El triángulo
—¿Y bien? ¿Robaste su dinero, Kit? —preguntó Tanis.
—No —respondió la espadachina, al tiempo que dirigía una mirada feroz a Caven Mackid—. Se lo gané limpiamente. Además, ya es demasiado tarde. Lo he gastado.
—¿Limpiamente? —Caven escupió en el suelo del patio. Los artistas cantaban alto, pero las voces enzarzadas en la discusión sobrepasaban la música—. Me escamoteó diez monedas de acero —gritó—. Me las ganó en un juego de naipes. Después la pillé haciendo trampas y las recuperé.
—A punta de navaja —puntualizó la mercenaria.
Caven y Kitiara estaban cara a cara, los puños apretados, pero dirigían sus observaciones a Tanis. Wode sonreía de oreja a oreja ante la creciente tensión.
—No se las devolví voluntariamente —dijo Kitiara—. No admití su acusación; por tanto, el dinero seguía siendo mío.
El rostro de Caven estaba congestionado.
—Y entonces, cuando le doy la espalda, rebusca entre mis cosas y vuelve a robarme el dinero, ¡para después escabullirse como la mentirosa fullera que es!
—¿Hiciste trampas a este hombre con las cartas? —preguntó Tanis a Kitiara mientras ponía una mano sobre el hombro de la mujer.
—Jamás hago trampas, ni con las cartas ni con otros juegos de azar. No me hace falta —respondió con altivez. Como Tanis seguía mirándola dubitativo, la espadachina enrojeció y dirigió una mirada furibunda a los dos hombres.
El semielfo se volvió hacia Mackid.
—¿Has estado rastreándola durante más de un mes por sólo diez monedas de acero?
El mercenario guardó silencio un momento.
—Es cuestión de principios —dijo por último.
En la pausa que siguió, Tanis cayó en la cuenta de que los músicos habían dejado de tocar. Cuatro sirvientes de la posada, que más parecían un montón de músculos andantes, se dirigían hacia el cuarteto con una expresión desaprobadora en sus rostros.
—Nos marchamos —les dijo Tanis, y condujo a Kitiara a la calle casi a rastras, en medio de las protestas de la mujer.
Wode cruzó las puertas el primero. Caven pareció considerar por un momento plantarles cara, pero al reparar en que se había quedado solo, fue en pos del semielfo y de Kitiara. Los criados de la posada se detuvieron en el portal y cruzaron los brazos sobre sus inmensos torsos.
Solinari y Lunitari habían desaparecido tras un manto de nubes. Al enfrentarse a Kitiara, el propio Tanis estaba tan ceñudo como una nube tormentosa.
—Págale, Kit.
—El dinero era mío.
—¡Págale!
—¡No!
El gesto ceñudo del semielfo se hizo más pronunciado.
—Entonces lo haré yo, aunque sólo sea por librarnos de él. Dame mi parte del dinero del fuego fatuo. —Extendió la palma.
Kit se llevó la mano al cinturón, donde había colgado la bolsa con el dinero obtenido. Al principio con sorpresa, y después con gestos frenéticos, registró el contorno de su cintura.
—¡Tanis, la bolsa ha desaparecido! ¿Por qué no repartiríamos el dinero cuando hablamos de hacerlo?
Caven soltó una carcajada.
—Lo ha robado, semielfo —dijo—. Te ha timado también a ti.
—¡Dizzleneff Brincapuertas! —exclamó Kitiara—. Fue la kender. ¡Lo sé! Y probablemente ya esté lejos de Haven a estas horas, gracias a mí. ¡Por el infernal Abismo! Nunca la alcanzaremos.
—Ten cuidado, semielfo —continuó Caven con voz suave—. Sospecho que va a escapar esta noche con tu dinero. Nadie puede dar la espalda a Kitiara Uth Matar.
Inesperadamente, la mercenaria lanzó un grito. Incluso a la luz amarillenta de las antorchas que había en la puerta de la posada se advertía la palidez de su semblante.
