13

La persecución

Caven se arrodilló al lado de Wode, su escudero y sobrino. Tanis permaneció junto al apenado mercenario, indeciso, hasta que el lastimero relincho del caballo castaño atrajo su atención y lo llevó al borde del claro. Intrépido hacía vanos esfuerzos por levantarse; sus ojos estaban vidriosos. El leal caballo se fue calmando mientras el semielfo le acariciaba el cuello con suavidad.

—No necesito la telepatía para saber lo que me estás pidiendo, viejo amigo —susurró Tanis.

Sacó la espada, elevó una plegaria silenciosa y cortó el cuello del animal. La sangre de Intrépido se derramó en la tierra del Bosque Oscuro. Tanis se quedó con el caballo hasta que éste dejó de respirar, en tanto Caven se valía de la espada de Kitiara para abrir una tumba, pero apenas hacía progresos en el duro suelo.

—Te llevará horas, a este paso —dijo Tanis con voz queda—. Debemos apresurarnos e ir tras Kitiara y Lida.

—No me iré sin enterrarlo. —La voz de Caven tenía un tono inexpresivo.

—Podemos apilar piedras sobre el muchacho. Es el método habitual cuando alguien muere en un lugar donde es difícil cavar una tumba. Y es más rápido.

—Era el hijo de mi hermana. Lo enterraré como lo habría hecho ella, en Kernen.

—Pero Kitiara…

—Ella misma se buscó problemas; puede esperar. —Había un dejo de determinación en la voz del mercenario—. Enterraré a Wode. Puedes ayudarme o no, lo dejo a tu elección. No me debes nada, semielfo.

Tanis sabía que necesitaría a Mackid en las horas y días siguientes, de manera que dejó a un lado su espada y empezó a cavar con las manos desnudas. Sonó un crujido a sus espaldas y Tanis se volvió con rapidez, esperando un nuevo ataque. Pero era Xanthar, que se incorporaba con dificultad.

—Kai-Lid —dijo débilmente—. Tenemos que encontrar…

—¿Quién has dicho? —preguntó el semielfo. El búho gigante lo miró a los ojos.

—Lida —rectificó Xanthar—. Debemos encontrar a Lida y a Kitiara. Hay que salvarlas.

Tanis señaló con un ademán a Caven, que ni siquiera se había molestado en alzar la vista. El mercenario trabajaba a un ritmo constante, arañando el suelo con la espada y sacando piedras del agujero que abría. Había envuelto el cadáver de Wode en su capa escarlata. El búho asintió en silencio.

—¿Quiere enterrarlo? —preguntó. Tanis asintió con un cabeceo. El búho vaciló mientras miraba hacia el norte. Después hizo un gesto muy semejante al encogimiento de hombros de un humano.

—Caven Mackid tiene razón —admitió Xanthar—. En el Bosque Oscuro es mejor no pasar por alto cualquier, rito funerario. No nos gustaría encontrar a Wode entre las filas de los muertos vivientes. —El búho observó un instante a Caven; luego añadió con tono enérgico—: Sin embargo, no hay tiempo que perder, y apenas haces progresos, humano. —Acto seguido se acercó al mercenario—. Permíteme —susurró.

El ave abrió su poderoso pico y empezó a cavar. Poco después el agujero se había convertido en una zanja oblonga y poco profunda. Xanthar se apartó.

—Es suficiente —dijo. Escupió y se limpió el pico de tierra frotándolo contra las plumas de las alas.

Caven empezó a protestar por la escasa profundidad de la tumba, pero enseguida se dio por vencido. —De acuerdo— aceptó con tono cansado. Entre los dos hombres metieron el cuerpo de Wode en la zanja, lo cubrieron con hojas y ramas, tierra y piedras.

—Los ritos kernitas se llevan a cabo en silencio —informó el mercenario, y el semielfo y el búho obedecieron sus deseos mientras él permanecía varios minutos junto a la tumba, con la cabeza agachada. Cuando por fin alzó la cabeza, sus ojos estaban húmedos, pero en su semblante había una expresión determinada. Llamó a Maléfico con un silbido, que se mostró inquieto mientras Caven y Tanis cargaban en su grupa el petate de Kitiara y otras pertenencias necesarias. Tras revisar el equipaje de Wode y no encontrar nada de importancia salvo un pequeño amuleto del día de su bautismo, colgaron el paquete de una rama, sobre la tumba del adolescente, como recuerdo. Los dos hombres montaron a Maléfico.

