Un gnomo y una gema
Tanis despertó antes del amanecer y vio a Kitiara arrodillada, vomitando en la bacinilla de la habitación. Se giró en la cama y la observó sin pronunciar una palabra.
—Una de dos: o me ofreces alguna clase de ayuda o deja de mirar, semielfo —dijo la espadachina. Luego se sentó en la estera que había junto al lecho y se apretó las sienes con las manos—. Por los dioses, me duele todo el cuerpo.
—Demasiada cerveza —comentó Tanis, que tenía los labios fruncidos.
—No seas mojigato. Puedo tumbar a cualquier hombre bajo la mesa, borracho, y levantarme a la mañana siguiente lista para luchar contra cien goblins. —Se interrumpió bruscamente y se inclinó de nuevo sobre la bacinilla. Tenía el rostro sudoroso y de un tono ceniciento.
Tanis se levantó despacio y se quedó sentado en la cama.
—Volviste muy tarde. —Mantuvo la voz con un tono deliberadamente inexpresivo.
Kitiara, todavía arrodillada y con la cabeza inclinada, lo miró de arriba abajo; tenía los ojos inyectados de sangre.
—Creí que estabas dormido. En cualquier caso, tuve que quitarme de en medio a Mackid.
—¡Oh!
—Dame una manta, ¿quieres? Estoy helada.
Tanis no se movió.
—Tal vez debiste acostarte con algo de ropa —comentó lacónico.
—Y tal vez tú deberías…
—¿Sí?
Kitiara no terminó la frase. En lugar de ello, gateó hacia la cama y, cuando Tanis se apartó a un lado, se subió al lecho para tumbarse.
—Por todos los demonios del Abismo…, nunca me había sentido así. Quizás haya cogido alguna enfermedad. —Se derrumbó boca abajo en el colchón de plumas, gimiendo.
—O, quizá, te estás haciendo demasiado mayor para beber tanto.
—Ése es un buen consejo, considerando que lo da alguien que tiene más de noventa años. —Alargó la mano hacia atrás y tiró de la colcha, cubriéndose hasta la cabeza. El cobertor hizo que su voz sonara ahogada—. Pasé el tiempo contando una sarta de mentiras a Caven para que no pueda seguirnos la pista. Saldremos de la ciudad y no lo volveremos a ver. Cree que nos hospedamos en El Dragón Enmascarado, el muy idiota.
—Ajá. —Tanis fue hacia la silla que estaba junto a la puerta, cogió los pantalones, y se los puso.
Kitiara se dio media vuelta con esfuerzo. Tanis se estaba poniendo la camisa de flecos.
—¿Qué quieres decir con ese «ajá»? —La mujer intentó sentarse, pero volvió a derrumbarse sobre la almohada al tiempo que soltaba un juramento.
El semielfo buscó los mocasines debajo de la silla.
—Significa que creo que los resultados de esa partida de cartas no fueron del todo producto del azar. Significa que creo que la capitana Kitiara Uth Matar, en ciertas circunstancias, es muy capaz de «apropiarse» de los ahorros de un hombre y desaparecer de escena.
—¿Adónde vas, semielfo? —preguntó la espadachina, cambiando de tema.
—A encargar al chico de la cocina que te traiga un poco de té y algo de comer, y a dar una vuelta por Haven mientras discurro algún modo de conseguir diez monedas de acero para devolvérselas a Caven Mackid.
—¿Devolvérselas? —Los rasgos de Kitiara denotaban su pasmo.
—Si hay una cosa que he aprendido bien en mis noventa y pico de años —respondió él suavemente—, es que no es una buena idea dejar deudas impagadas. No dejan que descanse tu conciencia.
—Eres un condenado moralista. —Kitiara sonreía, sin embargo, con los brazos cruzados sobre el pecho desnudo.
—Además —continuó Tanis—, si pagamos a Mackid, nos libraremos de él de una vez por todas, y tú y yo podremos ponernos en camino a Solace.
Sin añadir más, se marchó.
* * *
Tanis pasó por la cocina antes de salir de la posada y encontró al chico que fregaba los platos dormitando junto a la lumbre. El muchacho se incorporó de un brinco cuando el semielfo entró en la habitación.
—¿Puedo ayudaros, señor? —Su rubio cabello estaba enmarañado y sus ojos hinchados por el sueño.
—¿Tienes té preparado?
El chico asintió con un cabeceo y señaló una tetera humeante que había sobre la repisa de la chimenea, y, al lado, una loncha de pan.