—¡Por todos los dioses, mi mochila! Si esa kender… —Se retorció para soltar en los adoquines de la calle la mochila que había insistido en llevar consigo todo el día. Se agachó y empezó a revolver en el interior de la maltrecha bolsa, apartó algo a un lado, y después suspiró hondo—. Gracias a los dioses.
—¿Nuestro dinero? —preguntó Tanis, que lanzó una mirada triunfadora a Caven Mackid mientras la espadachina colocaba los objetos guardados en la mochila.
Pero Kitiara sacudió la cabeza en respuesta a la pregunta del semielfo.
—Algo más valioso —contestó—. Las… cosas para Raistlin.
—¡Ja! —se mofó Caven—. Tiene tu dinero ahí, semielfo. Déjame que lo compruebe. —Se acercó presuroso a Kit, tendió la mano hacia la mochila… y se encontró retrocediendo a trompicones de la nueva daga de la mercenaria.
—Debes valorar muy poco tu vida, Mackid, cuando intentas algo semejante —dijo Kit, arrastrando las palabras.
—Tiene tu dinero, semielfo —protestó Caven—. Y el mío también, probablemente. Vamos, compruébalo por ti mismo.
Tanis extendió la mano con actitud resuelta.
—Déjame echar un vistazo, Kit.
La espadachina lo miró de hito en hito, largamente; su expresión era indescifrable.
—No dejes que te tome el pelo, semielfo —susurró Caven—. Está mintiendo.
Kitiara, sin apartar los ojos de Tanis, tomó una decisión.
—Te lo enseñaré a ti, semielfo. —Luego miró a Caven por encima del hombro—. Pero tú puedes irte al Abismo, Mackid.
Acto seguido, levantó la solapa de la mochila y la sostuvo abierta ante Tanis.
—Mira dentro —instó.
Tras una leve vacilación, el semielfo metió una mano en la bolsa. Sus dedos tocaron ropas, migajas de provisiones que habían quedado tras semanas de viaje, y un cuchillo pequeño metido en una caja de madera. Ninguna bolsa de dinero. Sacó la mano.
—Nada —le informó a Caven.
—Te lo dije —comentó Kitiara. Cerró la mochila y se la echó al hombro.
Por un instante, pareció que Caven sospechaba que Kitiara y Tanis estaban confabulados contra él, pero un breve vistazo al semielfo lo hizo cambiar de opinión. Golpeó con la puntera de la bota los adoquines de la calle.
—Diez piezas de acero —musitó—. He perseguido a una mujer durante un mes por diez miserable piezas de acero, y ahora resulta que no las tiene. Por si fuera poco, todo cuanto me queda es una moneda en el bolsillo. —Alzó la vista, y su tono se tornó repentinamente esperanzado—. ¿Cuánto dinero os queda a vosotros?
Tanis y Kitiara intercambiaron una mirada. La mujer no parecía impresionada por el súbito cambio de humor del voluble mercenario.
—Estoy sin un céntimo, Mackid. Date por vencido.
—A mí me quedan unas cuantas monedas —intervino el semielfo—. Suficientes para una comida para nosotros dos. —Hizo énfasis en esto último.
—Y yo tengo una de acero —añadió Caven—. Vayamos a buscar otra taberna y discutamos nuestra situación mientras nos tomamos unas cervezas.
Tanis notó que se le endurecía el gesto; lo que Flint Fireforge había dado en llamar su «expresión de infernal obstinación elfa».
—¿Nuestra situación? —repitió.
—Ajá. La situación en que os encontraréis los dos si no halláis el modo de restituirme las diez monedas que me robó Kitiara y me veo obligado a recurrir a la guardia de Haven, que os detendrá por ladrones —explicó Caven.
Kitiara lanzó un grito, desenvainó la daga y se abalanzó sobre el mercenario. Faltó poco para que ensartara al hombretón con el arma antes de que Tanis lograra separarla de un tirón. La expresión fascinada de Wode había dado paso a otra de absoluto regocijo.
—¡Suéltame, semielfo! —chilló la espadachina—. ¡Les sacaré las tripas, a él y a su desmirriado escudero, lo juro! ¿Como se atreve a amenazarme con hacerme encarcelar? ¡El dinero era mío, te lo aseguro!
