CAPÍTULO PRIMERO

¡ADIÓS A LONDRES!

Un día venturoso de marzo, cuatro excitados niños estaban asomados a las ventanas de un elevado edificio de Londres, contemplando tres enormes camionetas que lentamente iban apareciendo en la plaza.

—¡Ya están aquí! —gritó Rory—. ¡Por fin han llegado!

—¡Ya han empezado el traslado! —le secundó Penny, saltando y palmeteando delante de la ventana.

—¡Qué divertido será ver cómo meten todos nuestros muebles en estos camiones! —exclamó Sheila.

—¡Nunca hubiese dicho que necesitásemos «tres» camiones! —se asombró Benjy.

—Oh, y todavía tienen que venir más —le aseguró Sheila—. Oh, Dios mío… es tan agradable pensar que nos vamos a la Granja del Sauce… ¡Una granja nuestra! Una granja tan estupenda como la Granja del Cerezo.

—¡Más estupenda! —la rectificó Benjy—. ¡Mucho más! Con más riachuelos. Y está edificada sobre una colina, desde donde se domina un paisaje maravilloso. No está en una hondonada como la Granja del Cerezo.

Los cuatro niños eran completamente dichosos. El año anterior habían estado todos enfermos, y les habían enviado por unos meses a vivir a la granja de su tío. La vida en la Granja del Cerezo les había sentado muy bien, y todos se habían puesto fuertes y con las mejillas coloreadas.

Después, cuando llegó el momento de regresar a su hogar de Londres, su padre vio que su negocio le producía muy poco dinero, y tío Tim le sugirió que emplease algún capital en la Granja del Sauce, a ocho kilómetros de la suya, o sea la del Cerezo, y que se ganase la vida como granjero.

El padre de los niños se había criado en una granja, por lo que sabía cómo llevar una. Los muchachos, naturalmente, se entusiasmaron con aquella idea… ¡y por fin estaba a punto de convertirse en realidad! ¡Aquella misma semana iban a trasladarse todos a la Granja del Sauce!

Habían tardado tres meses en adquirir la granja y disponer el traslado. Rory y Benjy, los dos muchachos, fueron a la escuela y volvieron a su casa justo a tiempo de realizar el traslado, junto con las chicas, Sheila y Penny. Su madre estaba muy atareada empaquetándolo todo, y todos ayudaban en lo que podían, ¡era tan divertido…!

—Me gustará venir a Londres para ir al teatro o al circo —afirmó Rory—. Pero el campo es mucho mejor para vivir.

—Yo estoy deseando volver a ver a Sacolín —suspiró la pequeña Penny—. ¡Oh, y él estará encantado de vernos!

Sacolín era un gran amigo suyo. Era un hombre extraño, que vivía en una cueva en la ladera de una montaña durante los meses de invierno, y en una choza construida con ramas de sauces en el verano. Lo llamaban «el salvaje» porque vivía solo con sus animalitos y sus pájaros. Mucha gente le temía, pero en cambio era un gran amigo de los niños. Les había enseñado todo cuanto él sabía de los pájaros y los animalitos del campo, y ahora los pequeños conocían mejor a todos aquellos diminutos seres que los demás niños de la nación. Sí, sería maravilloso volver a ver a Sacolín.

Mamá se asomó por la puerta.

—Ya es hora de que acabéis de vestiros —les advirtió—. Papá no tardará en venir con el coche. Vamos, despedíos de todos los rincones de esta casa, que conocéis desde vuestra infancia… porque no volveréis a verlos.

La familia debía marcharse en coche, y después irían llegando los camiones de la mudanza. Y la madre quería estar ya en la granja para comenzar a disponerlo todo. Los niños se contemplaron unos a otros.

—Me gusta marcharme de aquí —afirmó Benjy—. ¡Pero hemos pasado tan buenos ratos en esta vieja casa!

Y salió corriendo de la habitación.

—Benjy ha ido a decirles adiós a los plátanos que ve desde la ventana de su dormitorio —exclamó Rory—. Siempre los ha querido mucho.

Era verdad. Benjy se asomó a la ventana de su cuarto y miró los árboles que mostraban las bolitas del año pasado colgando de sus retoños.

—¡Adiós! —se despidió—. Hace once años que os conozco, y siempre habéis sido estupendos. Y ahora también me gustáis, sin muchas hojas aún. Y me gustáis cuando estáis muy frondosos, con las verdes hojitas reluciendo al sol. Me gustáis en otoño cuando os volvéis amarillos y perdéis las hojas. Adiós, plátanos… Yo me marcho a un sitio donde no hay plátanos, sino sauces, sauces, muchos sauces, que crecen a orillas de los ríos plateados.

Los plátanos susurraron en la brisa como despidiéndose también de Benjy. El niño retiró su cabeza de la ventana y se sintió un poco triste. Nunca olvidaría los árboles de Londres… y siempre recordaría también las ardillas grises que a veces trepaban y descendían raudamente por sus ramas.

Sheila también fue a despedirse de todas las habitaciones.

—No quiero olvidarme de nada —le confió a Rory, que la acompañaba—. Deseo acordarme siempre de nuestro primer hogar, aunque sé que querré mucho más a nuestro segundo. Adiós, saloncito… eres magnífico con tus bellísimos muebles… Adiós, despachito… Nunca olvidaré las veces que he entrado aquí para coger uno de los libros de tu librería. Adiós, comedor, nunca me gustaste mucho porque eres muy oscuro…

Penny, con sus ocho añitos, estaba en el cuarto de recreo. Era la habitación que mejor conocía y que más amaba. Y ya no lo llamaba cuarto de recreo, sino cuarto de estudio, porque era allí donde las dos niñas estudiaban bajo la tutela de la profesora. A Penny le gustaba mucho aquella habitación.

