XV. Matho

Cartago rebosaba de júbilo, un júbilo profundo, universal, desmesurado, frenético. Se habían reparado los boquetes de las ruinas, repintado las estatuas de los dioses; las ramas de mirto alfombraban las calles, en las esquinas de las encrucijadas humeaba el incienso, y la multitud, en las terrazas, parecía con sus vestidos abigarrados montones de flores que se abrían al sol.

El continuo chillido de las voces era dominado por el grito de los aguadores que regaban las losas a su paso; los esclavos de Amílcar ofrecían, en su nombre, cebada tostada y trozos de carne cruda; se abordaban en medio de la calle; se abrazaban llorando; las ciudades tirias habían sido tomadas, los nómadas dispersados, todos los bárbaros aniquilados. La acrópolis desaparecía bajo velariums de colores; los espolones de los trirremes, alineados fuera del muelle, resplandecían como un dique de diamantes; por todas partes se advertía el orden restablecido, una vida nueva que comenzaba, una dicha sin límites: era el día de la boda de Salambó con el rey de los númidas.

En la terraza del templo de Kamón, tres largas mesas donde debían sentarse los sacerdotes, los ancianos y los ricos estaban cargadas de gigantescas orfebrerías, y había otra más alta para Amílcar, para Narr-Havas y para ella, pues como Salambó había salvado a la patria mediante la restitución del velo, el pueblo hacía de sus bodas un regocijo nacional, y abajo, en la plaza, estaba esperando a que ella apareciese.

Pero otro deseo, más violento, irritaba su impaciencia; la muerte de Matho había sido prometida para la ceremonia.

Primero, se había propuesto desollarlo vivo, verterle plomo hirviendo en las entrañas, hacerlo morir de hambre; lo atarían a un árbol, y un mono le golpearía, por detrás, con una piedra en la cabeza; había ofendido a Tanit, y los cinocéfalos de Tanit la vengarían. Otros opinaban que se le pasease sobre un dromedario, después de haberle clavado en varias partes del cuerpo mechas de lino empapadas en aceite; y se complacían en la idea del cuadrúpedo corriendo por las calles con aquel hombre retorciéndose bajo el fuego como un candelabro agitado por el viento.

Pero ¿qué ciudadanos serían encargados del suplicio? ¿Por qué impedir que los demás tomaran parte en él? Se hubiera deseado un género de muerte en el que participase toda la ciudad, y en el que todas las manos, todas las armas, todo lo que era cartaginés, y hasta las losas de las calles y las olas del golfo, pudiesen desgarrarlo, aplastarlo, aniquilarlo. Por tanto, los ancianos decidieron que iría de su prisión a la plaza de Kamón, sin escolta alguna, con los brazos atados a la espalda; y estaría prohibido herirlo en el corazón, para que viviese el mayor tiempo posible, y reventarle los ojos, a fin de que pudiese ver hasta el final su tortura; ni lanzar nada contra él ni golpearle con más de tres dedos a la vez.

Aunque no debía aparecer hasta la caída de la tarde, a veces creían verlo, y la muchedumbre se precipitaba hacia la acrópolis, se vaciaban las calles, luego volvía con un prolongado rumor. Había gente que desde la víspera se mantenía de pie en la plaza misma, y desde lejos se interpelaban enseñándose las uñas, que se habían dejado crecer para hundirlas mejor en su carne. Otros se paseaban nerviosos; algunos estaban pálidos como si esperasen su propia ejecución.

De pronto, por detrás de los Mappales, altos abanicos de plumas se elevaron por encima de las cabezas. Era Salambó que salía de su palacio; un suspiro de alivio brotó de todos los pechos.

Pero el séquito tardó mucho en llegar; caminaba con mucha lentitud.

Primero desfilaron los sacerdotes de los Pataeques, luego los de Eschmún, los de Melkart y todos los demás colegios sucesivamente, con las mismas insignias y en el mismo orden que habían observado cuando el sacrificio. Los pontífices de Moloch pasaron con la cabeza baja, y la multitud, por una especie de remordimiento, se apartaba de ellos. En cambio, los sacerdotes de Rabbetna avanzaban altivos, con las liras en la mano; las sacerdotisas los seguían con túnicas transparentes de color amarillo o negro, lanzando gritos de pájaro y retorciéndose como víboras; o bien, al son de las flautas, giraban imitando la danza de las estrellas, y sus leves vestiduras esparcían por las calles bocanadas de voluptuosos perfumes. Entre estas mujeres se aplaudía especialmente a los kedeschim[175], de párpados pintados, que simbolizaban el hermafroditismo de la divinidad, y vestidos y perfumados como las otras, se les parecían a pesar de sus pechos aplanados y de sus caderas más estrechas. Por otra parte, el principio femenino que dominaba aquel día lo confundía todo: una lascivia mística alentaba en el aire cargado de perfumes. Las antorchas ardían en el fondo de los bosques sagrados; debía haber durante la noche una gran prostitución; tres navíos habían traído cortesanas de Sicilia, y otras habían venido del desierto.

