aunque me gustan más los patos. Deja que me cuide de las gallinas, papá…

—De acuerdo, Sheila, pero en tal caso, tienes que aprender muchas cosas respecto a las gallinas —se conformó su padre—. En la Granja del Cerezo sólo os dedicasteis a arrojarles maíz, cuando os parecía, y a recoger los huevos para llevárselos a tía Bess… pero si realmente tú quieres ocuparte de las gallinas tienes que poner un cuidado especial y aprender muchas cosas.

—Sí, papá. ¿No hay ningún libro que lo explique todo?

—Yo tengo dos o tres —repuso su papá—. Ya te los daré.

—Sheila, ¿no podría ayudarte yo a cuidar las gallinas? —inquirió Penny—. Quiero hacer algo. Los chicos dicen que ellos se cuidarán de las vacas y los cerdos cuando lleguen.

Sheila deseaba cuidar ella sola a las gallinas, pero cuando vio la afanosa y expectante carita de Penny se le ablandó el corazón.

—Bueno, me ayudarás. Y también te dejaré leer esos libros.

Penny se quedó encantada. Ahora era una personita tremendamente importante. ¡Iba a leer unos libros que hablaban de las gallinas! Tenía que decírselo a alguien… Ah, sí, se lo contaría a Sacolín cuando le viese.

Papá fue a buscar los libros. Parecían muy gordos y pesados. Pero a Sheila y a Penny no les importó. ¡Ahora sabrían todo lo que había que saber sobre las gallinas! Sheila le entregó a Penny el que parecía más digerible, con grabados de gallinas en todas sus páginas.

—¿Papá, nos dejarás ver los cerdos cuando lleguen? —preguntó Benjy—. Y ordeñaremos las vacas. También podemos limpiar los cobertizos. Lo hice un par de veces en la Granja del Cerezo.

—Podéis intentarlo —asintió su padre—. Esta granja ya no tardará en estar en plena actividad, con las vacas en el campo, los cerdos en la pocilga, los caballos en los establos, las gallinas y los patos corriendo por todos partes, haciendo mantequilla, bañando a las ovejas… ¡Sí, estaremos muy ajetreados! Y tendremos que desayunarnos a las siete de la mañana.

—¡Caracoles! —exclamó Sheila, que era un poco perezosa y apegada a las sábanas—. Esto significa que tendremos que levantarnos a las seis y media.

—Sí, y acostarnos temprano —asintió su padre—. Los granjeros tienen que estar siempre levantados cuando amanece… y no pueden hacerlo si se van a dormir tarde.

A ninguno de los niños le gustó la idea de acostarse temprano. Pero si tenían que ser granjeros debían comportarse como los granjeros.

Sheila y Penny se dirigieron al cuarto de recreo con los libros de volatería Penny se esforzó por entender lo que leía. Sabía leer de corrido… pero, caramba, qué palabras más difíciles había en aquel libraco… y muchos capítulos hablando sólo de unas cosas llamadas incubadoras y criaderos. Se cansó pronto.

—Sheila —exclamó con voz desmayada—, no puedo entender este libro. ¿Es más fácil el tuyo?

Sheila también hallaba muy enrevesado el suyo. Parecía estar escrito para personas que criasen gallinas desde toda la vida, no para principiantes. De esta manera nunca se enteraría de qué modo tenía que alimentar debidamente a las gallinas, cómo conseguir que pusiesen huevos, ni saber cuándo estaban enfermas.

¡Pero esto no podía confesárselo a Penny! Por lo tanto, levantó la vista y sonrió con suficiencia.

—Oh, Penny, querida… ¡qué cría eres! Yo leeré esos libros, si tú no sabes, y después te explicaré lo que dicen. Y lo haré con unas palabras que puedas entenderlas.

Penny se puso muy colorada.

—De acuerdo. Luego me lo contarás todo.

La pequeña estaba avergonzada por no haber entendido su libro, por lo que se marchó del cuarto de recreo y bajó al patio. Lo mejor sería ir a charlar un rato con el viejo pastor de la montaña. Y hacia allí se fue.

