¡BUENO Y QUERIDO SACOLÍN!
Sacolín subía por la colina opuesta a la montaña por donde habían bajado los niños, con los brazos llenos de raíces y plantas. Cuando vio a los niños, las dejó caer y por su cara morena y curtida se extendió una amplia sonrisa. Sus ojillos chispearon como las aguas de un riachuelo, y los niños corrieron hacia él y lo abrazaron.
—Bien, bien, bien —exclamó Sacolín—, qué tormenta de chiquillos se abate sobre mí. ¡Oh, Rory, cómo has crecido! A ver, Sheila, déjame que te mire… Benjy…, mi querido Benjy, cuántas veces me he acordado de ti. Y mi pequeña Penny…, bueno, ya no tan pequeña… si estás muy alta.
Charlando y riendo, los cinco se sentaron sobre un ribazo alfombrado de hierba. Todos estaban encantados de volver a ver a Sacolín. El buen hombre siempre hacía lo que era justo, nunca le importunaban los chiquillos, y siempre se mostraba como su mejor amigo. Era tan natural como los animales que tanto amaba, tan alegre como los pájaros, tan prudente como las montañas. ¡Oh, sí, era estupendo volver a ver a Sacolín!
—¿Sacolín, has visto ya la Granja del Sauce? —le gritó Penny—. ¿Verdad que es preciosa?
—Sí, lo es —asintió Sacolín—. Y muy productiva. Trabajando con ganas y con un poco de suerte, podréis pasarlo muy bien. La tierra es buena. Los campos están bien resguardados y siempre ha tenido fama por su buen ganado. Todos vosotros ayudaréis a vuestros padres, supongo.
—Naturalmente —afirmó Rory—. Nosotros, los chicos, este curso iremos a dar clase con el vicario, lo mismo que las chicas. Pero dedicaremos nuestro tiempo libre a la granja, así como los sábados y domingos. ¿No es una suerte, Sacolín?
—Sí, chico. Bien, si alguna vez necesitáis que os eche una mano, avisadme. Sé trabajar como el que más, y también conozco muchas medicinas raras para curar a los animales enfermos.
—Oh, Sacolín… hemos visto a esa pobre liebre en tu cueva —se condolió Benjy—. ¿Se pondrá mejor?
—Si vive hasta esta noche la curaré —le aseguró Sacolín—. Aquí traigo unas cuantas raíces que trituraré y mezclaré con otra cosa, y si consigo que la liebre se lo tome, le aliviará el dolor y la ayudará a seguir viviendo, un animal que padece un gran dolor o ha sufrido un susto muy grande se muere con mucha facilidad. Pobrecita liebre… es muy amiga mía. Tú ya la conocías, Benjy.
—Oh… ¿es aquella misma que venía tantas veces a tu cueva el año pasado? —exclamó Benjy con tristeza—. Era tan buena… y corría con tanta ligereza… Yo la quería mucho. ¿Con qué se hizo daño, Sacolín?
—No lo sé —le contestó su amigo—. Por lo visto se pegó contra un palo, o alguien la golpeó, aunque dudo mucho que haya nadie que pueda acercársele cuando puede correr. Ni sé cómo llegó arrastrándose hasta la cueva, pobrecita. Solamente podía saltar sobre las dos patitas de delante.
Penny estaba a punto de llorar. Mientras tanto, el «Salvaje» iba triturando las raíces con una pesada piedra. Luego mezcló el jugo obtenido con un polvo muy fino de color castaño y lo agitó todo junto. Acto seguido se dirigió a la cueva, seguido por sus amiguitos.
La liebre miró a Sacolín con ojitos muy melancólicos y doloridos. Sacolín se arrodilló y le cogió dulcemente la cabeza. Luego le abrió la boca y diestramente arrojó a su interior un sorbo de aquel extraño mejunje. Cerró fuertemente la boca del animalito y se la mantuvo apretada. La liebre forcejeó débilmente hasta que por fin se lo tragó.
Sacolín soltó la boca de la liebre y pasó sus rugosos dedos por su cabeza.
—Dentro de poco te encontrarás mejor —le dijo con voz suave.
Luego volvieron a salir todos al aire libre. Benjy entonces formuló una pregunta que ya hacía rato tenía en la punta de la lengua.
—Sacolín… ¿dónde está Pillina?
—Vaya, vaya… ya me extrañaba que no preguntases por tu ardilla… —rió el viejo—. Pillina está haciendo exactamente lo que indica su nombre. Sí, es una pilla, y se pasa la vida trepando a los árboles junto con sus otras compañeras. Cuando hace frío suele venir a acurrucarse a mi cueva…
Pero como esta semana pasada ya hizo bastante calor, el animalito se marchó a jugar con sus primitas.
—Oh —exclamó Benjy, desalentado—. ¿Entonces, ya no está domesticada?
—Claro que sí. Ya lo verás dentro de unos momentos. Le silbaré.