Los colegios sacerdotales, a medida que iban llegando, se colocaban en los patios del templo, en las galerías exteriores y a lo largo de las dobles escalinatas que subían adosadas a los muros, uniéndose en sus partes superiores. Hileras de blancas túnicas aparecían entre las columnatas, y el edificio se poblaba de estatuas de piedra.

Llegaron más tarde los intendentes de hacienda, los gobernadores de provincia y todos los ricos. Abajo se produjo un gran tumulto. Por las calles contiguas afluía la multitud; los hieródulos la rechazaban a bastonazos; y en medio de los ancianos, coronados de tiaras de oro, en una litera cubierta con un dosel de púrpura, se vio a Salambó.

Entonces se oyó un clamor inmenso; los címbalos y los crótalos sonaron más fuertes, los tamboriles atronaban, y el gran dosel de púrpura desapareció entre los dos pilonos[176].

Reapareció en el primer piso. Salambó marchaba debajo, lentamente, luego atravesó la terraza para ir a sentarse al fondo, en una especie de trono esculpido en un caparazón de tortuga. Le acercaron bajo los pies un escabel de marfil de tres escalones; en el borde del primero se arrodillaban dos niños negros, y de cuando en cuando apoyaba sobre sus cabezas sus brazos, cargados de anillos demasiado pesados.

De los tobillos a las caderas, iba envuelta en una red de mallas estrechas, que imitaba las escamas de un pez y que brillaban como el nácar; una zona completamente azul que ceñía su talle dejaba ver sus dos senos por un escote en forma de media luna; unas arracadas de carbunclos ocultaban sus pezones. Llevaba un peinado hecho con plumas de pavo real, cuajadas de pedrería; un amplio manto, blanco como la nieve, caía flotando sobre sus hombros, y con los codos pegados al cuerpo, juntas las rodillas, y aros de diamantes en lo alto de los brazos, permanecía erguida, en actitud hierática.

En dos asientos más abajo estaban su padre y su esposo. Narr-Havas, vestido con una cimarra blonda, ceñía su corona de sal gema, de la que salían dos trenzas de cabello, torcidas como unos cuernos de Ammón; y Amílcar, con una túnica morada bordada de pámpanos de oro, llevaba a la cintura su espada de guerra.

En el espacio que las mesas encuadraban, la pitón del templo de Eschmún, tendida en el suelo, entre charcos de esencia color de rosa, describía, mordiéndose la cola, un gran círculo negro. En medio del círculo había una columna de cobre que soportaba un huevo de cristal; y, como el sol lo hería desde arriba, despedía fulgores por todos sus lados[177].

Detrás de Salambó se desplegaban los sacerdotes de Tanit, con túnica de lino; los ancianos, a su derecha, formaban, con sus tiaras, una línea dorada, y al otro lado, los ricos, con sus cetros de esmeralda, una gran línea verde, en tanto que, allá al fondo, donde estaban colocados los sacerdotes de Moloch, parecía, a causa de sus mantos, una muralla de púrpura. Los demás colegios ocupaban las terrazas inferiores. La multitud llenaba las calles. Remontaba por las casas y sus largas filas iban hasta la cúspide de la acrópolis. Así, teniendo el pueblo a sus pies, el firmamento sobre su cabeza y en torno a ella la inmensidad del mar, el golfo, las montañas y las perspectivas de las provincias, Salambó, resplandeciente, se confundía con Tanit y parecía el genio mismo de Cartago, la encarnación de su alma.

El festín debía durar toda la noche, y lampadarios de múltiples brazos habían sido plantados, como árboles, sobre los tapices de lana pintada que cubrían las mesas bajas. Grandes jarras de electro, ánforas de vidrio azul, cucharas de concha y panecillos redondos se apretaban entre la doble fila de platos con bordes de perlas; racimos de uvas con sus hojas se enroscaban como tirsos a cepas de marfil; bloques de nieve se derretían en bandejas de ébano, y limones, granadas, calabazas y sandías formaban montículos, bajo las altas vasijas; jabalíes, con la boca abierta, se hundían en el polvo de las especias; liebres, cubiertas con sus pieles, parecían saltar entre las flores; carnes aderezadas llenaban conchas; los dulces tenían formas simbólicas; cuando se retiraban las campanas de las fuentes, salían volando palomas[178].

