El glaciar
Era el frío de la muerte, Kitiara estaba segura. Su cara, sus pechos y sus caderas estaban aplastados contra la nieve. La pechera de la camisa estaba empapada; la tela de la parte trasera parecía estar tiesa, como si tuviese una capa de hielo. Sentía los pies como si fueran dos trozos de madera; apenas era consciente de que su mano derecha todavía sostenía un pedazo de esquisto del monte Fiebre. Lejos, en la distancia, se oía el romper de olas. Más cerca, el sonido de una tos.
Si esto era el Abismo, no se parecía en nada al lugar sobre el que la habían prevenido. Tenía que estar muerta y, sin embargo, notaba el frío, saboreaba la nieve, sentía el hambre. Además, oía al ettin, regocijándose por algo. Y, por encima de todo, el gemido del viento y el estruendo del mar.
Kitiara levantó la cabeza. Su cabello estaba endurecido, casi sólido, por la cellisca; se llevó las manos, poco menos que insensibles, al rostro y, haciendo caso omiso del viento que se le clavaba en la piel como agujas, se quitó la capa de hielo adherida a una mejilla. Las pestañas casi se le habían quedado pegadas por la congelación; por fin consiguió entreabrir los ojos una rendija.
Se encontró mirando directamente a unas mandíbulas despojadas de carne, con los incisivos superiores sobresaliendo como estalactitas de hielo, y los inferiores proyectándose como estalagmitas. Kitiara retrocedió al tiempo que gritaba y tanteaba buscando su espada y su daga, y recordaba al punto que ya no tenía ni la una ni la otra. La bestia cuyas fauces contemplaba llevaba muerta generaciones enteras. Kitiara no sabía qué clase de criatura había sido en el pasado, pero la espadachina habría cabido cómodamente entre sus mandíbulas. Era el cráneo de alguna bestia muerta mucho tiempo atrás; el resto del esqueleto no se veía por ninguna parte.
El ettin estaba recostado contra la gruesa articulación que unía ambas mandíbulas. La cabeza derecha dormitaba, apoyada en la izquierda; un hilillo de saliva congelada se marcaba sobre su barbilla. La cabeza izquierda esbozó una mueca a la espadachina. No había escapatoria cuando el ettin dormía, pues las cabezas de la criatura lo hacían por turnos.
—¿Dónde nos encontramos? —gritó, para hacerse oír sobre el ruido de la tormenta. Apenas veía al ettin a través de los remolinos de nieve.
—En casa —contestó Res-Lacua, con una sonrisa más amplia—. Casa, casa, casa.
—¿El glaciar? —inquirió Kitiara.
Su tono despertó a la cabeza derecha, y ahora los dos rostros de la bestia le sonreían. Maldiciendo el viento, la nieve, y particularmente al ettin, la espadachina consiguió ponerse de pie, pero sus músculos estaban demasiado insensibles para responder con facilidad. Se tambaleó como si estuviera borracha, y se agarró a uno de los largos colmillos del monstruo. ¿Cuánto tiempo habían estado tumbadas a la intemperie Lida y ella?
—¡Kitiara! ¿Qué…, qué es eso?
La pregunta la había hecho Lida Tenaka; la maga estaba arrebujada en su túnica y contemplaba horrorizada las fauces del cráneo. Sus labios tenían un tinte azulado, pero sus manos estaban activas. Al responder Kitiara con un encogimiento de hombros, la hechicera se estremeció y volvió a su tarea: trazar símbolos mágicos en el aire. Empezó a entonar una salmodia. Kitiara esperaba ver aparecer una hoguera que las calentara, o que se materializaran un par de jarras humeantes de ponche de ron, o cualquier otra cosa que aliviara el espantoso frío que sentía.
Pero no ocurrió nada de eso… Sólo hubo un débil chisporroteo y una llama minúscula que no habría encendido ni la yesca más seca. Las manos de Lida cayeron temblorosas sobre su regazo, y sus labios cesaron de moverse. Había una mirada acongojada en sus ojos.
—Es como en el Bosque Oscuro —manifestó, sus palabras apenas audibles con el aullido del viento—. Mi magia no funciona bien, Kitiara. No consigo localizar a Xanthar. Es como si estuviese en presencia de…
—… de un poder mucho mayor —finalizó la frase Janusz, que salió de detrás de la enorme calavera—. Un poder al que le resulta muy sencillo anular el tuyo, Lida. Después de todo, fui yo quien os enseñó a ti y a Dreena. —A despecho de la fina tela de su túnica, el hechicero de aspecto envejecido parecía sentirse a gusto en aquel clima glacial, y Kitiara advirtió que el aire a su alrededor rielaba al moverse el hombre.
—Has lanzado un conjuro para protegerte de los elementos —murmuró Lida.
La maga tiritaba ahora de manera incontrolable. Kitiara había perdido totalmente la sensibilidad de sus miembros; cuando intentó dar unos pasos hacia el hechicero —no estaba segura de con qué propósito o para hacer qué—, las piernas no le respondieron.