—Podría llevar cierto tiempo probar lo que dices, Kit —comentó Caven con una sonrisa afable—. Semanas, tal vez meses… o nunca. ¿Cómo ibas a demostrarlo estando encerrada en un calabozo, querida?
Kitiara cesó en sus forcejeos para considerar sus palabras. La cólera pareció abandonarla. Tras una breve vacilación, Tanis la soltó. La espadachina se arregló las ropas y echó a andar calle adelante, alejándose de El Dragón Enmascarado.
—Vamos, vosotros dos. ¿A qué esperáis? —los llamó con tono irritado.
—¿Vamos? —repitió Caven. Su mirada fue de Kitiara al semielfo—. ¿Adonde?
—A una taberna —gritó la mujer—. Para hablar. Después de todo, Mackid, nos has invitado a una cerveza.
Caven se quedó parado, sin reaccionar, pero Tanis, sonriendo a despecho de sí mismo, se apresuró a alcanzar a la espadachina.
Por fin, tras un corto paseo, Kitiara se detuvo ante un sucio tugurio alumbrado por la luz de unas antorchas. Un cartel escrito a mano —y muy mal, por cierto— estaba clavado en la puerta, y rezaba: El Orgo Filiz; lo adornaba un dibujo que representaba un ogro con evidentes signos de embriaguez.
—Este sitio parece indicado para mantener este tipo de discusiones —dijo Kitiara mientras empujaba la puerta y entraba en la abarrotada taberna.
Tanis se encogió de hombros y la siguió, con Wode pisándole los talones y Caven cerrando la marcha.
Se sentaron a una mesa, tras desalojar a tres comerciantes, quienes estaban demasiado embotados por el alcohol para protestar. El encargado del bar no se opuso; no cabía duda de que los nuevos clientes tenían mucho más espacio en sus estómagos para llenarlo con cerveza que el trío de borrachos que ahora estaba sentado contra la pared, roncando apaciblemente.
Wode no pronunció una palabra, pero Tanis, Caven y Kitiara tuvieron que gritar para hacerse entender en medio del barullo de discusiones y alguna que otra pelea a puñetazos.
—¿Dónde conseguisteis el dinero que os robó la kender? —preguntó Caven a voz en grito, entre sorbo y sorbo de cerveza. Ahora parecía más inclinado a creer la historia de Kitiara acerca de Drizzleneff Brincapuertas.
La mercenaria, recurriendo por igual a gestos y a frases pronunciadas casi a gritos, explicó a grandes rasgos los detalles de la batalla sostenida con el fuego fatuo la noche precedente. A continuación, Caven se lanzó a sugerir ideas para, entre los tres, conseguir dinero de verdad. «Ideas pretenciosas», opinó Tanis para sus adentros mientras bostezaba. A pesar de todo, escuchó cortésmente, comprendiendo que Kitiara tomaba los planes de Caven con seriedad.
Los dos mercenarios estaban emborrachándose con notable rapidez, advirtió el semielfo. Sumido en el silencio, Tanis contempló su jarra de cerveza, que ni siquiera había probado, y después observó a los dos espadachines. Formaban una pareja formidable. Kitiara era más esbelta, pero musculosa; su oscuro cabello estaba muy ensortijado a causa de la humedad reinante, y sus ojos relucían por… ¿qué? ¿El alcohol? Caven los empequeñecía, a ella y al semielfo, con su corpachón, grande pero bien proporcionado, propio de quien dedica mucho tiempo a mantenerlo en buena forma. Los dos humanos compartían ciertos rasgos: el cabello negro, los ojos oscuros, la piel blanca… Y, en ese momento, una expresión voraz de ansia por aprovechar al máximo y a cualquier precio sus vidas humanas, patéticamente cortas.
Caven llamó con un ademán a la camarera, una adolescente rubia y regordeta, de piel sonrosada y aspecto bovino. Wode, que debía de ser un año o dos más joven que la muchacha, se sentó un poco más erguido, sacó pecho, y la miró con lascivia. La chica no pareció muy impresionada por su exhibición.
