12

Ataques

El rostro de la niña, al igual que el de su hermano mayor, estaba pringado de hollín y grasa de morsa. Su madre se los había untado con la mezcla esa misma mañana para protegerlos del viento, frío y mordiente, que soplaba en el glaciar.

—Haudo, mira —llamó con un susurro a su hermano, los ojos brillantes de gozo por la idea—. Soy un oso polar. —Levantó las manos, enguantadas en manoplas de piel, por encima de la cabeza, que llevaba cubierta con la capucha hecha con pieles de foca y rematada con una orla de plumas de aves marinas. Lanzó un sonido aproximado al rugido del oso polar y después soltó una risita divertida. Pero Haudo puso un gesto ceñudo.

—Nunca se debe imitar al oso de los hielos, Terve —le recordó, con el tono pedante que es habitual en los hermanos mayores—. Es el abuelo de esta tierra, y debemos honrarlo.

—Eres un aguafiestas, Haudo —protestó la niña, enfurruñada—. Ojalá me hubiese quedado en casa.

—Estuviste dando la lata hasta que padre me obligó a traerte conmigo. Le dije que eras demasiado pequeña, que te cansarías, y que no servirías de ninguna ayuda. Pero padre y madre querían quitarte de en medio para así poder, por una vez, tejer cuerdas con las pieles de focas en paz, de modo que yo…

—¡Eso no es verdad! ¡También yo puedo encontrar hielo compacto para los utensilios!

—Entonces, hazlo —rezongó Haudo—. Y por una vez en tus ocho años de vida, hermanita, cierra el pico mientras te ocupas de otra cosa.

—Sólo tienes cuatro inviernos más que yo, hermano —argumentó Terve, si bien guardó silencio durante un rato después de aquello.

El muchacho y la niña hurgaron entre los fragmentos que alfombraban la base de la Roca del Quebrantador, una afloración de hielo muy denso, distante a una hora de viaje en bote deslizador desde su poblado. Su bote yacía de costado a poca distancia, con la gran vela apoyada contra el hielo, y los largos patines de madera relucientes. La superficie compacta del glaciar era lo bastante resbaladiza en esa zona para permitir el uso del medio de transporte tradicional de los Bárbaros de Hielo, si bien las crestas de nieve y hielo acumulados, así como alguna que otra grieta cubierta por una fina capa de nieve, hacían peligrosa la marcha. Desde allí, el glaciar parecía ondularse con suaves colinas; Haudo apenas divisaba el humo de las hogueras de turba encendidas en su poblado.

El muchacho tanteó al pie del gigantesco afloramiento, buscando esquirlas de hielo especialmente denso que se hubiesen desprendido con la presión de los movimientos internos de la masa compacta. El material, duro como el acero, podía tallarse para hacer rascadores de pieles, pequeños cuchillos, e incluso agujas para coser y tejer, aunque sólo el clérigo estaba autorizado para supervisar la búsqueda de bloques adecuados que se transformarían en el arma tradicional de su pueblo, el hacha conocida como Quebrantador de Hielo. Terve envolvía incluso las esquirlas más pequeñas en las pieles curadas de aves marinas y las guardaba con actitud reverente en el cesto que había tejido con tiras de tripas de morsa. Como era de esperar, la niña empezó a hablar otra vez.

—¿Por qué se llama Roca del Quebrantador, Haudo? ¿Quién era Quebrantador? Y esto es hielo, no piedra.

Haudo esbozó una mueca burlona ante la brevedad del silencio autoimpuesto por su hermanita, pero respondió con afabilidad. Haudo pertenecía al clan del Relatador de Cuentos; su misión en la vida era aprender de memoria los miles de relatos que conformaban la historia oral del pueblo de los Bárbaros de Hielo. Narrar el cuento del Quebrantador podía ser un buen modo de practicar, aunque, sin duda, la pequeña Terve había oído la historia docenas de veces. Además, la narración los ayudaría a pasar el rato. Sacó pecho, respiró hondo, imitó la actitud de narrador que adoptaba su padre, y empezó, siguiendo el ritual de su clan:

—Los ancianos dicen que el Pueblo puede ver el límite del mundo desde la cima de la Roca del Quebrantador. Y que todo cuanto abarca la vista les pertenece, como siempre ha sido y siempre será, compartiéndolo sólo con el oso de los hielos. Así lo cuentan los ancianos.

—¡Vayamos pues, Haudo! —chilló Terve, entusiasmada—. ¡Subamos a la cima!

El muchacho le dirigió una mirada de reconvención.

