Los búhos y el hielo
De manera sorprendente, Xanthar había regresado hacia el norte sin demora. El búho gigante se había limitado a agachar la cabeza, rozar con el pico el brazo de Tanis, aplastar las plumas de la cabeza, y remontarse en el aire.
—Ni una palabra —comentó Caven mientras seguía con la mirada a Xanthar hasta que el ave no fue más que un punto en el cielo—. Esperaba que se opusiera.
Eso había ocurrido hacía días. Desde entonces, el semielfo y el mercenario habían caminado casi sin descanso… y sin apenas cruzar una palabra entre ellos. Ahora se encontraban en unas cumbres rocosas que se encumbraban treinta metros sobre una vasta extensión de agua.
—La bahía de la Montaña de Hielo —dijo Tanis.
—Más parece un océano. ¿Cómo sabes que es una simple bahía?
—El búho me dijo hace unos cuantos días que llegaríamos a este sitio.
—Ojalá ese condenado pájaro te hubiese dicho también cómo vamos a cruzar al otro lado. —Caven miró con gesto ceñudo las hirvientes aguas de color azul acerado sobre las que flotaban témpanos de hielo. Se apartó del borde del precipicio. Unas gotitas de sudor congelado brillaban en su frente. Las aves marinas volaban sobre sus cabezas y lanzaban graznidos, pero no había otras señales de vida. Detrás de los dos hombres, aparecían agrupaciones de árboles que salpicaban la extensión de suelo rocoso.
—Nada más terminar la tormenta de arena, Xanthar pareció estar hablando, o al menos intentarlo, telepáticamente con alguien —musitó Tanis mientras recorría con la mirada el horizonte de oeste a este—. Supongo que era con la maga. Pero todo cuanto dijo fue que el modo de cruzar la bahía resultaría obvio. Sin embargo, estaba tan exhausto que se quedó dormido sin terminar la frase. No le insistí sobre el tema, y ahora lamento no haberlo hecho.
Caven escupió y se sentó en una piedra.
—Bueno, pues el modo de llegar al otro lado no es tan obvio para mí —dijo con mal humor—. A menos que ese pollo gigante pensara que podríamos cruzar a nado esas frígidas aguas, o que nos crecieran alas y las sobrevoláramos.
Tanis asintió en silencio, distraído. Se inclinó, cogió un trozo de madera arrastrado por la marea, y lo contempló pensativo.
Hasta ahora, los dos hombres habían intentado eludir lo que verdaderamente les daba vueltas en la cabeza. No obstante, tembloroso por el cortante viento que soplaba desde la bahía, Caven sacó a colación el tema.
—¿Crees que realmente lo esta?
—¿Está, qué? —preguntó Tanis. Alzó la vista del trozo de madera y buscó los ojos de Caven, pero el mercenario eludió la mirada. El semielfo arrojó el palo.
—Embarazada, semielfo. Como dijo el búho.
—Creo que sí —contestó por fin Tanis, tras considerarlo un momento, como si no hubiese estado pensando en lo mismo desde que Xanthar les había hecho la revelación.
Guardaron silencio un rato. Finalmente, Caven se encogió de hombros.
—No me imagino a Kitiara casada —comentó el mercenario—. O disfrutando del papel de madre… Sobre todo, esto último.
—No —se mostró de acuerdo Tanis mientras se pasaba los dedos por el pelo. Frunció el entrecejo y se volvió de espaldas a la bahía, mirando hacia el norte. El valle que acababan de atravesar se extendía en declive a sus pies. El viento aullaba y le azotaba la espalda.
—Quizá si hubiese algún otro…
De repente Tanis se quedó muy quieto, con una mano alzada en señal de advertencia. Caven enmudeció sin acabar la frase. El kernita se incorporó y desenvainó la espada. Tanis cogió el arco y las flechas.
—¿Qué pasa? —susurró Mackid.
Tanis sacudió la cabeza.
—¿Tambores de guerra? —aventuró Caven—. He oído decir que los enanos de Thorbardin golpean troncos huecos para atemorizar al enemigo, y Thorbardin se encuentra en esa dirección. Pero nunca había escuchado… —Hizo una pausa, prestando atención—. ¿Un ataque desde el norte? No tiene sentido. Hemos atravesado las Praderas de Arena, y no vi nada amenazador, salvo kilómetros y kilómetros de arenas cambiantes.
Tanis aguzó la vista al máximo, escudriñando en la dirección de donde habían venido. Aparte de una línea oscura en el horizonte, que parecía un frente tormentoso, no había nada fuera de lo común.
—Si me dijeras que Valdane sabe que llevamos estas piedras mágicas, pensaría que, tal vez, nos hemos convertido en un blanco.
