Las Praderas de Arena
—Xanthar, ¿dónde estamos? —Al no recibir respuesta del búho gigante, Tanis se inclinó sobre su ala y repitió la pregunta en voz más alta.
El ave se enderezó con un sobresalto. Parpadeó bajo la cegadora luz del sol. Las plumas en torno a los ojos de Xanthar estaban pegajosas a causa del constante lagrimeo, que no había cesado durante la semana que llevaban volando hacia el sur.
Había pasado mucho tiempo desde que habían dejado atrás las montañas Kharolis, y hacía un día que habían entrado en unas vastas extensiones baldías. Ahora, a gran distancia bajo el semielfo y el búho, una arena dorada como trigo relucía con el sol inclemente y parecía rielar por el calor. El viento no dejaba de soplar, y unas columnas de polvo arremolinado se encumbraban hacia el cielo y después se desplomaban por su propio peso.
Estamos…
Tanis esperó pero el pájaro no continuó.
—¿Dónde estamos? —gritó otra vez.
En el sur. Muy lejos. Las Praderas de Arena, al oeste de Tarsis, o quizás al suroeste. No lo sé con exactitud, Kai-Lid.
—Soy Tanis.
Ah. Por supuesto. Tanthalas. El semielfo.
Tanis dejó que su mirada vagara sobre el terreno. Arena y más arena extendiéndose hasta el horizonte.
—¿Qué fue antes esta zona baldía? —preguntó.
Un océano, creo… hasta que el Cataclismo cambió la faz del mundo. Cuando los dioses castigaron a Krynn, algunas partes de Ansalon se inundaron. Aquí el mar se secó dejando solamente arena y grava. O eso es lo que decía mi abuelo.
¿Y dónde estaba Caven? Al principio el semielfo había divisado de vez en cuando al jinete, que parecía conducir a Maléfico manteniendo la misma marcha forzada que Xanthar imprimía a su vuelo. Pero hacía dos días que Tanis no había atisbado a Caven Mackid.
El semielfo había dejado de sentir inquietud por encontrarse a kilómetros sobre el suelo, sujeto al búho gigante sólo por el arnés de cuero. El vuelo de Xanthar era firme y constante. Desde que habían abandonado el Bosque Oscuro, el búho únicamente había hecho paradas cortas en las que el semielfo cocinaba algún pequeño animal de caza, reponía las reservas de agua, y aliviaba sus necesidades. Tanis podía dormir en la espalda de Xanthar durante el vuelo, pero, que él supiera, el búho gigante sólo echaba un sueño durante las breves paradas en el suelo.
Kai-Lid.
—Soy Tanis —repitió el semielfo.
El búho sacudió la cabeza con gesto aturdido. Abrió al máximo los ojos y, cuando giró la cabeza, Tanis pudo ver que los iris del ave habían adquirido un tono apagado, terroso, y que las pupilas ya no reaccionaban a las variaciones de luz y sombras.
—Xanthar, ¿cómo están tus ojos?
A veces la luz pierde fuerza. Pero se pasa. No estoy acostumbrado a la claridad radiante del día. Otra gota de un espeso líquido amarillo rezumó del ojo el ave.
—Deberíamos parar un rato para que descansaras.
No.
—Y darle a Caven la oportunidad de que nos pueda alcanzar.
Caven encontrará el camino. Mi familia lo escoltó hasta los límites meridionales del Bosque Oscuro. A partir de ahí, él sabe cómo orientarse por el sol y las estrellas. Sabe que nos dirigimos al sur, y nos seguirá hasta donde estas arenas cambiantes se lo permitan.
—¿Puedes comunicarte mentalmente con él?
Se encuentra demasiado lejos y no está familiarizado con la telepatía. Ni siquiera consigo establecer contacto con Kai-Lid, y ella fue bien instruida por… un maestro.
—¿Crees que ella y Kitiara se encuentran bien? —El búho no respondió, pero sus músculos se tensaron—. Xanthar…
¿No ves algo allí, a la izquierda? Noto un cambio, pero la vista no me alcanza tan lejos.
Tanis oteó en la dirección que le señalaba.
—Sólo es una nube pequeña, Xanthar.
No. Es algo más que eso.
