El ataque
Tanis estaba arrodillado, esperando a que el clérigo de los Bárbaros de Hielo iniciara el funeral de Xanthar. Detrás del semielfo se alineaban varios cientos de búhos.
En esta época del año, el glaciar experimentaba su propia versión de la primavera, si bien apenas había señales de ello. Las severas temperaturas invernales apenas se habían moderado. Las horas diurnas se alargaban en el paisaje azotado por los vientos, y la oscuridad de la noche había dado paso a una penumbra. A pesar de que el ajetreo de los Bárbaros de Hielo despertó a Tanis y Caven cuando todavía era medianoche, había suficiente claridad para ver sin necesidad de utilizar las lámparas de aceite de morsa.
Sin prestar oídos a los rezongos de Mackid, el semielfo se había puesto sus desgastadas ropas de gamuza, así como la larga parka hecha con pieles negras de foca. El semielfo había descosido la parte inferior de las costuras de la prenda de abrigo, al igual que habían hecho Caven y los guerreros de los Bárbaros de Hielo, a fin de poder montar con comodidad en la espalda de los búhos gigantes. Los habitantes del poblado habían pasado horas fabricando arneses con cuero de focas, iguales al que Tanis guardaba ahora en su petate, pero los suyos tenían cierta modificación: una trabilla en la que transportar los Quebrantadores de Hielo de los guerreros. Tanis guardó en un bolsillo la tira de cuero para evitar la ceguera de la nieve, se calzó las botas forradas que Brittain le había prestado, y se encaminó a la salida del habitáculo; tuvo que doblarse por la cintura para poder pasar por el reducido acceso. Los Bárbaros de Hielo hacían las puertas de sus casas muy pequeñas con el propósito de conservar el calor. Caven siguió de cerca al semielfo.
En el exterior los recibió la agradable vista de una hoguera de turba. Los Bárbaros de Hielo habían erigido un túmulo bajo, hecho con bloques de hielo, y habían colocado encima el cuerpo de Xanthar, amortajado en una lona. En la base había apilada turba, un producto muy valioso entre los habitantes del glaciar.
Había sido necesario salvar ciertas dificultades para persuadir a los búhos gigantes, mediante gesticulaciones y ademanes, de que permitieran a los Bárbaros de Hielo incinerar el cuerpo de Xanthar. Aparte de los lamentos y lágrimas que siguieron a la muerte de Xanthar el día anterior, los búhos gigantes no practicaron ningún ritual después del fallecimiento de su compañero. El concepto de «funeral» parecía desconcertar a Ala Dorada y Mancha. Tanis había intentado explicarles que entregar un cuerpo al fuego y al humo se consideraba un gran honor entre los Bárbaros de Hielo, y que esta ceremonia, según sus creencias, liberaría la esencia de Xanthar para que continuara volando por el cielo en la muerte al igual que lo había hecho en vida.
Por fin, aunque no convencidos, los búhos se mostraron resignados. Tanis sospechaba que las gigantescas aves creían que los humanos tenían la descabellada idea de que el pobre Xanthar estaba simplemente congelado y que, en consecuencia, se levantaría del túmulo al calentarlo con el fuego. Su aquiescencia estuvo dictada más bien por el desconcierto que por la tristeza.
Ahora, los búhos gigantes, sin duda inducidos tanto por la curiosidad hacia las costumbres de los Bárbaros de Hielo como por el respeto por Xanthar, estaban en filas, detrás de los habitantes del poblado. El silencio cayó sobre los reunidos. Los guerreros, ataviados con parkas de piel de foca, se encontraban delante, arrodillados; otros estaban tras ellos, y los búhos a continuación, dominando a todos con sus enormes tallas. Tanis estaba situado entre Caven y Brittain. Le llegaba el fuerte olor de un ungüento especial con que el clérigo había insistido que se untaran Mackid y él a fin de protegerse del hielo adherente en los laberintos subterráneos de Valdane.
El clérigo se puso de pie y se dirigió a la muchedumbre. Tanis comprendió que, si bien los habitantes del poblado hablaban en Común, lo hacían por cortesía a los forasteros, pero no era su lengua nativa. En consecuencia, apenas comprendió el discurso del clérigo, pronunciado en su idioma, y muy pronto se sumió en sus propias reflexiones, primero evocando a Xanthar, y después preguntándose si realmente Kitiara se había aliado con Valdane.
Miró de soslayo a Caven, su rival durante las últimas semanas. El semblante del kernita era severo, y Tanis vio en sus ojos agotamiento y tristeza. Atraído por la mirada del semielfo, Caven se volvió hacia él e hizo una inclinación de cabeza con actitud grave. Un momento después, Tanis le devolvió el gesto, y entonces, sintiendo que se zanjaba cualquier posible antagonismo entre el kernita y él, volvió la vista hacia el clérigo, quien acercaba una antorcha al féretro.
Se alzó un suspiro en la muchedumbre cuando la llama prendió en la turba. Las mujeres y los niños empezaron a cantar en un tono agudo, acompañados por una flauta hecha con hueso de morsa. A continuación se unieron los guerreros, y sus voces de barítono y bajo añadieron un tono grave al canto funerario. Los búhos se pusieron firmes, alzaron las cabezas, y emitieron una versión más suave de su lamento del día anterior. Entretanto, las llamas crepitaban con más fuerza y, por fin, la lona que amortajaba el cuerpo de Xanthar empezó a arder al mismo tiempo que los bloques de hielo del féretro se derretían. Casi de manera mágica, el cadáver del búho se hundió en las rugientes llamas.
Entonces los Bárbaros de Hielo se pusieron de pie como un solo hombre y se alejaron silenciosos del centro del poblado, en fila india. Los búhos se apartaron para dejarles paso y después fueron tras ellos.
Poco después los guerreros estaban montados y se remontaban en espiral hacia el cielo, en torno a la columna de humo que salía de la pira de Xanthar; a continuación formaron en una línea y se dirigieron hacia el sur. Doscientos búhos volaban sin jinete. Tanis observaba desde Ala Dorada cómo el guía principal de los Bárbaros de Hielo, que cabalgaba sobre un ave gris, se situaba a la cabeza de la formación, seguido por otros tres exploradores. Muy pronto, los cuatro se habían perdido de vista, adelantándose al resto para examinar el terreno.
Caven y Mancha marchaban en la retaguardia e iban de uno a otro guerrero dando consejos y animando a los voladores neófitos. Brittain, montado sobre un búho gris y blanco al que apodaba Cortavientos, iba situado cerca de Tanis. El viento soplaba con demasiada fuerza para poder mantener una conversación a menos que se hablara a gritos, de manera que el semielfo y el cabecilla de los Bárbaros de Hielo se comunicaban mediante señas.
