Janusz el hechicero
Janusz respiró profundamente para que cesaran los temblores que lo sacudían y se apartó del cuenco en el que había llevado a cabo la búsqueda mágica. El rostro de Kitiara se borró en la superficie del agua.
Por el momento, la mujer estaba a salvo; él se había ocupado de que fuera así. Las manos tanteantes habían regresado a sus propietarios, en el Abismo. El wichtlin se arrastraba ahora, inofensivo, por el fondo de la bahía de la Montaña de Hielo. Tendría que buscar en aquellas gélidas profundidades durante un tiempo antes de hallar seres vivos cuyas almas reclamar para su amo.
El despliegue mágico que había permitido al mago tanto buscar como hablar, lo había dejado agotado, con las manos temblorosas y un zumbido en los oídos. Por un instante, temió perder el conocimiento. Pero había sido necesario. El mago había estado en un tris de perder a Kitiara Uth Matar.
Y Kitiara Uth Matar era la única persona que podía decirle dónde estaban las nueve gemas de hielo.
Janusz conservaba sólo dos de estas joyas, una de las cuales llevaba el ettin, y dio las gracias a Morgion por el golpe de suerte que lo había llevado a guardar en su bolsillo las dos gemas púrpuras elfas, en el campamento del castillo de Meir.
El hechicero contempló la joya iridiscente que reposaba sobre un pedestal de alabastro, sobre su mesa. El cristal púrpura, del tamaño de un huevo pequeño, refulgía como si encerrara todo el conocimiento de Krynn ardiendo en su interior. El gnomo bobalicón que le había vendido las piedras se había lanzado a una tediosa retahíla de la historia de las gemas. El hechicero no había hecho caso a la mayor parte de la cháchara del hombrecillo, pero una cosa quedó grabada en la memoria de Janusz: el gnomo creía que la procedencia original de las piedras era el Muro de Hielo. Ahora, contemplando el orbe de color amatista, el mago no dudaba que su fría brillantez se había formado en los helados dominios del glaciar. Aquélla era la razón por la que había persuadido a Valdane para que huyera al punto más meridional de Ansalon. Habían venido al Muro de Hielo en busca de más gemas. Y, seducido por el poder de la gema de hielo, el sueño de Valdane se había hecho más grande, pasando de la apetencia de invadir un feudo vecino al ansia desmedida de dominar el mundo entero.
Janusz se obligó a apartar la vista de la joya, pero hacerlo le causó un dolor casi físico en los ojos, ya que la piedra parecía retener su mirada como si lo tuviera hechizado. El mago había ordenado a docenas de esclavos ettins que buscaran incesantemente el lugar factible de albergar más joyas de hielo, porque, según le dijo a Valdane, las piedras podían guardar el secreto del poder definitivo para dominar todo Ansalon. A decir verdad, Janusz confiaba en que las carismáticas joyas hicieran mucho más por él que por Valdane; que, de algún modo, le descubrirían cómo anular el vínculo de sangre que lo sometía a la voluntad del cabecilla. Pero sabía que tal cosa ocurriría, si es que llegaba a suceder alguna vez, sólo en un futuro lejano, después de agotadores años de estudio.
El hechicero se estremeció; era mucho el riesgo que estaba corriendo al dejar que Res-Lacua llevara uno de los poderosos artefactos, pero era necesario si Janusz quería utilizar las piedras para teletransportar al ettin y a Kitiara hasta el Muro de Hielo. Aquél era uno de los misterios de las piedras que el mago había conseguido descubrir después de meses de estudio. Manejadas de forma correcta y con precaución, las gemas le permitían teletransportar objetos inanimados y seres vivos por igual desde el lugar donde estaba una joya hasta el emplazamiento de otra.
Cuando Kitiara hubiese llegado a la cima del monte Fiebre, en el Bosque Oscuro, el mago utilizaría la joya de hielo que tenía el ettin para traerlos a ambos a la guarida subterránea de hielo. Después, juró, interrogaría personalmente a la mercenaria y descubriría el escondrijo de las otras nueve piedras preciosas.