Entre tanto, los esclavos, con la túnica arremangada, andaban de puntillas; de cuando en cuando, las liras tocaban un himno, o bien se elevaba un coro de voces. El rumor del pueblo, continuo como el murmullo del mar, runruneaba vagamente en torno al festín y parecía mecerlo en una armonía más dilatada; algunos se acordaban del banquete de los mercenarios; se entregaban a sueños de felicidad; el sol comenzaba a declinar, y la luna en cuarto creciente se elevaba ya por el otro lado del cielo.

Salambó, como si la hubiese llamado alguien, volvió la cabeza; el pueblo, que la estaba contemplando, siguió la dirección de su mirada.

En la cumbre de la acrópolis, la puerta del calabozo, excavado en la roca al pie del templo, acababa de abrirse; y en el umbral de aquel negro agujero se vio a un hombre de pie.

Salió de allí encorvado como un dos, con el aspecto asustadizo de las fieras cuando se las deja en libertad de repente.

La luz lo cegaba; se quedó un rato inmóvil. Todos lo habían reconocido y contenían la respiración.

El cuerpo de aquella víctima era para ellos una cosa singular y revestida de un esplendor casi religioso. Se empinaban para verlo, sobre todo las mujeres. Ardían en deseos de contemplar al que había sido la causa de la muerte de sus hijos y de sus esposos; y, a pesar suyo, desde el fondo de su alma surgía una infame curiosidad, el deseo de conocerlo del todo, un ansia mezclada de remordimientos que se tornaba en un delirio de execración.

Por fin, avanzó. El aturdimiento de la sorpresa fue desvaneciéndose. Un mar de brazos se levantó y no se le volvió a ver.

La escalinata de la acrópolis tenía sesenta peldaños. Los bajó como si hubiera rodado en un torrente, desde lo alto de una montaña; por tres veces se le vio que rebotaba, luego abajo cayó sobre los dos talones.

Sangraban sus espaldas, su pecho jadeaba dando grandes sacudidas; y hacía tales esfuerzos por romper sus ligaduras, que sus brazos, cruzados sobre su desnuda espalda, se hinchaban como anillos de serpiente.

Desde el sitio en que estaba, partían muchas calles. En cada una de ellas, una triple hilera de cadenas de bronce, fijadas al ombligo de los dioses pataicos, se extendían de punta a punta, paralelamente; la muchedumbre se amontonaba contra las casas y, en medio, se paseaban los criados de los ancianos empuñando unos látigos.

Uno de ellos lo empujó hacia delante, de un recio latigazo; Matho echó a andar.

Alargaban sus brazos por encima de las cadenas, gritando que se le había dejado un camino demasiado ancho, y Matho iba pellizcado, pinchado, desgarrado por aquellos dedos; cuando estaba al cabo de una calle, aparecía otra; varias veces se arrojó de lado para morderlos, se apartaban enseguida, lo retenían las cadenas, y la muchedumbre estallaba en carcajadas.

Un niño le desgarró una oreja; una joven, disimulando en su manga la punta de un huso, le cortó la mejilla; le arrancaban puñados de cabellos, jirones de carne; otros, con palos en cuyas puntas llevaban esponjas empapadas en inmundicias, le restregaban el rostro. Del lado derecho de su garganta brotó un hilo de sangre: enseguida comenzó el delirio. Aquel último bárbaro representaba para ellos a todos los bárbaros, a todo el ejército; se vengaban en él de todos los desastres, de sus terrores, de sus oprobios. La rabia del pueblo aumentaba a medida que se iba saciando; las cadenas, demasiado tensas, amenazaban romperse; no sentían los golpes de los esclavos que los azotaban para rechazarlos; otros se encaramaban en los salientes de las casas; todas las aberturas que había en las paredes estaban tapadas por cabezas, y el daño que no podían hacerle lo vociferaban.

Eran injurias atroces, inmundas, con alardes irónicos e imprecaciones; y como no tenían bastante con su dolor presente, le anunciaban otros más terribles para la eternidad.

Aquel inmenso alarido llenaba a Cartago con una estúpida continuidad. A menudo, una sola sílaba —una entonación ronca, profunda, frenética— era repetida durante algunos minutos por todo el pueblo. Vibraban los muros de abajo arriba, y las dos paredes de la calle le parecía a Matho que se le venían encima y lo levantaban del suelo, como dos brazos inmensos que lo ahogasen en el aire.

Sin embargo, se acordaba de haber experimentado algo parecido en otra ocasión. Era la misma multitud en las terrazas, las mismas miradas, la misma ira; pero entonces marchaba libre, todos se apartaban, un dios lo protegía; y este recuerdo, precisándose poco a poco, lo llenaba de una tristeza abrumadora. Pasaban sombras ante sus ojos; la ciudad daba vueltas en su cabeza, le manaba la sangre por una herida en la cadera, se sentía morir; sus piernas se doblaron, y se fue abatiendo muy lentamente sobre las losas.