Una hora más tarde, los exploradores aparecieron en el horizonte, dirigiéndose hacia el grupo:
—¡Están justo detrás de aquella elevación! —gritó Delged, el guía principal, a Brittain y a Tanis—. Parapetados tras una muralla de bloques de hielo.
—Describe el campamento —ordenó el semielfo.
—Un millar de minotauros, hombres morsas y ettins —contestó Delged, con el rostro enrojecido por el aire y el frío.
Tanis presionó con las rodillas para indicar a Ala Dorada que se acercara a Cortavientos.
—¿Y nuestra gente? —preguntó Brittain al explorador.
—Un centenar de cautivos —respondió el hombre—. Encerrados en jaulas, hacia el este.
—¿Sólo un centenar? —insistió Brittain—. ¡Fueron muchos más los que capturaron en los poblados atacados!
El guía eludió los ojos un momento y después contestó:
—Hay cuerpos de miembros del Pueblo tirados por el glaciar. Algunos…, algunos parecen haber sido devorados.
Los tres hombres se sumieron en el silencio. Al cabo de un rato, cuando las relucientes partes altas de los bloques de hielo se divisaron, Tanis hizo que Ala Dorada trazase una amplia espiral. Los demás los siguieron y se situaron en la formación de ataque que habían planeado.
El lugarteniente de Brittain, encargado de liberar a los cautivos, se apartó hacia la izquierda junto con otros cuarenta guerreros y búhos. Brittain y Cortavientos dirigirían la fuerza principal, que se zambulló casi en picado y después remontó pesadamente el vuelo; cada búho portaba en sus garras un trozo de hielo.
—¡Al ataque! —ordenó Brittain mientras pasaban sobre la muralla de hielo.
La horda de minotauros, thanois y trolls de dos cabezas alzaron la vista al cielo, estupefactos. En ese momento, los búhos cambiaron su técnica de vuelo, de manera que las alas golpeaban el aire con fuerza en lugar de deslizarse silenciosamente. El estruendo resultante retumbó en el aire matinal, aterrorizando aún más si cabe al desconcertado enemigo. Los thanois y los ettins se dispersaron; sólo los minotauros permanecieron en sus puestos, aprestándose a la batalla con tranquila indiferencia. Cortavientos, a la cabeza, dejó caer el trozo de hielo sobre un minotauro, que se desplomó en el suelo. Un charco de sangre tiñó el blanco terreno. El enemigo caído no se movió, y la fuerza atacante prorrumpió en vítores al tiempo que docenas de proyectiles helados llovían sobre las tropas de Valdane.
—¿Dónde está el cabecilla? —gritó Tanis.
Brittain recorrió con la mirada las fuerzas enemigas, pero fue Delged, el explorador, quien respondió al semielfo:
—¡Allí! —Señaló una figura corpulenta, equipada con un correaje de cuero, que blandía un hacha de guerra—. ¡El minotauro! Lo llaman Toj.
—Pero ¿qué pasa con la mujer? —demandó Brittain—. ¿Has visto a la mujer de la que nos hablaron?
Delged negó con la cabeza.
—Tal vez fuera sólo un rumor —sugirió Tanis. Brittain lo miró como si no estuviera convencido, pero no dijo nada. Después, el cabecilla de los Bárbaros de Hielo hizo un gesto al semielfo, se ajustó la capucha, y guió a Cortavientos y al resto de las tropas a un nuevo ataque.
Para entonces, más de un centenar de soldados enemigos yacían inmóviles en el suelo, y Brittain no había perdido a uno solo de sus hombres. Nuevos vítores se alzaron de las tropas de los Bárbaros de Hielo, secundados por los cautivos que aguardaban abajo. Tanis escudriñó el campamento una y otra vez. Caven y Mancha se acercaron a él.
—¿Ves alguna señal de Kit? —preguntó el kernita.
—Nada.
—¿Y de Valdane y Janusz?
—De ninguno de ellos.
—Estupendo. Los hemos cogido por sorpresa.
Los minotauros habían comprendido que un abultado número de fuerzas agrupadas resultaba vulnerable a los ataques aéreos, por lo que se dispersaron y prepararon catapultas para entrar en acción. Los hombres toros se impusieron a los desorganizados ettins obligándolos a tomar parte en la batalla a pesar de sí mismos. Poco después, las fuerzas de Brittain tenían que esquivar los mismos trozos de hielo que antes habían arrojado sobre los minotauros. Tanis vio que uno de los proyectiles alcanzaba y rompía el ala de un búho; el ave y el guerrero de los Bárbaros de Hielo se precipitaron sobre el campamento de Valdane con un grito escalofriante. Una segunda andanada de las catapultas mató a otros tres búhos y a sus jinetes.
Un nuevo grito se alzó allá abajo, hacia el este. Tanis divisó a una veintena de guerreros que blandían sus Quebrantadores de Hielo y guiaban a los búhos para que sobrevolaran a los guardias thanois, y propinaban golpes a diestro y siniestro con sus armas de hielo. Entonces, más búhos, equipados con arneses pero sin jinetes, hicieron una pasada baja sobre las jaulas de los cautivos y utilizaron sus garras para hacer pedazos a los hombres morsas. Siguió un tercer ataque, y en esta ocasión cada búho sin jinete remontó el vuelo con un prisionero suspendido de sus garras. Aferrándolos por las ropas, las aves sacaban a los prisioneros del campamento, después aterrizaban e instaban a los rescatados a que se subieran a sus espaldas. Los cautivos estaban débiles, pero los más aguerridos se subieron animosos a los búhos gigantes. Las fuerzas atacantes aumentaron a medida que las aves liberaban al resto de los prisioneros.
En ese momento, Mancha emitió un grito, coreado por Caven. Un aserrado trozo de hielo, lanzado por una catapulta, se dirigía veloz hacia ellos. Mancha se zambulló desesperadamente a la derecha, en tanto que Ala Dorada viraba a la izquierda. Acostumbrado ya a los inesperados cambios de vuelo de los búhos, Tanis se aferró de manera refleja al arnés y se apretó contra la espalda del ave. Pero Caven se tambaleó y soltó las dos manos del arreo. Mancha intentó rectificar su movimiento al tiempo que Mackid se inclinaba hacia el otro lado. Con un grito, el kernita resbaló de la espalda de Mancha y se precipitó al suelo. El búho se lanzó en picado tras él.
Tanis dio unos golpecitos en el ala de su montura.
—¡Ayúdalos! —ordenó el semielfo—. ¡Estoy bien sujeto, no me pasará nada! ¡Ve!