Y Sacolín lanzó un silbido curiosamente estridente, muy alto y musical.
—Se parece al silbido de las nutrias —afirmó Benjy, acordándose de una noche que pasó con Sacolín, escuchando cómo las nutrias se silbaban unas a otras en el río—. Supongo que Pillina te habrá oído, Sacolín.
—Me ha oído, me oye siempre esté donde esté —le aseguró Sacolín. El «Salvaje» tenía razón. Al cabo de medio minuto, Benjy lanzó una exclamación.
—¡Oh, mirad! ¡Pillina está subiendo por la ladera!
Sí, todos pudieron ver a la ardilla parda saltando graciosamente hacia ellos, con su enorme cola moviéndose aceleradamente. Iba directamente hacia el grupo, y al llegar junto al mismo soltó un bufido de alegría y se encaramó al hombro de Benjy.
—¡Oh, queridita mía, todavía te acuerdas de mí al cabo de tres meses! —se maravilló Benjy, gozosamente—. Apenas puedo creerlo. Oh, Sacolín, ¿verdad que es magnífica? Y ha crecido mucho… ¡Y tiene una cola soberbia!
La ardilla dejó escapar un ligero parloteo, y mordisqueó la oreja del niño. Luego comenzó a corretear en torno a su cuello, y arriba y abajo de su espalda, para terminar sentándose sobre su cabeza. ¡Todos se echaron a reír!
—Ciertamente, está encantada de volver a verte, Benjy —exclamó Sacolín. Pillina miró al que acababa de hablar, saltó sobre su hombro y luego volvió hacia Benjy. Era como si estuviese diciendo:
—Me gusta mucho ver otra vez a Benjy, pero a ti también te quiero mucho, Sacolín.
—¿Crees que querrá venir a la granja conmigo? —preguntó Benjy—. A mí me gustaría mucho.
—Oh, sí —replicó el viejo—. Pero no debes enfadarte si alguna vez te abandona, Benjy. Ya sabes que quiere mucho a sus compañeras. Yo te enseñaré un silbido especial para ella, y siempre que tú quieras volverá a tu lado.
—Estoy muriéndome de hambre —exclamó Penny de repente—. Nos hemos traído el almuerzo, Sacolín. ¿Quieres comer con nosotros?
—Claro que sí, gracias. Venid conmigo. Conozco un rincón muy caliente y abrigado, donde no nos molestará este ventarrón de marzo. La semana próxima ya estaremos en abril y el sol calentará de veras.
Los condujo a un lugar situado encima de su cueva. Era como una oquedad en la ladera de la ventana, al socaire del viento, donde el sol caía de plano. Las prímulas crecían en aquel paraje a centenares, y más tarde las orejitas de oso también cabecearían por todas partes. Los niños tomaron asiento sobre unos viejos helechos, calentándose como gatitos al sol.
—¡Formidable! —ponderó Benjy—. Bueno, saca la comida, Rory.
Comieron con buen apetito, y charlaron por los codos con Sacolín, contándole cosas del colegio de Londres y de la Granja del Sauce. Y Sacolín, a su vez, también les dio todas sus noticias y novedades.
—No son tan excitantes como las vuestras —les advirtió—, porque desde que os marchasteis he vivido tranquilamente en la cueva. Oh, os estoy muy agradecido por la colcha, Sheila y Penny. Me ha ido muy bien para preservarme del frío… y en cuanto a vuestro taburete, Rory y Benjy, no sé realmente qué hubiese hecho sin él. Cada día lo he utilizado como mesa y escabel.
—¡Bravo! —aplaudieron los dos muchachos, complacidos—. Y ahora, Sacolín, ¿qué animales has tenido en tu compañía desde que nos fuimos?
—Bueno, como sabéis, muchos duermen durante el invierno. Pero han venido a visitarme muchos conejitos, que correteaban alegremente por la cueva. Pero cuando venía a verme la comadreja, desaparecían rápidamente.
—¡«Una comadreja»! —exclamó Benjy, estupefacto—. ¿Tienes una comadreja domesticada que viene a verte, Sacolín?
—Sí. Y me gusta mucho verla, porque es una buena amiga. Husmeó el olor de los conejos y así es cómo llegó hasta mi cueva. Te gustaría mucho verla, Benjy. Salta como un payaso.
—¿Qué otros animales han venido a verte? —quiso saber Penny, deseando haber vivido con Sacolín en su cueva durante aquellos tres meses.
—Muchos pájaros —continuó Sacolín—. Gallinejas de agua, zarzales, mirlos, petirrojos, pinzones… todos han venido a verme de cuando en cuando, y durante un mes entero un petirrojo durmió en la cueva.
—¿Vino también la zorra a verte, Sacolín? —le preguntó Benjy, acordándose de una zorra acosada a la que Sacolín amparó un día de invierno, en que todos los niños estaban en la cueva.