—No es correcto interrumpir el relato de la Historia de los Orígenes —le recordó, adoptando una actitud altiva. Terve se sumió en el silencio—. En cualquier caso —agregó, malhumorado—, nadie ha escalado la Roca del Quebrantador. Es demasiado resbaladiza.

La niña abrió la boca para decir algo, pero enseguida la volvió a cerrar al recibir una mirada furibunda por parte de su hermano. Simulando indiferencia, sacó de una bolsa un tentempié de carne de pescado cruda y empezó a comer. Haudo reanudó su cuento.

—Hace muchos, muchos inviernos, el gran oso polar, que dio forma a las tierras del Pueblo, dejó aquí, en este mismo sitio, un regalo sagrado, un paraje fructífero. —Haudo repitió la última frase. Sonaba a persona adulta—. Un regalo sagrado, un paraje fructífero. Un lugar que contenía el regalo del oso polar, el hielo denso del cual el Pueblo produciría, con muchas plegarias y cantos, el Quebrantador de Hielo. El Quebrantador de Hielo, el arma temida por los enemigos del Pueblo, es el regalo del oso polar.

—Eso ya lo has dicho, Haudo. —Dos finas arrugas rompieron la suavidad de la piel del entrecejo de Terve.

Haudo cerró los ojos e inhaló despacio. Cuando soltó el aire, estaba, aparentemente, calmado.

—Durante siglos, el Pueblo ha ido a los parajes secretos en el Muro de Hielo para recoger el hielo y llevar a sus tribus el material que sólo el clérigo de los poblados puede transformar en Quebrantadores. Tal es la complejidad de estas armas que se tarda un mes en fabricar una.

—Eso lo sé, hermano —rezongó Terve.

—El Quebrantador de Hielo es el regalo del oso polar —reiteró el muchacho, sólo para molestarla—. Es la única arma que aniquilará a los hombres-toros y a los thanois, enemigos del Pueblo.

Terve miró en derredor y se estremeció. La mención de los hombres morsas y los minotauros, que realizaban incursiones periódicas al glaciar para robar pieles de foca y capturar esclavos, la hizo acercarse un poco más a su hermano mayor. Haudo simuló no darse cuenta. Continuó su historia del oso polar, los Quebrantadores y la deuda que el Pueblo tenía con los osos de los hielos. Ningún Bárbaro de Hielo, hombre o mujer, mataría a uno de estos animales; aquel que lo hiciera, aunque fuera por accidente, tenía que apaciguar al espíritu del oso con siete días de ayuno y oración, y muchos regalos.

—Haudo. —Por una vez, Terve habló en voz baja.

—Terve —protestó el chico—, estoy intentando…

—Haudo, el Pueblo no necesita encender grandes hogueras para hacer cuerdas de piel, ¿verdad?

—¿Cómo dices? —Haudo percibió el temor creciente que asomaba a los ojos de su hermana. Luego dio media vuelta y se puso de cara al viento, hacia donde los fuegos de su poblado habían despedido finas columnas de humo en el horizonte meridional un rato antes.

Ahora el aire estaba negro por el humo. Incluso desde tan lejos, Haudo podía oler el tufo de pieles y cueros quemados. Habría jurado, también, que oía gritos, pero tal cosa era imposible, por supuesto.

—¿Haudo? —Terve se apretaba contra él, temblorosa.

El muchacho rodeó los hombros de su hermana con el brazo. «Es demasiado pequeña para quedarse sin madre», pensó.

—Tenemos que volver al deslizador, Terve.

—¿Qué ha pasado? —La chiquilla estaba al borde de las lágrimas, pero los niños del Pueblo no rompen a llorar con facilidad. Todavía sostenía prietamente su cesto con las esquirlas de hielo recogidas.

—Ya lo veremos, hermanita. —El muchacho enderezó el bote, ayudó a Terve a subir a él, y colocó la vela. Poco después, corría al lado del bote mientras lo guiaba hacia la nieve compacta; cuando el aire hinchó la vela, se subió de un salto. Se deslizaron veloces, en silencio, en dirección al poblado humeante.

En las inmediaciones, Haudo paró el bote y lo escondió tras un montículo de nieve. El poblado estaba al otro lado.