—Entonces ¿qué? ¿Magia?
Magia no. Una tormenta. Tenemos que encontrar algún refugio.
—Pero… —Las palabras del semielfo murieron en sus labios cuando Xanthar, sin previa advertencia, plegó las alas contra los costados y se lanzó en picado hacia el suelo.
Tienes que ser mis ojos ahora, semielfo.
Tanis sintió que resbalaba hacia atrás sobre el búho que caía a plomo. Cuando alcanzó el límite del arnés, su cabeza retrocedió con una brusca sacudida por la fuerza de la zambullida. La tierra les salía al encuentro a una velocidad vertiginosa.
—¡Xanthar! ¡Remóntate!
El búho gigante tomó una trayectoria horizontal de inmediato, a escasos metros del suelo, y sobrevoló el terreno en zigzag.
Busca un refugio.
Con la proximidad aparecieron los detalles. Esa parte de la llanura, vista de cerca, era un desierto de arena y prominencias rocosas de piedra arenisca, de color rojizo, horadadas con innumerables madrigueras de animales, pero eran demasiado pequeñas para acoger al semielfo y a un búho que lo duplicaba en tamaño.
Sigue buscando.
Tanis ya no ponía reparos a las decisiones del búho, pues siempre estaban dictadas por el buen juicio; lo que antes era sólo una nube pequeña se había convertido en un manto azul oscuro y verde brillante. Los relámpagos restallaban mientras la nube tormentosa se acercaba hacia ellos con rapidez. Debajo del frente colgaba una cortina de minúsculas partículas de arena arremolinadas, de color vainilla. Tanis sacó un trozo de tela de los paquetes cargados en la espalda del búho, y se lo ató de manera que le cubría la nariz y la boca. La primera ráfaga los golpeó de costado; los granos se hincaban como agujas. Xanthar tuvo que emplearse a fondo para mantener la estabilidad. Más de una vez, las puntas de sus alas rozaron el suelo, zarandeando al semielfo de un lado a otro. Tanis, con los ojos entrecerrados, escudriñaba a través de la hiriente arenilla. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Xanthar llevaba los ojos completamente cerrados, pero siguió volando a pesar de los bandazos.
—¡Allí! —El semielfo se echó hacia adelante, agarró con ambas manos la cabeza del búho, y apuntó hacia una cueva que había atisbado, aunque ahora sólo era una sombra borrosa, en medio de la tormenta de arena, que aparecía y desaparecía de la vista—. ¡Mira!
¿Dónde? No veo…
La silueta de la cueva surgió de nuevo, justo delante de ellos. Tanis se aplastó contra las plumas del búho y cerró los ojos. Sintió que el ave pasaba de la cegadora tormenta de arena a una oscuridad fría, silenciosa. Xanthar se deslizó hasta frenarse al chocar contra una pared. Tanis soltó el arnés y bajó de la espalda del búho. Miró a su alrededor, valiéndose de su visión nocturna para captar cualquier emisión de calor. En apariencia, la madriguera no albergaba ningún ser vivo, aparte del semielfo y el búho.
Fuera, la tormenta rugió atronadora durante horas. Xanthar paseaba arriba y abajo, preocupado. Cuando su voz sonó en la mente de Tanis, la razón se hizo patente.
He de pedir ayuda, Kai-Lid. Tanis no se molestó en corregir al búho. Creí que mi fuerza bastaría, pero tú tenías razón, Kai-Lid. No debí alejarme tanto.
—Bastaría ¿para qué?
La voz del semielfo pareció traer bruscamente de vuelta a la realidad a Xanthar.
Contra los enemigos de Kai-Lid, Tanis. Pero me estoy debilitando muy deprisa. Necesitarás ayuda, y el kernita no será suficiente. De hecho, puede que ya lo hayamos perdido.
—Kitiara ayudará. Y Lida…, es decir, Kai-Lid.
¿Y si están muertas?
Tanis se acercó al búho y puso una mano en el ala del ave con un gesto afectuoso.
—Dijiste que lo sabrías si la maga moría.
Ya no estoy seguro de nada. Puede que haya sobrevalorado mi capacidad. La humildad no ha sido nunca uno de mis fuertes. Me temo…
—¿Qué?