—Sí, viene a menudo. Es un ejemplar bellísimo. Siempre se dirige directamente a la fuentecita que hay al fondo de la cueva y lame dos o tres gotas de agua, como si recordase cada vez de qué manera la ayudó el agua aquella vez que estaba tan débil cuando la perseguían los cazadores.
Los niños continuaron charlando en la salida oquedad hasta la hora del té. Después se levantaron y estiraron las piernas.
—Le prometimos a mamá estar de vuelta o la hora del té —explicó Sheila—, y ya debemos irnos. Ven a vernos a la Granja del Sauce, Sacolín. No tardaremos mucho en tener mucho trabajo y nosotros no podremos venir a verte cada día, aunque nos guste mucho. Pero tú sí puedes venir a vernos siempre que quieras. A papá y mamá les gustará mucho verte… y nosotros queremos enseñarte nuestra granja.
Los niños se despidieron del «salvaje» y se marcharon. Pero antes penetraron sigilosamente en la cueva para contemplar a la liebre. Rory encendió su linterna para alumbrarla.
—Oh, está mucho mejor —exclamó con fervor—. Sus ojitos ya no tienen aquella mirada vidriosa. Creo que se curará: Pobrecita liebre… está tan triste… Bueno, no tardarás en volver a saltar por el bosque, tan ligera como el viento.
—Lo dudo —observó Sacolín—. Ya no volverá a correr con tanta rapidez. Tendré que tenerla aquí, como un animalito doméstico. Cojeará el resto de su vida. Pero si logro domesticarla será muy dichosa conmigo.
Los niños regresaron a su casa por los pastos de Navidad, cruzaron la cima de la Colina del Sauce y bajaron corriendo hasta su casa. Era estupendo volver a estar en la Granja del Sauce. Los camiones de la mudanza ya se habían marchado, y por el patio se veían briznas de paja. El humo surgía ahora por tres chimeneas y no por una sola. Billy, el bardador, estaba hablando con el padre de los niños en el patio. Y alguien estaba canturreando en la cocina.
—Sí, esto es ya un verdadero hogar —reflexionó Sheila en voz alta, corriendo hacia la cocina, pero se detuvo al ver a una persona desconocida allí dentro, una mujer gordinflona y de mejillas coloradas le estaba sonriendo.
—Pasa —la invitó—. Yo soy Harriet. ¡Llevo todo el día esperando conoceros!
Todos los niños se precipitaron dentro de la cocina. Harriet les gustó. También había una muchachito de unos quince años preparando la bandeja para el té. Lanzó una tímida ojeada a los hermanos.
—Ésta es Fanny, mi sobrina —les presentó Harriet—. Vendrá todos los días a ayudarme.
—Yo soy Sheila y ésta es mi hermana Penny —dijo la jovencita—. Y éste es Rory, el mayor, y éste, Benjy. ¿Está ya listo el té?
—Sí —le confirmó Harriet—. Vuestra madre está arriba ordenando los muebles, si queréis verla. Estaba ya inquieta por vosotros.
Los niños corrieron en busca de su madre. Pero antes se asomaron a todas las habitaciones de la planta baja. ¡Oh, qué diferente parecía todo con los viejos y queridos muebles, con todas las sillas y las mesas!
Luego subieron al primer piso. Fueron inspeccionando todos los dormitorios. No sólo tenían ya las camas, sino también las cómodas, los armarios, las sillas, las librerías… Las muñecas de Penny estaban todas en su sitio, y la cunita de jugar se hallaba al lado de su cama. El barco que había construido Rory en sus ratos de ocio se erguía orgullosamente sobre la repisa de su cuarto.
—¡Oh, todo es estupendo! —prorrumpieron los niños al unísono—. ¡Mamita! ¿Dónde estás?
—Aquí —les contestó su madre desde el cuarto de recreo Los niños corrieron en tropel al encuentro de su mamita. El cuarto de juegos había quedado muy bien con todas las sillas y los dos pupitres. También había la mecedora, las casas de muñecas, el fuerte, y un gran montón de juguetes y animalitos pertenecientes a Penny y Benjy.
—¡Este cuarto será maravilloso para nosotros! —se entusiasmó Benjy, mirando por la ventana la montaña donde unos riachuelos relucían al sol del atardecer—. Oh, mamá, qué pronto lo has tenido todo arreglado.
—Bueno, parece que lo esté —rió su madre—, pero no es así. Mañana tendremos que colocar las alfombras, y colgar los cuadros… y tú tendrás que sacar tus libros y ponerlos en la librería, lo mismo que los demás, y Penny tendrá que guardar sus muñecas en el armario. Todavía falta mucho que hacer.
—¡Pues lo haremos todo! —afirmó Rory, pensando ya con alegría cómo dispondría todas sus cosas en su dormitorio—. ¡Todo es la mar de divertido en la Granja del Sauce!