Intercambiaron una mirada. Los ojos avellana encontraron los negros.
—Quizá tenga algún medio de saberlo —contestó Caven.
Unos segundos después, se escondían entre los troncos de los árboles más cercanos. Los dos hombres doblaron algunas ramas para mejorar la cobertura y después se agazaparon, con las armas prestas, tras el improvisado parapeto.
El retumbo se hizo más fuerte. Tanis tenía los nervios de punta. Sonaba como tambores de guerra, pero con un ritmo más lento, más como el redoble que acompaña a un reo camino de la horca. Al semielfo le pareció escuchar ahora unos golpes más débiles que hacían eco a los retumbos más fuertes. Quizás el ruido no lo hacía una sola criatura gigantesca, sino muchas de menor tamaño. Se lo comentó a Caven.
—¡Por Takhisis! ¿Serán dragones? —susurró el kernita.
—No se han visto dragones en Krynn desde hace milenios. Si es que alguna vez existieron.
Mackid y Tanis esperaron, inmóviles, mientras la línea oscura se aproximaba y aumentaba de tamaño. Entonces, en medio de un clamor de alas, los tuvieron encima. Centellearon las cremosas plumas inferiores de más de trescientos búhos gigantes cuando las aves se posaron sobre rocas y árboles de la costa. Al frente de ellos, aterrizando pesadamente en un afloramiento rocoso, estaba Xanthar. Tanis y Caven salieron de su escondrijo en un visto y no visto y corrieron hacia él.
El semielfo gritó su nombre, esperando escuchar en su mente la sarcástica voz de la criatura. Pero no hubo respuesta telepática alguna. Se detuvieron frente al búho gigante. Tanis estaba alarmado; Caven, sorprendido.
—¿Qué le pasa al canario viejo? —rezongó el kernita.
Tanis alzó la vista hasta los redondos ojos del ave; tenían un color mate y estaban apagados por el dolor. El pico del animal estaba entreabierto; parecía que jadeaba. Así, de cerca, el semielfo apenas reconoció a la otrora lustrosa criatura. El porte orgulloso del ave no lograba ocultar que Xanthar estaba consumido y era poco más que huesos y plumas.
—No puede hablar con nosotros —le dijo Tanis a Mackid—. Ha pasado demasiado tiempo fuera del Bosque Oscuro. La maga se lo advirtió. —El búho asintió con la cabeza—. Pero sí puede entender lo que decimos. —Xanthar repitió el gesto de asentimiento.
—¿Y los otros pájaros? —preguntó Mackid—. ¿Podemos comunicarnos con ellos?
Tanis se volvió hacia la parloteante concentración de búhos gigantes, que se extendía a cierta distancia en ambas direcciones de la costa. Xanthar sacudió la cabeza.
—Por lo que dijo Kai-Lid, deduzco que sólo Xanthar, entre los de su raza, tiene la rara habilidad del lenguaje mental —respondió el semielfo.
—¿Puede todavía hablar con la maga?
Xanthar ladeó la cabeza, y Tanis se encogió de hombros.
—Tal vez. Él la instruyó, y entre los dos existe un vínculo. Pero eso qué más da, ¿no? Lida no está aquí.
Cuatro búhos algo más pequeños se reunieron en torno a Xanthar. Parecía que discutían con la vieja ave. Encaramado en lo alto de cuatro robles muertos, el cuarteto transmitía su agitación con parloteos, batir de alas y mucho afilar de picos. Xanthar, aparentemente impasible, seguía posado en la punta de la roca y los contemplaba a todos con arrogancia. Las aves más pequeñas lanzaron una nueva parrafada, y Xanthar movió el pico en un gesto que Tanis interpretó de desacuerdo. Los otros se movieron a lo largo de las ramas en las que estaban encaramados, y chillaron un poco más. Xanthar pareció reflexionar y después movió el pico otra vez. Dio la impresión de que los cuatro búhos pensaban que se había tomado una decisión; se alzaron en el aire con fuertes aleteos.
Xanthar no los siguió. En cambio, se irguió y los llamó con un grito que rivalizaba con el viento tempestuoso, el océano y los crujidos de los témpanos.
Varios búhos remontaron el vuelo y giraron en círculo mientras respondían al búho gigante. Uno parecía particularmente alterado; se lanzaba una y otra vez en picado sobre Xanthar, al tiempo que emitía ásperos chillidos.
—Creo que quieren que Xanthar vuelva a casa —dijo el semielfo mientras contemplaba al enorme búho, que levantaba la cabeza y emitía un profundo gorjeo, semejante al sonido del agua sobre piedras. En respuesta, los cuatro regresaron, pero con aire mortificado. Esta vez, mientras aterrizaban en el suelo, volvieron los enormes ojos hacia Tanis y Caven.