—¿Sí? —preguntó a Mackid.
—Otro pichel de cerveza.
—¿Lo puedes pagar?
Caven le dirigió una mirada feroz.
—Por supuesto que sí.
—Enséñame el dinero. —Al ver encresparse al mercenario, añadió—: En sitios como éste, siempre hay forasteros que soplan sin tino pero luego no pagan, ¿sabes? No te conozco. Vistes bien, vaya que sí, pero quizás eres uno de esos que roban a sus propios viejos. Así que, déjame ver el color de tu dinero, ¿de acuerdo?
Caven soltó su última moneda sobre la mesa con un manotazo. La chica, con gesto indiferente, recogió el dinero con su sucia mano y lo examinó.
—Parece buena —comentó mientras se la guardaba en el bolsillo; luego cogió el pichel vacío y se marchó. Unos momentos después regresaba con el pichel lleno y lo soltaba ante los cuatro, con tanta brusquedad que la cerveza salpicó la mesa. Wode se levantó y fue en pos de ella hacia el bar.
—Este sitio me recuerda a La Víbora Dorada, en Kernen —comentó Kitiara—. Humo, mesas pringosas, y borrachos tirados por los rincones.
Caven soltó una risotada y llenó de nuevo la jarra de la mercenaria.
—¿Recuerdas la noche que Lloiden arrojó el pichel de cerveza al fuego?
La respuesta de la espadachina fue una carcajada.
—El muy necio creía que así podría demostrar que aguaban la cerveza. Decía que la cerveza aguada apagaría el fuego —explicó Kitiara a Tanis—. Pero lo único que consiguió fue que la taberna quedara prácticamente destruida por el incendio que provocó. —Al ver que el semielfo ni siquiera sonreía con la anécdota, Kitiara se dirigió a Caven y añadió con fingida seriedad—: Tanis no está de humor para divertirse esta noche, Mackid.
El semielfo se levantó bruscamente de la silla y se reunió con Wode en la barra del bar; la mirada lasciva del joven no se apartaba de la camarera, quien, de forma manifiesta, no le hacía el menor caso.
—¡Ah, qué mujer! —exclamó el muchacho. Luego ofreció su delgada mano a Tanis—. Me llamo Wode. Caven es mi tío. Mi madre es su hermana mayor. Soy su escudero desde… hace un año.
Tanis estrechó la mano que le tendía. El adolescente señaló a Kitiara y a Mackid, que reían a mandíbula batiente mientras se golpeaban en los hombros uno al otro.
—Creo que puedes olvidarte de ellos esta noche, semielfo. No es la primera vez que los veo así. Una vez que han empezado con las anécdotas, se pasan horas y horas bebiendo y charlando… Menos mal que andan cortos de dinero, si no, seguirían aquí por la mañana.
—Pero Mackid la amenazó con hacerla encarcelar. ¿Lo dijo en serio?
—¡Oh, sí, y tan en serio! —asintió Wode—. Puede que ahora no lo recuerde, después de estar tragando cerveza como un cerdo, pero se acordará por la mañana. Y supongo que también ella lo recordará… por la mañana. Pero así son los mercenarios, semielfo. Unos tipos variables, como la brisa. Todo queda olvidado mientras están compartiendo unos tragos. Al menos, es lo que le ocurre a Caven. La capitana, Kitiara, se vuelve a veces irritable cuando lleva más de un par de copas en el estómago.
La camarera pasó junto a ellos sin decir una palabra. Wode olfateó el olor a cebollas fritas, cerveza vertida y carne a la brasa que flotaba como una estela tras la chica.
—Maravillosa —suspiró.
—No es tu tipo —aconsejó Tanis.
—¿Eh? —Los ojos verdes de Wode se volvieron hacia el semielfo, relucientes. Luego frunció el entrecejo cuando la camarera pasó otra vez a su lado, con gesto altanero. Lanzó otro suspiro—. Supongo que tienes razón.
—¿Cuánto tiempo hace que se conocen esos dos? —Tanis señaló a Kitiara y a Caven.