Nada. Todo. He de pedir ayuda.
—¿A quién?
El búho gigante no respondió. Las garras de Xanthar arañaron la piedra arenisca mientras se alejaba bamboleante del semielfo. La respiración del ave se tornó estertórea. Tanis notó un cosquilleo en su mente que ya había sentido con anterioridad, cuando el ave hablaba telepáticamente con Lida. Al cabo, el búho se tranquilizó, y Tanis comprendió que Xanthar se había quedado dormido. El semielfo sacó la espada de su petate y montó guardia. Aunque habían encontrado vacía la madriguera, no sabía si algún ocupante anterior podía volver en cualquier momento. Tanis abrió la mochila de Kitiara y levantó la tapa del doble fondo. Las gemas de hielo proporcionaban una fría luz violeta que le daba cierta sensación de seguridad.
Por fin la tormenta amainó. Fue el silencio, no Tanis, lo que despertó al búho.
Ha terminado.
—Sí.
Xanthar se acercó a la entrada de la madriguera. La arena y la grava se habían deslizado por el declive rocoso, y se habían amontonado en la boca del refugio.
Debemos salir de aquí y ponernos en marcha.
—¿Y qué pasa con Caven?
Sabía que el viaje era peligroso. Podría haber montado en uno de mis hijos, pero insistió en seguir con su caballo. Debemos continuar. Hemos perdido mucho tiempo.
—Caven puede estar perdido en las llanuras. Creo que no deberíamos marcharnos sin él.
Xanthar suspiró.
Muestras una extraña actitud generosa hacia tu rival en el afecto de Kitiara. Supongo que se debe a tu crianza elfo; desde luego, esa filantropía no te viene de tu parte humana.
Les llevó media hora abrirse paso al exterior. La arena llenaba el hueco que abrían casi con la misma rapidez con que ellos la retiraban. Los granos eran de diversos colores: dorado, por supuesto, pero también verde, rosa y gris. En otras circunstancias, habría sido hermoso. Pero ahora la arenilla y el polvo le entraban a Tanis en la boca y la nariz, y le enturbiaban la vista. El semielfo y el búho gigante tosían y estornudaban cuando, por fin, salieron gateando a la luz del sol.
Caven y su caballo pueden estar muertos y enterrados bajo toneladas de arena. Deberíamos seguir, por el bien de Kai-Lid. Y de Kitiara.
Tanis sacudió de nuevo la cabeza en un gesto de negación. El búho estrechó los ojos y lo miró de hito en hito. Cuando habló, parecía el Xanthar sarcástico de siempre.
Una situación interesante. Sin ti, apenas le seré de utilidad a Kai-Lid en el glaciar, y tú no puedes llegar muy lejos sin mí en este cambiante océano de arena. Podríamos perder horas discutiendo sin llegar a una solución.
Tanis no bajó la mirada.
De acuerdo, buscaremos a ese zoquete.
El cielo estaba tan azul y despejado como lo había estado cuando habían entrado en las Praderas de Arena. Tanis se encaramó a la espalda del ave, y al punto remontaron el vuelo y recorrieron a la inversa la ruta seguida desde el norte. Habían volado sólo una hora cuando Tanis gritó y señaló algo. En el horizonte, semejando un escarabajo desde su altitud, algo negro avanzaba lentamente en medio del mar de arena. Poco después aterrizaban cerca de la figura, que se movía con esfuerzo.
Era Maléfico, con Caven aferrado al lomo del caballo. El animal, sudoroso y echando espuma por la boca, tropezaba y corcoveaba, hundiéndose en la arena que le cubría los cascos. Caven estaba ronco de gritar; sus manos sangraban de tirar de las riendas, y su rostro estaba marcado por la fatiga. Hombre y caballo por igual estaban cubiertos por una capa de mugre.
Tanis cogió la brida de Maléfico, aguantó los tirones del animal, y después lo tranquilizó. En cuestión de segundos, estaba acariciando el hocico del semental. El caballo seguía respirando jadeante y resoplaba, pero se quedó quieto. Caven desmontó; las rodillas se le doblaron, pero rechazó con gesto irritado la mano de Tanis.
—Estoy bien, maldita sea.