—Quédate aquí —ordenó a Terve. El muchacho de doce años gateó por la parte trasera del montículo, recordando todo cuanto le había enseñado su padre sobre el rastreo de una pieza de caza: «Aguza tu nariz y aguza tus oídos. Ellos te dirán tanto como tus ojos». Aun antes de asomarse por la cresta, percibió el olor acre de los minotauros; también olfateó el tufo a pescado grasiento de los thanois, los hombres morsas, quienes sostenían, contra toda prueba de milenios de leyenda, que el glaciar era de ellos, no del Pueblo. Haudo olió algo más: un hedor repulsivo a carne rancia y desperdicios. Entonces oteó su poblado, y se quedó sin aliento.

—¡Bestias de dos cabezas! —susurró. Quiso retirarse tras la loma para no ver la imagen que sabía permanecería indeleble en su memoria. Sus parientes, sus amigos, yacían tendidos sobre la nieve empapada de sangre. Minotauros, hombres morsas y los monstruos de dos cabezas sacaban a rastras un cuerpo tras otro de las chozas, hechas con bloques de hielo, y de las tiendas de pieles. Algunos sufrían todavía las últimas convulsiones. Un anciano gimió, y uno de los brutos de dos cabezas se acercó a él y le aplastó el cráneo con un garrote. Supervisándolo todo, la figura de un hombre vestido con túnica se recortaba contra el cielo meridional.

Moviéndose más cautelosamente de lo que nunca había hecho cuando cazaba focas o morsas, Haudo descendió del montículo de nieve y corrió hacia el bote deslizador, donde aguardaba Terve. La chiquilla, por una vez, había seguido sus órdenes. Estaba sentada en el bote, hecha un ovillo.

—Tenemos que irnos, hermanita —fue cuanto dijo Haudo. Ella asintió en silencio.

Poco después, el bote se deslizaba veloz sobre la nieve, en dirección al poblado de sus parientes, que estaba a varios días de viaje, hacia el noroeste.

* * *

Kai-Lid se despertó sobresaltada y se sentó. El semielfo, que hacía la guardia, miró en su dirección pero no dijo nada. Caven, Kitiara y Wode estaban tumbados envueltos en las mantas, alrededor de la hoguera. Xanthar se encontraba encaramado a una rama alta, vigilando atento. Los ojos de los muertos vivientes, como siempre, los contemplaban desde la oscuridad.

La hechicera se comunicó mentalmente con el búho.

Xanthar

Yo también lo he visto, Kai-Lid. La destrucción del poblado de los Bárbaros de Hielo.

Entonces ¿no era un sueño?

Tanto como el otro. El poblado ha sido aplastado por el ejército de tu padre. Valdane está probando su fuerza, Kai-Lid. Xanthar, no hay tiempo que perder. Debemos conducir a estos cuatro al Sla-Mori y enviarlos al glaciar. Tengo una idea.

Bajo la atenta mirada de Kai-Lid, el búho alzó el vuelo y se remontó en el aire, sobre el Bosque Oscuro. En cuestión de segundos se había perdido de vista.

—¿Qué estabais discutiendo? —preguntó Tanis quedamente, desde su puesto—. Kitiara me contó lo de la telepatía.

—Creo que Xanthar va a buscar al ettin —contestó ella despacio.

Tanis asintió con la cabeza, si bien sus ojos mostraban incredulidad.

—Entonces ¿piensas que deberíamos seguir intentando capturarlo? ¿Aun cuando, al parecer, lo ha enviado ese hechicero perverso, Janusz? —preguntó.

La mujer vaciló. Este semielfo parecía una persona decente; quizá debería ser más franca con él. Quizá Tanis se ofreciera de manera voluntaria para ir en ayuda de la gente que, estaba segura, moriría a manos de su padre si nadie se lo impedía. Kai-Lid abrió la boca, indecisa.

Antes de que tuviera tiempo de contestar, no obstante, intervino Caven Mackid.

—Deberíamos capturar a ese condenado ettin, regresar a Haven de inmediato, y cobrar la recompensa, Tanis. Deja que la dama combata sus propias batallas. —Señaló a Kai-Lid con gesto grosero—. De todas formas, no entiendo por qué la doncella de Dreena está involucrada en este asunto del ettin.

Resultaba evidente que el mercenario no había dormido nada. Parecía irritable y tenía los ojos sombríos.

—Estoy de acuerdo con Caven —declaró Kitiara, reanudando la discusión—. Hay que matar al ettin. Para eso vinimos.

—¿Y después? —preguntó Kai-Lid.

—¿Después? —repitió la espadachina.

—Sí, después. Supongo que volveréis a casa, tranquilos y a salvo, con vuestras quince piezas de acero, en tanto que Valdane destruye todo cuanto se interpone en su camino hacia el poder —dijo Kai-Lid con amargura.