—Detesto esa mirada —susurró Mackid—. Me hace sentir como si fuera comida. Su comida.
—Veo que Xanthar dirige todavía a su familia —declaró el semielfo, pasando por alto el comentario de su compañero. Levantó una mano hacia el ave más próxima. El búho hizo una leve inclinación de cabeza.
—¿Familia? —Caven arqueó una ceja.
—Míralos. —Tanis señaló a los cuatro y a otros búhos cercanos—. Xanthar es de color marrón oscuro y gris, y ellos son un poco más claros. Aquéllos dos son dorados, pero algunos tienen la misma mancha blanca sobre el ojo. Fíjate en las pintas de las plumas, y en el porte. Salta a la vista el parentesco.
El kernita se quedó boquiabierto un momento, y después sacudió la cabeza.
—Al menos, es evidente cómo vamos a llegar al glaciar —comentó el semielfo. Xanthar asintió.
—¿Evidente? —Los ojos del mercenario fueron de Tanis al búho con nerviosismo, y después hacia la pareja de aves de color leonado que caminaban bamboleantes en dirección al semielfo y a él. Una expresión resuelta iluminaba sus redondos ojos, y el pánico asomó al rostro del mercenario—. ¡Oh, no! —Tanis no le hizo caso—. Antes prefiero cruzar a nado la bahía que volar en una de esas criaturas —manifestó Mackid con voz estrangulada. Retrocedió un paso—. Yo… no estoy hecho para volar como un pájaro, semielfo.
—Lo que pasa es que tienes miedo de las alturas —dijo Tanis.
—¿Miedo? —se encrespó Caven—. Claro que no. Es sólo que prefiero…, prefiero caminar.
—Pues no tendrás más remedio que volar.
—N… no puedo.
—¿Ni por Kitiara?
—Por nadie. Sufro vértigo… Me caería. Semielfo, nadie puede vencerme en un combate a pie o a caballo, pero en el aire… —Un escalofrío lo sacudió—. ¡Por los dioses, no me atrevo!
—Te necesitamos —contestó Tanis—. Puedes utilizar mi arnés. Átate a él; así no te caerás.
Una de las aves, con una mancha de plumas blancas en la leonada cabeza, llegó junto a Tanis y se dio media vuelta, presentando su ancha espalda. El semielfo sacó de su equipaje el improvisado arnés y lo sujetó en torno al pecho y las alas del ave. El búho flexionó las alas para comprobar el ajuste del arnés.
—Semielfo… —empezó Caven con tono admonitorio. La otra ave, del mismo color dorado que la primera, aunque sin la mancha blanca, se situó al otro lado del mercenario. Lo miró con aire solemne y después lo agarró con el pico por la camisa y lo empujó suavemente hacia el búho que esperaba.
—¡No! ¡Apártate! —Mackid se llevó la mano a la espada mientras miraba enloquecido a uno y otro lado.
Los dos búhos intercambiaron una mirada y después volvieron la vista hacia Tanis. El semielfo no oyó ninguna voz telepática, pero comprendió la intención de las aves. En ese momento, el búho sin arnés alzó el pico y gritó. El sonido erizó el vello de la nuca a Tanis, y Caven giró sobre sí mismo al tiempo que empezaba a desenvainar la espada. Al verlo, el semielfo se lanzó por el trozo de madera que había tirado un poco antes, lo levantó con una mano y, cuando el mercenario amagaba un viraje con el arma, lo estrelló contra su cabeza con un sonoro golpe. El kernita se desplomó como si fuera un peso muerto.
Momentos después, el búho de la mancha blanca, con el inconsciente mercenario atado a su espalda, se lanzó desde el acantilado al escalofriante vacío bajo el que se extendían las rugientes aguas de la bahía de la Montaña de Hielo. El búho que llevaba a Tanis lo siguió de inmediato, con el semielfo aferrado a su cuello. Xanthar alzó el vuelo desde su pináculo y se puso a la cabeza. Se remontaron trazando un círculo y a continuación viraron al sur.
A sus espaldas, extendiéndose en el cielo gris azulado, cientos de búhos gigantes los seguían.
* * *
Kai-Lid.
Hecha un ovillo en el suelo del calabozo de hielo, la maga abrió los ojos y retiró las pieles con las que se tapaba. La cabeza le daba vueltas. Hacía días que no comía, aunque, a partir de que se llevaran a Kitiara, el ettin acudía de manera regular para traerle un balde de agua, que bajaba con la cuerda desde el orificio. La espadachina no había regresado a la celda, y el ettin no respondió a las preguntas de Kai-Lid sobre la suerte corrida por Kitiara. Varias veces, Janusz en persona había acudido al acceso y renovó la oferta que le había hecho en el campamento para que aunaran sus fuerzas y reanudaran la enseñanza mágica que habían iniciado años atrás Lida y Dreena, cuando eran adolescentes. Por descontado, añadía el hechicero, siempre y cuando la joven vistiera la Túnica Negra y aceptara ser su amante. En cada ocasión Kai-Lid se limitó a volverle la espalda, y, cuando miraba otra vez al acceso, Janusz se había marchado, dejando tras de sí un olor a especias y a polvo. La magia de la joven era inoperante ante los mayores poderes del hechicero.
