CAPÍTULO IV

EL PRIMER DÍA

Benjy se despertó el primero a la mañana siguiente. El sol brillaba ya ante su ventana y cuando abrió los ojos, divisó un dibujo dorado que formaba la luz del sol en la pared. Al momento recordó dónde estaba y saltó de la cama entusiasmado.

—¡Nuestro primer día en la Granja del Sauce! —exclamó para sí—. Hoy veré a Sacolín… y a Pillina. ¿Se habrá despertado ya Rory?

Fue hasta el cuarto de su hermano, pero éste estaba aún completamente dormido. Entonces, Benjy se vistió y bajó. Salió por la cocina al patio. El sol matinal todavía no calentaba, pero haría buen día.

—Ojalá tuviéramos gallinas y patitos que cloqueasen y graznasen —pensó—, pero pronto los tendremos. ¡Oh, todos los pájaros están cantando!

El coro matinal resonaba muy alto en los oídos de Benjy, mientras el niño se disponía a dar una vuelta por la granja. Los pinzones gorjeaban alegremente «chip-chip-chip-chip-chip»… Benjy se puso a silbar para imitarles.

Los mirlos estaban encaramados en las ramas más elevadas de los árboles cantando lentamente, con solemnidad, y escuchando sus propios cantos. Los tordos piaban felizmente, repitiendo sus frases musicales una y otra vez.

«Chudiii…, chudii… chudii…», cantaba uno.

—¿A ti qué te importa? ¿A ti qué te importa? —piaba otro. En aquel momento, Benjy saltó sobre un charco y se salpicó de agua. Se echó a reír.

—Ya no tardarán en llegar las golondrinas —pensó—. Quizás anidarán en los graneros. Sería estupendo. Al fin y al cabo, su verdadero nombre es golondrina de granero… y nosotros tenemos varios. Tendré que atisbar en los viejos nidos, si los hay.

Pero el granero estaba demasiado oscuro para ver si quedaban restos de nidos de golondrinas en el tejado. Sin embargo, Benjy divisó viejos nidos de vencejos en los muros de la casa. ¡Y había dos o tres debajo de su propia ventana!

—Será maravilloso que vengan el mes próximo y vuelvan a anidar aquí —pensó Benjy, levantando la vista hacia las ventanas salientes, como pegadas al tejado—. Podré escuchar sus cantos y ver cómo los pequeños vencejos asoman lo cabecita fuera del nido. Ojalá vengan pronto.

A lo lejos, el pastor triscaba por el campo. Le estaba haciendo algo a una oveja. Por allí no parecía haber nadie más. Ni animales ni aves, ni nada para alimentarlos.

¡Pero sí había alguien! Benjy distinguió el extremo de una escalerilla de madera en la esquina de la casa. ¿Quién estaría allí?

Un hombre apareció por la esquina, silbando suavemente. Al ver a Benjy, se detuvo.

—Buenos días, jovencito.

—Buenos días —contestó Benjy—. ¿Quién es usted?

—Soy Billy, el bardador. Estoy precisamente bardando su tejado… y cuando haya terminado, ayudaré un poco en la granja.

—Oh, me alegro mucho, Billy —afirmó Benjy, complacido porque el bardador parecía un buen hombre. Tenía el rostro tan moreno como un roble, y sus ojos eran unos pedacitos de porcelana azul en su cara. Eran unos ojos que parpadeaban continuamente.

Billy llevó la escalera hacia la cocina. En el suelo había un gran montón de heno.

—Ojalá yo pudiera bardar el tejado —exclamó Benjy—. Sí, en la escuela nos enseñan muchas cosas, Billy…, cuándo tuvo lugar la batalla de Crecy, y otras cosas por el estilo, pero nadie nos enseña a hacer cosas verdaderamente útiles y tan excitantes como bardar un tejado. Cómo me gustaría poder decirle a papá: «¡Déjame bardar el tejado, papá!». O bien «¡deja que limpie el estanque de los patos!», o también «déjame deshollinar la chimenea».

Billy se echó a reír.

—Bueno, ven, y verás cómo bardo el tejado. Luego, el año próximo, cuando el viejo invernadero necesite un poco de heno, tú podrás colocarlo.

Billy tenía en la mano una enorme rama de sauce que había cortado aquella mañana de camino hacia la granja. Ahora comenzó a cortarla en pedazos, afilando ambos extremos. Benjy le contemplaba ensimismado.

—¿Para qué hace esto? —inquirió.

—Para atarugar el heno cerca del reborde, jovencito —le explicó Billy—. Fíjate en este sector que ya está terminado.

Benjy observó que Billy había dispuesto un reborde casi en el fondo del tejado.

—¡Oh, parece el dibujo de un bordado! —se maravilló el niño—. ¿Lo ha puesto así para que haga bonito?