Sin la menor vacilación, Ala Dorada se zambulló tras Mancha. Tanis se agarró con todas sus fuerzas al arnés; los ojos le lagrimeaban por la velocidad del descenso, y el viento helado silbaba en sus oídos. Ala Dorada se zambullía casi en vertical; sus alas, pegadas a los costados, sujetaban las piernas del semielfo. Mancha descendía del mismo modo. Pronto estuvo a la altura de Caven, y luego por debajo de él.
La montura de Tanis descendió como una flecha hasta quedar a escasos palmos del kernita; entonces extendió las alas con un sonido seco, levantó la emplumada cabeza, bajó la apaisada cola bruscamente, y sus patas se dispararon hacia adelante. Las garras del búho se cerraron sobre la espalda de Caven, la sujetaron un instante, y acto seguido la soltaron.
La maniobra hizo que Ala Dorada y Tanis giraran alocadamente, pero frenó el descenso de Mackid. El kernita cayó despatarrado sobre la espalda de Mancha, agarró el arnés, y se aferró a él. Los dos búhos aletearon frenéticamente mientras el suelo les salía el encuentro en un acelerado remolino vertiginoso. Consiguieron aterrizar en la nieve, pero Mancha dio un bandazo lateral que lanzó a Caven contra el suelo bruscamente, y Ala Dorada dio dos volteretas. Tanis resbaló por la nieve mientras el dorado búho rodaba sobre sí mismo.
—¡Muerte a los humanos!
El timbre de la voz era profundo y tenía un extraño acento. El semielfo se esforzó por incorporarse cuanto antes para hacer frente a la nueva amenaza; se quedó paralizado cuando reparó en que el grito no iba dirigido a él. Delante del aturdido Caven Mackid se encontraba el minotauro que Delged había identificado como Toj. Un aro colgaba de su nariz, y otro de una oreja. El musculoso brazo blandía un hacha de doble hoja. La criatura lanzó el grito de guerra de Mithas. Por todas partes resonaba el clamor de minotauros, ettins y thanois mientras luchaban y morían.
Desorientado, Caven se incorporó sobre las rodillas y tanteó buscando su espada, pero el arma había desaparecido entre la nieve. El rugido del minotauro se tornó risotada, y el bronco sonido levantó ecos en el helado paisaje. Tanis alargó la mano para coger su propia espada; sintió la presencia de Ala Dorada a su lado, y el búho dejó caer el arma del semielfo en la nieve, a sus pies. Con un nuevo rugido, el minotauro alzó el hacha sobre la cabeza del kernita.
—¿Es así como los minotauros de Mithas se enfrentan al enemigo? —gritó Tanis a la bestia—. ¿Atacándolo cuando está desarmado?
El semielfo, con la espada presta, avanzó hacia el hombre toro. La criatura lo aventajaba en altura con mucho, ya que Tanis apenas le llegaba al hombro. El minotauro se movió pesadamente hacia él, gruñendo.
—Unas palabras muy fieras para ser dichas por un escuálido elfo.
A espaldas de Toj, Caven se había puesto de pie y recuperaba su arma. Entonces, aprovechando la distracción del minotauro, el kernita lo atacó por detrás. Tanis se lanzó a la refriega.
Toj frenó con destreza la arremetida, haciendo retroceder al humano y al semielfo, y rechazando a los thanois y ettins que habían venido en su auxilio. Los otros minotauros no ofrecieron ayuda; se limitaron a asentir con actitud grave y reanudaron el ataque con las catapultas contra las fuerzas voladoras. El hacha de doble hoja de Toj se balanceó frente a Tanis y Caven; el hombre toro sostenía en la mano izquierda un látigo largo.
—Podemos vencerlo —le dijo a Mackid el semielfo.
—Lo sé —respondió el kernita. Tanis advirtió que ahora no había señal alguna de temor en el hombre; el mercenario ansiaba combatir con Toj—. Los minotauros también tienen sus puntos débiles.
—No estés tan seguro de ello, humano —replicó Toj—. A ti y a tu amigo elfo os convendría rendiros ahora.
—No lo hagas, Tanis —advirtió Caven—. Te mataría. Los minotauros no cogen prisioneros.
¿Cuál sería el punto débil de este minotauro?, se preguntó Mackid. ¿El juego, quizá? Fue así como había ganado a Maléfico, después de todo.
—Tal vez las fuerzas estén equilibradas, hombre toro: uno contra dos —dijo en voz alta, dirigiéndose al cabecilla de los minotauros—. Quizás a los tres nos convendría arreglar esto con una partida de dados.
—¿Dados? —repitió Toj. El balanceo del hacha cesó un instante mientras la bestia contemplaba de hito en hito al kernita—. ¿Propones un juego en el campo de batalla? —La incredulidad era patente en sus palabras; las pezuñas rascaron el hielo con agitación.
—A menos que tengas miedo de perder —comentó Caven, adoptando un tono indiferente—. Lo que sucedería, probablemente. Tengo buena mano con los dados.
—No pienso tragarme el anzuelo, humano —resopló Toj.
—El ganador se queda con todo —continuó Mackid—. Si ganas, somos tus prisioneros. Si ganamos nosotros, te prenderemos a ti. —Luego susurró a Tanis—: Prepárate para atacar.
Toj estaba inmóvil; todavía sostenía el hacha con la mano derecha, y el látigo con la izquierda. Una expresión astuta se plasmó en sus bovinos rasgos.
—Merece la pena intentarlo —dijo por fin.
Caven, sin soltar la espada, echó a andar hacia el minotauro. Entonces, el kernita se abalanzó contra la criatura, arremetiendo con el arma.
—¡Ahora, Tanis! —gritó.
Pero el semielfo ya había entrado en acción. Saltó sobre Toj y se desvió a un lado justo a tiempo de eludir la mortífera hoja del hacha; mientras giraba, arremetió con la espada y la punta del acero hizo un corte superficial en el correaje del minotauro. Un hilillo de sangre resbaló por el costado de Toj.
El hombre toro enloqueció, sediento de sangre. Atacó con el hacha a Tanis, y Caven y él lo hicieron retroceder con sus espadas. El grito de Toj se confundió con el estruendo de la batalla. El látigo restalló, se enroscó en torno al brazo del semielfo, y tiró de él, acercándolo a su enemigo.
Tanis no perdió los nervios. Tenía la espada en la mano derecha; todavía no estaba indefenso. Dejó que Toj lo arrastrara hacia él. Caven lanzó un grito de guerra y atacó al minotauro con un golpe descendente, pero Toj lo detuvo con su hacha. Entretanto, seguía arrastrando a Tanis hacia sí.