Janusz se obligó a enderezar la espalda y volvió la vista a la entrada de su aposento. El mago estaba sentado en un taburete hecho con el mismo hielo mágico del que se había valido para crear la guarida subterránea, y estaba forrado con un brocado semejante al que protegía las paredes y el suelo. A la derecha, un hilillo de vapor salía por el pico de una retorta situada sobre una llama. Docenas de recipientes cerrados con tapones ocupaban la mesa de trabajo.
Una ventana rompía la monotonía de las paredes del aposento, y mostraba un panorama del glaciar. La nieve caía arremolinada en torno a un afloramiento de hielo. Janusz miró a través de la ventana y masculló un juramento. Musitó un encantamiento, trazó una figura en el aire, y la escena invernal cambió para dar paso a otra con un castillo en cuyos torreones ondeaban estandartes negros y púrpura. La luz dorada del sol bañaba la escena, y el semblante del mago se tornó pensativo un instante.
Las paredes de los aposentos de Janusz eran, por supuesto, de hielo sólido. Pero la puerta era de una madera de roble igualmente sólida, reforzada con bandas metálicas; la había teletransportado mediante la joya de hielo a este maldito páramo congelado hacía varios meses.
—Tampoco es que importe mucho el tiempo en este lugar dejado de la mano de los dioses —rezongó Janusz—. Un año o una vida entera, ¿qué diferencia hay?
Allí no había cambios de estaciones, no había el tímido rebrotar de una primavera joven después de que el achacoso invierno aflojara sus moribundas garras sobre la tierra. Su lirismo lo hizo sonreír. Era difícil perder las viejas costumbres. En el pasado, había sido un romántico empedernido.
Hubo un tiempo en que aquello tenía importancia. Se había sentido florecer con las estaciones, había sentido latir su corazón y regocijarse con la calidez de la tierra fértil y el nacimiento de los retoños verdes. Su romanticismo habría sido motivo de risa, considerando su canoso cabello y las arrugas que le surcaban las mejillas. Pero él había conocido el verdadero amor —había conocido a Dreena—, y entonces el mundo le había parecido joven y nuevo.
—¡Bah! —rezongó, y alejó de su mente el inútil pasado—. Mi corazón está tan helado como este glaciar.
Las paredes, el suelo y el techo eran sólidas planchas de hielo, pulidas hasta adquirir la tersura de un espejo. La mayor parte de la superficie helada estaba cubierta con lienzo fino, cuyo propósito era evitar que los moradores de la guarida subterránea se quedaran pegados al hielo del mismo modo que la piel se adhiere a un frígido metal en un día especialmente frío.
—Un día especialmente frío —repitió Janusz, que soltó una queda risa—. Aquí no hay un solo día que no encaje con esa descripción.
No disponían de combustible para encender fuego, ni tampoco había chimenea. ¿Cómo hacer una chimenea de hielo? Sería absurdo. Y crear fuego por medios mágicos le consumía mucha energía vital. Había tenido que emplear casi todo su poder durante los últimos días para seguir el rastro de Kitiara y Res-Lacua, distanciados por todo un continente. Incluso ahora, tenía que emplear aún más de su energía para otorgar a Res-Lacua la facultad de hablar en Común en lugar del galimatías orco utilizado por los ettins. Cabía la posibilidad de que la bestia tuviese que hablar con Kitiara con el fin de atraerla hacia el monte Fiebre.
Janusz soltó un juramento y dio un puñetazo en la mesa congelada, haciendo que el agua del cuenco saltara por los bordes y le salpicara la pechera de la túnica.
Maldijo otra vez y secó el paño negro de la prenda con un trozo de lino. Hubo un tiempo en que había aspirado a la Túnica Blanca de la magia benéfica, pero en la actualidad sólo había maldad, nieve y hielo en la vida de Janusz. Incluso ahora, en el interior de la guarida subterránea, el viento se colaba entre las grietas y hendiduras y le acariciaba los tobillos, protegidos con prendas de lana. El castillo debería haber sido más cálido. Después de todo, él había supervisado su construcción, dirigiendo las cuadrillas de fornidos y obtusos ettins que habían llevado a cabo los trabajos que su magia no podía ejecutar.