—Eso es lo que tú dices, maga, pero no estoy convencida de que sea verdad. —La espadachina se desperezó voluptuosamente—. En cualquier caso, no es asunto mío. Ya no trabajo para Valdane.

—Bien, entonces son dos votos a favor de conseguir las quince piezas de acero —recalcó Caven.

Pero Tanis no parecía convencido. Miró a Kai-Lid con fijeza.

—Creo que estás ocultando algo, maga, y me gustaría saber qué es —dijo suavemente—. ¿Por qué habríamos de confiar en ti, Lida Tenaka?

Kai-Lid empezó a decir algo, pero se interrumpió y se dio media vuelta.

* * *

—¡Pollo grande! —gritó Res. Se incorporó primero, tirando del lado de Lacua—. ¡Comida! ¡Comida!

—Pollo no, tonto —protestó la cabeza izquierda—. Mucho grande. Quizá ganso.

—Pero ¿comida?

—Sí.

Xanthar suspiró desde la rama en la que estaba encaramado, encima del ettin.

—Soy un búho gigante, cabeza de chorlito, mostrenco.

Las dos caras del ettin se miraron.

—¿Pollo habla? —Volvieron las miradas desconfiadas hacia Xanthar—. Mostren… ¿Qué dice?

—Es un gran elogio —dijo Xanthar con pretendida seriedad—. Créeme.

—Ah, un elogio. —Lacua movió la cabeza arriba y abajo.

—Comida usa grandes palabras —observó Res.

—Tengo información para ti —anunció Xanthar.

—Infor… —A Lacua se le enredó la lengua con la palabra.

—Tengo un dato para ti —rectificó el búho.

—¡Ah!

—Sobre Kitiara Uth Matar.

—¿Quién? —preguntó Res. Lacua le dio un golpe.

—Dama soldado, tonto —explicó la cabeza izquierda. Luego se volvió a Xanthar—. Di dato ahora.

—Está a punto de marcharse del Bosque Oscuro.

—No puede —protestó Res—. Debe seguir a Res-Lacua a monte Fiebre. El amo dijo…

—¡Calla! —Lacua propinó un garrotazo a la cabeza de Res, que se la frotó con aire enfurruñado.

—No te seguirán ya, ettin —dijo el búho suavemente mientras se atusaba con el pico las plumas de un ala—. Se marchan. —Estiró el cuello y observó al preocupado monstruo.

—Bien. Res ir casa también —celebró la cabeza derecha.

—¡No! —intervino Lacua—. Tener que coger dama soldado.

—Podrías raptarla ahora —sugirió el búho. El ettin alzó la vista de nuevo.

—Rap… ¿qué?

—Capturar.

—¡Ah, capturar! ¡Res captura ahora! —La cabeza derecha esbozó una mueca. Lacua parecía pensativo; luego, repitió—: Capturar ahora.

—Te he traído un dato importante —dijo Xanthar—. ¿No crees que merezco algún favor a cambio?

Dos expresiones desconfiadas se plasmaron en los rostros del ettin.

—¿Favor? ¿Qué favor?

—No debes herir a nadie. Coge a Kitiara, la dama soldado; y a los dos hombres y al muchacho, si quieres. —Xanthar miró de hito en hito al ettin hasta que Res-Lacua rebulló inquieto—. Pero no cojas a la otra mujer.

Una sonrisa astuta asomó a la faz de Lacua.

—¿Qué pasa si Res-Lacua no hace favor a pollo gigante?

Xanthar estrechó los ojos hasta convertirlos en meras rendijas.

—Entonces te quitaré el dato que te he dado —amenazó.

—¡Espera! ¡No! ¡Hace falta dato!

—Bien, en ese caso…

—No herir a nadie. No, no, no. Capturar dama soldado, y hombres. Sí, sí. ¿Dejas dato ahora? —preguntó Lacua, conteniendo el aliento.

—Sí —contestó Xanthar—. Te dejo el dato.

El búho gigante levantó el vuelo y se alejó.

Tan pronto como Xanthar se perdió de vista, Lacua lanzó una exclamación y se llevó la mano al pecho. Sacó la Piedra Parlante.

—¿Amo habla?

La voz salió de la piedra, pequeña y plana, y resonó en el bosque. Los ojos de los muertos vivientes, que flotaban alrededor del monstruo al igual que lo hacían en torno a los otros viajeros, retrocedieron cuando las hojas de los árboles retorcidos se agitaron con las vibraciones. La voz sonaba cansada.