Las ovejas estaban pastando en la ladera. Los borreguitos triscaban por los alrededores, y Penny se echó a reír al verles. ¡Oh, le hubiera gustado tanto tener uno! En la Granja del Cerezo le había dado a uno el biberón para criarlo… ¡y qué lindo era!

—Realmente, creo que los borreguitos son mucho más bonitos que las gallinas —decidió para sí—. Ya sé que a Sheila le gustan mucho las gallinas… pero yo creo que son un poco sosas. Todas parecen exactamente iguales, en cambio, los borreguitos son distintos… todos son diferentes.

Se quedó viendo cómo los borregos jugaban. Y después contempló las ovejas.

—Lástima que los borreguitos se transformen en ovejas —se lamentó—. Las ovejas son como las gallinas… todas son iguales. El pastor tal vez sepa distinguirlas unas de otras… pero yo no podría.

Buscó al pastor con la mirada. El buen hombre se hallaba en lo alto de la montaña donde había construido un redil de encañizada.

Penny corrió hacia allí.

—Hola —le gritó al pastor, cuando estuvo a su lado—. He venido a verte.

—Hola, chiquita —respondió el pastor, apoyándose en su cayado y mirando a la niña con sus ojos tan grises como su cabello—. ¿Cómo te llamas?

—Penny. ¿Y tú?

—Davey —contestó el pastor—. Oh, tienes un nombre muy bonito. Penny… Suena casi como «pena». Podrían llamarte Penita, ¿verdad? Aunque supongo que siempre estarás muy contenta, ¿eh?

Penny se echó a reír. Davey le gustaba. Y hasta sabía hacer chistes con los nombres.

—Bueno, mi verdadero nombre es Penélope, pero todos me llaman Penny.

—Pues yo te llamaré Penita —replicó el pastor—. ¡La única penita simpática y alegre que conozco!

Se echaron a reír los dos De pronto apareció un perro pastor que le lamió la mano a Penny.

—Éste es mi mejor perro, Bribón —dijo Davey—. Es maravilloso con las ovejas.

—¿De veras? ¿Qué hace, pues?

—Oh, ven un día y verás cómo las lleva de una montaña a otra —respondió el pastor—. Entonces sabrás apreciar a Bribón. Mira, si yo estuviese enfermo y quisiese que las ovejas se mudasen de montaña, sólo tendría que ordenárselo a Bribón… y antes de dos horas todas las ovejas estarían en otra ladera.

—¡Caracoles! —se admiró Penny—. Me gustaría verlo. Davey, allí hay otro perro. ¿Cómo se llama?

Canallita. Es una perra muy buena también, aunque no tan obediente como Bribón. Y mira, allí viene Granuja. No es un perro pastor, sino un cruzado, pero tan bueno como los otros.

Bribón, Canallita y Granuja —repitió la niña, pensando que eran unos nombres muy bonitos—. ¿Es fácil guardar las ovejas, Davey?

—Sí, cuando sabes el oficio. Yo llevo haciéndolo toda mi vida, querida Penita, y he cometido muchas equivocaciones… pero ahora no hay nada que yo no sepa de las ovejas.

—¿Sabes? En la Granja del Cerezo una vez tuve que criar a un borreguito con el biberón —le explicó Penny—. Y me gustó más… Me gustaría ser como la Mary de la canción infantil, que tenía un borreguito. Me gustan mucho los borreguitos.

—Bueno, pues ven a echar un vistazo a ese pobre borreguito —el pastor cogió la mano a Penny—. Si hubieras estado aquí seis semanas atrás, te habría pedido que te lo llevaras para cuidarlo, ya que en la temporada de la cría yo no puedo ocuparme de los corderitos enfermos. Sin embargo, hice por éste cuanto pude.

Condujo a Penny a un redil más pequeño donde había un solo borreguito tumbado en el suelo. Sólo tenía unas semanas, y estaba muy delgado y débil.

—Su madre tuvo tres borreguitos —le explicó el pastor—. Y quería mucho a los otros dos, pero a éste no. Entonces me lo llevé y se lo di a otra vieja cuyo borreguito había muerto. Pero antes tuve que quitarle el pellejo al borreguito muerto y ponérselo a éste.

—¡Oh, qué gracioso! —exclamó Penny—. ¿Por qué lo hiciste?