—No estoy acostumbrado a tener a nadie tan pegado a mí salvo una mujer, semielfo —protestó Mackid.

Tanis resopló desdeñoso y se colocó detrás del kernita, sobre la amplia grupa del semental. Con Xanthar volando en círculos en lo alto, emprendieron la marcha en pos de Kitiara y Kai-Lid.

El sendero parecía dirigirse hacia terreno montañoso, pero en esta ocasión era casi imposible rastrear las huellas del ettin. Una y otra vez, Tanis tenía que bajarse de Maléfico para buscar debajo de las plantas y desechos del bosque alguna marca de las enormes pisadas de la bestia.

—Ahora actúa con mucha más cautela —comentó el semielfo.

El amanecer parecía inminente, y Tanis cayó en la cuenta de que hacía mucho tiempo que había perdido el hilo de la hora del día que era fuera del Bosque Oscuro. La fronda se iba aclarando y perdiendo parte de su carácter atemorizante. Unos tras otros, los ojos de los muertos vivientes parpadearon y desaparecieron.

—Esto es culpa tuya, semielfo —declaró Caven casi con amargura mientras Tanis se montaba de nuevo tras él y daba un respingo de sorpresa. El mercenario continuó—: Es decir, de tu caballo. De tu inútil jamelgo, que me falló en un momento decisivo.

—Pues tu semental no lo hizo mucho mejor. Ni siquiera te permitió que lo montaras.

—El tuyo era un cobarde.

—Intrépido me sacó indemne de muchos peligros, Mackid. Causaste su muerte con aquel melodramático intento de rescate.

—No fue una gran pérdida. —Caven guardó silencio un rato. Tanis hacía grandes esfuerzos por controlar el genio—. En cualquier caso, fuiste tú, semielfo, quien le llevó a Kitiara la noticia de la recompensa por el ettin.

—Y tú sabías que podía haber una conexión entre el ettin y Valdane y Janusz, ¡pero no dijiste nada!

Continuaron en esta línea, con creciente acaloramiento y mordacidad, hasta que Xanthar bajó en picado y aterrizó ante ellos, posándose en una rama que colgaba sobre el camino. Maléfico relinchó y se frenó.

Me estáis hartando los dos.

—¡Lo mismo te digo, búho! —explotó Caven mientras se giraba en la silla para mirar al ave—. ¿Por qué no te limitas a guiarnos hasta Kitiara y la maga, y dejas de dar la lata con tu parloteo?

—Podrías ponerte en contacto telepático con Lida —observó Tanis—. De ese modo, al menos, nos ahorraríamos buscar las huellas del condenado ettin.

He intentado ponerme en contacto con ella, pero está demasiado lejos. Mi habilidad tiene sus límites.

—Entonces ¿para qué vales? ¡Eres tan inútil como el semielfo! —Caven espoleó a Maléfico para ponerlo al trote.

Kitiara está embarazada, ¿sabéis?

Xanthar lo dijo con tono indiferente, pero sus ojos brillantes calibraron las emociones de los dos hombres. Se frenaron en seco.

—¿Embarazada? —exclamaron al unísono—. ¿Voy a ser padre?

Intercambiaron una mirada de espanto. La expresión de Caven era de simple fastidio, pero Tanis estaba mudo de asombro. El búho soltó una risita socarrona.

Así que es de los dos, ¿no? Ya tenéis otro tema sobre el que discutir. Me niego a escucharos.

Con un aleteo poderoso y un giro de cola, Xanthar remontó el vuelo. Maléfico inició un trote sin que Caven le hubiese hecho señal alguna. El soldado de barba negra se dirigió a Tanis con un tono cortante.

—Sabes que el padre soy yo, semielfo. —Tanis resopló desdeñoso—. Me conoce hace más tiempo que a ti.

—Como si eso tuviera importancia, Mackid.

En cualquier caso, aquello explicaba el mal humor y la indisposición de Kitiara.

—Tengo que ser yo —insistió, colérico, Caven—. Es a mí a quien ama. Te mintió aquella noche en Haven. Estuvimos juntos. Oh, Kitiara puede robarme y largarse, ¡pero no puede resistirse cuando me ve! —El mercenario se echó a reír.