—Sí, para la señora…, la mujer del posadero —dijo—. Está preñada y no puede empezar el día sin antes tomar su té y una tostada. Y el té tiene que estar hecho con bayas de invierno, escaramujo y menta —añadió, como acalorado por un viejo agravio—. Dice que un herbolario se lo aconsejó para ayudar al bebé que se está formando, pero creo que sólo es porque le gusta el sabor de esa mezcla y así da más trabajo a los demás. Pero, para ser sincero, una vez que lo ha tomado deja de vomitar, así que tal vez…
Con la imagen de Wode revoloteando en su cerebro, Tanis interrumpió el monólogo del chico.
—Sube un poco de ese té a mi cuarto, ¿quieres? Con una tostada también.
El muchacho se afanó en verter agua caliente de una olla, que descansaba en las trébedes colocadas sobre el fuego, en otra tetera que había cerca de la que estaba en la repisa.
—Os acompaña una señora, ¿verdad? ¿Subo una taza o dos?
—Sólo una. Yo salgo ahora. —Tanis entregó al chico una de las pocas monedas que le quedaban—. ¡Ah! Otra cosa mas.
—¿Sí?
—Asegúrate de que la señora se entera de que ese té es especial para las mujeres embarazadas. Pero no se lo digas hasta que haya bebido un buen trago.
—¡Ah! Entonces ¿es que la señora está también preñada? —El muchacho había adoptado una actitud de enterado.
—No —contestó Tanis.
—Ya veo. —El chico esbozó una mueca—. Es una broma.
Tanis le devolvió la sonrisa antes de añadir:
—Te aconsejo que estés cerca de la puerta cuando se lo digas.
—Ah. Tiene mal genio, ¿eh?
El semielfo se echó a reír.
—Tendré cuidado —dijo el chico, guiñando un ojo.
* * *
Wode vio a Tanis salir y hacer una pausa en la puerta de Los Siete Centauros, respirar hondo el fresco aire de la mañana, y después encaminarse al centro de la ciudad. Wode había estado vigilando la puerta de la posada desde que Caven había seguido a Kitiara hasta allí después de que la espadachina fingiera entrar en El Dragón Enmascarado. El mercenario descansaba ahora en un jergón de paja que tenía en la cuadra de Maléfico, en los establos de la ciudad. Wode miró a uno y otro lado, sin saber qué hacer. ¿Debería seguir al semielfo? No, Caven le había dicho que era a Kitiara, no a Tanis, a quien tenía que vigilar, y la mujer no había salido de Los Siete Centauros. El muchacho se acomodó de nuevo en el banco, se arrebujó en la capa de Caven y esperó.
* * *
—¡Por la forja del gran Reorx!
Tanis, que caminaba por la calle principal de Haven hacia el mercado, oyó el juramento, uno de los predilectos de Flint, antes de ver a la persona que lo había lanzado. La voz era demasiado estridente, demasiado nasal para que perteneciera a un enano, lo cual dejaba sólo una posibilidad. Los comerciantes madrugadores y vendedores daban un amplio rodeo al pasar delante de un establo abandonado, del que salía el resplandor de lámparas. Tanis esperó. Poco después, se produjo una pequeña explosión que, al parecer, no sorprendió a nadie, y una figura regordeta y bajita, seguida de engranajes rodantes y una humareda considerable, salió dando tumbos por la puerta abierta del edificio.
—¡Hidrodinámica! —gritó la figura a mitad de una voltereta.
Nadie, excepto Tanis, se acercó a ayudarlo. En cambio, tres hombres corrieron a apagar el incipiente fuego prendido en una esquina del edificio. Tanis se acuclilló, lo que lo puso a la misma altura del gnomo, y le sacudió el polvo de las ropas.
—¿Estás herido? —preguntó el semielfo amablemente.
El gnomo, sentado en la piedra arenisca que conformaba el pavimento de este tramo de calle, miró lastimosamente a Tanis con sus violetas ojos. El pelo, suave y blanco, salpicado de pavesas, enmarcaba la cabeza y las mejillas del hombrecillo, así como el labio superior. Su piel era de un profundo tono tostado, su gruesa nariz estaba aplastada —sin duda, como resultado de previos experimentos—, y sus orejas eran redondas. Iba vestido con el estilo característico gnomo de prendas descabaladas: amplios pantalones de frunces, de una tela sedosa, de color rosa púrpura; una camisola de lino, teñida con el tono de las plumas de cercetas; botas de cuero marrón; y una bufanda dorada con adornos de hilos plateados.
—¿Estás herido? —repitió el semielfo.
—Tienequehabersidoelhidroencefaladorporqueyahabíarevisadolapalancadeimpulsión —explicó el gnomo—. Lacadenadelinhibidoryelengranajedeproprociónestabaexactamentécomomiscálculosindicabanquedebíanestarsalvoporsupuestoqueelsolnohasalidoaúnyquizáshayauncocienteluminosoquetodavíanohasidoinvestigado… ¡Sí! ¡Uncocienteluminoso!