—Haz lo que te ha dicho el búho. Ataca a Kitiara y a los otros.

—Sí —susurraron las dos cabezas.

—Cuanto antes.

—Sí.

—Llévalos al monte Fiebre.

Las cabezas se movieron arriba y abajo. Hubo una pausa, como si la voz estuviera reflexionando.

—En cuanto a la otra mujer…

—¿Sí, amo?

—Captúrala también. Siento mucha curiosidad por saber quién es.

—¿Qué pasa con favor?

—Olvídalo. Tienes el dato.

—Ah. Capturar.

Janusz hizo que el ettin repitiera tres veces sus instrucciones.

—¿Alguna pregunta? —dijo por último.

—No comida aquí. Bosque pocho, vacío. Res-Lacua no gusta comida muerta. Hambre.

Janusz decidió ser generoso con el ettin.

—Mata a uno de los otros, si quieres. Pero no hagas daño a las mujeres. Tráemelas.

—¿Comer a otro?

—De acuerdo.

* * *

Kai-Lid, le he dicho al ettin dónde estamos. Los capturará.

¡Xanthar! ¿Qué has hecho?

Estos cuatro estarían discutiendo eternamente mientras gente inocente muere. Me he limitado a acelerar el proceso. No te preocupes; estarás a salvo. El ettin lo prometió. Al parecer, yo tenía razón, Kai-Lid. Serán llevados al monte Fiebre, y desde allí al Sla-Mori, en el valle que está al sur de la montaña.

¿Y?

Cuando el ettin los capture, los seguiremos para cercionarnos de que encuentran el Sla-Mori. Una vez que estén en el glaciar, combatirán contra Valdane. ¿Qué otra opción les queda? Si la magia del Bosque Oscuro es como se dice, muy pronto habrán olvidado que estuvieron aquí. Y tú, querida mía, quedarás fuera de toda sospecha.

Kai-Lid estaba estupefacta.

Podrías darme las gracias.

Pero la hechicera no dijo nada.

* * *

Cuando el ataque se produjo poco tiempo después, Tanis y Kitiara giraron sobre sí mismos como una sola persona, con las espadas centelleantes, para hacer frente a la amenaza.

Un monstruo enorme, que apestaba a carne rancia y mofeta muerta, les lanzó un rugido desafiante al tiempo que enarbolaba un garrote en cada mano. Nada más ver a la criatura, el jaco de Wode se encabritó y salió al galope por el bosque. Los dos garrotes del monstruo empequeñecían las espadas que golpeaban con un ruido sordo la madera petrificada. Kitiara retrocedió a despecho de sí misma. Tanis se encontraba a su lado, y la espadachina notó que el semielfo también estaba asustado.

El búho gigante gritaba, cernido en lo alto, pero la hechicera parecía incapaz de reaccionar. Entretanto, los ojos fantasmales observaban la escena desde la espesura.

Al otro lado del claro, Caven se esforzaba por montar a Maléfico, pero el semental estaba encabritado y no conseguía dominarlo. Mackid se volvió hacia el caballo de Tanis. Intrépido se sometió dócilmente al peso de Caven.

Tanis y Kitiara lanzaron una nueva arremetida para contrarrestar la segunda carga del ettin, y acto seguido retrocedieron con rapidez, en el mismo momento en que las armas del monstruo se descargaban sobre ellos. Ambos garrotes contaban con media docena de puntas de hierro, de un palmo de largo. Las púas estaban marcadas con arañazos y mellas de años de uso.

Tanis fintó y después arremetió contra la bestia con su espada larga. Kitiara hizo otro tanto. Pero el alcance del monstruo excedía en mucho al del semielfo y la espadachina, de manera que éstos sólo podían atacar con un golpe rápido antes de verse obligados a retroceder de nuevo. Además, únicamente Tanis veía bien en la penumbra del bosque, en tanto que Kitiara tenía que confiar en su intuición para adivinar hacia dónde se movía la bestia; hasta que no la tenía a unos pocos pasos de distancia, no era más que un manchón borroso en la oscuridad.

Tanis maniobró hasta lograr que el grueso tronco de un roble estuviera entre él y el monstruo. Kitiara lo siguió, escudriñando la oscuridad con los ojos entrecerrados. Xanthar seguía ululando en lo alto, sin parar, hasta que Kitiara pensó que también ella se pondría a gritar. El semielfo parecía no darse cuenta del alboroto del búho.