—Oh, no… El heno quedaría flojo si no estuviese ese reborde tan entrelazado. Este dibujo ya lo empleaba mi padre, y también mi abuelo. Mira arriba del tejado…, ¿ves aquel dibujo? Ah, bardar un tejado no es tan fácil como parece… Es una tarea que pasa de padres a hijos, y que debe aprenderse de niño.

—Magnífico —aprobó Benjy, porque como todavía era niño podía aprender a bardar un tejado—. Dígame, ¿podrá esperarse a que vaya a avisar a mis hermanos? Les gustará mucho ver cómo trabaja usted.

—Ve a buscarlos, pero no corras —repuso Billy, subiéndose a la escalera con una brazada de heno a la espalda—. Y no me busques aquí, porque tan pronto estaré en un sitio como en otro. Trabajaré todo el día, por lo que podréis verme mucho rato.

En aquel momento aparecieron los otros tres. Vieron a Benjy y corrieron hacia él.

—¿Por qué no nos has despertado? Hace ya mucho tiempo que te has levantado, ¿verdad?

—Mucho —afirmó Benjy—. ¡Todo esto es tan bonito! Mirad, éste es el bardador. Se llama Billy. Fijaos en estas ramitas de sauce que ha afilado…, son para entrelazarlas y formar el reborde para que contenga al heno.

—¡Caramba, cuánto has aprendido! —rió Rory—. ¡Explícanos cómo se barda un tejado, Benjy!

—Bueno, pues… el bardador saca primero el heno viejo… y después… después…

—Me gustaría verte haciéndolo —siguió riendo Billy—. Hay que ver lo que harías… Fíjate en lo que yo hago… Saco hacia fuera unos diez o doce centímetros del heno viejo y podrido…, ¿ves?, y meto varios puñados del nuevo…, como unos veinte centímetros de espesor. De este modo no queda aplastado cuando llueve. No hace falta quitar todo el heno viejo…, sería una lástima. Cuando se barda un tejado sólo se saca hacia fuera el heno viejo y se ataruga el nuevo.

—¿Entonces quiere decir que en nuestro tejado hay heno que quizá lleva ahí años y años? —se admiró Rory, sorprendido.

—Tal vez —sonrió Billy, mientras seguía trabajando diestramente con el heno—. Ah, os asombraría saber las cosas que he descubierto entre el bálago viejo…, cajitas con monedas antiguas, joyas; bolsas con chatarra… Un tejado de bálago es un lugar estupendo para esconder toda clase de objetos.

Los niños se miraron, boquiabiertos. ¡Esto era maravilloso!

—¿Encontró algo en nuestro tejado? —inquirió Penny.

—Nada. Es ya la tercero vez que lo renuevo, y esta vez seguramente no encontraré, no habiéndolo hallado la primera. Pero me parece que os están llamando.

Era el padre de los niños, que los buscaba para el desayuno. Se separaron con gran pesar del bardador y corrieron adentro de la casa, meditando en las palabras de Billy. Penny opinaba que sería algo único encontrar de improviso un tesoro oculto en el tejado. Y decidió subir al desván situado sobre su dormitorio y hurgar entre el heno. ¡Tal vez hallase algo que a Billy le hubiese pasado por alto!

—Esta mañana no os quiero en casa —les ordenó su madre cuando terminaron de desayunarse con pan y mermelada—. Van a llegar los otros camiones y estaremos muy ocupados.

Billy lanzó una sonora carcajada. Benjy le miró, ruborizándose.

—¿No es así?

—¿No podríamos quedarnos a ayudar un poco? —Benjy estaba desencantado—. Me gustaría mucho ver subir los muebles por la escalera, mamita.

—Bueno, pero a los mozos no les gustaría tanto como a vosotros —replicó la madre—. Os prepararé un almuerzo suculento… y podréis ir a ver a Sacolín.

¡Todos vitorearon a su madre! Todos querían ver a Sacolín.

—Bien —aprobó Benjy—. Esto me gusta más que nada. Es lo más que me gusta —ésta era su frase favorita, y siempre la pronunciaba al revés de todo el mundo—. Y luego será muy entretenido volver y encontrar todas las habitaciones con los muebles en su sitio y…

—Oh, no corras tanto —le atajó su madre, riendo—. Antes de que todo esté en orden y en su sitio, pasará al menos una semana. Bien, ¿qué queréis llevaros para almorzar? ¿Unos bocadillos de carne en conserva, un pastel y unos bizcochos? También podéis llevaros una botella de leche.

Antes de marcharse a visitar a Sacolín, las niñas hicieron camas, y los niños ayudaron a su madre a lavar los platos y a preparar los bocadillos. Cuando estaban metiendo todas las cosas en dos bolsas, llegaron los otros camiones de la mudanza.

—¡Qué a tiempo! —se admiró la madre—. Cuando empiecen a descargar, vosotros ya no estaréis aquí.