La túnica de Janusz, de un doble tejido de lana de primera calidad, apenas lograba resguardarlo del viento desapacible y punzante de esta maldita tierra. Todo en la habitación tenía un tinte azulado, bañado por la luz que brillaba en el hielo mágico del hechicero. No hacían falta lámparas; las propias paredes del castillo proporcionaban la luz necesaria, pero Janusz echaba de menos el cálido brillo dorado de una llama normal. Echaba de menos Kern.
Esos días sólo tenía sus recuerdos para darle calor. La trivialidad de este pensamiento, al igual que su futilidad, lo hizo esbozar una mueca, pues había algo más que lo animaba: su ansia de venganza. Tenía mucho tiempo para idear métodos ingeniosos de torturar a Kitiara.
De repente, la puerta de roble tembló con un fuerte golpe y se abrió con estrépito.
—¡Janusz!
El hechicero se incorporó de un brinco. El mortero y el majador se tambalearon, rodaron y cayeron en medio de un repiqueteo, con lo que las hierbas medio machacadas se desparramaron sobre la mesa y el suelo. Pero el mago se recobró enseguida del sobresalto. Valdane entraba a menudo en su habitación como si fuera un dios de la guerra enfurecido. Janusz procuró adoptar una actitud digna antes de que el hombretón llegara a su lado.
—Por el dios Morgion, Valdane, ¿cómo demonios te las arreglas para no tener frío? —se limitó a decir el mago.
El cabecilla seguía vistiendo como lo había hecho en los meses más cálidos en Kern: calzas negras, camisa blanca de un tejido sedoso, almilla sin mangas de color púrpura con cordoncillos de oro, capa púrpura, y botas negras con punteras de acero y remaches metálicos en las suelas. Janusz sabía que este estilo de vestimenta había causado sensación en las damas de Kern. Hoy, sin embargo, los ojos de Valdane estaban inyectados en sangre, en contraste con las pestañas y las cejas, del mismo tono rojizo anaranjado de su cabello. Su tez era muy blanca, y las pecas, realzadas con el sol, y que le daban aquel aire tan juvenil y alegre cuando vivía en Kern, se habían desdibujado en las largas noches del Muro de Hielo. Sus ojos, aunque todavía de un vivo color azul bajo la luz más brillante de lo que aquí pasaba por ser primavera, ahora tendían más a una tonalidad gris.
—El odio me mantiene caliente, mago —replicó Valdane—. Eso, y mis planes para el futuro.
El cabecilla, que nunca parecía tener frío, tampoco parecía tener necesidad de dormir nunca. A menudo, a altas horas de la noche, cuando Janusz estaba enfrascado con sus libros de magia y reponía los componentes para hechizos, escuchaba el golpeteo de las suelas metálicas de las botas de Valdane en el piso helado del pasillo que llevaba a las dependencias del hechicero.
Janusz levantó el mortero, recogió el polvillo de las plantas machacadas en el cuenco de la mano, y lo echó de nuevo en el almirez.
—¿Me buscas por alguna razón, Valdane? ¿O simplemente quieres charlar? —preguntó con suavidad.
El leve pestañeo del hombre dio a entender que no se dejaba engañar por la actitud indiferente de Janusz.
—¿Cuándo traerás aquí a Kitiara? —demandó.
—Ya te lo he dicho —contestó, con un suspiro de fastidio—. Tan pronto como el ettin la atraiga a la cumbre del monte.
—La tienes localizada. Utiliza tu maldita joya para traerla ahora mismo.
—Tiene que estar cerca de la gema de hielo para que la teletransportación funcione —dijo el mago—. E, incluso así, es peligroso. ¿Cuántas veces tengo que explicártelo?
—¿Y si el ettin fracasa?
—No lo hará.
—Kitiara tiene la astucia y la moral de una gata de callejón. Dijiste que viajaba con un nuevo amante, ¿no? ¿Y si entre ese hombre y su amante anterior consiguen matar al ettin?
—Confío en él —replicó Janusz, sosteniéndole la mirada.
—Me parece que empiezas a perder el control, mago.
Janusz sintió que la sangre se le agolpaba en las mejillas.