Xanthar soltó una risita burlona.
Oh, claro que estás bien. ¡Humanos!
—Veo que tu amigo periquito sigue hablando, semielfo —dijo Caven.
Búho y humano intercambiaron una mirada desagradable.
—¿Dónde te resguardaste mientras pasaba la tormenta? —preguntó Tanis.
Mackid se puso de pie, se sacudió el polvo de la ropa, y se pasó la mano por la barba. La arena cayó como una nevada.
—Encontramos un afloramiento rocoso allá atrás. —Señaló hacia el norte—. Pensé que estaríamos a resguardo en el lado de sotavento.
Xanthar resopló desdeñoso; fue un sonido extraño al salir de su pico.
—Muy bien, canario gigante, fui un ingenuo —espetó Caven al búho—. No sabía que no habría un lado de sotavento en ese pandemónium de remolinos. —Mackid estrechó los ojos y después se volvió hacia Tanis—. Cubrí mi cabeza y la de Maléfico para poder respirar. Pero ¡por los dioses, ese polvo de la tormenta de arena fue increíble! Ahora entiendo que esta maldita región esté desolada. Si hubiese durado un poco más la tormenta, nos habría barrido.
Tanis se fijó en las manos del mercenario; las tenía tan en carne viva por encima como por las palmas, y le sangraban por las heridas. La mirada de Caven siguió la del semielfo.
—Tuve que sujetar a Maléfico y mis manos quedaron expuestas. —Los ojos de Tanis fueron hacia el caballo; la piel del animal estaba pelada a parches, donde la arena le había arrancado el pelo. Mackid añadió—: La pregunta es ¿qué hacemos ahora?
Abandona a ese jamelgo. Yo os llevaré a los dos.
—No puedes —le dijo Tanis a Xanthar—. Te agotas incluso con un solo pasajero, y estás perdiendo la vista. No te habría sido posible transportar dos hombres estando en plena forma, cuanto menos ahora.
Lo haré, si no queda más remedio. El ave se irguió, empequeñeciendo a los dos hombres. Vamos, subid los dos.
Era evidente que Xanthar no iba a cambiar de opinión.
Además, tampoco tenían otra opción. Tanis se encaramó al ave, pero Caven Mackid permaneció obstinadamente junto a su caballo, sujetándolo por la brida.
—No pienso abandonar a Maléfico —declaró.
—Ese animal puede encontrar por sí mismo el camino para salir de las llanuras —manifestó Tanis—. Ya hemos perdido mucho tiempo. —Al ver que Caven no daba señales de ceder, el semielfo agregó—: ¿Qué es más importante para ti, Mackid, un caballo o la suerte de Kitiara y la maga?
Por no mencionar los horrores que Valdane desatará en Ansalon si alguien no lo detiene.
Caven los miró ceñudo.
—A diferencia de Kitiara, semielfo, Maléfico nunca me ha traicionado. Y no le debo nada a la tal Lida. De todas formas, búho, ¿quién te dice que podremos detener a Valdane y a su hechicero, si llega el caso?
El sueño…
Caven lo interrumpió con un resoplido desdeñoso.
—Bah, un sueño poco claro y que, además, tuvimos en el Bosque Oscuro. ¿Es que vamos a arriesgar nuestras vidas basándonos en algo tan poco lógico?
—Nosotros seguimos —dijo Tanis con tono cansado—. ¿Nos acompañas, o vas a quedarte aquí para morir con tu caballo?
Las miradas de los dos hombres se trabaron. Por fin, el kernita bajó los ojos.
—No subiré al búho —reiteró.
—Entonces, quédate aquí. Quizá la arena te transporte como una alfombra mágica.
Tanis hizo una señal a Xanthar, y el búho gigante remontó de nuevo el vuelo. Se encontraban muy arriba, sobre el kernita, cuando el semielfo bajó la vista hacia él otra vez. Caven había montado de nuevo en Maléfico y lo azuzaba para que siguiera adelante. El animal se debatía para avanzar por la inestable arena.
—¿No es increíble? —rezongó Tanis—. Caven se dirige hacia el sur. ¿Es que el muy necio sigue intentando llegar al glaciar?