Wode reflexionó un momento antes de contestar.
—El asedio duró dos semanas, y se tardó un mes en prepararlo, más un puñado de meses yendo de un sitio a otro tras la derrota. Después Kitiara dejó plantado a Caven, y él le siguió el rastro. ¡Ah, tendrías que haberlo visto cuando descubrió que le había mangado el dinero!
Tanis intentó desviar la conversación del muchacho a otros terrenos de información más productivos. Kitiara había dejado caer que había estado en Kern, como «soldado de alquiler», según sus palabras; pero se había mostrado reticente a hablar acerca del objetivo de la campaña. Ahora tenía oportunidad de enterarse de algo más.
—¿El asedio? —preguntó.
—Fue horrible. —El chico suspiró—. Un fuego mágico se precipitó desde el cielo, y la gente gritaba y moría. Entonces Kitiara llegó corriendo, me quitó las riendas de su yegua e intentó largarse, pero Caven la alcanzó e hizo que lo esperara, y los dos se dirigieron hacia el oeste, lejos de Kern, y yo los seguí, por supuesto.
—Conque Kitiara intentó dejar atrás a Caven, ¿eh? —Esta información, por lo menos, lo satisfacía.
El joven asintió con un cabeceo contundente.
—Pero Caven es obstinado y fue tras ella —continuó explicando—. Sobre todo, sabiendo el trato que Valdane da a sus tropas cuando son derrotadas, si entiendes a lo que me refiero. —Miró a Tanis, que alzó las cejas en un gesto interrogante—. Los mata. O más bien, hace que su mago los mate. Pero, demonios, paga muy bien cuando gana, de modo que los mercenarios, que son gente a la que le gusta apostar fuerte, están dispuestos a correr el riesgo. —Wode explicó a grandes rasgos lo que sabía acerca de Kern, Valdane y su mago, Janusz—. Se comenta que tienen un… —El chico enmudeció y echó un vistazo en derredor— un vínculo de sangre —terminó, haciendo un guiño significativo.
Si Wode esperaba cierta reacción por parte de Tanis, se llevó un chasco.
—¿Un vínculo de sangre? —preguntó el semielfo, sin molestarse en bajar el tono de voz.
Wode le chistó para que se callara, al tiempo que miraba a uno y otro lado con expresión asustada.
—¡Cuidado, necio! ¿Es que por aquí no sabéis lo que es eso? —Tanis sacudió la cabeza. El muchacho continuó—: Claro, tampoco se supone que tiene que haberlos en Kern. Están prohibidos desde que mi tatarabuelo era un crío, pero corre el rumor de que el padre de Valdane, el viejo Valdane, conocía a un mago bribón que no tenía miedo de lo que le hiciera el Cónclave de Hechiceros y estableció uno entre Valdane… el actual Valdane, se entiende, que por entonces era un niño… y otro chiquillo que resultó ser Janusz, el mago de ahora.
A Tanis empezaba a darle vueltas la cabeza, pero instó al muchacho para que continuara.
—Corrieron habladurías por todo Kern —dijo Wode—. Sobre todo cuando los padres de Valdane… el actual, que era un niño entonces… murieron inmediatamente después de que el vínculo de sangre, el que se supone que se estableció, se estableciera. Pero hablar sobre ello en Kern está castigado con la muerte, así que no repitas nada de lo que te he contado si alguna vez vas por allí. —Hizo una pausa para recuperar el aliento.
Tanis asintió en silencio, tan desconcertado que habría sido incapaz de repetir una sola palabra de lo que acababa de oír. Hizo un repaso mental de las embrolladas frases del muchacho a fin de aclararse las ideas y llegó a la conclusión de que todavía no le había contestado su pregunta.
—¿Qué es un vínculo de sangre? —repitió, acordándose de bajar la voz.
Wode se las ingenió para adoptar una actitud prepotente y sorprendida por igual.
—¿Dónde has estado viviendo, semielfo? —dijo al fin, con voz ahogada.
—Me crie en Qualinesti —contestó Tanis.
Wode frunció los labios y movió la cabeza arriba y abajo, como si aquello lo explicara todo.