De pronto, el gnomo se levantó de un brinco y, haciendo caso omiso del semielfo, regresó corriendo al interior del edificio, sin prestar la menor atención a los humanos, ahora casi una docena, que entraban y salían con cubos de agua. El semielfo lo siguió.
—¿No deberías quedarte fuera hasta que el fuego haya sido extinguido? —preguntó al gnomo.
Pero el hombrecillo se encaramó a un taburete alto situado frente a un artilugio que se extendía de pared a pared, y desde el suelo a las vigas del techo, a una altura de dos pisos.
El gnomo echó un vistazo a la esquina opuesta. Ya no se veían llamas, pero todavía salía humo de los chamuscados tablones, que de vez en cuando emitían un fulgor naranja y rojo.
—Quizá —dijo el gnomo—, unmecanismoinhibidordefuegoquecreodeberíahaberinstalado…
—Habla más despacio —lo interrumpió Tanis.
El gnomo levantó la vista de los cálculos que ya había empezado a garabatear en un trozo de papel.
—¿Que?
—Despacio, por favor —repitió el semielfo.
El entendimiento asomó al rostro del gnomo, quien, con un esfuerzo visible, hizo una pausa entre palabra y palabra:
—Lo… siento… Se… me… olvida… que… no… estoy… entre… mis… compatriotas. —Inhaló aire profundamente. Era obvio que le costaba mucho más esfuerzo pronunciar despacio que soltar las frases interminables que distinguían la forma de hablar de los gnomos. Los miembros de esta raza, que eran capaces de hablar y escuchar a la vez, creían que la conversación continua por parte de todos los que tomaban parte en ella era más eficiente que el intermitente toma y daca de las otras razas.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Tanis después de presentarse a sí mismo, y al punto comprendió el error que había cometido—. ¡No, espera!
Pero su petición llegó tarde. El gnomo ya se había lanzado a recitar su nombre.
—OradorCoronadeDiferencialhijodeCazador-delRayodeluzCoronadeDiferencialilustreinventordelelevadordealtavelocidadperiluminosoynietode…
El resto del nombre —los nombres gnomos, que incluían la historia genealógica hasta docenas de generaciones, podían alargarse durante horas— quedó ahogado bajo la mano restrictiva de Tanis, puesta sobre la boca del hombrecillo, que miró enojado al semielfo. Tras ellos, el último cubo de agua extinguió el último rescoldo con un chapoteo y un siseo, y los que habían combatido el fuego se marcharon rezongando y protestando.
—¿Cómo te llaman los humanos? —preguntó Tanis, en medio del súbito silencio; aflojó la mano con cautela.
—Orador… Corona de Diferencial —fue la respuesta—. Del Gremio de Comunicaciones.
Los trabajadores gnomos estaban divididos en varios gremios: agricultura, filosofía, educación y otros.
—No sabía que existiera un Gremio de Comunicaciones gnomo —observó Tanis.
—Lo habrá, cuando haya concluido aquí —dijo Orador mientras se volvía hacia su proyecto. Parecía que ahora le costaba menos trabajo hablar despacio, una vez que la conmoción del fuego había pasado—. Voy a establecerlo tan pronto como haya perfeccionado este mecanismo.
Tanis alzó la vista hacia el artilugio, fabricado con engranajes de todos los tamaños, alambres de tres colores, y una bocina gigantesca con forma de embudo, que le daba apariencia de un extraño dondiego de día. La punta de la bocina ajustaba en una caja pequeña del tamaño del pulgar del semielfo.
—Parece algo grande para llamarlo «mecanismo», simplemente —comentó Tanis.
—Oh, tiene un nombre mucho más largo, por supuesto. Se llama…
—¡No! —gritó el semielfo, justo a tiempo—. Con mecanismo es suficiente.
Orador parecía desilusionado, pero se encogió de hombros y continuó ajustando docenas de manecillas e interruptores acodillados de la máquina. Por último, se subió en la banqueta para alcanzar una manecilla, a la que llamó «distribuidor de ajuste demarcador».
—¿Qué hace? —preguntó Tanis finalmente.
—¿Que qué hace? —repitió Orador. De pie en la banqueta, su exasperado rostro estaba a escasos centímetros del de Tanis—. Facilita la opción ajustadora de demarcación. ¿Acaso no resulta evidente, semielfo?
Tanis examinó de nuevo el aparato brillante pero moteado de pavesas. Después volvió a mirar a Orador Corona de Diferencial. El gnomo soltó un sonoro suspiro y se sentó en la banqueta.
—Este aparato revolucionará la vida en Ansalon —dijo.
Tanis miró alternativamente a Orador y a la máquina.
—¿De veras?
El gnomo sacudió la cabeza arriba y abajo vigorosamente.