El ardiente sol quedaba a su derecha. Lejos, al frente, Tanis alcanzó a ver lo que parecía el límite de la extensión de arena.
De pronto, el semielfo recordó a un gnomo de Haven llamado Orador Corona de Diferencial, y la utilidad que Orador le daba a una reluciente gema púrpura. Palmeó con fuerza el hombro de Xanthar, arrancando una protesta del cansado búho. Tanis se disculpó, pero se advertía en su voz la excitación que sentía.
¿Qué sucede?
Tanis explicó a grandes rasgos lo que se le había ocurrido.
Entonces debemos actuar antes de la puesta de sol.
Xanthar dio media vuelta y se dirigió hacia el norte, batiendo las alas con fuerza; parecía haber encontrado nueva energía. Caven frenó a Maléfico y observó a la pareja, resguardándose los ojos con la mano del resplandor del sol. Xanthar voló en círculos, lentamente, al oeste del caballo y el jinete, en tanto que el semielfo abría la mochila de Kitiara.
Apresúrate. Falta poco para el ocaso.
—Creí que no te importaba si Caven moría aquí.
Hubo un breve silencio.
Nadie merece morir. Sobre todo si es por una causa justa.
—Xanthar, te estás volviendo un viejo sentimental.
Las plumas grises de la nuca del búho se erizaron.
¿Puedo hacerte notar que, faltándote una cuantas estaciones para alcanzar la centuria, tampoco tú eres ningún pollito, semielfo?
Tanis rompió a reír. Cogió una de las gemas de hielo entre el índice y el pulgar.
—Estoy listo —anunció.
A la señal de Tanis, Xanthar puso rumbo al sur. El semielfo sostuvo la gema sobre su cabeza, con el brazo extendido, poniendo cuidado en que estuviera en la posición adecuada.
—¡La gema empieza a calentarse! —gritó.
¿No dijiste que al tal Orador le estalló la piedra que tenía?
La gema casi quemaba la mano de Tanis, pero el cristal no había emitido todavía ningún rayo luminoso. Incluso si ésta funcionaba como lo había hecho la del gnomo, Tanis no sabía si sería capaz de seguir sosteniendo la ardiente piedra. Por fin, mascullando una maldición, la soltó, y la reluciente gema cayó a plomo sobre la cambiante arena, donde desapareció.
Xanthar viró de nuevo hacia el norte mientras Tanis sacaba una flecha de la aljaba. Con ayuda de su daga partió el astil a lo largo, dejando las dos mitades unidas en un extremo, a guisa de una burda tenaza. Cogió otra gema de la mochila.
Intenta no perderlas todas. Pensaba que tenías intención de utilizarlas como rescate.
Tanis rezongó algo por lo bajo y encajó la gema entre las dos mitades del astil. Después lo alzó sobre su cabeza, probando el nuevo método.
Deprisa. El sol…
—Lo sé.
De nuevo la gema se calentó, pero las improvisadas tenazas permitían al semielfo sujetarla sin dificultad. A pesar de ello, la piedra sólo pareció alanzar una temperatura elevada, y nada más.
—Es por tus alas —gruñó Tanis—. ¡Tus alas! El sol está muy bajo y tus alas impiden que los rayos la alcancen de lleno.
¿Prefieres que no las mueva?
—No seas sarcástico.
El búho se encogió de hombros y puso rumbo norte otra vez. Caven, entretanto, había desmontado e intentaba conducir al semental por las riendas. Tampoco así tuvo mucho éxito; el caballo tenía grandes dificultades para avanzar por la arena.
—Se me ocurre otra idea. —Sin detenerse a pensar en el riesgo, Tanis aflojó el arnés que lo sujetaba al búho. Con precaución, se puso de rodillas sobre la espalda de Xanthar.
¿Qué haces? Semielfo, estás desequilibrado… ¡No podré cogerte si caes!