Furioso, Tanis propinó un puñetazo a Mackid. Los dos cayeron del semental y rodaron por el suelo sin soltarse, enzarzados en la pelea. Polvo y tallos de plantas volaron por el aire mientras los hombres se aporreaban enardecidos. Xanthar descendió de nuevo y aterrizó cerca, desde donde contempló divertido la reyerta.

El corpulento humano era mucho más pesado que Tanis, y no pasó mucho tiempo antes de que el semielfo, más esbelto, estuviera tumbado boca abajo en el suelo, aplastado por el corpachón de Caven y resollando. Escupió la tierra que le había entrado en la boca, echando humo por la humillación. Tanis se debatió ineficazmente, ya que con Mackid sentado en su espalda era poco lo que podía hacer. Por fin consiguió tomar aire suficiente para hablar con un susurro apenas audible. Caven no le entendió y se inclinó sobre él.

—¿Qué dices, semielfo?

—Digo que sería interesante ser el marido de Kitiara Uth Matar. Imagínate casado con tu oficial al mando. ¡Qué gran matrimonio!

Caven se incorporó con premura, desconcertado, lo que permitió a Tanis girar sobre sí mismo y levantarse.

—¿Matrimonio? —preguntó Mackid—. ¿Quién ha hablado de matrimonio? Conoces a Kitiara. Probablemente hay media docena de hombres, de aquí a Kernen, a quienes podría acreditarse la paternidad del hijo ilegítimo de Kitiara.

—Además de un semielfo…, no lo olvides.

—Supongo que el honrado Tanis Semielfo se casaría con la dama, la instalaría en una casita limpia y acogedora, y vivirían felices y comerían perdices. —El sarcasmo rebosaba en las palabras del mercenario. Tanis se sintió enrojecer; la suposición de Caven era turbadoramente cercana a lo que había estado pensando hacer. Mackid estalló en carcajadas mientras le daba una palmada en la espalda—. ¡Vamos, semielfo, esto es la vida real, no un cuento de hadas! Te sería imposible retener a Kitiara en otro lugar que no fuera la celda de una prisión.

—¿Estás diciendo que no eres el padre?

Caven, que se dirigía hacia Maléfico, se frenó en seco.

—Lo que digo es que soy la probabilidad más obvia —se pavoneo—. Pero con la capitana Uth Matar nunca puede uno estar seguro.

Una rama inmensa se precipitó desde el cielo y faltó poco para que alcanzara a los dos hombres, que se apartaron de un salto al tiempo que mascullaban maldiciones y desenfundaban las armas. Xanthar estaba cernido sobre ellos, preparado para dejar caer una segunda rama.

Me asqueáis. Ambos queréis atribuiros el mérito, pero no la responsabilidad.

—Yo me casaría con ella —insistió Tanis tercamente mientras miraba de soslayo a Caven, que puso los ojos en blanco y envainó la espada.

Una actitud encomiable, semielfo. Aunque, tal vez, deberías considerar el pedírselo a Kitiara… siempre y cuando tengas ocasión de hacerlo. Pero antes, pareja de brutos infantiles, ¿no os parece que deberíamos salvarla del ettin? No queda otra solución si no queréis que las perdamos, a ella y a Lida, en el Sla-Mori.

—¿El Sla-Mori? —preguntó Tanis—. Entonces ¿sabes adonde las lleva el ettin?

Lo supongo.

—Eh, espera un momento —intervino Caven—. ¿Qué es un Sla-Mori?

—Significa ruta secreta y es un camino mágico para trasladarse de un lugar a otro —explicó Tanis.

Al ver que el gesto perplejo de Mackid persistía, Xanthar tomó la palabra.

Corren rumores de que hay un Sla-Mori en algún punto del Bosque Oscuro, aunque lo sitúan en distintos lugares. Una de ellas está cerca de aquí, en el valle que hay al pie del monte Fiebre. Algunos dicen que esta entrada lleva al sur, tal vez hasta el propio glaciar, si bien otros afirman que el punto de destino del Sla-Mori está en otra parte.

—¿Rumores? —preguntó Caven, irritado—. ¿Nos estamos internando en el Bosque Oscuro basándonos sólo en rumores?

—Y en el consejo que nos fue dado en un sueño —añadió Tanis. Un atisbó de sonrisa asomó a su rostro, pero desapareció enseguida.

El Sla-Mori es la solución más lógica, reiteró el búho. El ettin mencionó que el monte Fiebre está cerca del Sla-Mori… o al menos donde lo sitúan los rumores.