—Permitirá que todas las razas hablen unas con otras sin necesidad de estar cerca.
—¡No me digas! —Tanis se preguntó si Orador Corona de Diferencial no habría recibido un golpe en la cabeza al salir rodando por la puerta. Volvió a mirar la máquina y repitió—: ¿De veras?
—¿Por qué? —demandó el gnomo—. ¿Qué te parece a ti que puede hacer?
El semielfo caminó frente al ingenio.
—Parece que su propósito principal es hacer ruido —comentó.
El gnomo lo miró con desdén. Tanis tendió la mano para tocar un interruptor acodillado, lo que hizo que Orador Corona de Diferencial se bajara de la banqueta con precipitación.
—¡Éste es un mecanismo de gran precisión! ¡No está para que cualquier aficionado haga el tonto con él!
La expresión del gnomo daba a entender que el semielfo tenía la inteligencia de un enano gully.
—Esto —señaló la bocina con forma de flor—, acumula luz del sol, la concentra a través del mecanismo derivador de iluminación especial —indicó la pequeña caja, en la base de la bocina—, y capta las emanaciones auditivas del lenguaje común —señaló una serie de pequeños engranajes ribeteados con alambre de cobre—, y traduce los ululatos auditivos en vectores iluminadores permutacionales —mostró a Tanis un carrete con más alambre enrollado, y un papel abarrotado de cifras—, que pueden percibirse y reproducirse de nuevo en emanaciones audibles ¡aptas para la comprensión auditiva! —Dio un paso atrás y se cruzó de brazos. Era evidente que esperaba una salva de aplausos.
—No me digas —musitó Tanis, devanándose los sesos para añadir algo más—. ¿Para qué?
Los ojos del gnomo casi se salieron de sus órbitas.
—¿Para qué? ¡Para qué!
Unas manchas rojas se marcaron en las mejillas y la nariz de Orador. El semielfo confió en que no fuera una señal de que el gnomo estaba sufriendo un ataque de apoplejía. Orador Corona de Diferencial inclinó la cabeza. La congestión de su rostro desapareció poco a poco.
—¿Cómo te enteras de los acontecimientos en la actualidad? —preguntó en un tono casi paternal, como si estuviera explicando a un niño algo elemental.
Tanis reflexionó un momento.
—Por los amigos. En las tabernas. Oyendo cosas por casualidad cuando recorres los caminos.
—¿Y en las ciudades más grandes?
Tanis frunció el entrecejo.
—¿En tabernas más grandes? —sugirió después.
Orador puso los ojos en blanco.
—¡Por los pregoneros de la ciudad! —gritó el gnomo con actitud triunfal.
—Oh. Los pregoneros de la ciudad.
—Piénsalo: un tipo cualquiera, de pie en una esquina, informando a gritos acerca de los acontecimientos del día a los transeúntes. ¡No es eficiente! —Aquello parecía ser la peor censura que el gnomo podía concebir—. ¡Imagina las mejoras en la comunicación si tuviésemos máquinas que lo hiciesen! —Orador Corona de Diferencial estaba arrebatado por su idea.
—¿Máquinas?
—Para ser específico, mi máquina, ésta que hay aquí. Traducirá el sonido en luz solar y de nuevo en sonido. ¡Podríamos enviar mensajes con este aparato, enterarnos de los acontecimientos ocurridos en los rincones más lejanos de Ansalon casi en el mismo momento de suceder! —Orador, con lágrimas en los ojos, acarició el ingenio e irguió la cabeza—. De hecho, como prueba, utilizaré esta máquina para transmitir algunas noticias importantes a todos los habitantes de Haven. —Los hombros del gnomo se hundieron—. Claro que todavía hay que solucionar algunos inconvenientes.
—Sí, eso me parecía a mí también. —Tanis llegó a la conclusión de que el hombrecillo era inofensivo y, ciertamente, muy divertido. Arrastró un barril y se sentó en él—. Cuéntame más cosas.
—Bueno, el aspecto tecnológico en el que trabajaba cuando…, cuando… —Orador perdió el hilo de lo que estaba diciendo.
—… ¿cuando explotó el trasto? —sugirió Tanis con ánimo de ayudar.
Orador le lanzó una mirada furibunda.
—… cuando sufrí un momentáneo retraso científico, era el funcionamiento del acumulador de luz. —Explicó cómo más de la mitad de los elementos de la máquina estaban dedicados a captar los rayos de sol y a concentrarlos en la pequeña caja situada en la punta de la bocina—. Pero tengo que crear una salida al exterior a través de la cual las emanaciones luminosas sean «transometidas». He probado con metros de tubería, la cual se remontaba en espirales hasta un agujero del techo, pero la luz se evapora antes incluso de desembocar en el aparato receptor.