Janusz soltó una risa cruel. Luego hizo un ademán y la tormenta disminuyó.
—Sí, sin duda las dos tenéis un poco de frío; todo lo contrario que mi amigo de dos cabezas, quien parece muy satisfecho sin necesidad de ayuda mágica alguna. —Señaló a Res-Lacua. El ettin brincaba en la nieve y la cellisca como una oveja en una pradera—. Estas mandíbulas son los restos de una especie extinguida hace mucho tiempo, cuyo tamaño y fuerza no le bastaron para salvarse del Cataclismo —explicó Janusz—. Los Bárbaros de Hielo recogen los huesos de estas criaturas para construir empalizadas alrededor de sus patéticos poblados.
Ninguna de las dos mujeres habló. El frío era insoportable. Tras observarlas con un desprecio mal disimulado, Janusz dio una orden a Res-Lacua, que rodeó el enorme cráneo y regresó con dos bultos de pieles blancas. En cuestión de segundos, las dos mujeres estaban arropadas con las cálidas prendas.
—Los Bárbaros de Hielo a quienes pertenecían esas pieles ya no las necesitan —dijo el hechicero con un esbozo de sonrisa.
Sus palabras hicieron que Lida se estremeciera, pero Kitiara frunció el entrecejo.
—Quiero saber dónde estamos —instó la espadachina.
—Una actitud muy exigente para tu condición de prisionera —se mofó Janusz—. Sin embargo, me siento inclinado a ser generoso. Al fin y a la postre, estoy a punto de recuperar lo que me pertenece y que me fue robado. —Sonrió con sorna a Kitiara, que estrechó los ojos pero no dijo nada—. Tienes razón, capitana. Estáis en el glaciar, en el extremo septentrional; para ser exactos, justo al sur de la bahía de la Montaña de Hielo. ¿No te dice nada? No importa. Ni tú ni Lida vais a ninguna parte… a menos, claro está, que decidas cooperar con nosotros.
—¿Cómo llegamos aquí? —preguntó la maga con voz queda. Su aliento se heló en el aire mientras hablaba.
—Os teletransporté a este punto, y después hice otro tanto conmigo mismo, para reunirme con vosotros. Pensé que unos contornos tan inhabitables os disuadirían de cualquier intento de fuga.
—No lo entiendo —dijo la maga—. La teleportación no funciona así. Creía que se necesitaba un artefacto.
—El ettin tiene uno.
—Pero…
—Es cuanto estoy dispuesto a revelar.
—Pero…
—¡Basta! —bramó Janusz. Asustada, Lida aferró con manos crispadas las pieles que la cubrían—. Pregunta a Kitiara sobre las gemas de hielo que me robó. Ella puede explicarte por qué estáis aquí.
Lida se volvió hacia la espadachina.
—¿Eres responsable de esto? ¿Sabes lo que él y Valdane están haciendo, el daño que están causando?, ¿la destrucción y la muerte que han sufrido los Bárbaros de Hielo?
—¿Y qué me importa a mí eso? —resopló Kitiara con desdén—. Es asunto de los Bárbaros de Hielo. Que se las arreglen como puedan. —En ese momento Kitiara escuchó un aullido hacia el sur—. Lobos. Pero es distinto de cuanto he oído hasta ahora.
—Son lobos mutantes —dijo Janusz.
Aquella información no ofrecía consuelo alguno. Momentos después, aplastando la nieve bajo sus grandes patas, aparecieron doce lobos inmensos que tiraban de una narria vacía.
Kitiara había visto lobos antes, por supuesto, pero éstos eran unas bestias pavorosas, un montón de pieles grises, blancas y negras cubriendo unos cuerpos descarnados. Una de las enormes bestias, la más grande de la manada y que iba delante, se paró y miró fijamente a Kitiara con sus ojos inyectados en sangre. El aliento salía en nubéculas por su boca y formaba carámbanos en el hocico.
No parecían estar dispuestos a atacar, y Kitiara miró interrogante a Janusz.
—Sólo comen carne, muerta o viva. Claro que aquí no hay mucho donde escoger. Son tan obtusos como témpanos de hielo y siempre están hambrientos, así que no les des la espalda, capitana Uth Matar.
Kitiara arqueó las cejas. A una señal de Janusz, Res-Lacua blandió un látigo e instó a las mujeres a que subieran a la narria de madera. El ettin hizo restallar el látigo para que los lobos se movieran a derecha e izquierda a fin de librar los deslizadores del hielo. El brusco bandazo lanzó a la espadachina contra Lida. Muy pronto, las dos mujeres estaban arrodilladas y aferradas a los laterales de la narria, que se deslizaba a gran velocidad. El ettin corría detrás.
Kitiara miró enderredor buscando a Janusz. El hechicero levitaba a unos centímetros del suelo, a su derecha, con la túnica ondeando al viento mientras mantenía la velocidad del trineo que avanzaba sobre la nieve en dirección al interior del glaciar.
De repente se detuvieron. El ettin se adelantó, plantando con cautela primero un pie y después el otro. Janusz observaba sin decir nada.