—Un momento —interrumpió de nuevo Caven. El mercenario estaba pálido, salvo las marcas rojizas que habían aparecido en sus pómulos; el tono blanco de su piel contrastaba poderosamente con el color negro del cabello y la barba—. ¿Sabías desde el principio que el ettin andaba tras Kitiara? ¡Si nos lo hubieses dicho, Wode estaría vivo ahora!

Xanthar estaba avergonzado, pero disimuló su estado de ánimo afilándose el pico en una rama.

Ignoraba que la situación fuera tan peligrosa. Pensaba que os apresaría a vosotros y a la espadachina, pero no imaginé que sobreviniera mal alguno a nadie.

—¡Pero sí estabas dispuesto a dejarnos correr el riesgo! —gritó Tanis.

El búho los miró ceñudo.

Ahora estamos en el mismo bando, semielfo. No tenéis otra opción que confiar en mí a este respecto. Y no pienso decir nada más.

Xanthar alzó el vuelo. Caven y Tanis se miraron desconcertados uno al otro, luego al búho, que se remontaba en el cielo, y después a Maléfico, que pastaba junto a un cercano matorral.

—¿Y bien, semielfo? —preguntó el mercenario—. ¿Qué hacemos ahora?

—Sea lo que sea lo que el búho haya estado tramando, persiste el hecho de que el ettin tiene a Kitiara y a Lida, e intenta llevárselas lejos si no se lo impedimos.

—¿Y eso es asunto tuyo, semielfo? ¿Nos atañe a ti o a mí?

—Puede ser. Después de todo, está el poema de la maga: «Los tres amantes, la doncella hechicera». No hay que ser tan brillante como un fuego fatuo para deducir que, tal vez, se refiera a nosotros.

—¿Y qué? —rezongó Caven—. ¿Quién nos paga para que nos involucremos? ¿O es que se supone que hemos de arriesgar nuestras vidas por un mero altruismo?

—Merece la pena ser una persona de miras amplias. —Tanis echó una ojeada en la dirección por la que habían venido y recordó a Caven—: Además, el camino ha desaparecido. A menos que conozcas el Bosque Oscuro lo bastante bien para guiarnos fuera de él, opino que seguir adelante es la mejor opción que tenemos.

Mackid reflexionó un momento y después sacudió la cabeza, como si le doliera.

—He perdido a mi sobrino. Estoy en un atolladero por buscar a una mujer que me ha traicionado al menos una vez y a la que tal vez, o tal vez no, he dejado embarazada. Por si fuera poco, viajo con un semielfo romántico que cree que sólo él puede ser el padre de la criatura. ¡Por los dioses!

—En efecto —dijo, sonriente, Tanis, que se encaminó hacia Maléfico con una actitud en la que se leía que no iba a consentir la menor tontería al animal.

—¿Eh? —Caven siguió los pasos del semielfo y lo alcanzó cuando llegaba junto al semental.

—Que estás en un atolladero —repuso Tanis mientras se subía al caballo y tendía una mano a Mackid, indicándole al kernita que se montara detrás de él—. Lo mismo que yo. Vámonos.

* * *

—¡Mira! —gritó de repente Kitiara—. ¿Viste eso, maga?

Kai-Lid miró donde señalaba la espadachina.

—No veo nada —dijo—. Sólo los ojos de los muertos vivien… —La hechicera calló al recibir un codazo de Kitiara.

El ettin también volvía la vista hacia donde apuntaba la espadachina. Hasta ahora había caminado detrás de las dos mujeres, con los garrotes listos para despejarles el sendero, que se abría ante ellos y después se cerraba tan pronto como había pasado la criatura de dos cabezas.

—Obra de Janusz —había rezongado Kitiara cuando observó el fenómeno por primera vez.

—¿Qué ves? —preguntó Res-Lacua—. ¿Qué?

—¡Un cerdo! —chilló la mercenaria simulando otear hacia la derecha—. ¡Allí, un tierno cerdito!

—Sí, ahora lo veo —intervino Kai-Lid.

—¡Comida! —exclamó, regocijado, el ettin. Se abalanzó a través de la maleza hacia donde Kitiara no veía otra cosa que los ojos de los hambrientos muertos vivientes. El ettin hizo un alto y se volvió a mirar a las mujeres—. ¡Quedar aquí! —les gritó.