—¿Por qué no instalas la máquina en el exterior? —sugirió Tanis—. Hay sol a raudales ahí fuera.
—No sería científico —contestó el gnomo—. En cualquier caso, el aparato se oxidaría si le cayera lluvia.
—Entonces ¿por qué no abres las contraventanas? —Tanis señaló al otro lado del edificio, en la pared oriental. El sol naciente creaba halos en torno a las grietas de los postigos de madera que tapaban la abertura del ventanal.
Los ojos de Orador fueron del semielfo a la ventana. Murmuró algo en voz baja y se atusó la barba.
—Tal vez funcione —admitió—. Me hará falta un coordinador automático de suministro de iluminación, utilizando alambre y un interruptor de paso, y… —Dio la espalda al semielfo y se puso a trabajar.
Tanis observó al atareado gnomo durante unos minutos; después cruzó el establo, abrió las contraventanas, y sujetó las dos mitades en su sitio.
—Ya está —dijo.
Orador dio un brinco.
—¿Cómo has hecho eso? —preguntó a gritos. Cuando Tanis se lo mostró, la cara del gnomo se encogió en un gesto de asco—. Rudimentario. ¿Qué pasa si no hay alguien para abrirlas?
No obstante, Tanis se salvó de tener que responder gracias a la frenética actividad a la que se lanzó el gnomo. El hombrecillo iba y venía de interruptor a engranaje y de engranaje a manivela, ajustaba la bocina acumuladora de rayos de sol de modo que quedaba alineada con la ventana, y recorría innumerables veces el espacio entre la máquina y el ventanal.
—¿Qué hay dentro de la caja pequeña? —Tanis señaló el reducido recipiente situado en la punta de la bocina, que el gnomo había acariciado con actitud casi reverente.
—Mi aparato conductor de rayos acumulados.
—¿Y qué es…?
—Una piedra portentosa. ¡Mira!
El gnomo soltó una pequeña trampilla en el lateral de la caja. Una luz violeta se derramó en el umbroso establo. Tanis abrió los ojos como platos.
—¿Dónde la conseguiste?
—La adquirí en… —el gnomo miró a otro lado—. Adquiríestayotrasonce… deunelfoqualinestiquelashabíarecuperadodeunkenderquelashabíatomadoprestadasdeunEnanodelasColinasquelascompróaunhumanoqueselasganóaunmarinerojugadorquelasconsiguióenalgúnheladopuertosureñocuyonombrenuncasupeaunqueahoraquisierasaberlo.
—En otras palabras: las robaste —observó Tanis. Los gnomos, no hacen demasiados remilgos al robo… siempre que sea para bien de la tecnología y la ciencia, se entiende.
—Esto podría revolucionar… —Orador enmudeció al fijarse en el gesto ceñudo de Tanis—. ¡Bah! ¿Qué puede entender de la ciencia un semielfo? Los elfos sólo saben magia, magia, magia. —Dio media vuelta y reanudó el trabajo en la máquina.
Pasado un rato, Tanis comprendió que había sido despachado y se dirigió a las dobles puertas abiertas. Pero volvió la cabeza cuando oyó exclamar al gnomo:
—¡Y ahora, la prueba!
Orador Corona de Diferencial conectó el interruptor principal justo en el mismo momento en que el sol asomaba por el este del edificio. Los rayos se derramaron por la ventana, sobre el suelo, y en el interior de la enorme bocina metálica.
—Por todos los dioses —dijo Tanis pasmado.
Increíblemente, el ingenio empezaba a filtrar la luz. Renqueaba y crujía y gruñía, y Tanis recordó a Flint recitando un proverbio acerca de los gnomos: Todo lo que es gnomo hace cinco veces más ruido del necesario. El aire en torno a la bocina empezó a brillar. Orador Corona de Diferencial se inclinó sobre una red de cables y tarareó una tonada popular gnoma. Chispas púrpuras saltaron alrededor de la caja que guardaba la piedra violeta. Entonces la máquina soltó una especie de canturreo: las mismas notas que el gnomo había entonado. Orador se quedó petrificado, mudo de asombro, ante el aparato; las lágrimas le corrían por las mejillas.
—¡Funciona! ¡Por el gran Reorx, padre de los gnomos y los enanos, funciona!
La máquina siguió canturreando la misma tonada, una y otra vez, más y más deprisa. El metal chirrió al frotar contra metal. El fulgor violeta en torno a la caja se tornó más profundo, hasta crear una bruma de color de las pasas. Tanis dio un paso hacia el gnomo.