Alguien fue a coger, en el peristilo del templo de Melkart, la barra de un trípode enrojecida al fuego y, deslizándola por debajo de la primera cadena, la apoyó contra su herida. Se vio humear la carne; la gritería del pueblo ahogó su quejido; estaba en pie.

Seis pasos más allá, cayó una tercera y hasta una cuarta vez; siempre un nuevo suplicio lo hacía levantarse. Valiéndose de tubos, le rociaban con gotitas de aceite hirviendo; se le ponían a sus pies cascotes de vidrio, y él seguía andando. En la esquina de la calle de Sateb, se recostó bajo el tejadillo de una tienda, de espaldas contra la pared, y ya no avanzó.

Los esclavos del consejo lo flagelaron con sus látigos de piel de hipopótamo, tan furiosamente y durante tanto rato, que las franjas de sus túnicas se empaparon de sudor. Matho parecía insensible; de pronto, tomó impulso y echó a correr al acaso, haciendo con sus labios el ruido de las gentes que tiritan por un frío intenso. Enfiló la calle de Budes, la calle de Soepo, atravesó el mercado de las hierbas y llegó a la plaza de Kamón.

Su persona pertenecía a los sacerdotes; los esclavos acababan de apartar a la muchedumbre; había más espacio. Matho miró en torno suyo, y sus ojos encontraron a Salambó.

Desde el primer paso dado por Matho, Salambó se había puesto en pie. Luego, involuntariamente, a medida que se acercaba, se había adelantado poco a poco hasta el borde de la terraza; y enseguida, desvaneciéndose todas las cosas exteriores, no vio más que a Matho. En su alma se había hecho un silencio, uno de esos abismos en que el mundo entero desaparece bajo el dominio de un solo pensamiento, de un recuerdo, de una mirada. Aquel hombre que caminaba hacia ella la atraía.

A excepción de los ojos, no tenía apariencia humana; era una forma alargada completamente roja; sus ligaduras, rotas, pendían a lo largo de sus muslos, pero no se las distinguía de los tendones de sus muñecas, completamente despellejadas; mantenía la boca muy abierta; de sus órbitas salían dos llamaradas que parecían subir hasta sus cabellos; y… ¡y todavía caminaba el desgraciado!

Llegó hasta el pie de la terraza. Salambó estaba asomada a la balaustrada; aquellas espantosas pupilas la contemplaban, y en su conciencia surgió todo lo que había sufrido por ella. Aunque estuviese agonizando, lo veía en su tienda, de rodillas, rodeándole la cintura con sus brazos, balbuciendo palabras cariñosas; anhelaba escucharlas otra vez, oírlas, ¡no quería que muriese! En aquel momento, Matho sufrió un gran estremecimiento; Salambó iba a gritar. Matho cayó de espaldas y ya no se movió[179].

Salambó, casi desvanecida, fue llevada a su trono por los sacerdotes que la rodeaban. La felicitaron; aquello era obra suya. Todos aplaudían y pateaban, repitiendo su nombre.

Un hombre se abalanzó sobre el cadáver. Aunque no tuviese barba, llevaba sobre sus hombros el manto de los sacerdotes de Moloch, y a la cintura el cuchillo que le servía para cortar las carnes sagradas y que terminaba, en el extremo del mango, en una espátula de oro. De un tajo hendió el pecho de Matho, luego le arrancó el corazón, lo colocó sobre la cuchara y Schahabarim, levantando el brazo, se lo ofreció al Sol.

El sol se hundía en el mar; sus rayos llegaban como largas flechas al corazón ensangrentado. A medida que el sol desaparecía, las palpitaciones de la entraña disminuían, y con una última palpitación, desapareció el globo de fuego.

En este momento, desde el golfo hasta la laguna y desde el istmo hasta el faro, en todas las calles, sobre todas las casas y sobre todos los templos, resonó un grito unánime; grito que se interrumpía para volver a comenzar; los edificios retemblaban; Cartago estaba como convulsa en el espasmo de una alegría titánica y de una esperanza sin límites.

Narr-Havas, ebrio de orgullo, rodeó con su brazo izquierdo el talle de Salambó, en señal de posesión y, con la diestra, cogiendo una pátera de oro, bebió por el genio de Cartago.

Salambó se levantó, como su esposo, con una copa en la mano, para beber también. Pero cayó, con la cabeza hacia atrás, por encima del dosel de su trono, pálida, rígida, con los labios abiertos y sus cabellos destrenzados colgando hasta el suelo.

Así murió la hija de Amílcar por haber tocado el velo de Tanit.

FIN DE SALAMBÓ.