Sin duda lo que acababa de oír era una llamada. ¿Acaso sufría alucinaciones por la falta de alimento?
Kai-Lid Entenaka. ¿Puedes oírme? Ten cuidado. Siento la presencia de otro que te vigila. No hables en voz alta.
Kai-Lid se despojó del miedo como la serpiente se desprende de la piel cuando muda. Se obligó a concentrarse, a enfocar su interior, y a mantener una apariencia tranquila a la fría luz de las paredes, a pesar de que el corazón le palpitaba desbocado.
Xanthar, ¿eres tú?
Hubo una pausa.
¿Acaso hablas así con algún otro?
La maga casi sollozó de alivio. Se levantó y fue hacia el balde de agua para ocultar sus emociones. Llenó el cacillo y bebió, sin dejar un solo momento de enfocar su mente en el lenguaje telepático.
Xanthar, mi padre ha esclavizado a los Bárbaros de Hielo. Se llevaron a Kitiara hace días. No sé si está viva o muerta. Me temo que esté cooperando con él. A mí me tiene prisionera en una profunda grieta. Regresó hasta las pieles, se tumbó otra vez, y se cubrió con ellas, en tanto que hacía un breve resumen mental de su viaje por el glaciar en la narria tirada por lobos. ¿Estás cerca, Xanthar?
Falta poco para que lleguemos al glaciar, querida. He traído a mis hijos e hijas, y a mis nietos, además de unos cientos de primos.
¿Alguien más? La maga se echó la capucha sobre el rostro para ocultar su expresión.
El semielfo y el kernita. Pronto estarán ahí.
¿Estarán? ¿Y tú no?
Siguió una larga pausa, y Kai-Lid sintió que el miedo renacía en su interior.
Xanthar, ¿estás enfermo? Te advertí que no viajaras tan lejos.
No seas ridícula. Incluso telepáticamente, el tono del búho gigante era gruñón. Por supuesto que voy también. Y tú debes estar preparada para ayudarnos.
¡No puedo hacer nada! Explicó cómo era la estructura de su prisión, su situación y la oferta de Janusz. Se…, se siente responsable de mi muerte; es decir, de la muerte de Dreena. Xanthar, Janusz dice que odia a Kitiara porque le robó las gemas de hielo, pero también porque la culpa de que Dreena pereciese. Afirma que amaba a Dreena. Juro que no lo sabía, Xanthar. Nos enseñó magia a las dos, a Lida y a mí. Dice que el amor de la doncella de Dreena le recordará los días felices de antaño.
El búho reflexionó sobre aquello largo rato antes de responder.
Debes ganar tiempo, y tienes que salir de esa mazmorra y recobrar las fuerzas. Accede a la petición del hechicero, Kai-Lid.
¿Que acceda? La joven no consiguió ocultar su desagrado. Antes prefiero morir.
Es lo que pareces haber elegido, Kai-Lid. Pero esa actitud es egoísta. Te necesitamos. Tienes que enterarte de qué es lo que ha descubierto el mago acerca de las gemas de hielo, y, si para ello has de aceptar sus exigencias, no te quedará más remedio que soportarlo. Lo siento.
Janusz quiere…
Se interrumpió al sentir de repente el sufrimiento del búho a través de su vínculo telepático. Lo interpretó como empatía por ella, y Xanthar no la sacó de su error.
Di que estás enferma, Kai-Lid, debilitada por la falta de alimento. Aplaza los avances del hechicero con esta o cualquier otra excusa. Necesitamos un día o dos para encontrar a los Bárbaros de Hielo y planear un ataque. Una nota de humor forzado apareció en sus palabras. Sé que eres una mentirosa excelente cuando quieres, Kai-Lid, pero tienes que conseguir que te crea, así que haz una buena representación para convencerlo de que estás de acuerdo con él.
La maga se sentó, agitada, y acarició la orla de piel de foca que remataba las mangas de la parka. Por fin asintió con la cabeza, olvidando que el búho no podía verla.
¿Kai-Lid?
Lo intentaré, Xanthar.
Entonces… El vínculo se debilitó, y la joven sintió que el búho se esforzaba por encontrar las palabras adecuadas. Adiós, dijo por fin, simplemente.