Kitiara y Kai-Lid asintieron y el monstruo se zambulló en la floresta y se perdió de vista.

—Los muertos vivientes acabarán con él en un santiamén —comentó en voz baja la mercenaria—. Después podrás llamar a tu búho para que venga a recogernos.

La hechicera no parecía muy convencida. Desde que el ettin las había apresado, Kitiara le había susurrado varias veces que utilizara su magia para librarse del monstruo, pero Kai-Lid se había limitado a sacudir la cabeza.

—No puedo —admitió por último—. Ya lo he intentado, pero no ocurrió nada.

—¿Por qué no? —exigió Kitiara—. ¿Es por el bosque?

Por toda respuesta, la hechicera se había encogido de hombros. Unas líneas de preocupación se marcaban en su frente.

Kitiara decidió tomar cartas en el asunto y ahora esperaba oír el grito que anunciaría la situación apurada del ettin, a quien sin duda rodearían los muertos vivientes, alimentándose de su terror hasta acabar con él… con lo que ellas quedarían libres.

Entonces, ella y esa inútil maga regresarían al claro. Volvería por su mochila y recuperaría las gemas de hielo que habían sido la causa de todo este enredo. Se preguntaba si Tanis y Caven seguirían en el claro. Si se habían marchado, ¿habrían tenido el sentido común de llevarse sus cosas? ¿O habrían dejado atrás la mochila con su irreemplazable contenido? La mercenaria oyó al ettin abrirse paso entre la espesura y esperó el momento de la horrible muerte de Res-Lacua.

Pero no se escuchaba otra cosa que el ruido de arbolillos arrancados de cuajo por el ettin en su afán de encontrar al cerdo. Las dos mujeres intercambiaron una mirada ceñuda.

—¿Y bien? —preguntó Kai-Lid.

Kit se encogió de hombros.

El ettin reapareció en el sendero. Traía las caras largas. La cabeza derecha parecía estar al borde de las lágrimas; la izquierda mostraba simple frustración.

—Cerdo escapa —protestó Lacua. Con un ademán les indicó que reanudaran la marcha.

—No lo entiendo —susurró Kitiara—. ¡Qué asco! Ya ni siquiera puede uno fiarse de los muertos vivientes para que acaben con alguien.

Kai-Lid parpadeó para, al parecer, contener una sonrisa.

—¿Los muertos vivientes se alimentan del miedo? —preguntó. Kitiara asintió y la hechicera aventuró—: Quizá Res-Lacua es demasiado estúpido para saber que se supone que tienen que darle miedo.

Kitiara se frenó en seco y soltó una sarta de maldiciones, hasta que el ettin la obligó a seguir caminando empujándola con uno de los garrotes. Kai-Lid agarró a la espadachina por el brazo y tiró de ella, pero la mercenaria no dejó de proferir juramentos durante varios minutos, hasta que agotó su repertorio.

—No te preocupes —dijo la maga—. Es normal que las mujeres que están en tu estado, pierdan los nervios a menudo.

—¿De qué demonios hablas? —espetó Kitiara—. ¡Estoy en plena forma!

La espadachina aceleró el paso, caminando a una velocidad que se tragaba las distancias. En tanto que el ettin se limitó a alargar las zancadas, Kai-Lid se vio obligada a correr, prácticamente, para mantener su paso. Así pues, Kitiara avanzaba a gran velocidad cuando la maga, con tono calmado, hizo mención a su embarazo.

En esta ocasión, Kai-Lid se encontró mirando el puño de la espadachina.

—Eso no tiene gracia, maga —siseó Kit.

—¿Quieres decir que no lo sabes?

—¿Y cómo podrías saber tú si lo estoy? Que no lo estoy.

—¿Estás segura?

La mano de la mercenaria tembló mientras analizaba lo ocurrido los pasados días y semanas.

—¡Por Takhisis! —susurró finalmente; una expresión horrorizada pasó fugaz por su semblante. La razón se imponía por propio peso. Miró a Kai-Lid—. Dices que eres maga, no curandera. Además, los que se llaman curanderos no son más que charlatanes, así que repito: ¿cómo podrías saberlo? —Kit señaló detrás de un roble—. ¡Ettin, acabo de ver otra vez a ese cerdo!

Kai-Lid miró a la criatura y ratificó las palabras de la espadachina con un vigoroso cabeceo.

—¿Cómo puedes saberlo? —reiteró Kit mientras agarraba a la maga por los hombros y la sacudía. La otra mujer se soltó de un tirón.