—Mi poder es considerable, Valdane, pero, como todo lo nacido de la magia, tiene sus límites. —El hechicero escupió cada palabra—. Los conjuros me debilitan físicamente, como les ocurre a todos los magos. Y también, como todos los magos, olvido un hechizo cuando lo utilizo y he de estudiarlo de nuevo. Ello me mantiene despierto hasta altas horas de la noche. —Señaló con un ademán la estantería en la que había libros encuadernados en azul—. Me ordenaste que transportara a cientos de ettins y minotauros al Muro de Hielo… lo que, por otro lado, me obligó también a crear alojamientos para ellos. Asimismo, tengo que conservar y ampliar esta guarida, proporcionar el poco calor que puedo obtener para mantenerla a una temperatura habitable, y hacer cuanto está en mi mano para controlar a ettins, minotauros y thanois.
—Los hombres morsas son nativos del Muro de Hielo —dijo el cabecilla—. Duermen al raso, de manera que a ellos no tienes que proporcionarles cobijo.
—Es un parco alivio. He de vigilar al ettin y a Kitiara, emplear montones de energía para comunicarme con Res-Lacua a través de enormes distancias. Estás llevándome al límite de mis poderes, Valdane, y no existe en todo Krynn un mago que pueda servirte mejor que yo.
—Ciertamente, ninguno con una motivación mejor que la tuya —murmuró Valdane.
—Tengo que producir o transportar los víveres y pertrechos que necesitamos —continuó Janusz, que hizo caso omiso del comentario del cabecilla—. También he de llevar a cabo las búsquedas mágicas que me encargas, ocuparme de mercenarios y esclavos, y hacer incontables tareas más. Y todo ello me ocupa el día entero, salvo tres horas de sueño cada noche.
Valdane se recostó en un taburete revestido con brocado, igual al ocupado por el hechicero. Esperó hasta que el estallido de Janusz se hubo extinguido por sí mismo.
—Pero piensa en la recompensa que nos aguarda, Janusz. El hombre que posea las joyas de hielo y conozca sus secretos, podrá dominar Krynn. ¡Piensa en los ejércitos que podrían ser teletransportados de una parte a otra de Ansalon! ¡Las ventajas tácticas que eso significaría! —Se humedeció los labios con la lengua, y el hechicero apartó la vista asqueado—. Piensa en el poder —añadió con una sonrisa.
Observó al mago atentamente. Después se llevó una mano al cinto y sacó una daga ornamentada; con deliberada lentitud, simulando no prestar atención a Janusz, probó la agudeza de la punta sobre la fina piel de la muñeca, donde latía el pulso. Fue como pinchar la vena de un hombre muerto. La herida no sangró y, en un visto y no visto, se cerró suavemente, sin dejar cicatriz.
—¿Quieres que probemos más a fondo el alcance del vínculo de sangre, mago? —se mofó—. ¿O me eres leal?
—¡No lo hagas! —gritó Janusz sin poder remediarlo.
Valdane se echó a reír y envainó la daga. Todavía reía cuando llegó a la puerta; una vez allí, comentó sin volverse a mirar al hechicero:
—Recuerda a tu familia, mago. Tus hermanos y hermanas ya serían mayores ahora, ¿no?
¿Que recordara a su familia? Como si pudiera olvidarla. La puerta se cerró tras el hombre pelirrojo con un fuerte golpe. Como si pudiera olvidarla.
De pequeño Janusz había sido agraciado, como la mayoría de los niños. Había demostrado su habilidad para la magia a una edad temprana, pero sus padres eran tan pobres como el resto de los campesinos del feudo, en la zona norte de Kernen. El único alivio a sus estrecheces ocurría a mediados de invierno, cuando los campesinos se reunían en el castillo del padre de Valdane para recibir su dádiva anual: un regalo especial, determinado por el señor en persona.
Los padres de Janusz, agobiados por la carga de muchos hijos y buscando proporcionar educación al menos a uno de ellos, lo habían llevado al castillo de los Valdane cuando tenía diez años. Tras hacer una profunda reverencia, habían pedido al señor que admitiera al chiquillo en su corte y se ocupara de instruirlo en la magia. El niño le devolvería con creces el favor sirviéndolo fielmente, estaban seguros.