Hasta pronto, corrigió ella.
Por supuesto, repuso Xanthar con su tono gruñón, tras una pausa. Hasta pronto, querida.
Entonces la comunicación se interrumpió. Kai-Lid aguardó un rato, preguntándose si el búho se había marchado realmente. Después, en voz alta, llamó:
—Janusz, ¿estás ahí? He tomado una decisión.
Al cabo de unos momentos, el hechicero apareció en el acceso y miró desde arriba a la joven con una expresión esperanzada en sus ojos. Kai-Lid hizo como que se tambaleaba.
—No soporto más el hambre, Janusz. Me encuentro mal. Haré… Haré lo que quieres, pero necesito un poco de tiempo para recuperarme.
El mago la miró con detenimiento, y la joven sintió un escalofrío de miedo. Xanthar le había dicho que el hechicero la estaba vigilando. ¿Habría descubierto Janusz que había mantenido una conversación mental con el búho? Que ella supiera, la telepatía no era una de las habilidades del hechicero. Se obligó a mantener un gesto inexpresivo, pero las manos le temblaban. Jugueteó con los saquillos donde guardaba los componentes de hechizos, a fin de disimular su terror. No obstante, las siguientes palabras del mago fueron dichas con un tono indiferente:
—De acuerdo, sube. —Dejó caer la cuerda.
La joven intentó trepar por ella, pero la parka así como su temor por tocar la pared de hielo, obstaculizaban sus movimientos. Por fin, Janusz pronunció un conjuro y descendió flotando junto a ella. Le puso una mano sobre el hombro y articuló un segundo hechizo. Ambos se elevaron grácilmente en el aire, alcanzaron la altura del acceso y lo cruzaron. Una vez que sus pies tocaron el suelo, Janusz la condujo por un largo corredor hasta sus aposentos. La joven se obligó a recostarse en el hechicero mientras caminaba.
* * *
Faltó poco para que Xanthar pasara sobre el poblado de los Bárbaros de Hielo sin verlo. Los nativos cubrían sus viviendas con pieles blancas y nieve, de manera que el asentamiento se confundía con el paisaje helado. Xanthar estaba ya casi ciego, y los otros búhos, animales de hábitos nocturnos, experimentaban grandes dificultades a causa del resplandor. Fue Tanis quien divisó el hilillo de humo que salía de una vivienda. Dio un grito, y Xanthar empezó a descender, seguido por el búho que transportaba al semielfo y al que Tanis había bautizado con el nombre de Ala Dorada. A continuación fue la montura de Caven, a la que el semielfo había empezado a llamar Mancha, por la marca blanca de su frente.
En el último momento, en lugar de aterrizar en el centro del poblado, Xanthar giró hacia el sur y condujo al grupo hasta un espacio abierto cercano. El área estaba al otro lado de una muralla hecha con costillas gigantescas, más altas que un hombre, que rodeaba el asentamiento. El resto de la falange de búhos aterrizó silenciosamente. Una vez más, Tanis se maravilló de la disciplina demostrada por las aves. Podían volar sin hacer ruido, como acababan de hacer; o, merced a una ligera variación en el modo de utilizar las alas, podían avanzar con el insistente retumbo que tanto lo había inquietado la primera vez que los vio aproximarse.
Por un instante no ocurrió nada. Tanis desató a Caven, que recobró el conocimiento y empezó a protestar por el frío y un espantoso dolor de cabeza. Tanis lo miró fijamente, sin decir nada. Ninguno de los dos hombres iba vestido de manera adecuada para la gélida temperatura y el cortante viento, que traspasaba sus ropas.
Entonces una figura solitaria, envuelta en pieles, salió por un resquicio entre la cerca de huesos. La figura portaba una lanza y un arma reluciente que parecía un hacha de hielo. Pronto, una docena de figuras más, vestidas y armadas de forma similar, se unía a la primera. A una orden, avanzaron hacia los búhos gigantes. Tanis bajó de Ala Dorada y se adelantó. Caven descendió de Mancha, se quedó un momento agarrado al búho, y después se apresuró a ir tras el semielfo, con pasos inseguros. Xanthar, que sacaba una cabeza al resto de las aves y resultaba imponente a despecho de su debilidad, también se adelantó. Tanis no sacó la espada y, cuando Caven hizo intención de desenvainar su arma, el semielfo lo detuvo con un ademán.
Los dos grupos, uno armado y el otro sin hacer uso de sus armas, se observaron en silencio. Después, uno de los Bárbaros de Hielo, un hombre de estatura mediana y rostro curtido, entregó su lanza a un compañero y se retiró la capucha. Su cabello era castaño oscuro, y llevaba la cara untada con grasa, sin duda como protección contra el frío y el viento, dedujo Tanis. A los búhos no parecía molestarles la baja temperatura, pero él y Caven estaban tiritando.