—Orador…
El hombrecillo no pareció oírlo. Más chispas saltaron de la base de la bocina. El crujido dio paso a un temblor, que a su vez se tornó en convulsiones. Pequeños fragmentos de metal empezaron a soltarse del ingenio a causa de las sacudidas. Las grietas entre las piezas de la máquina, cada vez más anchas, arrojaban luz y humo. Tanis dio un brinco y cerró los postigos de la ventana; la oscuridad los rodeó, pero el aparato siguió estremeciéndose y sacudiéndose.
—¡Desconéctalo! —le gritó al gnomo.
—Yo… —balbuceó Orador— no puedo…
Tanis agarró al hombrecillo por la oronda cintura y corrió hacia la puerta. Orador se debatió y protestó todo el camino.
—Semielfo, tengo que ver qué ocur…
Tanis se zambulló de cabeza en la calle justo en el mismo momento en que el ingenio, y después el edificio, estallaba en ardientes pedazos. Fragmentos de madera y metal llovieron sobre los espantados espectadores. Tanis metió a Orador bajo una carreta y se zambulló de cabeza tras él. Recobraron el aliento mientras docenas de personas, más o menos vestidas, salían disparadas de los edificios circundantes para formar una línea con cubos que iba desde el pozo de la ciudad hasta el incendio. Una rápida inspección del semielfo reveló que ninguno de los dos había sufrido mayores daños que algunos chichones y pequeñas contusiones.
—Ha tenido que ser el hidroencefalador tangencial, ahora que lo pienso —dijo Orador—. Una inadecuada filtración de agua para prevenir el calentamiento complementario.
A Tanis le faltaban las palabras.
—Hoy ya no tengo tiempo de construir otro ingenio. Ni dinero, en realidad. —Por primera vez, el gnomo parecía abatido. Entonces su expresión se animó—. Claro que, tal vez, queden algunas piezas intactas. ¡Oh! —De nuevo su rostro denotó desaliento—. ¡El aparato conductor de rayos acumulados!
—¿Qué? —Tanis empezaba a estar harto de gnomos—. ¿El qué?
—La piedra púrpura. Se ha destruido. La vi explotar mientras me sacabas del establo. —Su semblante se llenó de arrugas por el esfuerzo de concentración—. Esto va a necesitar un poco de ingeniería. —La perspectiva parecía entusiasmarlo.
—¿No dijiste que habías «adquirido» otras once piedras? —preguntó Tanis.
—Sí, pero las vendí para comprar alambre, hace ahora casi un año, a un mago, y antes de saber la promesa tecnológica que guardaban en ellas. Quizá podría comprarlas de nuevo… pero no tengo dinero.
—Siempre te queda la posibilidad de robarlas de nuevo —dijo el semielfo con sorna mientras empezaba a salir de debajo del carro. Orador Corona de Diferencial lo miró con reproche y Tanis se aplacó—. ¿Por qué no informas a la gente de las noticias importantes? ¿No resultaría igualmente eficiente, dadas las circunstancias? —añadió con tacto.
—Sí, pero…
—Te pones en una esquina de la calle y voceas las noticias.
El gnomo estaba pasmado.
—¿Hacerlo yo mismo?
Tanis asintió con la cabeza.
—Yo, un pregonero de ciudad —musitó Orador—. Si me viera mi madre… Algo tan poco científico, tan ineficiente…
—Tan necesario.
El gnomo dirigió otra mirada de reproche al semielfo y salió de debajo del carro. Haciendo caso omiso de la multitud agrupada para presenciar cómo el fuego se consumía por sí mismo, y sin dirigir siquiera un vistazo al humeante montón de chatarra que hasta hacía poco había sido su laboratorio, Orador se encaminó presuroso a la esquina del mercado más abarrotada, seguido de cerca por Tanis. El gnomo tomó posiciones.
—¡Atended todos, atended! —gritó.
Nadie hizo caso. Tanis se acercó furtivamente a él.
—Necesitas alguna clase de plataforma —le aconsejó.
El gnomo miró en derredor.
—Puedo construir una —admitió—. Un elevador gnomo automático transport…
El semielfo lo aupó en vilo y se lo acomodó sobre un hombro.
—Ahora, pregonero de la ciudad, haz públicas tus noticias.
—Oh, esto es tan… manual —rezongó Orador, que se agarraba al cabello rojizo de Tanis para mantener el equilibrio. Entonces agitó la otra mano mientras repetía—: ¡Atended todos, atended! Tengo algunas noticias…
En esta ocasión, varias personas se volvieron para escuchar.
Orador recitó su letanía de novedades, que resultaron ser sólo tres, pero una de ellas despertó el interés de Tanis.
—Los dirigentes del consorcio agrícola de Haven, reunidos en sesión extraordinaria, han decidido ofrecer una recompensa de quince piezas de acero a la persona o personas que acaben con el ettin que está matando los rebaños de las granjas al sur de Haven —voceó Orador.