Pasó sus manitas por el empapelado de las paredes, con su dibujo de cancioncitas infantiles. La misma Penny había sido causa de que volvieran a empapelarla cuatro años antes. Y ella misma había elegido el papel. Conocía todos los dibujos de memoria, cada figurita, cada animal, cada arbolito. ¡Cuántas veces había visto a Jack y a Jill trepando por la montaña, y cuentas veces se había preguntado cómo era posible que los siete enanitos pudiesen vivir en aquella seta tan diminuta!

Abrió el armario donde habían estado sus muñecas y miró adentro. Ahora estaba vacío, ya que todas las muñecas se hallaban ya empaquetadas. Pero aún estaban los estantes que habían contenido los juguetes y las muñecas.

—Me gustaría que vinieses con nosotros, armarito —se apenó la niña—. Yo siempre te he querido. Resultabas tan excitante cada mañana cuando yo abría tus puertas y veía dentro mis muñecas… y era también tan divertido entrar aquí dentro y cerrar la puerta, como si yo fuese una muñeca más…

Penny era la más pequeña de la familia. Rory ya era un muchacho de catorce años, de cabello oscuro y ojos pardos. Sheila contaba trece años, y tenía el cabello rizado, precioso. Benjy, el soñador Benjy, que tanto amaba y comprendía a todos los animalitos, era dos años más pequeño… y después venía Penny con tres años menos que Benjy. Deseaba ser ya mayor, a fin de que los demás le contasen todos sus secretos y la aceptasen en su círculo, pero a veces esto era un poco difícil.

La niña miró a su alrededor. Estaba completamente sola. Rory y Sheila se estaban despidiendo de toda la casa. Precisamente ahora les oía desde el cuarto trastero. Sheila hablaba con Rory.

—¿Recuerdas cómo contábamos las grietas del techo cuando los dos tuvimos el sarampión? Había una grieta en aquel rincón que era igual que un oso con cuernos… ¡Oh, mira, allí está!

Penny escuchaba su charla. Luego miró al armario de las muñecas. ¿Debía meterse dentro por última vez, y fingir que era una muñequita más? Nadie la veía…

Se coló dentro. Ya no era muy fácil, ya que Penny había crecido. Cerró las puertas y se puso a atisbar por la ligera abertura… ¡y al momento le pareció que solamente tenía tres o cuatro años otra vez!

—Soy una muñequita, que está mirando a través de la puerta cómo los niños juegan en el cuarto —se dijo a sí misma—. ¡Uy, qué cosa más divertida!

Pero antes de poder volver a salir, Benjy entró en la habitación. Miró en torno.

—¿Dónde estarán los otros? —exclamó—. ¡Eh, Sheila! ¡Rory! ¿Dónde estáis? ¡Penny!

Penny no contestó. Tenía miedo de que volvieran a llamarla cría si sabían que estaba jugando al escondite en el armario. Y se quedó tan quieta como una ratita asustada.

Los otros dos llegaron corriendo. Llevaban ya los abrigos y sombreros para todos.

—Mamá dice que nos vamos ahora mismo —explicó Sheila—. Aquí tienes tus cosas, Benjy. ¿Dónde está Penny? ¿Dónde se habrá metido ahora?

Pero Penny no se movió. Miró por la abertura. Era muy divertido observar a los otros a través de aquella rendija. Parecían… parecían diferentes.

Los tres niños se pusieron los abriguitos. Entonces apareció su madre.

—¿Estáis listos? ¿Y Penny?

Nadie sabía dónde estaba.

—¡Oh, Dios mío! ¿Dónde se habrá metido? —se quejó la madre.

De repente, Penny tuvo miedo de que se marchasen dejándola a ella allí, por lo que empujó las puertas del armario y asomó la cabeza. Benjy dio un brinco de sorpresa.

—Aquí estoy —dijo Penny con su vocecita.

Todos se echaron a reír. Naturalmente, todos conocían aquella vieja afición de Penny a esconderse en el armario para fingirse muñeca. Y Sheila estaba ya a punto de llamarla cría, cuando observó que su hermanita tenía las mejillas muy coloradas y se calló a tiempo.

—Vamos —le dijo, asiéndola de la mano—. Papá nos está aguardando. ¡De prisa, Penny!

Penny se desasió del apretón y se puso el abrigo en silencio. Todos los niños bajaron a la calle, haciendo resonar sus pisadas en las escaleras. La casa, de pronto, les pareció fría y desconocida. Pronto sería de otras personas.

Se apiñaron todos en el coche. Papá y mamá contemplaron el alto edificio, recordando tantas cosas… allí habían sido muy felices. Allí habían crecido sus hijos. Y era triste dejar aquella casa… ¡pero ahora serían mucho más felices en la granja, a pleno campo!

El motor del coche se puso en marcha. ¡Y arrancaron!

—¡Adiós! —gritaron los niños, despidiéndose definitivamente de la vieja casa—. Quizás alguna vez vendremos a verte… ¡adiós! ¡Ahora nos vamos a la Granja del Sauce, a la Granja del Sauce, a la Granja del Sauce!

Y el coche cruzó por varias calles de Londres, camino de una nueva vida en el corazón de la campiña.