UNA PEQUEÑA EXPLORACIÓN
En aquel momento los niños oyeron un ruido fuera y se precipitaron a la ventana.
—¡Es el primer camión de la mudanza! —anunció Rory—. ¡Está cruzando la verja! ¡Caramba, apenas tiene sitio!
—Gracias a Dios —exclamó la madre—. Esta noche sólo tiene que llegar éste. Contiene las camas y la ropa, de manera que podremos instalarnos para la noche. Los demás llegarán mañana.
El camión, inmenso, llegó traqueteando hasta la puerta. Bajaron la trampa posterior del vehículo y los niños no tardaron en ver a los cuatro hombres que iban entrando en la casa las camas, los colchones y otros enseres.
—Estáis molestando, niños —les riñó su madre cuando Penny chocó con la esquina de una cama—, id a explorar la granja, sed buenos chicos. Seguramente os gustará verla toda. Ahora ya habéis recorrido la casa de arriba abajo. Podéis hacer lo mismo con el patio, los graneros y los cobertizos si queréis.
—¡Viva! —gritó Rory—. Vamos, venid todos. Exploraremos la parte donde están los graneros.
Y todos se alejaron de la casa, mordisqueando unos pedazos de pastel que su madre les dio. El patio era estupendo. Un lugar grande y cuadrado, rodeado por cobertizos y establos. Pero no había ninguna gallina picoteando ni cloqueando. Todavía tenían que llegar. Ni tampoco había ningún cerdo en la pocilga. Ni ganado en los cobertizos, ni caballos en los corrales.
—Tío Tim prometió comprarnos todo lo que necesitemos —explicó Rory—. oh, esto será estupendo, ver las gallinas y los patos por todas partes, como en la Granja del Cerezo, ¿verdad? Echo de menos los cacareos y los graznidos… Mirad, allí está la balsa de los patos.
Los niños fueron a mirar. Al otro lado de una valla brillaba una especie de estanque redondo, con juncos en un extremo. También había varios sauces inclinados. Una gallineja de agua atravesó el estanque, balanceando la cabeza atrás y adelante como un cerrojillo.
Los niños fueron a inspeccionar el granero. Era tan inmenso que parecía una iglesia. Era oscuro y muy tranquilo. Allí se había llevado a cabo un trabajo muy duro. Hombres y mujeres se habían atareado desde el amanecer hasta el crepúsculo, fatigados y felices, y el viejo granero parecía añorar aquellos días pasados, cuando los niños penetraron en él.
En el tejado había tejas coloradas, y crecía un musgo verde y amarillo, muy espeso. Faltaban algunas tejas, y la luz del día se filtraba por diversas grietas.
—Este techo necesita una buena reparación —afirmó Rory, solemnemente—. Tío Tim siempre decía que un buen granjero cada día inspecciona los tejados, las vallas y las puertas. ¡Afirmaba que un clavo protege a nueve, y que una teja a tiempo salva a cien!
—Bueno, será muy divertido inspeccionarlo todo cada día —asintió Benjy—. Pero, fijaros…, ¿son ovejas lo que hay en aquella colina?
Todos siguieron la dirección de su mano. Sí, había unas cincuenta ovejas esparcidas por la falda de la colina…, con muchos corderitos. En un lugar resguardado, detrás de un grupo de árboles, se alzaba la cabaña del pastor. Éste se hallaba fuera, mirando al cielo.
—¡Hasta tenemos un pastor! —exclamó Rory—. ¿Será tan buena persona como el que tiene tío Tim en su granja? Tenemos que ir a hablar con él…, pero ¿qué hacemos? ¿Vamos hoy… o exploramos el resto de las dependencias?
—Oh, exploremos todo esto —le apremió Penny—. Yo quiero ver los establos de las vacas… Su olor me gusta mucho.
Se dirigieron hacia los establos vacíos, donde todavía podía olerse el agradable olor de las vacas. Recorrieron todos los establos y sacaron varias briznas de paja que todavía quedaban en los mismos. Después penetraron en un granero más pequeño, en donde una escalera de madera permitía subir hasta las buhardillas.