El semielfo simuló debatirse contra el látigo, con fingido pánico. Reparó en el gesto de satisfacción que aparecía en la velluda faz del hombre toro. Cuando el semielfo estuvo al alcance del hacha, vio que el arma descendía sobre él.
En ese momento, Tanis dejó de presentar resistencia al tirón del látigo y, en lugar de ello, se abalanzó contra el minotauro, dentro del arco descendente del hacha.
La espada del semielfo se hundió profundamente en el hombre toro. Antes de que los compañeros de Toj tuvieran tiempo de reaccionar, Tanis y Caven corrían hacia Mancha y Ala Dorada, que esperaban dispuestos a emprender el vuelo. En cuestión de minutos, los dos hombres se encontraban de nuevo planeando en círculo sobre el fragoroso campo de batalla.
—¡Aprisa! —gritó Delged, el explorador, a Tanis y a Caven. Él y su búho se lanzaron veloces hacia el sur.
El estruendo de la lucha había quedado tras ellos cuando Delged instó a su montura a que aterrizara. Volvió a señalar. Tanis vio una franja gris azulada en la extensión de hielo, que parecía interminable; vio la sombra que, tal como Delged había dicho, disimulaba el acceso al castillo de Valdane. Ala Dorada y Mancha aterrizaron y esperaron a que el semielfo recogiera su petate, arco y espada, y Caven su arma. Después los búhos levantaron otra vez el vuelo y, junto con Delged, regresaron al campo de batalla sin más preámbulos.
Tanis avanzó con cautela hacia el borde de la grieta. Caven fue tras él y hurgó la nieve grisácea con la puntera de la bota.
—Espero que los exploradores no se hayan equivocado de grieta —musitó el mercenario.
De repente un trozo de nieve cedió, seguido por la plancha de hielo que ocultaba la hendedura. Los dos hombres se asomaron a la sima; los laterales de la grieta emitían una fantasmagórica luz azul, y no se divisaba el fondo.
—Delged dijo que había que saltar —musitó Caven—. ¡Y pensar que las alturas me asustaban!
Tanis sonrió, ocultando con el gesto su propio temor.
—Explícame otra vez por qué estoy haciendo esto —continuó Mackid, que tenía el rostro sudoroso y la mirada prendida en la grieta.
—Por el poema —contestó Tanis—. «Los tres amantes…». Ésos somos tú, Kitiara y yo. Y «la doncella hechicera» es Lida.
—Eso ya lo has dicho antes —rezongó Caven—. Pero sigue un poco más, hasta la parte que habla de «muertes congeladas en nevadas tierras baldías». ¿También se refiere a nosotros?
—Creo que tenemos que reunirnos todos, con las gemas de hielo, para que la magia de Lida sea capaz de derrotar a Valdane y a su hechicero. Confío en que sean sus muertes las que se mencionan en el verso. De todas formas, ya es demasiado tarde para echarse atrás.
—Nunca es demasiado tarde —dijo en voz baja el kernita.
Tanis estaba a punto de contestar cuando Caven saltó al vacío. El semielfo fue tras él.
Poco después habían llegado al fondo sin sufrir percances y observaban las paredes del calabozo y los cadáveres colgados.
—Perecer de hambre en un sitio así… —susurró Caven—. No es el modo de morir para un guerrero. —Su mano apretaba la empuñadura de la espada con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.
Tanis señaló el acceso que se abría a cierta altura del suelo.
—Si me encaramo a tus hombros, podría auparme hasta allí y después te subiría a ti —sugirió.
—¿Y qué pasa con el muro de hielo?
—Esperemos que el ungüento del clérigo funcione.
—¡Vaya ánimos que das! —rezongó Mackid. El kernita suspiró, se agachó, y entrelazó los dedos de las manos.
Tanis puso el pie en el improvisado estribo, trepó a los hombros de Caven y, una vez que el kernita se hubo incorporado, rozó, cautelosamente, el borde del acceso con el dedo untado de ungüento. No se le quedó pegado. El semielfo se aupó por la abertura y arrojó a Caven la cuerda que colgaba de una clavija.
—Esto resulta demasiado sencillo —musitó Tanis, sin tenerlas todas consigo.
—Eres demasiado desconfiado, semielfo —dijo Mackid—. Aun en el caso de que sepan que estamos aquí, supondrán que nos hemos quedado atrapados en el calabozo o pegados a las paredes, como los otros.
Con las espadas desenvainadas, los dos hombres aguardaron un momento, en silencio, examinando el corredor.
—Ni un ruido —observó Tanis.
—Estamos a gran profundidad bajo la superficie —comentó Caven, sin mucha convicción.
—¿Es que no hay guardias?
Los dos compañeros avanzaron cautelosos por el pasillo. La iluminación que proporcionaba el hielo era tan constante que no arrojaba sombras, pero ponía un tinte espectral en los semblantes de los dos hombres.
—Quizá sea una buena señal que Kitiara y Lida no estén en la mazmorra —susurró Caven—. Tal vez Valdane les ha dado un buen trato.
—O puede que ellas se hayan puesto de su parte —dijo Tanis.
—Kitiara, es posible, pero no la maga.
Llegaron al final del corredor, donde se bifurcaba a derecha e izquierda. Un poco más adelante, los pasillos se volvían a bifurcan Caven maldijo por lo bajo; Tanis eligió el que estaba más a la derecha y echó a andar.
—Tanto da uno u otro —le dijo a Mackid.
Caven alcanzó el final del corredor; vaciló un momento y, justo entonces, una figura peluda saltó sobre él. Una segunda figura atrapó a Tanis por detrás. Otros tres ettins aguardaban atentos tras los dos primeros.
Los hombres se resistieron, pero sus oponentes los excedían en número. A no mucho tardar, los ettins los habían reducido y desarmado.
—Cogidos, cogidos —parloteó uno de los monstruos—. Amo razón. Tipos muy tontos ir directo a trampa. —Soltó una risotada y empezó a brincar con tanto entusiasmo que la cabeza de Caven, a quien tenía sujeto, golpeó dos veces contra el techo.
—¡Res-Lacua, estúpido necio! —espetó Mackid—. ¡Deja de saltar!
El ettin se detuvo y clavó en el kernita sus dos pares de ojos.
—¿Conoces a Res? —preguntó con desconfianza la cabeza derecha.
—¡Lucho para Valdane, zopenco! ¿Es que no te acuerdas de mí? —Al ver que la expresión desconcertada de la cabeza, derecha no desaparecía, Caven se volvió hacia Lacua—. ¿Y tú? ¿No me recuerdas?