Haciendo caso omiso de las palabras del búho, Tanis se puso en cuclillas. Los mocasines del semielfo resbalaban en las plumas del ave, pero Tanis logró ponerse de pie, con el brazo izquierdo extendido para mantener el equilibrio. Después estiró el derecho hacia arriba, sosteniendo el astil dividido y la gema tan alto como le era posible. Intentó no pensar en el lejano suelo. De repente, la mochila de Kitiara, con las otras siete gemas de hielo, rodó sobre la espalda de Xanthar. Tanis se abalanzó para cogerla, pero resbaló y cayó sobre los hombros del búho con un grito. Se quedó despatarrado, cruzado sobre Xanthar, con las piernas colgando por un costado y la cabeza asomando por el otro. Aquello le permitió observar con claridad la mochila, que cayó dando vueltas hasta estrellarse en la arena. Se alzó una nube de polvo en el área del impacto. Tanis se esforzó por recuperar la estabilidad y sentarse de nuevo en la espalda del búho. Al menos, no había soltado la improvisada tenaza que sostenía la gema restante.
Una vez más, Xanthar puso rumbo al norte y poco después viró al sur. Enseguida, Tanis estaba de nuevo situado en posición, de pie y con un brazo extendido a un costado, mientras que con el otro levantaba la gema sobre su cabeza. No se atrevió a alzar la vista para comprobar si la joya estaba en alineación correcta con el sol.
Semielfo…
La voz mental del búho se interrumpió. Un zumbido resonaba en lo alto. Por el rabillo del ojo, Tanis vio un rayo amatista que salía disparado y alcanzaba la arena.
—¿Funciona? —preguntó a voces—. ¿Se funde la arena?
Desde este ángulo, no puedo asegurarlo.
—Sigue adelante.
Continuaron su lento avance hacia el sur, con la gema zumbando sin cesar durante todo el tiempo, hasta que casi pasó una hora; a Tanis le ardían los músculos. Por fin llegaron al límite de la extensión de arena. El semielfo se deslizó agradecido sobre el búho y se aferró al ave mientras ésta empezaba a descender. Después, justo cuando el sol se escondía tras el horizonte, se volvieron a mirar a sus espaldas.
En línea recta, a través del terreno desértico, se abría un reluciente camino de arena fundida y endurecida. En la distancia, avanzando con cautela por la extraña senda, se divisaba a Caven Mackid y a Maléfico, que cojeaba visiblemente. Caven agitaba la mochila de Kitiara sobre su cabeza, con gesto triunfal.
Acamparon para pasar la noche. Xanthar se había quedado dormido. Entretanto, Caven atendía a Maléfico, que se había hecho daño en un tendón con los esfuerzos de caminar sobre arena. El enorme corcel estaba de pie, sin apoyar la pata dañada. Su respiración era trabajosa y rehusaba comer.
—Lo único que se puede hacer es dejarlo descansar —comentó Tanis.
A la mañana siguiente, Maléfico ardía de fiebre y apenas estaba consciente. Caven se quedó un rato mirando a su caballo, sin decir nada, con la mano apoyada en el puño de la daga. Tanis se apartó, y el kernita puso fin al sufrimiento del animal.
—¿Y ahora, qué? —preguntó después Caven al semielfo—. Nos encontramos por lo menos a ciento cincuenta kilómetros del glaciar, y el búho no puede llevarnos a los dos.
Los dos hombres miraron a Xanthar, que seguía dormido sobre un peñasco que se alzaba sobre el campamento. Sus ronquidos se oían a treinta metros de distancia. Como si los ojos de los hombres lo hubiesen molestado, el búho despertó, chasqueó la lengua, y miró aturdido a su alrededor.
—Ni siquiera podrá transportarme a mí mucho más tiempo —susurró Tanis—. No hace más que llamarme Kai-Lid.
Las cejas de Caven se arquearon en un gesto interrogante.
—El búho me dijo que es el nombre de Lida en el Bosque Oscuro —explicó el semielfo.
La expresión desconcertada del mercenario dio paso a otra de expectación.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora?
—¡Vaya! ¿Quién me ha erigido en cabecilla de esta expedición? —replicó Tanis con un tono irritado. Caven aguardó. Por fin el semielfo repitió—: ¿Hacer? Creo que lo que Xanthar debería hacer es regresar al Bosque Oscuro; es obvio que su fuerza y poder los obtiene de la floresta, y ahora está perdiendo ambos. Y lo que tú y yo, Caven Mackid, deberíamos hacer es seguir adelante sin él.
—¿Cómo?
—¿Cómo va a ser? Andando.