—¿Qué ocurre? —susurró Lida a Kitiara—. No percibo nada mágico…, nada en particular.
—A mí me parece igual que el resto del glaciar —contestó la espadachina, encogiéndose de hombros—. Un paisaje azotado por el viento, con trozos de hielo esparcidos por doquier y unos cuantos bloques del tamaño de promontorios. Por lo demás, nieve, nieve y más nieve. Quizás una leve depresión un poco más adelante, pero…
En ese momento, el ettin se hundió en la nieve y desapareció con un grito en una grieta abierta. Janusz entonó una salmodia y trazó símbolos en el aire; Res-Lacua apareció flotando a través del agujero y se echó a reír cuando aterrizó sobre el hielo sólido. Kitiara descendió de la narria, se acercó corriendo y se asomó por el borde de la grieta.
La fisura tenía treinta metros de profundidad, y la espadachina se apartó con premura.
—Es una grieta en el hielo —informó a Lida—. Y es prácticamente invisible hasta que te precipitas en ella.
—Otra barrera para un ejército invasor —comentó Janusz.
Reanudaron la marcha enseguida, rodeando la fisura por el oeste, y virando luego hacia el sur de nuevo. No obstante, poco después se detenían otra vez.
—¿Y ahora, qué? —rezongó Kitiara. Lida señaló una mancha oscura en la nieve—. ¿Un lago? —preguntó la espadachina—. ¿En este clima?
El ettin no se adelantó para investigar, sino que se limitó a blandir el látigo, obligando a los lobos a rodear la mancha oscura. El sol se reflejaba en la superficie y hacía resaltar la fina capa de hielo que cubría el agua.
—Un lago helado —explicó Janusz—. Está lleno de peces. Todas las criaturas que viven en el glaciar obtienen su alimento de lagunas como ésta… salvo nosotros, por supuesto. Yo ofrezco un surtido mejor en el complejo subterráneo. A menos, claro está, que os guste el pescado crudo —rectificó—, como a los Bárbaros de Hielo. Aunque, por supuesto, ellos no son civilizados. Pescado crudo, pieles sin tratar, humeantes fuegos de turba, y ese infernal hedor a grasa de morsa. Utilizan el pescado para todo; desde cocinar hasta engrasar los patines de sus botes deslizadores.
Al cabo de un rato, Res-Lacua gritó a los lobos, que redujeron la velocidad mientras giraban alrededor de una hilera de enormes bloques de hielo. Las cautivas habían visto antes afloramientos aislados, pero estos bloques parecían haber sido colocados de manera intencionada, con forma específica, no por casualidad.
Lida señaló la silueta que se recortaba en lo alto de uno de los bloques, pero Kitiara ya había reparado en la inmensa figura, en los cuernos cortos que se proyectaban en la frente de la criatura.
—Un minotauro —dijo la espadachina.
La narria giró al final de la hilera de bloques, y de repente se encontraron en medio de una horda gesticulante y escandalosa de minotauros y ettins. Res-Lacua corrió hacia la multitud con un grito de gozo y saludó a varios ettins con evidente afecto. Los ettins, que duplicaban casi la talla de los minotauros, se palmearon las espaldas mientras clamaban en el lenguaje orco. Los minotauros observaban la escena con desdén, pero un tercer grupo de criaturas, medio hombres, medio morsas, miraba con expresión estúpida.
—Thanois —dijo Kitiara—. Los hombres morsas.
Uno de ellos, una criatura enorme con largos colmillos a ambos lados de la boca, se mostraba particularmente irritado. Iba desnudo; los brazos y las piernas eran humanos, y la cara, el tronco y la piel gris oscura eran los de una morsa. Una gruesa membrana unía los dedos de las manos y los pies. En el labio superior le crecían pelos fuertes como cerdas, que le cubrían la boca. En una mano sostenía un arpón; la otra se tendió hacia las mujeres. Apestaba a pescado podrido. Lida se apretó contra Kitiara; apartando de un empellón a la maga, que cayó al suelo de la narria, la espadachina descendió de un salto a la nieve y adoptó de inmediato una postura de combate a pesar de que no disponía de ninguna arma. Arremetió contra el arpón del thanoi en el mismo momento en que un grito hendía el aire:
—¡Despack!
Los ettins y thanois retrocedieron. Los minotauros permanecieron donde estaban, pero tampoco hicieron movimiento de aproximación hacia las mujeres.
Janusz dijo algo más en una lengua desconocida para Kitiara. Sin embargo, los minotauros prestaron atención y, cuando el hechicero dejó de hablar, uno de los hombres toros adelantó un paso, miró de arriba abajo a la espadachina, como si fuera sólo un tábano molesto, y utilizó el extremo del mango de su hacha de doble hoja para empujar con él a Kitiara, en dirección a la turba de hombres morsas y trolls de dos cabezas.
—Recuerda, hechicero, que si muero nunca obtendrás la información que quieres —le gritó Kit a Janusz.