—Hace mucho tiempo —admitió Lacua, asintiendo despacio—. Ahora no.
—Suéltame —ordenó el kernita—. El amo se pondrá furioso.
Tanis contuvo la lengua. Poco a poco, el ettin aflojó los dedos cerrados sobre Mackid. El kernita se arregló las ropas.
—Y ahora, llévanos a mí y a mi prisionero ante la capitana Kitiara.
—¿Prisionero? —Los ojos de Res-Lacua fueron de Caven a Tanis.
—Sí. Es un…, un regalo para la capitana Kitiara.
Dos pares de cejas se fruncieron.
—No capitana.
—Sí, la capitana.
—No. Comandante.
Caven contuvo a duras penas un respingo.
—Eh… sí, bueno. Llévame ante la comandante Kitiara. —Adoptó una pose erguida—. ¡Ahora!
Los cuatro ojos del ettin se volvieron hacia Tanis, que agachó la cabeza e intentó dar una imagen convincente de prisionero. Los otros ettins murmuraron entre sí, pero en un lenguaje desconocido para el semielfo.
—Amo decir que llevar a él —porfió Res-Lacua.
—Quería decir a la comandante Kitiara —insistió Mackid—. Es lo que me dijo. Después de que te marcharas… Hace un momento. Acabo de estar con él.
Dos pares de ojos porcinos se estrecharon. Res-Lacua frunció los entrecejos.
—Llevar a amo —repitió, obstinado, Lacua.
—Sí, sí —añadió Res.
Caven estaba a punto de insistir una vez más, cuando el rostro izquierdo del ettin se iluminó.
—Pero —dijo Lacua, casi feliz—, ¡comandante está con amo!
—Fantástico —siseó Tanis a Caven mientras los dos eran escoltados pasillo adelante; continuaron por otro, y después por un tercero—. Fíjate en la ruta. Quizá tengamos que huir a todo correr.
—¿Por la grieta? ¿Cómo? —Caven intentó hacer un alto para hablar con el semielfo, pero Res-Lacua tiró de él y lo obligó a seguir caminando.
—No olvides que, con un poco de suerte, tendremos una maga de nuestra parte —le recordó Tanis.
Tras varios giros y virajes, Tanis y Caven se encontraron en los aposentos de Valdane. El cabecilla estaba sentado en un trono dorado; su cabello pelirrojo resaltaba en contraste con los tonos púrpuras y azules de su camisa de seda. Tras él, Janusz se inclinaba sobre un cuenco colocado en la mesa que había delante de lo que parecía un ventanal. Lida estaba a su lado, sosteniendo unos recipientes que contenían hierbas. Evitó mirar a los prisioneros. Kitiara, vestida con lustrosas polainas de cuero negro, un corpiño ajustado bajo la cota de malla, y una capa de piel de foca ribeteada con otra clase de piel blanca, no mostró tantas reservas como la maga. Su mirada era gélida. Estaba inmóvil, de pie junto al trono de Valdane.
El paisaje del ventanal cambió y, de pronto, Tanis se encontró contemplando el campo de batalla que habían abandonado poco antes. Pero ahora era diferente. Unas nubes, blancas y esponjosas, con un aspecto casi inofensivo, flotaban sobre las fuerzas atacantes cuando antes el cielo había estado despejado. Las tropas de Valdane se apartaban de debajo de las nubes, pero las fuerzas atacantes parecían no haber reparado en ellas.
—¡Por los dioses! —musitó Caven—. ¿Fuego mágico?
—Veo que recuerdas el sitio de Meir, Mackid —dijo Valdane—. Pero, no. No es fuego mágico, sino algo mucho mejor. Algo que las gemas de hielo enseñaron al hechicero. Nieve mágica, supongo que podría llamársela. Ellos, sin embargo —añadió, señalando el ventanal—, creerán que es la agonía del Abismo.
—Aventi olivier —entonó Janusz, y todos los ettins, salvo Res-Lacua, desaparecieron de los aposentos de Valdane. Tanis vio reaparecer a los cuatro entre las tropas que se veían en el ventanal. El mago esparció unos polvos anaranjados sobre la superficie del cuenco—. Sedaunti, avaunt, rosenn.
El semblante de Lida se puso más tenso con cada palabra, como si se estuviera concentrando con todas sus fuerzas en algo escondido muy dentro de su ser. Todavía no había alzado la vista hacia los prisioneros.
Un alarido retumbó en el ventanal. El clamor provenía de los guerreros encaramados a los búhos. La nieve había empezado a caer sobre ellos. Pero esta nieve centelleaba y, cuando tocaba a los hombres de Brittain, se incendiaba. Varios guerreros soltaron los arneses y se precipitaron en el vacío. Unos cuantos búhos giraron enloquecidos de dolor, desmontando a sus jinetes, y empezaron a dar bandazos, frenéticos. Retumbó el trueno. Los minotauros y las otras tropas enemigas se habían puesto a cubierto bajo unas lonas alquitranadas.
Tanis vio a Brittain montado en Cortavientos; el cabecilla gesticulaba con su Quebrantador de Hielo e impartía órdenes como si la nieve mágica no fuera más que una sustancia irritante, como si hubiese combatido otras muchas batallas a decenas de metros sobre el suelo.
—¡Basta, Janusz! —suplicó de improviso Lida—. Ponle fin, aunque sea de momento. No lo soporto. La muerte de Dreena… —Su mano de piel morena se cerró crispada sobre la pechera de la túnica negra del mago.
Tanis advirtió la fugaz expresión de pesar que asomaba al semblante del hechicero.
—No puedo, Lida —dijo—. Esto es una guerra, y yo debo cumplir con mi cometido. Acabará enseguida.
Entonces los gritos cesaron, como si la predicción de Janusz se hubiese cumplido. Pero al semielfo no le pasó inadvertido el hecho de que el hechicero estaba tan sorprendido como él.
—¿Qué ocurre? —demandó Valdane—. ¿Ya ha terminado? —En su voz había una nota de desencanto.
—Se han remontado por encima de las nubes —musitó, entre sorprendido y admirado, Janusz—. ¡Por Morgion, han volado directamente hacia las nubes y las han atravesado! El dolor…
—Pero ¿ahora están a salvo? —preguntó Lida.
—De momento.
La maga suspiró.
—Haz que las nubes tomen más altura, estúpido —bramó Valdane—. Tiene que haber un hechizo para eso.
—Valdane, en contra de lo que puedas creer, la magia es algo más que recitar unas cuantas palabras —adujo el avejentado hechicero con un suspiro—. Es preciso mucho estudio. Y…
—¿Y?
