17

Kitiara y Valdane

—¡Deprisa, deprisa! Valdane espera.

Las dos cabezas del ettin hablaban al mismo tiempo, asomadas al orificio abierto en lo alto del calabozo. El vozarrón del monstruo retumbaba en la estancia vacía, y Lida se incorporó de un brinco. Kitiara se regodeó provocando a la bestia al dirigirse muy despacio hacia la pared opuesta a la abertura. El troll de dos cabezas dejó caer una cuerda por el agujero y descendió por ella. Agarró a la mercenaria con sus manazas mugrientas.

—Deprisa. Quiere ahora. Ahora, ahora, ahora.

Kitiara olfateó el fétido hedor de pescado en su aliento. El ettin de cuatro metros de altura la arrastró hacia la burda escala. Lida intentó seguirlos, pero Res-Lacua se lo impidió.

—Sólo dama soldado.

—Es una fiesta privada —dijo la espadachina con tono acerbo.

Res-Lacua le propinó un bofetón y luego se la echó al hombro con una mano; acto seguido trepó por la cuerda.

—No tocas hielo —susurró—. No tocas cuerpos. No comes, no, no. No tocas hielo. —La echó sin contemplaciones a través del agujero y después recogió la cuerda, que colgó en una clavija de la pared.

—¡Kitiara, no cooperes con ellos! —se oyó gritar desde abajo.

La mercenaria hizo caso omiso de Lida. Amagó un golpe al ettin.

—Si tuviera mi espada… —amenazó.

La criatura soltó una risotada y la llevó a rastras por un corredor empinado que estaba bañado por la luz azulada del hielo; continuaron por un laberinto de pasillos idénticos.

—Ese hombre nos ha tenido abandonadas durante días, sin hacernos el menor caso y sin proporcionarnos siquiera comida —protestó Kitiara mientras se esforzaba por mantener el paso—. Y ahora, de repente, ¿tiene que verme de inmediato?

El ettin se detuvo y estrelló un puño en la hoja de roble de una puerta. Cuando repitió el golpe, Kitiara comprendió que era su modo de llamar.

—¡Por Morgion, ettin! —explotó Valdane mientras abría la puerta—. ¿Es que Janusz no puede enseñarte a…?

Se interrumpió al ver a Kitiara. Después su mano se disparó, cogió a la mercenaria por el hombro, y la introdujo con brusquedad en la estancia. El cabecilla cerró la puerta en las narices del ettin.

Los aposentos de Valdane eran tan opulentos como espartano era el calabozo. Colgaduras de terciopelo de vivos colores azules, verdes y púrpuras cubrían la mayor parte de las paredes, dejando a la vista únicamente unas cuantas secciones de hielo con la intención, sin duda, de permitir que pasara la luz azul. Había un trono dorado en el centro de la habitación. La inmensa cama del cabecilla lucía un dosel de brocado y seda, bordado con los colores de su estandarte, púrpura y negro. En una de las paredes había una especie de ventanal seguramente de naturaleza mágica, ya que se encontraban decenas de metros bajo la superficie. Mientras Kitiara lo miraba, la escena cambió de una vista del glaciar a un panorama primaveral de las antiguas posesiones de Valdane, cerca de Kernen.

Kit sintió el aliento del hombre en la nuca, y se obligó a dar media vuelta y mirarlo a los ojos. Valdane se había bañado, peinado el rojo cabello, y vestido prendas limpias: polainas negras ajustadas, botas de caña alta, también negras, y una camisa amplia de color púrpura que se cerraba por delante con cordones. Su apariencia era la de una persona muy pocos años mayor que la mercenaria. La miraba fijamente, y Kitiara vio en sus ojos atracción y deseo.

Cuando Valdane habló, sonreía, y su voz era afable, pero la mirada dura de sus ojos no desapareció:

—El hechicero cree que debería dejarlo que te torturara, capitana, hasta que le dieras alguna información sobre el paradero de las gemas de hielo. Y después quiere tener el placer de matarte él personalmente.

—No tendría que ser tan optimista con el resultado de sus torturas. Ya he pasado por ello antes… y en manos de los mejores especialistas. ¿O debería decir los peores?

—Eso es exactamente lo que le dije. Pero cree que tiene una cuenta pendiente contigo, capitana.

—No debería dejar sus pertenencias donde cualquiera puede llevárselas —dijo la mujer, esbozando aquella peculiar sonrisa sesgada.