El hombre se limitó a sonreír; hacía gala de una seguridad en sí mismo ilimitada, y Kitiara, rodeada por cientos de malignas criaturas armadas que estaban al servicio del hechicero y de Valdane, pensó por primera vez que quizás había topado con un enemigo imbatible. Echó a andar en la dirección marcada por el minotauro. La multitud se apartó a su paso.
—Toj está encargado de protegerte, capitana —se oyó la voz de Janusz a sus espaldas—. A menos, por supuesto, que sospeche que intentas abusar de mi hospitalidad. De modo que… cuidado con lo que haces, capitana.
Kitiara no respondió. Era evidente que la superaban mucho en número, y Lida Tenaka, debilitada su magia, sólo era un estorbo. Toj se adelantó hasta ponerse al lado de Kit.
—¿Eras mercenaria? —preguntó el minotauro.
—Aún lo soy —lo corrigió la espadachina.
Toj se echó a reír.
—El hechicero dijo que eras testaruda. Veo que estaba en lo cierto.
El minotauro tenía un curioso modo de hablar, como si estuviera traduciendo otra lengua al Común. Kitiara ni siquiera le llegaba al hombro y se encontraba desarmada, pero no estaba asustada. Por el momento, al menos, Toj no le haría daño, y entretanto podría enterarse de algo si se mostraba comunicativa.
—¿Eres un soldado a sueldo? —inquirió—. ¿Como los ettins y los thanois?
El minotauro se volvió hacia la mujer. Sus ojos centelleaban y sus ollares estaban dilatados. Toj lucía un aro metálico ensartado en la nariz, y otro en la oreja derecha: la insignia de cierto rango entre algunos minotauros. Kitiara atisbó el brillo de los enormes dientes. El hacha de hoja doble se meció peligrosamente; los bíceps de la criatura se hincharon y se relajaron mientras el brazo controlaba los movimientos de la pesada arma. Cuando, por fin, habló el minotauro, su voz estaba cargada de cólera.
—Soy mercenario —manifestó—. Combato por dinero. No hay guerreros como los minotauros. Esos pescados —señaló con desprecio a los thanois— tienen menos seso que un mosquito. Creen que Valdane les entregará el glaciar cuando se haya ganado la batalla y se haya expulsado a los Bárbaros de Hielo. ¡Los muy estúpidos, ojos de pescado! Los ettins son esclavos. Esclavos. Y ellos, también, son estúpidos; tanto que ni siquiera comprenden que son esclavos. No compares a un minotauro con los thanois o los ettins. No somos de la misma calaña que esos gusanos. Somos guerreros. Nuestro deber es conquistar el mundo. ¡Por Sargas, somos la raza elegida! —Toj empujó a Kitiara con el hacha—. Camina —ordenó.
El entorno era como cualquier campamento militar: ruidoso, sucio, maloliente. Pero, tras la parrafada, el minotauro no parecía inclinado a seguir hablando. Kitiara miró de reojo a la criatura que caminaba a su lado.
Los minotauros habitaban regiones costeras generalmente. Eran conocidos en todo Ansalon por su pericia como constructores de barcos y marineros, y por su ferocidad en la batalla. Kitiara recordó la advertencia que un mercenario le había hecho años atrás: «nunca te rindas a un minotauro, pues será interpretado como una señal de debilidad que tendrá la ejecución como recompensa». Tanto varones como hembras eran entrenados para el combate, y ambos sexos tomaban parte en la batalla. Toj, cuyos curvados cuernos alcanzaban los sesenta centímetros de longitud, era un ejemplar impresionante de su raza. Su faz bovina estaba cubierta de un vello castaño rojizo que se espesaba en una capa de pelaje corto sobre su macizo cuerpo. A despecho del frío reinante, sólo vestía una faldilla corta y un correaje de cuero, en el que había varias trabillas que sostenían un látigo y diversas dagas.
Por fin se detuvieron en una cornisa asomada a un valle poco profundo. Toj y Kitiara se encontraban al final de la hilera de bloques de hielo. A corta distancia, al frente, docenas de mujeres, niños y hombres, vestidos con harapos y sucias parkas, gemían mientras tiraban de un fragmento de hielo inmenso que tenía la altura de tres hombres, y al que iban atados con correas hechas, probablemente, con cuero de foca. La formación se movía sólo dos o tres centímetros cada vez.
—¿Bárbaros de Hielo? —preguntó la mercenaria.
El minotauro asintió con un cabeceo.
—Nos hemos apoderado de varios poblados —comentó.
Los cautivos tenían aspecto tosco, como podía esperarse de habitantes de un clima tan riguroso. Su piel estaba curtida, sus cabellos eran largos. Kitiara había oído hablar de este pueblo nómada de los límites del glaciar, de su carácter orgulloso y fiero, de sus armas singulares hechas con hielo denso y de sus botes deslizantes. Pero estos prisioneros parecían no haber comido hacía días.
—Los supervivientes sirven bien como esclavos… mientras duran —dijo Toj—. Pero no resisten mucho.