—… todavía no soy un experto en el control de las nubes de nieve mágica. Requiere largas horas de estudios en mis libros, así como investigaciones y pruebas con las gemas de hielo.
—¡Muy bien, pues, estudia!
Janusz suspiró otra vez y señaló un libro encuadernado en azul que había sobre la mesa. Lida se lo trajo y acercó su cabeza a la del hechicero para ver las páginas.
Valdane se echó hacia adelante, con las manos cerradas sobre los brazos del trono.
—Y ahora —le dijo al semielfo—, con respecto a las gemas de hielo…
—No las tenemos —lo interrumpió Tanis.
—Pero sabéis dónde están.
—Por supuesto —intervino Caven—. Al fin y al cabo, viajábamos con Kitiara.
Valdane sonrió, pero fue un gesto carente de humor. Sus azules ojos chispeaban.
—¿Dónde las habéis escondido?
La mercenaria posó una mano sobre el hombro de Valdane.
—No las han escondido —afirmó—. Las llevan consigo. Janusz y Lida alzaron la vista del libro. Tanis sintió el estómago revuelto. Brittain tenía razón: Kitiara se había aliado con Valdane. Caven y él habían corrido el riesgo de atravesar todo Ansalon sólo para hallar la muerte a manos de esta tornadiza mujer.
—Dejé la mochila en el Bosque Oscuro —manifestó el semielfo con gesto hosco.
Janusz prorrumpió en carcajadas, pero Lida guardó silencio.
—Sí, en el Bosque Oscuro —secundó Caven.
—No. Habéis traído mi mochila con vosotros —los contradijo Kitiara mientras señalaba el petate que sostenía Tanis en la mano.
Valdane se giró un poco en el trono y contempló fijamente a la mercenaria. Ella le sostuvo la mirada.
—Te dije que podías confiar en mí, Valdane —musitó suavemente, al tiempo que esbozaba una sonrisa incitante—. Haremos una buena pareja. Eso te lo he demostrado, ¿verdad?
—Asombroso —musitó el hombre.
—Tanis, coopera con Valdane. Únete a nuestra causa —pidió la mercenaria—. Te resultará muy provechoso.
—He olvidado dónde escondí las gemas de hielo —declaró el semielfo. Entrecerró los párpados y miró de reojo para comprobar la posición de Res-Lacua, que tenía su espada y la de Caven. Ninguno de los dos hombres moriría sin luchar, de eso no cabía duda.
Kitiara bajó los escalones del estrado sobre el que estaba el trono y se dirigió a la mesa donde trabajaban los magos.
—Tanis, Caven —dijo—. ¡No seáis necios!
—Esto es ridículo —espetó Valdane—. Ettin, coge el petate del semielfo.
—¡No, espera! —ordenó Kitiara. Cosa sorprendente, el cabecilla levantó la mano para detener al ettin—. Trae las gemas a Janusz, semielfo. En cualquier caso, es el único que puede utilizarlas.
—Matará a cualquiera que se interponga en su camino, incluyéndote a ti, Kitiara —dijo Tanis.
—Pero, semielfo —replicó con suavidad la mercenaria—, yo no tengo la menor intención de interponerme en el camino del mago, o en el de Valdane. —Sus negros ojos se clavaron en los de él, de color avellana y ligeramente rasgados—. Acércate, Tanis. Ven y ponte junto a mí y a Lida. Venid los dos, y traed las gemas de hielo para que todos podamos admirarlas.
Res-Lacua, que sostenía las espadas de los dos prisioneros, se encontraba entre Tanis y Kitiara, y entonces el semielfo comprendió.
—¡Tanis, no! —gritó Caven cuando su compañero se adelantó con el petate en la mano.
El semielfo estaba a menos de un metro de Lida cuando abrió el doble fondo, al mismo tiempo que el kernita se abalanzaba hacia adelante. La luz violeta de las gemas inundó la estancia, y Valdane gimió. Los ojos de Janusz relucieron, en tanto que los de Lida se llenaban de lágrimas.
Entonces, de improviso, Kitiara se encontró junto a los dos hombres, con sus espadas en la mano. El ettin se había quedado boquiabierto, embobado. Valdane masculló un juramento y desenvainó su daga.
—¡Tanis, da las gemas a Lida! —gritó Kit, mientras se volvía con presteza hacia la hechicera y ordenaba—: Tú, maga, has estudiado con Janusz. Utiliza las gemas para sacarnos de aquí. ¡Rápido!
Lida cerró los ojos y empezó a entonar unas palabras. Tendió las manos y Tanis dio un salto para poner las ocho piedras restantes en las palmas de la joven. Un espasmo de dolor contrajo el semblante de Lida, pero la maga no interrumpió la salmodia.
—Teieca nexit. Apprasi nacas. Teleca nexit. Apprasinacas. —Repitió una y otra vez las extrañas palabras hasta que los sonidos se entretejieron como los hilos de un bordado y no se distinguían las unas de las otras—. Telecanexitapprasinacas. Telecanexitapprasinacas.
Janusz alzó la mano para golpear a Lida, pero Caven se abalanzó sobre él, con la espada enarbolada. Valdane corrió, furioso, hacia Kitiara, y Tanis giró sobre sí mismo para escudar a la mercenaria.
Res-Lacua miraba a los humanos y parpadeaba con expresión atontada. Entonces vio que la espada del soldado barbudo hería la mano del amo. En el mismo momento en que Janusz gritaba y retrocedía contra la pared, aferrándose la mano, el ettin salió de su estupor.
—¡Amo! —rugió mientras agarraba al mercenario por la cintura. Arrojó al kernita contra la pared opuesta y soltó una carcajada al oír el ruido que hacía el cuello de Caven Mackid al romperse.
Kitiara se abalanzó sobre el ettin, y su espada atravesó el corazón de la criatura de dos cabezas. Con un último vestigio de energía, Res-Lacua le propinó un empellón que la lanzó contra el trono de Valdane. La espadachina se desplomó en el suelo, inconsciente.
La voz de Lida se alzó sobre el tumulto.
—¡Tanis, no puedo usarlas! ¡Son demasiado poderosas! —Soltó un gemido y después se derrumbó, sollozante, sobre la mesa. Las gemas cayeron de sus manos y rodaron por el suelo.
El semielfo no tenía tiempo para atender a la maga. Caven había muerto y Kitiara yacía inconsciente, tal vez moribunda. Ello lo dejaba solo frente a Valdane y su mago. Tanis se lanzó sobre Janusz; todavía se encontraba en mitad del salto cuando el envejecido hechicero pronunció unas palabras indescifrables, y el semielfo se estrelló contra un muro invisible. El mago esbozó una mueca sarcástica.