—Nunca conseguirás acercarte a él lo bastante, semielfo —gritó Caven, desde la grupa de Intrépido, mientras intentaba que el caballo se acercara más—. Esto requiere un espadachín montado.

—¡Deja de hablar y haz algo, Mackid! —le respondió Tanis a gritos. El semielfo miró a Kitiara—. ¡El ettin tendrá un cerebro de mosquito, pero su fuerza es descomunal, por los dioses! Por una vez, Caven está en lo cierto. No tenemos la menor opción con estas espadas.

De manera imprevista, Tanis se agachó y cogió una piedra del tamaño de su puño.

—¡Quédate aquí y cúbreme! —siseó.

—¿Qué? ¿Cómo? ¡Semielfo, apenas puedo ver! —protestó Kitiara. Tendió la mano para agarrarlo por el brazo—. ¿Qué vas a…?

Su pregunta no obtuvo respuesta; Tanis arrojó la piedra al ettin. Las cabezas de la criatura se echaron hacia atrás por la sorpresa, y el desconcierto se reflejó en sus legañosos ojos. Al mismo tiempo, Caven espoleó al caballo.

Tanis cargó una flecha en el arco y la disparó. El proyectil voló hacia el ettin mientras Caven e Intrépido llegaban a toda carrera junto a la criatura. La flecha abrió un surco en la dura piel del hombro del ettin. La cabeza izquierda de la bestia se volvió, con una expresión más sorprendida que dolorida, en tanto que el brazo derecho arremetía contra Intrépido. Caven salió despedido de la silla y, de repente, el caballo quedó colgando por el cuello, en la garra de la bestia de cuatro metros de altura. El pobre animal pateó el aire inútilmente. El ettin sacudió el cuello de Intrépido.

—¡Comida! —rugió la cabeza derecha. Lacua, la cabeza izquierda, hizo eco de Res, y el ettin estrelló al caballo contra un árbol.

Tanis gritó al oír el crujido de las patas delanteras del animal al romperse. Res-Lacua aflojó la garra, e Intrépido cayó al suelo.

Kitiara atacó al monstruo. La mano izquierda del ettin soltó el garrote y propinó un revés a la espadachina. Luego la agarró y la sacudió con rabia, haciendo que la espada saliera volando por el aire. Caven, ahora a pie y blandiendo su arma, se esforzaba por acercarse a la bestia. Tanis se unió a él, pero no se atrevía a disparar una flecha por temor a herir a Kitiara. El ettin sacudió a la mercenaria una vez más y se la echó, inconsciente, sobre el hombro.

Entonces, Res-Lacua hizo una pausa y miró a su alrededor.

—¡Dama maga! —vociferó. Cruzó como un vendaval el claro, en dirección a Kai-Lid.

Tanis vio que Lida estaba aterrada, hurgando con dedos temblorosos los saquillos colgados del cinturón, en los que guardaba los componentes de hechizos.

—¡Xanthar! —gritó la maga—. ¡Mi magia! No puedo…

El búho gigante se lanzó en picado sobre el ettin, pero la punta de un ala tocó una rama y el ave se precipitó al suelo dando bandazos.

—¡Xanthar! —gritó de nuevo Kai-Lid. El búho yacía inmóvil, en el sitio donde había caído.

Acto seguido, el ettin abandonó el claro a grandes zancadas, llevando cargada sobre un hombro a Kitiara y arrastrando a Lida por un brazo. Res-Lacua pasó frente a Tanis y Caven y los apartó de un empellón, como si fueran débiles cañas. Justo cuando el ettin salía del claro, una nueva figura apareció frente al monstruo.

Aunque pareciese inaudito, era Wode.

Resultaba evidente que el joven escudero estaba aterrorizado, pero recogió del suelo la espada de Kitiara.

—¡Alto! —gritó Wode con voz quebrada y estridente mientras apuntaba con el arma al ettin, valientemente.

La bestia frenó un poco la marcha, brevemente. Como si Kitiara pesara menos que un saco de cebollas, el monstruo la cambió de posición y la encajó en el hueco entre las dos cabezas. Esto le dejó libre una mano; una mano que sostenía un garrote de púas.

Wode gritó el nombre de Caven. El mercenario miró desesperadamente en derredor, vio una piedra enorme y, con los músculos hinchados por el esfuerzo, la alzó sobre su cabeza. Cruzó a toda carrera el claro, con Tanis pisándole los talones.

Wode gritó otra vez; después, el garrote del ettin lo alcanzó. El joven se desplomó en el suelo, y la bestia pasó sobre él y se perdió en la espesura.