—Ah. Un campesino. Bueno, pues, un vínculo de sangre, que puede que exista o puede que no, ya me entiendes, si bien en Kern todos creen que sí, porque…
—¿Qué es? —interrumpió Tanis.
El chico le dirigió una mirada de reproche pero, hinchado de presunción, continuó:
—Une a dos personas; generalmente una de ellas es un mago, y la otra, alguien de la nobleza. El de rango inferior, por lo general el mago, recibe los golpes destinados al pomposo. —Wode movió la cabeza con gesto altanero y después, al quedar patente que el semielfo seguía sin comprender, agregó irritado—: Muy bien, digamos que tú y yo tenemos un vínculo de sangre, si es que existe tal cosa, pero apuesto que sí, porque…
—De acuerdo —dijo, algo desalentado, Tanis—, supongamos que tenemos tal vínculo.
—Bueno, si yo soy el poderoso, entonces, todos las cosas malas que suponen me tienen que pasar a mí, te pasan a ti.
Tanis arqueó una ceja. Wode soltó un sonoro suspiro.
—Muy bien. Imagina que un goblin me atiza con su lucero del alba en la entrepierna. —El semielfo aguardó expectante—. Debería quedar prácticamente muerto, ¿no? Pero eres tú quien sufre la herida; en cambio, yo salgo sin un arañazo. O eso es lo que se cuenta. Algunos dicen que es sólo un mito, pero creo…
Continuó con su cháchara. Sin prestar ya atención al joven, Tanis recostó la espalda contra la barra del bar. Si la disparatada historia de Wode era cierta, un vínculo de sangre con un mago proporcionaría a cualquier noble unas ventajas incalculables, por no mencionar el dominio que ejercería sobre el mago en cuestión. No era de extrañar que el Cónclave de Hechiceros hubiese prohibido tales prácticas. Wode había dicho que el tal Janusz era un niño cuando se estableció el vínculo. Suponiendo, naturalmente, que el vínculo de sangre existiera…
Tanis sacudió la cabeza; empezaba a discurrir como Wode. El semielfo enfocó de nuevo los ojos en Kitiara y Caven. Estaban sentados a la mesa con una tranquila actitud de seguridad en sí mismos; empezaban el tercer pichel de cerveza, y charlaban por los codos, al mismo tiempo. Ninguno parecía hacer mucho caso de lo que decía el otro.
Tanis no estaba de humor para pasarse toda la noche levantado, escuchando historias de camaradería entre Kitiara y Caven. La habitación que él y la espadachina tenían alquilada en Los Siete Centauros, afortunadamente pagada por adelantado, le resultaba mucho más invitadora que una taberna llena de humo en los bajos fondos de Haven. Kitiara sabía volver sola a la posada.
Tanis se marchó de El Orgo Filiz sin dar siquiera las buenas noches.
* * *
Tres horas más tarde, Kitiara se retiró de la mesa y se levantó vacilante de la silla, asegurándose de recoger la mochila que, aún después de acabar con la novena jarra de cerveza, seguía teniendo a buen recaudo entre sus pies. Caven alzó un poco la cabeza, que tenía recostada en la mugrienta superficie de la mesa.
—¿Qué pasa? —farfulló—. ¿Quieres más? —Alargó la mano hacia el pichel, vio que estaba vacío, tumbado de costado, e hizo una mueca. Entonces parpadeó despacio varias veces y tanteó el tablero de la mesa. Kitiara adivinó su intención.
—No queda dinero —dijo suavemente. Mientras la mano del hombre seguía rebuscando entre los desechos esparcidos por la mesa, añadió—: Nos hemos bebido lo que podíamos pagar, y el tabernero nos está mirando con malos ojos. Siempre te he ganado bebiendo, Mackid.
—Dile que lo apunte en cuenta —gruñó Caven—. Yo respondo.
Kitiara soltó una carcajada estruendosa y después observó al mercenario con una sonrisa torcida mientras Caven hacía una mueca de dolor.