Mientras hablaba el minotauro, uno de los hombres se desplomó silenciosamente; de inmediato, un ettin se lo cargó al hombro y se lo llevó con expresión triunfante. Los otros cautivos tiraron del bloque de hielo con un nuevo arranque de energía y lo situaron al final de la hilera, junto a los otros. Después, azuzados por ettins y thanois armados, se encaminaron hacia las vastas extensiones del glaciar.
—¿Qué propósito tienen estos bloques de hielo? —preguntó Kitiara.
El minotauro se echó a reír. Era un extraño sonido con características de mugido.
—El hechicero me advirtió que, además de testaruda, también eras curiosa —comentó—. Tiene apariencia de muralla, y es eso, ni más ni menos. Hay otra al sur, lejos. Es una formación natural y mucho más larga que ésta, pero no tiene utilidad estratégica para nosotros. Valdane quiere que se construya una en este punto a fin de contener a un posible enemigo. —Señaló con el dedo. Aunque sus piernas terminaban en corvejones y pezuñas de toro, sus manos eran como las de un hombre—. La muralla desviará las tropas enemigas hacia la grieta; no verán la fisura, pues el mago ha lanzado un hechizo a su alrededor. Se comenta que la grieta incluso se mueve, aunque sospecho que sólo se trata de un cuento para desanimar a los thanois para que no deambulen por ahí. Lo que es cierto es que el enemigo no verá el peligro hasta que se precipite a su muerte.
—¿Y quién es el enemigo? —inquirió la espadachina.
—Todo Krynn —respondió el minotauro sin la menor vacilación—. Cualquiera que se nos oponga. —Le lanzó una mirada astuta—. Harías bien en unirte a nosotros, capitana Uth Matar. He oído comentar que tienes unas dotes militares fuera de lo común. Valdane podría servirse de ti, y a mí no me importaría contar con un subordinado de tus condiciones.
—Dudo que se me dé la oportunidad de hacerlo —resopló Kitiara—. Me parece que no le gusto al mago.
—Ah, pero Janusz no dirige este campamento. Es a Valdane a quien tienes que causar buena impresión. Quizá se muestre clemente.
A decir verdad, Kitiara se sentía tentada de intentarlo. Valdane tenía el poder en sus manos. Pero el hechicero nunca le permitiría llegar a un acuerdo con el cabecilla. Se encogió de hombros, y Toj no insistió en el asunto.
Regresaron al campamento. Lida y Janusz aguardaban silenciosos cuando Toj la escoltó hasta la narria de madera. La hostilidad entre ambos magos saltaba a la vista, pues incluso evitaban mirarse. Res-Lacua subió la cuesta a toda carrera, eructando y oliendo a pescado. Sin decir una palabra, Kitiara y Lida montaron en la narria y, en esta ocasión, Janusz se les unió. Los lobos partieron en la dirección por donde habían venido, y dejaron atrás el campamento.
—Un puesto avanzado impresionante, ¿no, capitana? —comentó el hechicero.
—No está mal —dijo Kitiara—. Hace falta un comandante eficaz que mantenga a raya a las tropas, pero tiene potencial… en manos de la persona adecuada.
Lida la miró perpleja; Janusz echó atrás la cabeza y soltó una risa.
—Ah, Kitiara, tienes presencia de ánimo, no puedo dejar de admitirlo.
El ettin corría detrás de la narria arrastrada por los lobos. La mercenaria atisbó, en las sombras del fondo del vehículo, el fragmento de esquisto que había cogido en el monte Fiebre. Antes lo había dejado caer, pero ahora se aproximó a él y lo cubrió con el pie.
La nieve que había empezado a caer se convirtió pronto en cellisca. El ettin disfrutaba de la sensación de los fríos copos chocando contra su cuerpo casi desnudo. Lida y Kitiara se arrebujaron en las pieles para resguardarse del inclemente viento.
—Por lo menos no huele tan mal con este frío —rezongó la espadachina. La maga apenas esbozó una sonrisa.
Parecía que iban remontando altura, y Kitiara no tardó en comprender que estaban ascendiendo otra cresta del glaciar.
El viento soplaba allí con más violencia. Lida se ajustó la capucha a la cabeza. Kit escuchó fragmentos del canturreo del ettin.
Los lobos avanzaban veloces sobre la nieve más profunda. Lida parecía sumida en reflexiones. Al cabo de un rato se quedó dormida, y despertó con un grito al caer fuera de la narria. Kitiara saltó tras ella y la ayudó a ponerse de pie, rechazando a los lobos con maldiciones. La escena divirtió al ettin y a Janusz, pero lo más importante fue que la conmoción los distrajo. Cuando Lida se encontró de nuevo en el vehículo, a salvo, el fragmento de esquisto estaba en el bolsillo de la parka de Kitiara, y la espadachina estaba segura de que ni el mago ni el ettin se habían dado cuenta. No era mucho, pero sí mejor que nada.
El viaje continuó. Todos se sumieron en un silencio sólo roto por el jadeo de los lobos y el crujido de la nieve al aplastarse bajo la narria. El ettin había dejado de canturrear.