—¿Habláis Común? —preguntó el hombre.
—Él y yo. —Tanis señaló a Mackid. A continuación presentó al kernita, después a Xanthar, a Ala Dorada, a Mancha, y a sí mismo. Los ojos de los dos búhos más pequeños se agrandaron por la sorpresa cuando el semielfo pronunció sus nombres humanos, y Xanthar frotó su pico con una garra, un movimiento que Tanis ya conocía como una señal de regocijo. Ala Dorada y Mancha se limitaron a mirarse el uno al otro, parpadeando desconcertados.
—Soy Brittain, del clan del Oso Blanco. Éste es mi poblado. ¿Qué venís a hacer aquí? —preguntó el cabecilla.
Acostumbrado a los formalismos de los rituales de bienvenida qualinestis, Tanis adoptó fácilmente el tono ceremonial del jefe del poblado.
—Hemos venido a rescatar a dos amigas que raptó un hombre malvado y las trajo al glaciar. Tememos por sus vidas… y las vidas del pueblo de los Bárbaros de Hielo, si no se lo detiene.
Los hombres murmuraron entre sí, pero el cabecilla permaneció impávido. El viento agitaba la piel blanca del borde de su capucha. Su mirada fue del semielfo al kernita, y después a los búhos.
—Creo que estáis mintiendo. Creo que sois emisarios de ese malvado del que se habla mucho últimamente. Creo que tú y tus seguidores pretendéis recoger información de otro poblado del Pueblo, y llevar esa información al perverso y sus hordas de hombres toros, hombres morsas y esclavos de dos cabezas. —Brittain frunció el entrecejo—. Sois nuestros prisioneros. —Hizo un ademán, y un pelotón de Bárbaros de Hielo armados se adelantó y agarró a Tanis y a Caven por los brazos.
—No te resistas —le susurró el semielfo a Mackid—. Debemos convencerlos de que no traemos malas intenciones. No queda tiempo para otra batalla.
Caven se encrespó y plantó firme los pies en la nieve.
—Soy un hombre, semielfo. ¡No me dejaré coger sin luchar!
Tanis suspiró. Por un instante, sostuvo la mirada de Brittain. Lo sorprendió atisbar una nota de humor asomando a los ojos castaños del cabecilla. No obstante, aquella chispa de buena voluntad —a menos que fuera imaginación suya— desapareció tan rápidamente como había surgido.
En ese momento, Xanthar, Ala Dorada y Mancha se adelantaron. Xanthar alzó la cabeza y lanzó un grito; los búhos gigantes, que esperaban en el espacio abierto, se volvieron y cerraron filas. Como un solo ser, inclinaron las cabezas en un innegable gesto de saludo. Xanthar, Ala Dorada y Mancha se agacharon y retiraron las manos de los Bárbaros de Hielo que sujetaban los brazos del semielfo y el kernita. Brittain hizo una señal a sus seguidores.
—Estas grandes aves no son oriundas del glaciar… —les dijo vacilante.
—Proceden del norte, como nosotros. Y también sus intenciones son buenas.
—Eso lo veremos. —Por fin, Brittain sonrió.
—Están a las órdenes de Xanthar, que es su cabecilla y anciano, no a las del hombre malvado.
—Eso lo veremos —repitió Brittain, cuya sonrisa se ensanchó—. No estáis vestidos adecuadamente para el glaciar. Ciertamente, el perverso habría tenido más sentido común.
Xanthar lanzó otro grito, y Tanis se volvió hacia el búho al sentir el conocido cosquilleo en su mente. ¿Todavía podría hablar telepáticamente el búho? ¿Tendría la fuerza suficiente? La expresión de Caven era también de sorpresa. Asimismo, Brittain pareció ponerse alerta, como atento a algún mensaje.
—Abuelo búho —musitó el cabecilla con respeto—. El Pueblo reverencia a los ancianos, y tú pareces poseer mucha sabiduría.
Xanthar tenía los ojos cerrados. Sus garras se cerraban con tanta fuerza sobre la nieve que ésta comenzó a derretirse entre ellas. Se estaba concentrando con toda la escasa energía que le restaba, comprendió Tanis. Las ondas telepáticas aparecieron de nuevo en el cerebro del semielfo.
Los…, los…
La voz iba y venía. Xanthar temblaba por el esfuerzo y Ala Dorada y Mancha se acercaron presurosos a él.
«Los tres… amantes, la… doncella hechicera…».
Xanthar aspiró aire con un estremecimiento y se recostó en los dos búhos.
—¡Tanis! —siseó Caven—. ¡El sueño! ¿Qué está haciendo?