—¿Qué es un ettin? —preguntó un hombre, desde las últimas filas de la multitud.
—Un ettin es una bestia de tres o cuatro metros de altura, con dos cabezas, por lo general oriunda de climas fríos. Está emparentada con los trolls y, de hecho, a veces se la llama troll de dos cabezas.
Se alzó un murmullo en la muchedumbre. El hombre que había hecho la pregunta sacudió la cabeza y se alejó, seguido por varios más.
—El ettin —continuó Orador— sólo come carne. De hecho, éste en particular ha sacrificado y devorado media docena de vacas, varios perros, numerosas gallinas, y una docena de ovejas. Anoche atacó a un pastor, al sur de Haven. El hombre intentó impedir que la bestia matara su rebaño y le costó la vida.
Los restantes oyentes se pusieron muy pálidos y se marcharon con premura. Orador añadió unas cuantas palabras más y después enmudeció. Su público había desaparecido.
—¿Ha sido por culpa de mi pronunciación? —preguntó al semielfo.
—No, amigo mío. La culpa es del ettin —respondió Tanis con amabilidad.
El semielfo se despidió del desconcertado gnomo y pocos minutos después subía los escalones de Los Siete Centauros de dos en dos. No se fijó en Wode, sentado en un banco, al otro lado de la calle.
—¿Qué te parecería dar caza a un monstruo a cambio de una recompensa? —preguntó Tanis sin preámbulos mientras entraba en la habitación que compartía con Kitiara.
La espadachina ya estaba vestida, aunque todavía seguía pálida. Un tazón de té, junto con las migajas de una tostada, reposaba en una bandeja, sobre la silla cercana a la puerta.
—Así que té para el embarazo, ¿no, semielfo? —gruñó Kitiara de mal humor. Entonces cayó en la cuenta de lo que él había dicho—. ¿Matar a un monstruo? ¿Por cuánto?
—Quince piezas de acero.
La mujer soltó un silbido.
—¿Sabes lo que es un ettin? —preguntó Tanis.
Kitiara se quedó inmóvil como un poste.
—Un troll de dos cabezas… —Dos profundas arrugas se le marcaron en el entrecejo; pareció sumirse en hondas reflexiones—. No, es imposible —musitó para sí misma. Luego, en voz alta, haciendo caso omiso de la mirada interrogante de Tanis, añadió—: Mi último patrón tenía de esclavo a un ettin. Sé algo de ellos. Son peligrosos pero estúpidos y, como la mayoría de las criaturas necias, muy, muy leales.
—¿Te apetece intentar dar caza a uno?
Kitiara no reaccionó con el entusiasmo que Tanis había esperado, pero el semielfo lo achacó a la resaca que probablemente tenía.
—Saldaríamos la deuda que tienes con Mackid, nos lo quitaríamos de encima, y todavía nos quedarían cinco piezas de acero —comentó.
Kitiara lo miró de hito en hito.
—¿Por qué haces esto, Tanis? —preguntó suavemente—. No le debes nada a Caven Mackid, y un ettin es una bestia peligrosa.
El semielfo empezó a guardar sus cosas en el petate de viaje, sin hablar durante unos momentos. Cuando por fin lo hizo, no miró a la mujer.
—Me salvaste la vida en el pantano, cuando nos atacó el fuego fatuo —respondió.
El rostro de Kitiara era la personificación de la desconfianza.
—Funcionamos bien como equipo en esa ocasión —continuó el semielfo, tras una pausa—. Podríamos hacerlo otra vez.
No añadió más. Tras permanecer inmóvil un rato, aparentemente indecisa, Kitiara sacudió la cabeza y se puso a hacer también su equipaje.
—En fin, es tu piel lo que arriesgas, semielfo —dijo con voz queda, como si hablara consigo misma—. Prefiero hacer frente al ettin aquí, y no en Solace. No quiero atraer a esa criatura cerca de casa.
Tanis levantó la vista de su equipaje; la sorpresa se pintaba en su rostro.
—¿Por qué ibas a atraerlo hacia Solace? ¿Qué estás pensando, Kit?
Pero la espadachina no respondió. Poco después, estaban montados en Intrépido y Obsidiana y se dirigían hacia el sendero que conducía a la zona sur de Haven.
—¿Qué pasa? —preguntó Tanis una hora más tarde; no oía nada, salvo el rumor del follaje.
—Alguien nos está siguiendo. —Kitiara se mordió el labio y llevó la mano a la empuñadura de la espada.
En respuesta, el semielfo chasqueó la lengua para azuzar a Intrépido; el caballo, acostumbrado a viajar por las calzadas, se encaminaba ya hacia sitio cubierto, a un lado del camino. Kitiara y Obsidiana se camuflaron entre la vegetación, en el lado opuesto.