—Puedo mirar el interior de las personas de vez en cuando. No tengo el don de la curación, y no puedo diagnosticar, pero sí percibo ciertas cosas. Xanthar me enseñó cómo hacerlo. Él no domina la magia, pero tiene otros poderes, algunos de los cuales ya has visto. También él percibió tu estado, cuando estábamos en el claro.

—¡Maldita sea! —Kitiara miró esperanzada a la maga—. ¿Puedes hacer algo al respecto?

—¿Hacer, qué?

—Malograrlo.

La hechicera enrojeció.

—Te he dicho que soy maga, y sólo eso. Hacer una cosa así está fuera de mi alcance… y de mis inclinaciones.

Kitiara había soportado malas rachas en su vida… el abandono de su adorado padre mercenario, cuando era una chiquilla; el segundo matrimonio de su madre; el nacimiento de sus hermanastros; las muertes de su madre y su padrastro; y su decisión de marcharse de casa y hacerse mercenaria a una edad en que otras chicas de Solace sólo se preocupaban de soñar con el matrimonio. Pero esto…

Había desechado la idea de que la maga pudiera estar mintiendo. Su propio cuerpo le decía que Lida estaba en lo cierto.

—¡Maldito sea el Abismo! ¿Y ahora, qué? —susurró.

El ettin regresó al sendero.

—Condenado cerdo muy rápido —protestó.

—¿Qué ocurre, Lida? —preguntó Kitiara.

—El monte Fiebre —respondió la maga, señalando al cercano cerro, pelado de árboles—. Xanthar dijo que el Sla-Mori está a su sombra.

—¿Y qué? —La espadachina había oído hablar de los Sla-Moris, pero el significado de este pasaje secreto en particular escapaba a su comprensión.

—Temo que nos dirigimos allí. Xanthar dice que los habitantes del Bosque Oscuro creen que un Sla-Mori cercano al monte Fiebre conduce al lejano sur, quizás al glaciar. Sospechaba que el ettin intentaba llevarnos a él con el propósito de transportarnos hasta Valdane.

—¿Y Xanthar sabe la localización de este Sla-Mori? —le dijo Kitiara, animada—. ¡Es perfecto! Traerá a Tanis, a Caven y a Wode, y entre todos mataremos al ettin y regresaremos a Haven.

Alzaron la vista a la ladera del monte. La espadachina sonreía satisfecha; Kai-Lid tenía el gesto ceñudo. Grandes fragmentos de esquisto y granito alfombraban la pendiente. Peñascos enormes habían rodado cuesta abajo, dejando el terreno sembrado de rocas, algunas del tamaño de una persona. Por fin Kitiara cayó en la cuenta de que la maga no compartía su entusiasmo.

—¿Cuál es el problema? —preguntó—. Estamos donde el búho suponía que estaríamos, ¿no?

—No, me temo que no. El valle está allá atrás. —Kai-Lid señaló hacia el sur, donde un manchón verde de vegetación apenas era visible, en un extremo del enorme cerro. Mientras Res-Lacua las instaba a trepar por una trocha que habría significado un esfuerzo para una cabra montes, la maga añadió—: No nos dirigimos al valle del Sla-Mori, ni mucho menos. Y estamos demasiado lejos para comunicarme mentalmente con Xanthar para advertirle.

Kitiara miró con fijeza a la otra mujer; la cabeza empezaba a darle vueltas otra vez. Se había sentido así demasiado a menudo últimamente para no saber que se iba a marear… ya fuera por la razón apuntada por Lida, por la influencia opresiva que ejercía el Bosque Oscuro, o quizá por los golpes que había recibido en la cabeza. Oyó el grito de Lida muy lejano, y sintió las manos de la maga, sujetándola.

Un instante después, se desmayaba.

* * *

Janusz vertió agua en una bandeja de madera; era nieve derretida…, lo que se veía obligado a utilizar ahora. Nada podía compararse con el agua del pozo artesiano que tenía en Kern. Echó en la superficie los polvos especiales y pronunció unas palabras. Su arrugado rostro se reflejaba en el líquido; el polvo sin disolver, flotando en el agua, semejaba moho sobre su semblante.

Después, la imagen empezó a rielar en la superficie; Janusz vio una losa de granito rosa en la que se habían cincelado las hojas, flores y animales que le gustaban a Dreena. El hechicero se obligó a mirar la inscripción. A despecho del cansancio, la visión reanimó su fuerza y su cólera.