—Estoy de acuerdo.

Se midieron con la mirada. Fue Valdane quien rompió el silencio, hablando en tono coloquial:

—He de admitir que sería mejor para todos si cooperamos. —Valdane se acomodó en el lecho y acarició la sedosa colcha. Llamó a Kit con un ademán. La mercenaria se acercó y tomó asiento a su lado, pensando para sus adentros que era un necio—. Tú tienes algo que yo quiero, y nosotros, o mejor dicho, yo, puedo proporcionar algo que la capitana Kitiara Uth Matar desea por encima de todo.

—¿Y qué es eso que tanto deseo, Valdane? —preguntó Kit con coquetería.

—Poder.

—Vaya, vaya. —Arqueó una ceja.

—Y riquezas.

—No me digas.

—Viste mis tropas. ¿Serías capaz de dirigirlas en asociación con Toj?

La mercenaria soltó una carcajada.

—No han nacido los soldados a los que no pueda dirigir.

—Entonces ¿te unirás a nosotros?

—¿A cambio de…?

—De las gemas, por supuesto.

Kitiara se recostó en la cama con actitud perezosa y sonrió al hombre.

—Sé dónde están las piedras, y sé que, una vez que hayan sido dominadas, pueden proporcionarme todo el poder y la riqueza que deseo. ¿Por qué habría de cooperar contigo o con tu mago?

La cólera asomó a los ojos de Valdane. Señaló con el índice la ventana. Cuando Kitiara miró hacia allí, vio el rostro de Janusz. El hechicero entonaba una salmodia. De repente, la espadachina sintió un dolor desgarrador; se encogió y rodó sobre la cama, y cayó al suelo con las manos crispadas sobre el abdomen. Se mordió el labio para no gritar y sintió que la sangre brotaba y resbalaba por la barbilla. A través de la bruma de dolor, oyó a Valdane espetar una orden. La salmodia se interrumpió, y la agonía cesó tan repentinamente como había empezado. Kitiara yació jadeante sobre la gruesa alfombra; luchó por contener la náusea.

Las botas de Valdane aparecieron ante sus borrosos ojos. El cabecilla le dio golpecitos en la barbilla con una de las punteras hasta que alzó la vista hacia él.

—¿Que por qué ibas a cooperar conmigo? —repitió suavemente—. Olvidas el ser que crece en tu interior, Kitiara. Podemos hacer con él lo que nos plazca, el mago y yo. Y no te equivoques con nosotros; algunos de nuestros trucos son muy, muy dolorosos. Esto sólo ha sido un pequeño ejemplo.

Ella le escupió; la saliva resbaló por su pierna izquierda, pero Valdane ni siquiera parpadeó.

—¿Dónde están las gemas de hielo, Kitiara? —preguntó con voz queda.

—Vete al Abismo.

—¿Dónde están? —repitió, levantando la voz.

—¿Es que no me has oído, Valdane? —Rodó despacio sobre sí misma y se sentó hecha un ovillo. La cabeza le daba vueltas; hacía casi una semana que no comía, y el embarazo contribuía a agotar sus reservas—. No tengo las malditas gemas conmigo, Valdane.

—Pero dijiste que tus amigos, que tan valerosamente vienen en tu rescate, sí las tienen.

—Dije que tenían información. No serían tan necios de traerlas y ponerlas a tu alcance. —Confiaba en que esto último fuera cierto; se enjugó el sudor del rostro con la colcha de seda y después se incorporó—. Me necesitas más que yo a ti, Valdane. ¿Quién va a dirigir tu ejército? ¿Toj? ¿Uno de esos minotauros hambrientos de poder? ¿Acaso crees que se van a quedar tan tranquilos mientras tú acumulas fortuna y poder? ¿Y los hombres morsas? No valen para mucho más que un obtuso baluarte. Y los ettins… No hay en todo Krynn un solo ettin que tenga más cerebro que un mosquito.

—Res-Lacua…

—Res-Lacua siente terror por el mago, que le tiene que dar instrucciones continuamente para que coordine hasta el último de sus movimientos. Esos esclavos ettins no pueden pensar por sí mismos. Vaya, pero ¡si ni siquiera son capaces de que se pongan de acuerdo sus dos cabezas!

—El mago…

—El mago ha llegado a su límite.