—Es sólo un sencillo conjuro de protección —se mofó Janusz.
Pero Tanis no le hizo caso, ya que su atención estaba prendida en otra parte. Los dedos de Valdane sangraban, a pesar de que ni él ni Caven habían rozado siquiera al cabecilla.
—El vínculo de sangre —musitó el semielfo—. Wode tenía razón. Lo que hiere a uno, hiere al otro… Quizá lo que mate a uno, también matará al otro —añadió en voz alta.
—El campo de fuerza nos protege a los dos —dijo Janusz, sin perder la sonrisa—. Y, en cualquier caso, tú no sobrevivirás mucha tiempo. Puedo convocar mágicamente a mis secuaces en cualquier momento.
Lida levantó la cabeza.
—No, Janusz —susurró—. No puedes ejecutar hechizos a través de esa barrera protectora. Tendrás que anularla primero para hacerlo.
Tanis esperó junto al perímetro de la zona de protección, con la espada en una mano y la daga en la otra.
—Tan pronto como la levantes, te mataré —le dijo al mago. El semielfo llamó a Lida con un ademán para que fuera a su lado. La joven apartó las gemas a patadas y corrió junto a Tanis.
—El poema —recordó él en voz queda. Lida arqueó las cejas en un gesto interrogante—. El portento, creo, fue enviado por tu madre, esté donde esté, muerta o…
—O escondida en el Bosque Oscuro —lo interrumpió la maga—. Como sospechaba.
—El poema requería que tú, Kitiara, Caven y yo estuviéramos juntos, con las gemas de hielo, a fin de que hicieses uso de la magia y pusieras fin a todo esto —continuó Tanis en un quedo susurro.
La mirada de Janusz no se apartaba de ellos ni un instante. Valdane estaba extrañamente inmóvil, con los ojos alertas. El semielfo prosiguió:
—Pero Caven ha muerto, y Kitiara está inconsciente. Sólo quedamos tú y yo, Lida… Kai-Lid.
La boca de la joven se entreabrió. Tanis vio que sus labios se movían, y comprendió que estaba recitando el poema para sus adentros. Sufrió un cambio, como si su concentración se enfocara en un punto de su interior, y sus ojos, su rostro, se quedaron momentáneamente inexpresivos.
—Xanthar no está en la batalla —dijo después—. Ha muerto.
Tanis asintió en silencio, aunque las palabras de Lida eran más una afirmación que una pregunta.
La joven tragó saliva con esfuerzo e inclinó la cabeza. Cuando la alzó de nuevo, había una mirada decidida en sus ojos. Se volvió hacia Janusz. Un atisbó de sorpresa asomó a los rasgos del hechicero. Cuando la joven habló, se dirigió a Valdane, que la observaba con cautela.
—Conociste a mi madre hace mucho tiempo —dijo—. La atormentaste sin descanso, hasta que recurrió a aquellos que la socorrerían, y escapó. Su constante pesadumbre, creo, fue no poder llevarse a su hijita, pero las leyes del Bosque Oscuro son extrañas y a menudo insondables… como muy bien sé. —Lida respiró hondo; su voz se hizo más firme—. Cuando llegó el momento, se apareció para ayudarme.
La joven entrelazó las manos y recitó:
Los tres amantes, la doncella hechicera,
el vínculo de amor filial envilecido,
infames legiones resurgidas, de sangre manan ríos,
muertes congeladas en nevadas tierras baldías.
Con el poder de la gema, el mal vencido.
—Parece que dos de los tres amantes han sido eliminados, Valdane —continuó Lida—. Pero yo también soy tres personas. Soy Lida Tenaka, doncella al servicio de tu hija. O así te lo parezco.
Su mano desató un saquillo colgado del cinturón, tomó un pellizco de hierba molida y después abrió otra bolsita, con el mismo movimiento fluido.
—También soy Kai-Lid Entenaka, del Bosque Oscuro, amiga y pupila del mentor, Xanthar —continuó.
Lanzó al aire la hierba desmenuzada; el polvillo rojo y azul se posó en su lustroso cabello negro.
—Temporus vivier —susurró—. Revela, revela.
En ese momento, el pelo de Lida brilló con un tono rubio ceniza, no negro. Valdane gritó. Los azules ojos de la joven, tan semejantes a los de su padre, traspasaron al cabecilla.
—Y, por último, soy Dreena tan Valdane —concluyó—, salvada de morir en el fuego mágico merced al amor de mi sirvienta.
Janusz lanzó un largo gemido y pronunció una palabra mágica. Entonces Tanis pudo entrar en acción; el hechizo de protección había desaparecido. El semielfo apartó a Dreena de un tirón cuando ya Valdane se abalanzaba sobre ella; acto seguido arremetió contra Janusz y hundió su espada en el pecho del envejecido mago.
Janusz se desplomó sin decir una palabra. Al mismo tiempo, Valdane lanzó un grito agónico y cayó a los pies de Dreena. La sangre brotaba del pecho del cabecilla, no del de Janusz, a pesar de que la espada estaba hincada en el pecho del mago.
El sonido de un sonsonete se alzó a espaldas de Tanis. Dreena giraba despacio sobre sí misma, con las manos extendidas y una gema de hielo en cada palma.
—Terminada a ello. Entondre du shirat. —Empezó a girar más deprisa, y sus pies sólo fueron un borrón bajo el repulgo de la túnica—. Terminada a ello. Entonare du shirat.
Tanis escuchó un crujido en las paredes. Entonces Dreena frenó la velocidad de las vueltas y se detuvo. Sacudió la cabeza; las lágrimas le humedecían los ojos.
—La muerte de Janusz causará la destrucción de este lugar —dijo—. He hecho cuanto estaba en mi mano para proporcionarnos un poco de tiempo y escapar, pero debemos marcharnos ahora mismo, enseguida.
—¿Y las gemas? —preguntó el semielfo mientras corría presuroso hacia Kitiara y la alzaba en sus brazos.
En silencio, con un estremecimiento de repulsión, Dreena arrojó las piedras que sostenía en las manos.
En las paredes de hielo aparecieron gotitas de agua. El moribundo Valdane intentó coger una de las gemas, pero Tanis la puso fuera de su alcance con una patada. De manera repentina, como si la habitación se hubiese caldeado, el suelo se tornó húmedo y resbaladizo. El semielfo y la maga caminaron hacia la puerta con precaución; se detuvieron ante el cuerpo de Caven.
—Tendremos que abandonarlo —musitó Dreena.
—Lo sé. —Tanis dio un silencioso adiós al kernita.