Janusz recordaba todavía aquel festival de invierno con tanta claridad como si hubiese sido ayer. Veía la mirada inquieta en los azules ojos del Valdane de entonces, y la más anhelante del muchacho, de su misma edad, que estaba sentado en un pequeño trono junto a su padre e imitaba hasta el último movimiento de su soberano.
Valdane había llevado a Janusz y a sus padres fuera del alcance del oído del resto de la corte. Sí, les dijo a la pareja, aceptaría su proposición, pero con una condición: que el chico consintiera en establecer un vínculo de sangre, sellado por la magia, con su hijo y heredero.
Entonces Valdane había llevado aparte a Janusz.
—Te conozco —le había dicho el viejo Valdane, con su semblante arrugado muy cerca del juvenil de Janusz. Olía a enfermedad y sus manos parecían garras sarmentosas—. Sé que eres muy prometedor en la magia. Mis ayudantes me han dicho que tendrás un gran poder cuando seas mayor. —Lo interrumpió la tos. Tendió la mano hacia el niño y se recostó pesadamente en su hombro—. Habla en favor de tus padres el que te hayan traído a la corte para tener el beneficio de tus considerables dotes.
Janusz había agachado la vista al suelo de mármol, sin saber qué decir. Conocía la razón por la que él y sus padres, Sabrina y Godan, estaban allí. La pareja estaba esperando otro hijo; la choza del valle estaba ya abarrotada de niños. El hombre y la mujer necesitaban hijos fuertes, hijos que pudieran trabajar en el campo desde las primeras luces del día hasta la noche, y este chico delgado, que se fatigaba con facilidad, les traía pocos ingresos con sus actuaciones de juegos de manos en las ferias.
—¿Muchacho? —susurró Valdane. El pequeño Janusz había alzado la vista a los ojos del hombre, marcados con arrugas de dolor. Después miró a sus padres. Las manos de su madre se aferraban crispadas a la ajada falda, sobre el vientre abultado por el embarazo.
—Lo haré —dijo con resolución.
—Un vínculo de sangre no es una vida fácil —lo había prevenido el hombre mayor—. Serás entrenado en la magia, cierto, pero tendrás que utilizarla conforme a los deseos de mi hijo.
La advertencia lo cogió de improviso.
—¿Y si me ordena algo que en mi opinión es malo?
Valdane sonrió.
—Hace mucho tiempo que nadie pone en tela de juicio la moralidad de cualquier decisión tomada por un Valdane. Es estimulante oír que alguien plantea esa posibilidad.
Se volvió a mirar al grupo reunido en torno al enorme trono y al otro pequeño que ocupaba su hijo, de la misma edad de Janusz. El chico, cuyo cabello tenía un brillante tono anaranjado a la luz de las antorchas, gesticulaba de manera imperiosa dando órdenes a los ayudantes de Valdane, que vacilaban, y obviamente esperaban que el cabecilla regresara y revocara los mandatos del pequeño dictador.
—Janusz, ¿eres una buena persona? —había preguntado Valdane con tono apremiante—. ¿Intentas convertirte en un buen hombre, para evitar el mal bajo cualquier faceta?
—Confío en vestir la Túnica Blanca del Bien, señor.
—Pero ¿tienes fuerza de voluntad? —Valdane tenía el entrecejo fruncido. Agarró a Janusz por los brazos, por encima de los codos, y apretó los dedos de manera dolorosa. Unas gotitas de sudor aparecieron sobre el labio superior del cabecilla.
—Mi madre dice que soy extraordinariamente obstinado, señor.
De pronto, se encontró mirando al fondo de los ojos de Valdane, que esbozaba otra débil sonrisa.
—Las madres acostumbran decir eso a los chicos de tu edad, pequeño —susurró—. Mi esposa lo hace también. —El cabecilla sonrió. Después dirigió al muchacho una mirada penetrante. Sus manos ardían de fiebre—. No haría esto si tuviese otra opción. Hace generaciones que no se corre el riesgo de establecer vínculos de sangre. Pero… intentaré proveer para ti. ¿Estás seguro de tu decisión? ¿La tomas libremente, sin presiones de tu familia? Debes ejercer una buena influencia sobre mi único hijo. Tiene propensión a ser egoísta. Me temo que no he sido un buen padre para él, sobre todo durante estos últimos meses.