Valdane se quedó pensativo, pero cuando habló su voz rebosaba sarcasmo:

—Y Kitiara Uth Matar, a punto de convertirse en madre, ¿qué podría hacer al respecto? ¿Habré pues de planear mi campaña supeditándola a la fecha del parto y posterior convalecencia? —El cabecilla aflautó la voz—. «Lo siento, Valdane, ahora no podemos tomar Tarsis… Creo que empiezo a sentir las contracciones, Valdane…».

—No olvides, Valdane, que soy yo quien sabe dónde están las gemas de hielo —espetó, azuzada por la pulla—. Otorgarán un poder ilimitado a quien consiga desentrañar sus secretos. En cuanto al otro «problema»… tu mago podría ocuparse de él como parte del acuerdo.

—¿Del bebé?

—La criatura no tiene por qué llegar a nacer —replicó con brusquedad.

Durante un momento ninguno habló. La expresión impenetrable de Valdane no dejaba ver lo que pensaba. Sin embargo, en uno de sus volubles cambios de humor, sus siguientes palabras fueron afables.

—No es preciso llegar a ese extremo, Kitiara. No hay necesidad de que seamos enemigos. Hubo un tiempo en que combatimos en el mismo bando.

—Recuerdo que yo combatí —repuso la espadachina obligándose a adoptar un tono implacable—. Tú te quedaste en tu tienda, a salvo.

—Pongamos fin a esta disputa —dijo él mientras posaba la mano en el brazo de la mujer—. Haré que traigan el almuerzo aquí. —Dirigió las últimas palabras al mago que, detrás de Kitiara, aguardaba las órdenes de su señor. Janusz murmuró algo que la mercenaria no entendió, pero sintió el ronroneo de las tripas. Estaba hambrienta, no cabía duda.

—Probablemente envenenarías mi comida, Valdane —comentó, adoptando un tono festivo.

—Como tú misma has señalado, si te matara, nunca descubriría dónde están las gemas. —Sonrió—. Estamos en una situación interesante, ¿no te parece?

En ese momento, el ettin aporreó la puerta. Acto seguido, entró, agachándose para pasar por el vano; llevaba una bandeja enorme, cubierta con un paño blanco.

La criatura tiró el paño al suelo y empezó a soltar fuentes y platos sobre una mesa rinconera, con tanto entusiasmo que la tercera parte de la vajilla se rompió.

—Pescado muerto, aquí; pájaro muerto, aquí —canturreó. Kitiara oyó el resoplido desdeñoso del mago—. Plato vacío, plato vacío, tenedor, tenedor. Pezuña en gelatina, sabrosa. Algas… frescas, frescas. Queso thanoi, gris, correoso.

—Confieso, Valdane, que después del ayuno en tus mazmorras, cualquier comida me parece maravillosa. —Sonrió al hombre y se sentó—. Aun así, dejaré que tú lo pruebes todo antes —añadió con afabilidad.

* * *

Más tarde, con el estómago lleno, Kitiara y Valdane, abrigados en parkas de pieles, se deslizaban veloces en la narria tirada por lobos, a través del nevado paisaje. Res-Lacua corría detrás, canturreando sin cesar hasta que Valdane le ordenó a gritos que guardara silencio.

Kitiara reflexionaba sobre lo que habían hablado durante la comida. No tenía la menor intención de devolver las nueve gemas de hielo a Valdane; había hecho sus propios planes con respecto a tan valiosos artefactos, pero tenía que ganar tiempo hasta que le llegara ayuda.

—Estás muy callada. ¿Planeas alguna estrategia? —le preguntó Valdane.

La mercenaria parpadeó. ¿Estrategia? Por supuesto. Habían salido para ponerse al frente de los minotauros y el resto de las tropas del cabecilla para atacar otro indefenso poblado de los Bárbaros de Hielo. Kitiara había aceptado dirigir el asalto. Esperaba que la derrota del asentamiento y el apresamiento de esclavos les daría tiempo a Tanis y a Caven para llegar. Kit tenía la idea de que la campaña se alargara varios días. Quizás a Valdane le gustara la sugerencia de divertirse un poco con los Bárbaros de Hielo antes de lanzar el ataque final.

La boca de la mercenaria se curvó con su característica sonrisa sesgada.

—Siempre estoy planeando alguna estrategia —respondió.

Valdane le devolvió la sonrisa.