Todos treparon por la escalera. En el suelo vieron algunos granos de trigo. Aquel desván lo habían usado como almacén durante muchos años. En otro desván contiguo encontraron unas cuantas manzanas podridas.
—Oh, aquí guardaban las manzanas —dijo Sheila—. Qué divertido será cogerlas en otoño, y también las peras… y guardarlas aquí.
—¡Esto huele muy mal! —se quejó Penny, husmeando por el desván—. ¡Huelo años y años y más años de manzanas!
Todos se echaron a reír.
—Ahora vayamos al huerto y veamos qué encontramos allí —repuso Sheila—. Tía Bess dijo que en la Granja del Sauce crecían muchos árboles frutales. ¡Vamos!
Volvieron a descender por la escalera de madera. Rory alargó la mano para ayudar a Penny…, pero ella no aceptó su auxilio.
—Quiero que dejéis de pensar que soy una cría —exclamó con tono de reproche—. Puedo subir y bajar por las escaleras tan bien como vosotros.
Luego se cayó sobre una rama que había en el patio y Rory se echó a reír. La ayudó a levantarse.
—No eres una cría —asintió—, pero a veces eres una ganso. ¡Una gansita! Y a propósito…, ¿no podremos tener gansos?
—¿No son muy chillones? —preguntó Penny. Se acordaba de un día en que había cruzado por entre una fila de gansos, todos los cuales se pusieron a chillar y silbar, mirándola ferozmente.
—Muy chillones y muy charlatanes —respondió Rory, seriamente—. Mira, tendrás que cogerte de mi mano cada vez que pases por entre ellos, gansita.
Penny quiso mostrarse enfurruñada, pero no pudo. Echó a correr delante de todos hasta la cerca que les separaba del huerto. Realmente, era un sitio encantador.
Bajo los árboles frutales destellaban los narcisos en flor. Inclinaban la cabeza y bailoteaban al pálido sol de la tarde. Penny cogió un ramo para su madre.
—¿Qué árboles son éstos? —inquirió Sheila.
—Manzanos…, perales y ciruelas —le explicó Rory, que sabía distinguirlos muy bien—. Y…, mirad…, allí debe haber cerezos… Sí, en el otro campo… ¡Están floreciendo! Serán magníficos dentro de un par de semanas… ¡Caramba! ¡Qué divertido será coger toda esa fruta cuando llegue el momento!
Se pasearon por todo el huerto, donde les iban saludando centenares de narcisos. Luego llegaron a orillas de un riachuelo, cuyas orillas estaban llenas de prímulas amarillas. Una gallineja de agua les contempló desde unos juncos cercanos y después echó a correr.
—Estos animales siempre huyen —se quejó Penny—. Me gustaría ver una gallineja de cerca. Rory, ¿crees que pueden hacer sus nidos en nuestra granja? Me gustaría mucho ver una procesión de polluelos detrás de su mamita. ¿Os acordáis que Sacolín nos enseñó una vez un nido, y pudimos contemplar a todos los polluelos metiéndose en el agua para esconderse?
El nombre de Sacolín hizo que los demás niños se acordasen del «salvaje» y anhelasen verle.
—¡Tenemos que ir a ver mañana mismo a Sacolín! —propuso Rory.
—¡Y a mí me devolverá mi Pillina! —añadió Benjy.
Sacolín le había regalado a Benjy una ardilla, Pillina, el día de su cumpleaños. Entonces, Pillina era casi recién nacida. Ahora ya habría crecido y el niño deseaba volver a verla. Le había dejado la ardilla a Sacolín por Año Nuevo, porque no podía llevársela a la escuela… y el buen hombre le había prometido cuidarla amorosamente.
—Aquí estamos más cerca de la cueva de Sacolín que en la Granja del Cerezo —calculó Rory, complacido—. Podremos ir por el atajo de Navidad, y bajar hacia el valle donde vive Sacolín. Estupendo. Quizá podrá ayudarnos un poco en la granja. Sabe mucho de todo.
—¡El muy querido Sacolín! —exclamó Benjy—. Nos divertíamos mucho con él. Gracias a él llegamos a conocer y a hacernos amigos de todos los animales de estos campos.
En la casa resonó una campana. Los niños giraron la cabeza hacia allá.