No tardaron en aparecer dos jinetes que cabalgaban tan deprisa que sus monturas echaban espuma por la boca. Al reconocer a sus perseguidores, Kitiara y Tanis regresaron a la calzada. Caven sofrenó a su semental negro con tanta brusquedad que el animal se encabritó y salpicó de sudor a Tanis y a Intrépido, y se alzó tanto sobre las patas traseras que el negro cabello de Mackid rozó las ramas bajas de un árbol. Detrás, Wode hizo frenar a su rocín, que resollaba, y permaneció distanciado varios pasos, fuera del alcance del semental.
El corcel de Mackid era un animal grande y magro, negro como el carbón, a excepción del blanco de los ojos, una mancha en la frente, y los dientes, que chasqueaban incluso con el bocado puesto. Intrépido era grande, pero el semental lo hacía parecer pequeño.
—¡Sabía que intentarías escabullirte, Kitiara! —gritó Caven.
La espadachina no respondió al principio.
—Apostaste un espía, ¿no, Mackid? —dijo después, arrastrando las palabras.
—Y con razón, al parecer. ¿Adónde vas? Éste no es el camino a Solace. Intentabas darme esquinazo, ¿verdad?
—Hemos salido para ganarnos el dinero de tu deuda, Mackid —intervino Tanis.
—¿Cómo? —El semblante de Caven mostraba su desconfianza.
—Dando caza a un ettin. Por la recompensa.
—¿Un ettin? —El caballo negro del mercenario cabrioleó, tan impaciente, al parecer, como su jinete. Los otros tres animales piafaron también, contagiados por la agitación del semental—. Entonces ¿por qué no decírmelo?
Tanis miró a Kitiara, con una expresión interrogante en los ojos. La espadachina suspiró y se encogió de hombros.
—Le dije al semielfo que te dejaría un mensaje.
—¿Diciendo…? —espetó Mackid.
—Diciendo que regresaríamos a Haven dentro de una semana, con tu dinero.
El mercenario miró a la mujer de hito en hito.
—Sin duda se te olvidó. —Las palabras rezumaban sarcasmo. Después sonrió a Tanis—. Te lo advertí. No confíes en ella, semielfo.
Tanis se limitó a gruñir mientras miraba a la espadachina con el entrecejo fruncido.
—En fin —añadió Mackid—, el mensaje era innecesario. Voy con vosotros.
—No necesitamos tu ayuda —dijo el semielfo.
Caven Mackid rio de buena gana.
—¿Crees que dejaría que Kitiara se escabullera otra vez? ¿Qué le impide recoger el dinero de la recompensa y largarse dándonos esquinazo a los dos? —Tiró de las riendas del caballo y lo guió entre Intrépido y Obsidiana, que se apartaron. Wode, que parecía aburrido, tomó posiciones en la retaguardia—. En marcha —dijo Mackid.
Al parecer, no pensaba cambiar de opinión. Los cuatro cabalgaron en silencio, intercambiando algunas palabras sólo cuando el semental de Caven mordisqueaba a los otros caballos si se acercaban demasiado a él.
—¿Dónde conseguiste semejante bestia? —preguntó Tanis por último.
—En Mithas.
Mithas, una isla situada al otro lado del Mar Sangriento, era el hogar de los minotauros, unos seres medio hombres, medio toros, notables por su ferocidad en la batalla y su predisposición a combatir por dinero.
Caven esbozó una mueca y respondió a la pregunta sobreentendida del semielfo.
—Gané a Maléfico en una partida de dados, a su anterior amo, un minotauro. —Mackid echó la cabeza atrás y soltó una carcajada—. ¡Como si alguien pudiese ser el amo de Maléfico! Apenas me tolera a mí, y eso sólo porque sabe que soy tan terco y tan malintencionado como él.
Los minotauros tenían fama de matar a los forasteros. El hombre había demostrado un gran valor al correr el riesgo de desafiar a uno de ellos, aunque sólo fuera en algo en apariencia tan inocente como un juego de dados. Caven señaló con un gesto a Intrépido.
—¿Dónde conseguiste ese… caballito de feria, semielfo?
Tanis sintió bullir en su interior una cólera ardiente. Intrépido lo había acompañado en docenas de aventuras arriesgadas, arrostrando toda clase de peligros, desde salteadores de caminos a goblins. Y, si también era lo bastante afable como para encomendarle niños, ¿qué?
Pero los cuatro tenían que mantener cierta concordia entre ellos si querían dar caza al ettin. En consecuencia, Tanis no replicó a la pulla de Caven y se limitó a azuzar a Intrépido en los ijares para que reanudara la marcha con su trote irregular, que pasaba por el medio galope del brioso semental, y se colocó a la cabeza.
Estaban allí para encontrar a un ettin.