Dreena ten Valdane

Lagrimat

El Avenganit

—Dreena, hija de Valdane. Lloramos tu muerte. Y te vengaremos —tradujo Janusz del antiguo lenguaje kernita.

El hechicero puso fin a la visión con un escalofrío. No había logrado entrar en calor desde hacía meses. Echaba de menos el abrazo confortante de las chimeneas de piedra del castillo de Valdane, en las tierras boscosas de Kern. Recordaba el agradable olor a madera quemada, el sabor de bebidas calientes, la música contagiosa de liras y flautas poniendo un trasfondo a los movimientos de las jóvenes sirvientas que portaban bandejas con frutas y queso. Aquéllos habían sido buenos tiempos.

Había sido antes de la guerra, por supuesto. Y mucho antes del matrimonio de Dreena. Por aquel entonces, él vestía la Túnica Roja de la Neutralidad, tras descartar los ropajes blancos que llevaban los magos seguidores del camino del Bien. Todavía no se había puesto la Túnica Negra que ahora llevaba.

Janusz apartó de su mente la imagen de la lápida sepulcral. Sabía que los dos feudos, el de Kern y el de Meir, eran ahora uno que estaba regido, para mayor escarnio de Valdane, por un comité de nobles de segunda fila que habían servido bajo las órdenes de Valdane y de Meir. Estaban planeando, incluso, dar a los campesinos libertad para decidir sobre ciertos aspectos de sus vidas…, aspectos que no causarían grandes molestias a las familias dirigentes, desde luego.

Muy pronto, Res-Lacua llevaría a Kitiara Uth Matar y a Lida Tenaka a la cumbre del monte Fiebre. Muy pronto, Janusz usaría la gema de hielo que le quedaba y ordenaría al ettin, a través de la Piedra Parlante, que sacara la gema de hielo que el monstruo tenía en su poder. Entonces, Janusz pronunciaría las palabras para invocar la magia que teletransportaría a las mujeres y al ettin a través del continente de Ansalon. Torturaría a Kitiara hasta que descubriese el escondrijo de las otras gemas, y también satisfaría su curiosidad sobre la misteriosa relación entre Lida y la espadachina.

Sabía que había sido una insensatez ordenar a Res-Lacua que secuestrara también a la doncella. Ya resultaba bastante difícil dominar el poder de las gemas de hielo para teletransportar a una persona, cuanto más a dos o tres. Había empleado largas horas entrenando al ettin, practicando con las gemas; una vez había teletransportado a un desconcertado enano gully quien, al llegar al glaciar, había echado un vistazo en derredor y se había desmayado. De inmediato, gracias a los poderes del hechicero, la desagradable criatura había sido enviada de vuelta a un promontorio al norte de Quekiri. Nada más volver en sí, el enano gully había proclamado que la rata, muerta mucho tiempo atrás, que llevaba consigo, le había dado poderes inestimables para viajar a través del tiempo y el espacio.

Janusz sonrió. Había adquirido un control mucho más preciso desde que había ocurrido el incidente del enano gully. De hecho, estaba deseoso de volver a utilizar la gema de hielo.

* * *

Lo primero que Kitiara notó fue que parecía encontrarse fuera de su propio cuerpo, observándose de manera desapasionada. «Esto es absurdo —pensó aturdida—. Estoy soñando».

La Kitiara que veía no llevaba cota de malla. Esta mujer, agachada sobre la lumbre del hogar, lucía —¿cabría algo más ridículo?— un vestido con flores estampadas, y un delantal, ambas prendas festoneadas con puntilla. El vestido era rosa, el delantal, blanco, y, cuando la Kitiara del sueño se movía para comprobar el pan de maíz y el guisado de cordero que cocía en una olla sobre las brasas, la puntilla del vestido se enganchaba una y otra vez en los ladrillos de la chimenea. Hacía un calor sofocante en la cocina, y el sudor le resbalaba por el cuello; el tejido del absurdo vestido se pegaba a sus brazos y espalda. Aun así, la Kitiara del sueño canturreaba en voz baja mientras trabajaba como una esclava en el fogón, ajena, al parecer, al espantoso calor, en tanto que la Kitiara real —que antes preferiría morir que ponerse un vestido o meterse en una cocina— la observaba desde un rincón, incapaz, como ocurre en los sueños, de protestar.