—Es mamita —dijo Penny—. Nos llama. Bueno, el pastel era muy bueno…, pero yo ya vuelvo a tener hambre… y empieza a hacer frío. ¡Oh, qué sitio más estupendo es la Granja del Sauce! ¡Qué suerte tenemos de poder vivir aquí!
—Tienes razón —asintió Benjy—: Bueno, vamos, pasemos por aquí. Esta vereda conduce a la casa a través del jardín. Mamá dijo que plantaría muchas flores y plantas. Y fijaos…, al otro lado de este seto hay frambuesas y moras. Mamá podrá hacer mermelada y jalea.
—¡Oh! Yo la ayudaré —gritó Penny al instante, pensando con placer anticipado en las moras y las frambuesas que tanto le gustaban.
—A mí no me gustaría que me ayudases a hacer mermelada —replicó Sheila—. Sé muy bien lo que ocurriría. No quedaría fruta para la mermelada.
Penny se echó a reír, sin ofenderse. Se sentía muy feliz. Pero ya tenía las piernecitas fatigadas y apenas podía andar. Se arrastró casi detrás de los otros y de repente bostezó abiertamente.
—¡Oh, Penny, por favor, no empieces con tus bostezos! —le recriminó Benjy—. Si bostezas, nos enviarán en seguida a todos a la cama. ¡Y sólo por tu culpa!
—Lo siento —se disculpó la pequeña—. Os prometo que no bostezaré cuando estemos en casa. Es tremendo que los mayores siempre piensen que una está dormida tan pronto lanza un solo bostezo. A veces llega a dolerme la boca de tanto retener mis bostezos.
—Bueno, pues esta noche deja que te duela —replicó Rory—. La primera noche que pasamos en la granja es demasiado emocionante para que nos la eches a perder con uno de tus bostezos.
Cruzaron el patio. La puerta de la cocina estaba abierta. Tan pronto cruzaron el umbral, llegó a oídos de los hermanos el grato ruido de la madera crepitando en el fuego.
Su madre había decidido utilizar aquella noche la cocina, encendiendo fuego en el vasto hogar. Había colocado grandes pedazos de leña seca, y el fuego crepitaba alegremente, iluminando la inmensa cocina. Las sombras danzaban y temblaban en las paredes. Era divertido contemplar el fuego. Una olla estaba puesta a hervir sobre un fogón, y la mesa, que habían adquirido junto con la casa, tenía ya encima un mantel blanco.
El padre encendió unas velas, dejándolas sobre la mesa y la repisa de la chimenea. Todavía no les habían dado la corriente eléctrica. Todos tendrían que utilizar velas hasta que pudiesen comprar linternas y lámparas. A los niños les encantaban las velas. Incluso le permitirían llevarse una a Penny, cosa que le agradó mucho porque había pensado que su madre la juzgaría demasiado pequeña para ello.
Los niños contemplaron la mesa. Había hogazas de pan blanco y moreno, mermelada y compota de confección casera, a cargo de tía Bess, un pastel enorme, una bandeja de carne en conserva y un pote lleno de cacao. ¡Una comida muy sabrosa!
—Todavía no tenemos sillas —les explicó la madre—. Coged lo que queráis y sentaos en los antepechos de las ventanas para comer.
Los niños se untaron el pan con mantequilla o mermelada, cogieron grandes pedazos de carne y fueron a comérselo al resguardo de las ventanas. Era muy agradable estar allí, mirando el oscuro cielo y los campos en penumbra, o la inmensa cocina, y ver las alegres llamas del hogar. Las velas ardían sosegadamente, pero las sombras bailaban en las paredes como si tuviesen vida propia.
—Es muy bonito —murmuró Penny con voz soñadora—. Me hace el efecto de estar dormida y soñar un sueño maravilloso. Me hace el efecto…
Rory le pegó un codazo que casi la hizo caer del antepecho de la ventana. La niña le miró muy enfadada.
—¿Porqué…?
—Si empiezas a hablar de los sueños y de estar dormida, mamita nos obligará a acostarnos —le recordó Rory en voz baja, pero firme. Después levantó la voz en tono casual—. ¿Puedo coger un poco más de pastel, por favor?