Por fin la ventisca amainó, y la luz plomiza fue reemplazada por la claridad del sol más brillante que Kitiara había visto nunca. El astro refulgía de manera cegadora en el manto blanco de la nieve, y hacía llorar los ojos de la mercenaria. El resplandor no parecía molestar al ettin. Kitiara y Lida se echaron las capuchas de piel hacia adelante y agacharon las cabezas. Fue entonces cuando Kit cayó en la cuenta de que el vehículo se había detenido.
—Bajad —ordenó Janusz.
—¿Aquí? —La mercenaria miró en derredor. Por un momento, sólo vio nieve. Después, al adaptarse sus ojos al resplandor, atisbó una hendedura gris azulada al frente. Lida y ella bajaron de la narria y se estiraron para desentumecer los músculos.
Más allá de la zona sombreada, la curva del glaciar era más escarpada de cuanto habían visto hasta ahora.
—Castillo —dijo el ettin.
Kitiara y Lida miraron a su alrededor y después una a la otra con expresión perpleja. No había morada alguna a la vista, y, desde luego, ningún castillo.
—¿Magia? —susurró la espadachina—. ¿Es invisible?
Lida echó otro vistazo en derredor y luego sacudió la cabeza.
—No advierto indicios de magia.
El ettin señaló el promontorio que se alzaba al frente.
—Quizá vamos a ser teletransportadas otra vez —sugirió Kit. Echó a andar, absorta en sus pensamientos. De repente, unas manos fuertes la empujaron por la espalda y salió lanzada hacia la sombra en la nieve; hacia la hendedura gris azulada.
Hacia la nada.
Kitiara oyó gritar a Lida y vio a la maga caer en el agujero con ella. La espadachina comprendió su error mientras se precipitaba en el vacío, dando tumbos. La habían empujado a un precipicio del glaciar, cubierto con una capa de nieve, invisible a causa del resplandor del sol. Mientras giraba en el aire, captó fugaces atisbós del cielo, de una pared suave, del fondo distante que le salía al encuentro con aterradora velocidad. En una de las volteretas vio al hechicero de Valdane cerca de ella, flotando como una pluma. ¿Por qué quería matarla antes de descubrir el paradero de las gemas de hielo? No tenía sentido.
La mercenaria reparó en el hielo aserrado del fondo del precipicio. La boca de la hendedura, en la superficie, se había reducido a un punto de luz muy lejano. Oyó gritar a Lida otra vez. Kitiara soltó una retahíla de obscenidades. Al menos, los dioses sabrían que Kitiara Uth Matar, a diferencia de la maga, no dejaría la vida maullando como un gatito.
La idea de su hijo no nacido acudió a su mente. Moriría sin haber dado a luz a esta criatura. Aunque, de todas formas, tampoco es que hubiese decidido dar a luz. Había ciertos hechiceros que se ocupaban de esta clase de inconvenientes a cambio de dinero.
Aun así…
Se esforzó por apartar esta idea de su mente, sin conseguirlo.
¿Habría tenido la criatura sus rizos oscuros? ¿Los ojos negros de Caven? ¿O las orejas puntiagudas de Tanis y sus ojos rasgados, de color avellana? ¿Habría heredado la irritante actitud crítica de «hacer siempre lo correcto» del semielfo?
¿Era otro precipicio lo que veía al fondo de la grieta por la que estaba cayendo?
Ella habría sido más valiente que su madre a la hora del parto, no le cabía la menor duda.
Creyendo que estaba cerca de la muerte, Kitiara se consoló con la idea de que no habría lloriqueado por los dolores del parto. Su entereza habría sorprendido a la comadrona. Y no es que hubiese decidido tener ese niño, se repitió. O, rectificó, en caso de dar a luz, no se lo habría quedado.
Nunca había tomado precauciones para evitar embarazos. Ni siquiera se le había ocurrido la idea. ¿Cómo podía haberla traicionado así su cuerpo de mujer?
En ese momento, Lida desapareció por un túnel lateral. Kitiara la siguió. Como si hubiese pasado a un medio más denso que el aire, su descenso perdió velocidad. Lida flotaba por debajo de ella, de pie, hacia el fondo del túnel vertical. Kitiara aterrizó a su lado. Oyó la tos de Janusz y giró en la dirección del sonido; el hechicero estaba de pie, al borde de una abertura en la pared que había a unos diez metros del suelo. Janusz alzó la mano en una burlona parodia de bienvenida, y Kitiara miró a otro lado.
Se encontraban en una mazmorra, pero distinta de cuantas había visto la espadachina. Esta prisión estaba construida con inmensas planchas de hielo, únicamente. Las paredes se alzaban decenas y decenas de metros, en una vertical ininterrumpida.
Alrededor del perímetro de la mazmorra, suspendidos de las paredes por medios que no eran visibles, colgaban media docena de cuerpos en diferentes grados de descomposición. Kitiara oyó vomitar a Lida. La espadachina reconoció las ropas de los cadáveres: las blancas parkas de los Bárbaros de Hielo. Volvió la vista hacia Janusz.