Los niños cogieron sus chaquetas y sus sombreros y se apresuraron a salir de la granja. Del primer camión comenzaron a saltar los mozos. Abrieron la rampa trasera y los niños pudieron divisar los muebles que tanto conocían.

—¡Allí está la mesa del cuarto de estudio! —gritó Penny.

—Y la vieja librería —agregó Rory—. Supongo que mamá les dirá a esos hombres dónde han de ponerlo todo. Casi me siento tentado a quedarme para ayudarles.

—¡Largaos ya! —les gritó la madre—. ¡Nos os estéis aquí parados con ese frío!

Los niños se alejaron, volviéndose a mirar hacia atrás de cuando en cuando. Decidieron subir por la colina del Sauce y cruzar por los pastos de Navidad hasta la cueva de Sacolín. Tenían unos tres kilómetros de camino. Cuando llegaron a la cumbre de la colina, miraron hacia la Granja del Sauce. Estaba firmemente asentada en su altozano, y el humo se escapaba en volutas por la chimenea de la cocina. Ahora la granja ya tenía vida, con gente entrando y saliendo y la chimenea echando humo.

Luego, los cuatro niños fueron bajando hasta la cueva de Sacolín. Iban cantando por el camino, sintiéndose muy dichosos. Estaban en vacaciones y se aproximaban la primavera y el verano.

Tenían un hogar en el campo y no en Londres. Y podrían ver a Sacolín tanto como quisiera. Oh, sí, le echaban mucho de menos.

Rodearon una loma, donde crecían helechos y brezos, así como abedules que la balanceaban a impulso de la brisa. Los niños llegaron por fin a un lugar que conocían bien.

En la falda de la montaña había una cueva. En verano unos helechos muy frondosos y altos ocultaban la entrada, pero ahora sólo quedaban algunos restos de los del año pasado. Del borde superior de la cueva colgaban algunos escuálidos brezos.

Los niños comenzaron a gritar:

—¡Sacolín! ¡Sacolín!

—Entremos —propuso Rory—. Seguro que no está… o quizá duerma muy fuerte.

—No seas tonto —se burló Benjy—. Si el viejo Sacolín se despierta tan pronto, oye zumbar una mosca. Si estuviera en la cueva, nos habría oído cuando hemos bajado de la montaña.

Penetraron en la cueva. Era maravilloso volver a estar allí dentro. En el interior se ensanchaba como un embudo. El techo era muy alto, rocoso y oscuro.

—Aquí está su cama —indicó Rory, sentándose sobre un saliente de roca, sobre el cual Sacolín había colocado varias brazadas de brezos y helechos—. Y fijaos…, todavía guarda sus platos de hojalata y todas sus cosas en el mondo estante.

Los niños miraron hacia el saliente rocoso que servía de estantería encima de la cama. Allí se hallaban, ordenadamente dispuestas, todas las posesiones del bueno y viejo Sacolín.

—¡Todavía está aquí el taburete que Rory y yo le hicimos por Navidad! —se alegró Benjy—. Mirad las ardillas que tallé en la madera.

—¡Y también está aquí la colcha que Sheila y yo le hicimos! —señaló Penny, acariciando la prenda que estaba encima de la cama—. Espero que este invierno no haya pasado frío.

—¿Estará todavía al fondo de la cueva el pequeño manantial que le proporcionaba el agua a Sacolín? —preguntó Rory.

Todos fueron a verlo. El niño encendió su linterna, y los demás lanzaron una pequeña exclamación.

—¿Qué pasa? —preguntó Rory.

—Casi nada —rió Benjy—, salvo que aquí está uno de los amigos de Sacolín.

Los demás se acercaron a ver, con mucho sigilo. Sacolín les había enseñado a moverse quedamente cuando querían ver pájaros o animales.

Tendida junto al pequeño manantial que manaba del suelo rocoso, se hallaba una liebre. Contempló a los niños con sus enormes ojos. No podía moverse.

—Tiene rotas las patitas traseras —se compadeció Sheila—. Sacolín está tratando de curarla. Le ha puesto unas tablillas. Pobre liebre…, debió caer en una trampa.

Los niños examinaron a la paciente liebre. El animalito hundió el morrito en el agua y lamió unas gotas. Benjy estuvo seguro de que padecía mucho.

Penny pretendió acariciarla, pero Benjy se lo impidió.

—A los animalitos heridos no les gusta que los toquen —le recordó—. Déjala tranquila, penny.

—¡Escuchad! —gritó de pronto Sheila—. Creo que oigo a Sacolín.

Escucharon… y al momento supieron todos que se aproximaba su amigo Sacolín. Nadie más sabía silbar tan bien, nadie más podía imitar a un mirlo o a un ruiseñor. Todos los niños se precipitaron a la entrada de la cueva.

—¡Sacolín! —gritaron todos a una—. ¡Sacolín! ¡Estamos aquí!