—Claro que sí —accedió su madre, cortando un gran pedazo—. ¿No estás cansado, Rory? Habéis tenido un día muy ajetreado.
—¡«Cansado»! —Rory puso un acento de extrañeza tal en su voz, como si aquella palabra le fuese desconocida—. ¡«Cansado»! ¿Por qué he de estar cansado, mamita? Estoy tan despierto que podría ahora mismo ir a ordeñar las vacas, a contar las ovejas y a coger los huevos.
—Bueno, nadie te pide que hagas todo esto, hijo mío —rió su padre—. Si alguien está cansado, ésta es vuestra madre. Ha hecho todas las camas… que ya están a punto para esta noche.
—Sí… y creo que yo iré a acostarme ya —decidió la madre inesperadamente—. Me siento como si hubiese trabajado diez días seguidos. Todo esto me gusta mucho…, pero mañana será un día muy pesado también, con la llegada de los demás camiones y la colocación de todos los muebles. Por esto prefiero descansar bien esta noche, o mañana no podría moverme.
—Oh, mamita…, ¿es que todos tenemos que irnos ya a la cama? —se desconsoló Penny—. ¡Con lo que me ha costado reprimir mis bostezos!
Todos rompieron en una carcajada y mamá fue la que bostezó. Se llevó la mano a la boca, pero no consiguió disimular el bostezo… y al momento todos bostezaron también. Estaban muy cansados… y era estupendo poder bostezar y pensar que ya podían acostarse.
—Sí, yo también tengo ganas de irme a la cama —confesó Sheila—. Tengo ganas de encontrarme en esta bonita habitación donde Penny y yo dormiremos juntas. De noche debe ser muy abrigada.
—También a mí me gusta mi cuarto, con el techo inclinado y sus ventanas salientes —añadió Benjy—. Mamita, ¿podré cerrar los postigos?
—Claro que no. Es muy sano que penetre el aire, tontuelo. No cierres los postigos ni las ventanas. Los postigos sólo deben usarse para que hagan bonito…, a menos que estalle una tremenda tormenta y haya que prevenirse contra el vendaval.
—Oh…, ojalá haga pronto una tormenta —palmoteo Penny, imaginándose ya los relámpagos y los truenos en el campo. Luego volvió a bostezar, abriendo tanto la boca que Rory se maravilló de ver que era tan grande. Y todos los niños bostezaron a la vez, por lo que la madre se puso de pie.
—Vaya, encended vuestras velas, y a la cama. Yo voy a lavar los platos y después subiré también.
Los niños encendieron las velas. Fue muy divertido. Su madre les prometió que después, antes de acostarse, iría a darles un beso en sus camitas, y ellos besaron a su padre y empezaron a desfilar por la escalera uno a uno. Las llamitas de las velas temblaban ligeramente mientras subían. La vieja casa parecía muy amable y pacífica, y algunos peldaños crujían, como dándoles la bienvenida. ¡La Granja del Sauce! Por fin se hallaban en ella. Parecía demasiado bello para ser verdad.
Los niños fueron entrando en sus respectivos dormitorios. Las camas estaban ya a punto con el embozo hacia fuera. También tenían preparados los pijamas. Y los cepillos de dientes estaban en el cuarto de baño, por lo que uno tras otro fueron a lavarse y a cepillarse la boca.
—Sí, yo estoy muy cansado —confesó Benjy al entrar en su pequeña habitación—. ¡Apenas podía mantenerme despierto!
Todos se dieron las buenas noches. Las niñas se dirigieron a la habitación que compartían, y cada cual sé metió en su cama. Rory estaba en el cuarto contiguo. Las dos hermanitas oyeron cómo crujía su cama cuando Rory se acostó.
—¡Buenas noches! —gritó el muchacho—. ¡Mañana será muy divertido despertamos en la Granja del Sauce! Supongo que en los primeros instantes no sabré dónde estoy.
—¡Buenas noches! —le respondió Benjy—. Mañana iremos a ver al viejo Sacolín. ¡El buen viejo Sacolín!
Luego se restableció el silencio… y cuando la madre subió al cabo de diez minutos para darles las buenas noches…, no pudo hacerlo porque todos sus hijos estaban ya profundamente dormidos.