—Las gemas de hielo se originan en el glaciar —dijo con voz queda el envejecido hechicero—. Estoy seguro. Tan seguro como que los Bárbaros de Hielo saben dónde extraerlas. —Señaló con un ademán a los cuerpos putrefactos—. Así acaban los que rehúsan facilitarme la información que quiero. Creo que es un dato que deberías tener en cuenta, capitana.
Las paredes de la mazmorra eran resbaladizas, como si se las hubiese derretido y vuelto a congelar, pensó Kitiara. Por otro lado, el suelo parecía ser de lona gruesa. No había ninguna clase de almohadillado y, sin embargo, Lida y ella habían aterrizado sin sufrir el menor percance. La maga tenía la mirada prendida en los cadáveres, como si estuviera hipnotizada. Su semblante tenía un color azul ceniciento con la fría luz que irradiaban las paredes.
La espadachina se inclinó y sacudió la nieve pegada a su ropa. Para variar, ahora no tenía frío, a pesar de las paredes de hielo que se alzaban sobre ella hasta perderse de vista. Kitiara se acercó a uno de los cadáveres y alargó la mano hacia el hombre muerto.
—¿Qué crees que los sostiene? —le preguntó a Lida—. ¿Qué…?
—¡No lo toques! —gritó la maga mientras tendía la mano para frenar el movimiento de Kit; pero reaccionó demasiado tarde y estaba demasiado lejos de la espadachina para lograr su propósito.
Kitiara había rozado con las puntas de los dedos la pared de hielo. Estaba frío, sí, pero no demasiado…
Entonces frunció el entrecejo y tiró. Las yemas de los dedos de su mano derecha se habían quedado pegadas a la pared. A sus espaldas, en lo alto, oyó a Janusz prorrumpir en carcajadas.
Lida llegó junto a ella al instante.
—No toques la pared con la otra mano —advirtió mientras examinaba los dedos de Kit—. ¿Te duele?
La mercenaria sacudió la cabeza en un gesto de negación.
—¿Qué demonios es esto?
—Hielo —contestó Lida con un dejo irritado—. ¿Es que nunca has tocado con la lengua un metal helado durante el invierno? El mismo principio es válido en este caso. Te lo advertí. ¿Es que nunca atiendes a nadie, salvo a ti misma?
¡Esto era el colmo!
—No pienso quedarme aquí para aguantar los insultos de alguien como tú —espetó Kitiara.
—¿No? ¿Y adonde piensas ir, capitana Uth Matar?
Un tenue vaho se desprendía del muro congelado. Kitiara miró de hito en hito a Lida. Después se volvió hacia la pared, aferró la muñeca derecha con la mano izquierda y tiró.
—Necesito alguna clase de daga para soltarme.
Se tanteó los Bolsillos hasta encontrar el fragmento de esquisto que había recogido de la narria. Aunque el ángulo en que se veía forzada a maniobrar era difícil, la espadachina empezó a picar el hielo en torno a los dedos pegados, pero la gélida superficie permaneció inalterable. El hechicero rio de nuevo y luego barbotó unas cuantas palabras a Lida en otro lenguaje. Sonaba como el kernita antiguo. Kitiara había oído alguna vez hablar a los criados de Valdane en aquella lengua, cuando no querían que los mercenarios extranjeros supieran lo que decían.
Lida miró en silencio al que antaño había sido su tutor, y que todavía no había descubierto su verdadera identidad. Después se volvió hacia Kitiara.
—Déjame a mí.
Era evidente que la maga podría trabajar mejor con las dos manos que Kitiara con una, de manera que la mercenaria le tendió el trozo de esquisto.
—Cierra los ojos —instruyó Lida. Kit, sorprendida por su propia docilidad, siguió las órdenes de la maga.
Lida se acercó más a la espadachina y habló suavemente. Parecía estar ofreciendo plegarias a alguien…, algún dios. Kit escuchó el roce de una tela y comprendió que la maga rebuscaba en un bolsillo de su túnica. Una leve bocanada de aire tibio acarició la mejilla izquierda de la espadachina, contrastando con el frío que emitía la pared. Sintió que algo duro le daba un golpecito en cada dedo, pero no abrió los párpados. Acto seguido tiró de la mano y el hielo bajo sus dedos se movió. Fue como si el hielo se licuara y se volviera a congelar en un segundo; pero sus dedos siguieron pegados al muro.
—Creía que tu magia estaba debilitada —susurró Kitiara.
—Janusz ha retirado el hechizo que la anulaba —contestó Lida con tono normal—. Dice que aquí no soy una amenaza, aun contando con mis poderes habituales. —Tragó saliva, respiró hondo, y prosiguió—: Quédate quieta. Cuando sientas que el hielo se estremece, tira de golpe. Asegúrate de no tocar con la otra mano, o cualquier otra parte del cuerpo que no esté cubierta. Creo que esto funcionará, aunque no lo he hecho nunca.