Janusz recorrió con la mirada la suntuosa sala, donde el ambiente era sofocante a causa de las tres chimeneas encendidas. Los restos de una comida abundante todavía estaban sobre la mesa. Los trozos sobrantes de asado, moteados con grasa coagulada, le hicieron la boca agua. No había comido carne ni leche hacía más de un mes. Entonces se fijó en la expresión de ansiedad de sus padres. Su madre se recostaba en el brazo de su esposo.
—Lo haré, señor —dijo Janusz—. Podéis contar conmigo.
Valdane, con evidente mala gana, llamó a su mago y a su hijo a fin de llevar a cabo la ceremonia, secreta e ilegal.
Poco después, Valdane y su esposa morían de manera repentina, y no fue necesario que pasara mucho tiempo para descubrir la verdadera naturaleza del alma del joven Valdane. Janusz renunció a la esperanza de vestir la Túnica Blanca algún día.
Unos cuantos años después, cuando el mago y el nuevo Valdane rozaban la edad viril, Janusz había puesto una fuerte dosis de veneno en la cerveza del cabecilla y observó atentamente cómo su gemelo por vínculo de sangre se tomaba la bebida a grandes tragos. Pero fue él, Janusz, y no Valdane, quien se llevó las manos a la garganta y se desplomó en el suelo, donde quedó tendido retorciéndose sobre las baldosas.
El joven Valdane lo contempló desde su silla a la mesa.
—Que alguien atienda a mi mago, por favor —anunció con voz desapasionada—. Al parecer ha bebido algo que no le ha sentado bien. —Después se inclinó sobre Janusz, sus ojos como esquirlas de pedernal, y susurró—: ¿O quizá fui yo quien lo bebió, mago?
En ese momento, Janusz comprendió que estaba maldito para siempre a causa del vínculo de sangre. Él sufriría lo que se merecía Valdane. Jadeante, Janusz pidió el antídoto del veneno, pero estuvo muy cerca de la muerte. Así fue como empezó el progresivo deterioro del hechicero, en tanto que Valdane rebosaba de la salud propia de un hombre joven.
—No puedo matarlo —había susurrado el mago aquella noche, mientras se retorcía de agonía—, porque sería yo el que moriría. Y él quedaría libre para torturar sin freno a cualquiera que se le opusiera.
La familia de Janusz había muerto sólo dos semanas después de su fallido atentado contra Valdane. El incendio había sido un accidente, según el informe del magistrado kernita, encargado de investigar la tragedia. Los padres de Janusz no habían limpiado la campana de la chimenea desde hacía años; los depósitos acumulados de la leña quemada habían ardido, soltando chispas sobre el tejado de paja seca, que prendió como yesca. O eso era lo que le había dicho a Janusz el magistrado, que debía vida y posición a Valdane.
El mago no vio razón de insistir al hombre para que le diera más explicaciones, ni le preguntó cómo se quedó atrancada la puerta de la choza la noche en que su familia murió. Los vecinos que corrieron a ayudarlos, le dijeron que no lograron abrir el acceso, y que todo cuanto pudieron hacer fue taparse los oídos para no escuchar los alaridos que llegaban del interior de aquel infierno.
El aviso no pasó inadvertido al hechicero. Durante las décadas siguientes, Janusz se volcó en proteger a su señor… y por ende a sí mismo. Los enemigos de Valdane atentaron contra su vida en tres ocasiones, dos con venenos y una con una daga, y en todas ellas fue el mago el que gritó y se desplomó, mientras que Valdane había salido indemne y en plena forma para acabar con su atacante.
Se propagó por todo Kern el rumor de que el cabecilla era inmortal y de que era cierta la existencia del vínculo de sangre. El odio ardía en los ojos de los campesinos cuando miraban al mago, pero nadie se atrevía a atacar a un hechicero de la reputación de Janusz. Valdane perseguía implacablemente a aquellos que se le oponían. Sus enemigos, uno por uno, murieron a causa de enfermedades extrañas o simplemente desaparecieron en la noche, sin dejar rastro. Por último, no quedó nadie en la región que le hiciera frente… hasta que Valdane volvió los ojos hacia las tierras de los Meir.