Cuando la domesticada Kitiara del sueño se apartó del fogón algo más se hizo patente: estaba en avanzado estado de gestación. Mientras se dirigía hacia la mesa, resultaba evidente que cualquier movimiento le exigía un gran esfuerzo físico. Tenía hinchados los tobillos, y el rostro abotargado. Sin embargo, estaba cantando, ¡por el Abismo! Era una canción tonta, una especie de nana a la que se le había puesto una melodía simplona.

Se alzó un lloriqueo en una cuna que había en un rincón, y la Kitiara rosa y blanca se limpió en el delantal las maños manchadas de harina, y cogió en sus brazos a una criatura regordeta de unos nueve meses de edad. La cabeza del bebé estaba tan pelada como un huevo, pero lo que llamó la atención a la Kitiara real fueron las enormes y puntiagudas orejas del infante, y los ojos tan rasgados que la criatura apenas podía abrirlos. ¿Cómo era posible que un cuarterón de elfo tuviese un aspecto mucho más elfo que su padre semielfo?

Mientras la Kitiara del sueño se sentaba en una mecedora y empezaba a acunar al infante sobre su hinchado vientre y le daba el pecho, sonó un portazo en alguna parte, y la cocina se llenó de niños escandalosos, todos ellos con ridículas orejas grandes y puntiagudas. No paraban un instante, moviéndose de un lado a otro como un banco de pececillos; ¡parecían ser cientos!

Kitiara había visto a camaradas heridos ahogarse en su propia sangre hasta morir, sin que ello le produjera otra sensación que enojo porque se hubieran dejado matar. Ahora, en cambio, estaba petrificada de espanto al imaginar un ejército de chiquillos colgados de sus faldas. La Kitiara real prefería enfrentarse a una falange de goblins antes que entendérselas con esta pandilla de insoportables rapazuelos.

La Kitiara del sueño se levantó de la mecedora y dejó al bebé sobre la mesa mientras abría un bote de cerámica y repartía galletas a los escandalosos niños, que se daban empellones y peleaban entre sí.

Todas las niñas llevaban ridículos vestidos rosas y blancos, y cada una de ellas acunaba una gordinflona muñeca elfa; ninguna manejaba una espada de juguete. Los niños, por otro lado, lucían atuendos de piel de gamo y aferraban arcos minúsculos en sus regordetas manos.

Entonces sonó otro portazo y una especie de rugido resonó en la cabaña. Los niños se dispersaron como hojas arrastradas por el viento y después se arremolinaron detrás de su madre. Tanis apareció en la puerta. Pero era un Tanis gordo, congestionado y sucio; un semielfo muy, muy borracho que eructó mientras se recostaba en el marco de la puerta. Sus ojos se posaron en el enjambre de niños, con una expresión de asco que era pareja a la de la Kitiara real.

—¿Se puede saber dónde está mi cena? —exigió—. Tengo hambre.

—¡Hace meses que no apareces por casa! —chilló la Kitiara del sueño—. ¿Dónde has estado, gandul?

—En ningún sitio en particular. —El Tanis del sueño la miró con malicia—. ¿Qué? ¿Otra vez embarazada? ¡Por los dioses, mujer!

Desde su rincón, la verdadera Kitiara quiso aconsejar a la Kitiara del sueño, que había empezado a llorar.

—¡Saca tu espada! —intentó gritar—. ¡Atraviésalo de parte a parte! ¡Deja a estos latosos en el primer orfanato que encuentres y lárgate de aquí!

Pero las palabras no salieron de sus labios.

La Kitiara del sueño se volvió y, gimiendo por el esfuerzo, se aupó para alcanzar la espada que decoraba la pared de la chimenea. La verdadera Kitiara sintió que el corazón le latía con fuerza. Pero su gemela del sueño se limitó a utilizar el arma —esa arma que había salvado docenas de vidas y había acabado con incontables más— para cortar el pan casero en rebanadas. Hizo que la bandada de niños se sentara a comer y luego condujo al embriagado Tanis desde la puerta a la cabecera de la mesa.

—¿Otra vez guisado? —protestó él.

Privada del habla, e invisible para ellos, la Kitiara real se estremeció. Si esto era lo que le aguardaba, prefería que la torturaran hasta la muerte.

Aunque, a decir verdad, ¿qué diferencia había entre lo uno y lo otro?