La hechicera musitó otras palabras mágicas. Kit abrió los ojos de repente, al penetrar en su mente el sentido de la última frase de Lida.
—¿Que crees…?
—¡Tira!
Kit lo hizo. Sintió una fugaz punzada de dolor, y al punto su mano quedaba libre. Miró la pared. Cinco hoyos pequeños se marcaban en el hielo. Mientras los contemplaba, la humedad se tornó hielo de nuevo. Se examinó la mano. Las yemas de los dedos estaban pálidas y azuladas, pero ilesas.
—Buen trabajo —admitió de mala gana.
—Oh, sí —comentó Janusz desde arriba—. Un truco insignificante, apropiado para un espectáculo de feria. Podría enseñarte mucho más, Lida.
—Eso era lo que te propuso en el campamento de los minotauros, cuando yo me marché, ¿no? —le preguntó Kitiara—. Te pidió que te unieses a él y tú rehusaste, ¿verdad?
—No soy una traidora —espetó la maga—. No coopero con el enemigo.
De repente, alguien apartó a Janusz de un empellón y un nuevo semblante, desfigurado por la cólera, asomó por la abertura.
—¡Kitiara Uth Matar! —bramó Valdane. El cabello rojo le rodeaba la cabeza como una corona.
El rostro de Lida sufrió una convulsión, y la joven retrocedió un paso de manera involuntaria.
—¿Qué temes, maga? —le preguntó Kitiara en un penetrante susurro—. En el peor de los casos, acabarás como la consorte de un hechicero poderoso. No corres verdadero peligro. —La espadachina dirigió las siguientes palabras a Valdane—: ¿Tan débil eres que tienes que esconderte tras las faldas de tu mago, Valdane?
La pulla pareció hacer efecto en el cabecilla.
—Consigues que sea fácil odiarte, capitana. Pero te he traído aquí por una razón específica.
—Para recuperar las gemas de hielo —dijo Kitiara—. No las tengo…
—Mátala —ordenó Valdane a Janusz.
—… pero sé dónde están —concluyó la espadachina.
Sonriente, Kit sostuvo la mirada de Valdane. Despacio, casi en contra de su voluntad, el cabecilla esbozó también una sonrisa. En sus ojos había un brillo de crueldad; en los de la mujer, obstinación.
—Te conozco lo bastante, Kitiara Uth Matar, para saber que no responderías a los mejores métodos de tortura de que disponemos. Eso es lo que hace de ti una mercenaria tan excepcional.
—Cuyo error causó la muerte de Dreena —intervino el hechicero airadamente, pero el cabecilla pasó por alto su comentario.
—Tal vez, capitana, podamos negociar un compromiso —propuso Valdane—. Puedo ofrecerte un poder casi ilimitado.
—Tan pronto como tengas las gemas de hielo, me matarás —argumentó Kitiara.
—Podríamos torturar a tu amiga, la antigua sirvienta de mi hija. Quizás eso te haría cambiar de opinión.
La mercenaria dirigió una fría mirada a la joven hechicera.
—No somos amigas —contestó—. Haz con ella lo que te plazca.
Valdane prorrumpió en carcajadas.
—Entonces ¿qué me dices de torturar a alguno de tus amantes? Mi hechicero me ha dicho que dos de ellos están en camino hacia el sur, acompañados por un semental negro y un búho gigante. ¿No es uno de esos hombres el padre de tu hijo? Sin duda, eso debe significar algo, incluso para alguien como tú.
—¿Pudiste localizarlos por medios mágicos? —intervino Lida, que parecía al borde de las lágrimas—. ¿Iba un búho gigante con ellos?
Janusz asintió con un gesto.
—Por desgracia para ti —dijo—. Kitiara y Caven dejaron atrás algunas cosas suyas cuando huyeron del campamento de Valdane. Ello me proporcionó un objeto personal para buscarlos. Sé más de tu vida en los últimos meses de lo que puedas imaginar, capitana.
Kitiara pensó deprisa. Era evidente que el mago creía que había escondido las gemas. Esa información le daba cierta ventaja… de momento. Necesitaba tiempo para desarrollar algún plan; y también precisaba refuerzos. Ojalá hubiese escondido las malditas piedras. Que ella supiera, ahora estarían tiradas en el calvero del Bosque Oscuro; o Tanis y Caven las transportaban a los dominios de Valdane sin saberlo.
—Mis amigos y yo trabajamos en equipo. Traen cierta información valiosa sobre las gemas —declaró con tono tranquilo—. Debes permitirles llegar aquí sanos y salvos si quieres que alcancemos un acuerdo, Valdane.
El cabecilla clavó en la mujer su mirada penetrante.
—Tal vez lo haga —dijo por último—. Después de todo, si estás mintiendo, puedo matarlos después. Y a ti también. Además, una semana o dos en la mazmorra puede pesar en tu ánimo, capitana.
Dicho esto se marchó. Kitiara escuchó las pisadas de los dos hombres alejándose por algún corredor superior.