Los bloques de hielo se desmoronaban de manera gradual. Ya en la puerta, Dreena se detuvo vacilante y miró atrás, al mago que la había amado y al padre que la había traicionado, pero Tanis la obligó a salir al corredor.
Janusz se había desplomado sobre el estrado; Valdane intentaba ir en pos del trío, pero se derrumbó tras arrastrarse unos cuantos palmos.
En la estancia, la nieve se desprendía del techo: una tenue cortina blanca grisácea, que corrió un velo sobre los muertos y moribundos.
—¡Tanis, apresúrate!
El semielfo corrió por el pasillo detrás de Dreena. De repente, las paredes de hielo perdieron su luminosidad, y quedaron sumidos en una oscuridad total.
—Janusz ha muerto. Y también mi padre —declaró la joven con voz inexpresiva—. Shirak.
Una luz mágica brilló a su alrededor, alumbrándoles el camino. Dreena se detuvo, desorientada en el laberinto de corredores.
—Por aquí —gritó Tanis, y, guiado por la luz mágica, avanzó presuroso por uno de los pasillos, con el peso muerto de Kitiara cargado en un hombro. Poco después divisaba el rollo de cuerda junto al acceso que daba al calabozo—. ¿Podrás hacernos subir levitando hasta el borde de la grieta? —preguntó a la maga.
—No lo sé, pero lo intent…
Un estruendo la interrumpió. Los dos saltaron hacia atrás cuando toneladas de hielo se desplomaron desde lo alto de las mazmorras.
—La grieta —susurró Dreena; se había quedado tan pálida que su semblante parecía de porcelana.
—¿Hay alguna otra salida? —inquirió el semielfo.
—No, que yo sepa. —De pronto, Dreena agarró a Tanis por el brazo y tiró de él, obligándolo a retroceder por el corredor—. ¡Los aposentos de Janusz! ¡Sus libros! —gritó.
Para entonces, muchos de los pasillos se habían desplomado. Tanis, sobrecargado con el peso de Kitiara, avanzó con cuidado entre los fragmentos de hielo y nieve acumulada que les obstruían el paso. Vio desaparecer el mágico círculo luminoso tras una puerta, y lo siguió.
Lo que ocurrió a continuación puso a prueba los límites de la paciencia del semielfo. Mientras el palacio de hielo se derrumbaba a su alrededor, tuvo que esperar mientras Dreena revolvía los pergaminos y libros del mago; después, cuando la joven dio un grito de alegría al encontrar un tomo bajo un paquete de pergaminos, tuvo que aguardar varios minutos más, mientras la joven aprendía de memoria el hechizo correspondiente.
Una pared del cuarto espartano de Janusz se había desmoronado en un montón de nieve derretida. En su proceso de licuación, el hielo emitía unos crujidos ensordecedores, y Tanis tuvo que gritar para hacerse oír:
—¿No puedes leer el conjuro, sencillamente?
El largo cabello rubio de Dreena se meció al sacudir la joven la cabeza.
—Los magos debemos aprender de memoria un hechizo para que funcione de manera adecuada. Ahora, guarda silencio, por favor. —Cerró el libro y bajó los párpados. Sus labios se movieron, pero no se escuchó nada. Después empezó a recitar—: Collepdas tirek. Sanjarinum vominai. Portali, vendris.
No ocurrió nada. Dreena echó una ojeada en derredor. Tanis rebulló inquieto, plantando el peso ora en un pie, ora en otro. Kitiara, echada sobre el hombro del semielfo, gimió. Entonces Dreena cogió una caja de madera de sándalo, con intrincadas tallas de minotauros y thanois. La abrió, y una luz violeta le bañó el semblante. Tomó en sus manos la solitaria gema.
—Collepdas tirek. Sanjarinum vominai. Portali, vendris —repitió.
Justo en el momento en que los tres desaparecían del cuarto de Janusz, la fortaleza de Valdane se derrumbó sobre sí misma con gran estrépito. De repente, Dreena y Tanis, este último todavía cargado con Kitiara, se encontraron pataleando en las frígidas aguas de un lago abarrotado de minotauros, hombres morsas y ettins.
El semielfo sostuvo a Kitiara con la cabeza fuera del agua mientras buscaba a la maga. Dreena estaba a corta distancia, manteniéndose a flote con pericia, pero tiritando de un modo casi incontrolable.
Una amplia sección del glaciar había sufrido una implosión y se había derretido hasta convertirse en un mar helado. Los cadáveres de los Bárbaros de Hielo y los búhos caídos en combate flotaban por doquier. Tanis vio thanois que nadaban para ponerse a salvo, ajenos al frío y a la presencia del semielfo, Kitiara y Dreena. Los minotauros, sobrecargados con kilos de pesado armamento, se debatían en el agua con dificultad. Los ettins perecían mientras las cabezas de cada criatura discutían, sin ponerse de acuerdo, sobre la dirección en la que se encontraba el suelo firme.
Ala Dorada y Mancha volaban en zigzag, casi a ras del agua, y al divisar a Tanis, Dreena y Kitiara sacaron a los tres compañeros de las frígidas aguas. Se reunieron con las fuerzas atacantes, que estaban a salvo sobre las espaldas de los búhos, a gran altura sobre el agitado lago. Kitiara volvió en sí y se encontró encaramada a Ala Dorada, sujeta por un tembloroso semielfo que iba pegado a su espalda, y mirando, no a Lida, sino a Dreena.
—¿Quién…?
Entonces la mercenaria se quedó muda de horror al ver que Dreena ten Valdane arrojaba la última gema de hielo, la que había cogido en los aposentos de Janusz, a las aguas del lago, que se extendía muy por debajo de ellos.
—¿Qué haces? —gritó Kit a la maga.
La reluciente piedra cayó al agua y desapareció bajo la superficie. Al instante, el lago se volvió a congelar, aprisionando en el hielo a las tropas restantes de Valdane. Mientras Tanis contemplaba la escena, los ventisqueros empezaron a avanzar sobre el hielo sembrado de grotescas figuras congeladas, muertas.
Sólo un tercio de las fuerzas atacantes había sobrevivido. Brittain, montado en Cortavientos, saludó a Tanis; pero no había señales de sus exploradores y su lugarteniente. El ejército victorioso se remontó en espirales y después puso rumbo norte, a través de las heladas llanuras. Tanis se sentó erguido, haciendo caso omiso del viento glacial y de las protestas de Kitiara, y pensó, anhelante, en el regreso a casa.
Caía una copiosa nevada. Salvo por una ligera depresión en el suelo, no quedó señal alguna de que hubiesen estado allí.