—Porque la oveja solamente hubiese aceptado a un borreguito que oliese como el suyo. Bueno, husmeó a éste, cubierto con la piel de borreguito muerto, se lo quedó y lo amamantó.

—Oh, qué bien…

—Ah, pero espera un poco —la interrumpió el pastor—. Lo amamantó una semana. Después le cobró aversión, sin saber por qué, y cada vez que el pobrecito se le acercaba lo rechazaba furiosamente. Como acabó por estar medio muerto de hambre, me lo traje aquí y lo he criado con biberón.

—¿Y ha llevado todas estas dos semanas el pellejo del borreguito muerto?

—Oh, no. Tan pronto como la oveja madre lo aceptó le quité la otra piel… Pero este borreguito tiene algo que no les gusta a las ovejas, por lo visto. Ninguna quiere criarlo.

—Davey… supongo —vaciló la niña— que no podría quedármelo, ¿verdad? Oh, yo podría alimentarlo con un biberón… y Harriet me daría toda la leche que hiciese falta. ¡Oh, por favor!

—Bueno, hablaré con tu padre —le prometió el pastor—. Me harás un buen favor si te cuidas de él. Yo no tengo mucho tiempo… y el borreguito se morirá si no engorda pronto.

Penny miró lastimeramente al corderito, que sólo parecía tener patas. Tenía un morrito negro, una cola muy larga, un cuerpo muy flaco, y hasta se parecía un poco al borreguito de juguete que ella tenía junto con las muñecas.

—No es muy lindo —reconoció Penny—. Más bien parece miserable. Todos los borreguitos están llenos de vida… siempre saltando y jugando… pero éste no.

—Porque está malito —replicó Davey—. Yo hablaré con tu padre, Penita… Ah, mira allí está. Ahora mismo se lo diré. Oye… creo que te están llamando.

Era la madre de Penny. La niña corrió colina abajo para ver qué quería.

—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó cuando su madre pudo oírla—. Davey, el pastor, dice que me regala un borreguito si puedo criarlo. ¡Oh, mamita! ¿Crees que podré? Davey está ahora diciéndoselo a papá. Y dice que el borreguito se morirá si no se le cuida debidamente.

Sheila oyó lo que decía Penny.

—Creí que ibas a ayudarme a cuidar las gallinas —refunfuñó.

—Y te ayudaré. Pero me parece que entiendo más de borregos que de gallinas, Sheila. Además, no me costará mucho darle cada día el biberón.

La madre de Penny la llamaba para que se hiciera la cama, cosa que ella había olvidado. Los niños tenían la obligación de hacer sus camas y limpiar sus respectivas habitaciones. Penny hizo su cama y aseó su cuarto en un periquete. Luego se asomó a la ventana para ver si su padre y el pastor todavía estaban hablando. No… papá no estaba ya con Davey, y venía ya hacia la granja.

—¡Papá! —chilló muy fuerte—. ¿Puedo quedarme el corderito?

—Sí, sabes cuidarlo —asintió su padre. La pequeña lanzó un grito de alegría y se precipitó escaleras abajo, estando a punto de tropezar con Fanny—. ¡Voy a tener un borreguito! —le gritó también a la jovencita.

Subió corriendo a la colina, como si tuviera a cien perros rabiosos a sus alcances. Quería llevarse al borreguito antes de que los demás pudiesen cambiar de idea.

—¡Qué torbellino! —se maravilló el postor, al ver a Penny corriendo hacia él—. Bueno, puedes quedarte con el corderito. Pero tráemelo a veces para ver qué tal sigue y si hace progresos.

—Oh, claro que sí —le prometió Penny—. Le compraré un biberón con el dinero de mi hucha.

—No hace falta —replicó Davey—. Puedes quedarte éste.

Le entregó un biberón a Penny. Tenía una telilla muy grande, por la que el borreguito podía chupar la leche como los bebés.

—Yo ya le he dado un poco de leche esta mañana —continuó explicándole el pastor—. Dale otra botella de leche a la hora de comer y otra a media tarde. Dale toda la que Harriet pueda conseguirte. Penny cogió la botella. Entonces, Davey desató al borreguito y se lo entregó a la nena.