«El de alas, con un corazón leal», continuó el búho. Entreabrió los apagados ojos un breve instante. Ése soy yo, semielfo.
Tanis recitó también el poema:
—«Los muertos vivientes del Bosque Oscuro, la visión reflejada en una bola de cristal. Con el robo del diamante, el mal desatado».
Caven se le unió en la segunda estrofa y, para sorpresa de Tanis, Brittain lo hizo en la tercera.
Los tres amantes, la doncella hechicera,
el vínculo de amor filial envilecido,
infames legiones resurgidas, de sangre manan ríos,
muertes congeladas en nevadas tierras baldías.
Con el poder de la gema, el mal vencido.
La última sílaba se desvaneció, y el cosquilleo en la mente de Tanis cesó. Xanthar, tambaleante, se recostó en Ala Dorada; después suspiró y se desplomó sobre la nieve. Para cuando el semielfo y Caven llegaron a su lado, el búho gigante había muerto.
Un grito de desesperación salió de Ala Dorada, Mancha y los otros búhos. Mackid maldijo con violencia. Tanis guardaba silencio. Las lágrimas acudieron a sus ojos mientras cientos de aves emitían quejumbrosos lamentos a sus espaldas. Sintió una mano en el brazo y la apartó de un tirón creyendo que era Caven, pero la mano volvió y el semielfo alzó la vista. Era Brittain.
—Yo también tuve un sueño —susurró el cabecilla de los Bárbaros de Hielo—. Hace muchas semanas, antes de que el perverso destruyera el primer poblado. El clérigo dijo que el sueño, enviado para advertirnos, venía del gran oso polar. Desde entonces, el perverso ha matado a muchos del Pueblo. —Sus ojos castaños estudiaron un instante a Tanis y sus dedos apretaron con más fuerza el brazo del semielfo—. Las lágrimas que derramas por tu amigo son sinceras. Estoy convencido.
Brittain articuló unas órdenes, y sus seguidores se apresuraron a levantar el cuerpo de Xanthar. Dejaron a los afligidos búhos en el gélido descampado, y Tanis y Caven acompañaron a los Bárbaros de Hielo al poblado.
Hombres y mujeres corrieron de acá para allá a fin de acomodar a los recién llegados. La esposa de Brittain, Feledaal, dio instrucciones a un grupo de mujeres y niños que preparaban una tina de sopa de pescado.
—Dispón todo lo necesario para celebrar el funeral de un gran guerrero —ordenó Brittain a un hombre que vestía una túnica decorada con cuentas, guijarros y huesos de pájaros. El hombre hizo una leve reverencia y se alejó presuroso, en medio del tintineo de los abalorios—. Es nuestro reverendo clérigo —explicó Brittain—. Interpreta nuestros sueños y fabrica los Quebrantadores de Hielo, entre otras cosas. Aunque soy quien dirige nuestro poblado y el clérigo simula seguir mis dictámenes, es él quien controla todos los aspectos espirituales de nuestras vidas. En consecuencia, a veces creo que nuestro reverendo clérigo tiene realmente más poder que yo.
Poco después Tanis y Caven eran equipados con ropas adecuadas para el clima glacial: parkas, botas de cuero de foca forradas con piel e impermeabilizadas con grasa de morsa, y gruesas manoplas. Los viajeros también recibieron una tira de cuero ancha con dos aberturas practicadas en la parte delantera, y Brittain le enseñó al semielfo cómo ponérsela de manera que las aberturas coincidieran con los ojos, atando los extremos por detrás.
—Es para protegerte de la ceguera de la nieve durante las horas más luminosas del día —explicó el cabecilla.
Brittain le dijo a Tanis que lo acompañaría a dar una vuelta por el poblado para que lo conociera. Caven, por otro lado, sorprendió a ambos al reunir a varios guerreros y conducirlos de vuelta al área abierta, al sur del asentamiento.
—Enseñaré a estos rústicos habitantes de los límites de Ansalon cómo pueden volar unos soldados adiestrados —explicó con gesto resuelto mientras se ataba la tira de cuero en torno a la cabeza.
Brittain señaló la construcción más grande del poblado, un habitáculo hecho con hielo y cubierto con pieles blancas y nieve.
—Nos reunimos allí para discutir asuntos que afectan el futuro del Pueblo —informó el cabecilla. Hizo una seña a dos niños que estaban recostados contra un costado de la construcción, observando la actividad con ojos solemnes. El resto de los chiquillos llevaba el pelo largo, pero el cabello castaño de estos dos había sido cortado a la altura de las orejas. Tenían los rostros untados con ceniza gris y blanca, y ambos estaban muy serios. Al gesto de Brittain, se acercaron presurosos, sin apartar un instante los ojos del semielfo.