—No te seguirá hasta que te conozca —le avisó el pastor—. Condúcele con suavidad hacia la granja. Y pregúntale a tu mamá si puedes dejarle en el huerto hasta que te conozca. Después lo tendrás siempre a tu lado, y no te dejará ni a sol ni a sombra.

Penny estaba excitada y gozosa. Siempre había deseado tener un borreguito. Y comenzó a pensar qué nombre le pondría.

—Te llamaré Mendruguito —decidió de repente. Efectivamente, casi parecía un mendrugo de pan—. Pronto tendrás mucho mejor aspecto, pero es igual. Sí, te llamaré Mendruguito.

Asió la cuerda y trató de arrastrar al corderito hacia abajo de la montaña. Al principio, el animalito se resistió, tirando de la cuerda como negándose a andar. Pero no tardó en seguir a la chiquilla con bastante tranquilidad, y hasta llegó a adelantarla saltando y corriendo.

Cuando llegaron a la granja, los otros tres niños miraron a Penny con gran estupor.

—¿Qué haces con este borrego? —quiso saber Benjy—. ¡Oh, qué morro tan negro tiene!

—¡Es mío! —declaró Penny con orgullo—. Y se llama Mendruguito.

—¿Tuyo? —se asombró Rory—. ¿Quién te lo ha regalado?

—Davey, el pastor. Es un hombre muy simpático. Y tiene tres perros, Bribón, Canallita y Granuja, y dice que saben trasladar a las ovejas de montaña, y nos ha invitado a ir a verlo. Él me regaló el borreguito, porque el pobrecito está malito y Davey no puede cuidarlo.

—¡Qué suerte tienes! —exclamó Benjy—. Casi me gusta tanto como Pillina.

Pillina estaba encaramada en su hombro. La ardilla no se había separado de Benjy desde que estaba en la granja. ¡Hasta había dormido con él aquella noche!

—Voy a enseñarle Mendruguito a mamá —explicó Penny, dejando a sus hermanos.

Hizo entrar al animalito en la sólita y su madre lanzó un alarido de sorpresa.

—Ah, no querida… no puedes entrar a ese borreguito en casa… Llévalo al huerto.

¡Sí, estaba muy bien que mamá dijese que el borreguito no podía entrar en la casa! Mendruguito estuvo dos días en el huerto, pero después Penny lo soltó para ver si la seguía, como el borreguito de Mary en la canción. ¡Y claro que la siguió!

¡La siguió por todas partes! La siguió al granero. La siguió a la cocina. ¡Hasta la siguió arriba, al cuarto de recreo! Es decir, no se separó ni un momento de Penny.

La niña lo adoraba. Y le daba el biberón tantas veces como Harriet le entregaba leche. Era muy divertido. Harriet vertía la leche en la botella y Penny se la llevaba al borreguito. Éste correteaba rápidamente hacia ella, y a veces apoyaba sus patitas en la cintura de la niña, para llegar antes a la leche. Vaciaba la botella en un santiamén, chupando ruidosamente por la tetilla.

¡En tres días engordó! Se volvió juguetón y travieso, y a Penny aún le encantó más.

Los otros niños comenzaron a cantar la canción infantil, en el cuarto de recreo cuando vieron aparecer a Penny con su borreguito.

«Penny tiene un borreguito

tan blanco como la nieve,

y va como un corderito

adonde ella lo lleve».

La madre se acostumbró a ver a Mendruguito entrando y saliendo de la casa… pero riñó a Penny una noche que la sorprendió con el animal en el cuarto de baño.

—¡Oh, Penny, querida, esto no! ¡A este paso, acabarás por meterlo en la bañera!

La niña se ruborizó porque, en efecto, había pensado bañar a Mendruguito, especialmente una noche que estaba muy sucio y lleno de barro.

—Está bien, no volveré a dejarle entrar aquí —prometió la niña.

Harriet había oído la conversación y se entrometió.

—Ni en mi despensa, ni en la alquería, ni la alacena de las escobas… —añadió, chispeándole los ojos.

—Bueno, haré que Mendruguito sea menos travieso —les aseguró Penny, riendo—. Será tan bueno como yo.

—¡Dios bendito! —exclamó Harriet, horrorizada—. ¡Esto no será un borreguito, será un huracán!