—Discúlpalos por mirarte con tanta fijeza. Hemos oído hablar de las gentes de orejas puntiagudas que viven al norte, pero nunca los habíamos visto por aquí. Terve, Haudo —dijo con voz afable—, éste es Tanis Semielfo. Ha venido para ayudarnos a luchar contra el perverso.
El muchacho asintió con la cabeza; la niña no dijo nada. Brittain les dio instrucciones para que ayudaran en la preparación de la comida.
—Como verás, están de luto —explicó, tan pronto como los dos chiquillos estuvieron fuera del alcance del oído—. Fueron ellos quienes nos pusieron sobre aviso de la rapacidad del perverso. Mataron a sus padres y también a los demás habitantes de su poblado.
Tanis se volvió a mirar a los dos niños, pero ya habían desaparecido en el interior de una choza.
—¿Qué sabes del número e índole de las fuerzas de Valdane? —preguntó. Al advertir la expresión interrogante de Brittain, explicó que Valdane era el nombre por el que se conocía al «perverso».
El cabecilla se apartó a un lado para dejar pasar a dos mujeres que transportaban con esfuerzo el cuerpo de una foca.
—Es para la cena —aclaró. Después volvió a la pregunta planteada por Tanis—. Tenemos informes proporcionados por miembros del Pueblo que escaparon cuando sus poblados fueron atacados, o que se fugaron de campamentos enemigos y consiguieron llegar hasta nosotros. Al parecer, los guardias thanois se distraen con facilidad. —Expuso a grandes rasgos los últimos informes acerca del grueso y composición de las tropas de Valdane, y el punto donde habían instalado su campamento principal—. Desde luego, habían corrido rumores de que alguien con un gran poder había llegado al glaciar, pero la destrucción del poblado de Haudo y Terve fue la primera prueba de que las intenciones de ese hombre eran malignas. Desde entonces, las noticias de nuevas atrocidades nos han llegado casi a diario. —Brittain miró a otro lado y pareció esforzarse por contener una gran emoción. Cuando volvió la cabeza, su semblante, aunque pálido, estaba sereno—. Discúlpame. La madre de Terve y Haudo era mi hermana. —Brittain se obligó a hablar con un tono desapasionado.
»Nos hemos enterado que el perverso habita bajo el hielo y que el acceso a su morada es casi imposible de descubrir. Pero nuestros espías lo han localizado y pueden situarlo en un mapa. Mejor aún, pueden conducirnos allí. ¡Mira! ¡Uno de ellos está practicando el vuelo en un búho, con tu amigo!
Mientras hablaba, cuatro búhos pasaron planeando sobre sus cabezas, eludiendo por muy poco los techos de las viviendas. Cuatro hombres abrigados con parkas se aferraban a los cuellos de las aves, al tiempo que gritaban en una extraña lengua. Caven, montado en Mancha, voceaba órdenes desde atrás. El espectáculo hizo que una leve sonrisa asomara al rostro del cabecilla de los Bárbaros de Hielo.
—Hablan en el lenguaje de nuestros antepasados pidiendo la protección del oso polar —explicó. De nuevo, los dos hombres adoptaron un gesto serio—. Nos han llegado rumores espantosos sobre el perverso, y su maldad aumenta con el paso de los días —continuó Brittain mientras tomaba asiento en un banco adosado a una vivienda. Señaló el espacio libre a Tanis, que se acomodó a su lado.
—¿Qué rumores? —inquirió el semielfo.
—Acerca de un hielo mortífero que inmoviliza a sus víctimas hasta que mueren… o se las libera mediante la magia. Nuestro clérigo tiene un ungüento con el que cree que se puede contrarrestar el efecto adherente del hielo, aunque admite que no ha tenido ocasión de comprobarlo.
Tanis guardó en mente la información e instó al cabecilla a que prosiguiera.
—Sabemos que el perverso…, que ese tal Valdane cuenta con un hechicero poderoso que supervisa las tropas en ocasiones. Su apariencia es la de un frágil anciano, pero nuestro clérigo afirma que su energía está debilitada por las excesivas exigencias del tal Valdane. Ello nos da cierta esperanza. Sin embargo, los últimos rumores son los más inquietantes.
—¿A qué se refieren?
—A que Valdane ha encontrado un nuevo comandante con grandes conocimientos tácticos que, en los últimos días, ha dirigido sus tropas en un ataque aniquilador a otro poblado.
—¿Qué sabéis de este nuevo comandante? —preguntó Tanis.
—Sólo que es una mujer.
Tanis notó que se ponía pálido, pero no dijo nada. Caven y sus alumnos regresaban de los vuelos de prácticas gritando con entusiasmo. Brittain los condujo a todos a la gran construcción central para cenar y celebrar una sesión para planear la estrategia.