—Díselo tú, Mackid. Yo tengo que marcharme. —Pasó por encima de un enano despatarrado en el suelo y se encaminó a la puerta, evitando pisar las inmundicias.
—¿Dónde te hospedas? —gritó Caven, que tenía la cara congestionada—. ¡No creas que te vas a largar sin pagarme, tramposa!
Tales epítetos eran los rutinarios calificativos cariñosos que se oían a estas horas de la noche en un lugar semejante. Los pocos clientes que todavía aguantaban sin caer borrachos, apenas prestaron atención a lo que sin duda era una típica riña entre amantes.
—En El Dragón Enmascarado —mintió Kitiara—. Te veré allí por la mañana.
—Te acompaño. Estaré mucho mejor contigo que durmiendo en el establo con Maléfico.
Mientras la mercenaria decidía si merecía o no la pena contestar de mala manera a aquel comentario, Caven se apoyó en la mesa y se incorporó. Cuando logró enfocar los ojos, recorrió despacio la sala con la mirada.
—¿Dónde está Wode? Ese perezoso…
—Se marchó con la camarera hace una hora —lo interrumpió Kit—. O mejor dicho, esa vaca rubia se marchó y el chico fue tras ella.
—Fogoso tras el rastro de una hembra —comentó, satisfecho, Caven—. Buen chico. Eso me recuerda… —Maniobró con cuidado para pasar por encima del enano, y estuvo a punto de irse de bruces cuando el ebrio individuo hipó y giró sobre su costado. Todo en la sala apestaba a rancio: comida, cerveza y aire—. Me voy contigo —repitió—. A El Dragón Enmascarado.
—Tanis está allí. Dudo que haya sitio para tres.
—Entonces dile que se largue —insistió, obstinado, Mackid—. Puedo aplastar a cualquier elfo en cualquier momento.
—Semielfo —corrigió Kitiara—. Y no estés tan seguro de eso.
Caven movió las manos en un gesto magnánimo que le hizo perder el equilibrio.
—Dile que se pierda, y después te vienes conmigo. —Guiñó un ojo—. Seré generoso y te perdonaré la deuda. —Se agarró a la jamba de la puerta para recuperar la estabilidad.
Kitiara miró al hombre; sus ojos tenían una expresión escéptica, pero estaban más despejados que los de la mayoría en la sala. Caven Mackid era un espléndido ejemplar masculino, pero no exactamente irresistible en su estado actual; además, ella no se había cansado todavía del semielfo.
—Me marcho, Mackid. —Se dio media vuelta y subió los tres escalones que llevaban a la calle.
Estaba lloviendo. Los adoquines, tras la larga época de tiempo seco, estaban tan resbaladizos como si tuvieran aceite. Kitiara puso una mano en la pared de El Orgo Filiz y caminó deprisa calle adelante, pendiente de los pasos que daba e intentando hacer caso omiso de sus ropas cada vez más empapadas. Detrás, oyó el ahogado juramento de Caven cuando salió a la calle y al desapacible tiempo.
—¡Kitiara! —chilló. Pero la mujer no se detuvo y siguió caminando bajo la lluvia, que empapaba su rizoso cabello y le resbalaba por la cara.
A esas horas de la noche no quedaba prácticamente nadie deambulando por las calles de Haven, salvo unos pocos borrachines y alguno que otro guardia aburrido. Kitiara giró a la izquierda bruscamente y se encontró en un callejón lateral, desierto y sin alumbrado; iba, más o menos, en la dirección de Los Siete Centauros, y el piso era de tierra, en lugar de adoquines. Caven apareció a cierta distancia de la mujer.
—¿Kitiara? —Escudriñó las sombras con los ojos entrecerrados.
—Déjalo ya, Mackid —espetó ella mientras redoblaba la velocidad de sus pasos.
En ese momento retumbó un trueno, y la llovizna dio paso a un repentino aguacero. Kitiara soltó una exclamación y buscó refugio en un portal. Caven se reunió con ella unos instantes después.
El portal era amplio, resguardado, y estaba seco. Unas puertas dobles conducían a lo que parecía ser una especie de almacén. Caven se quedó parado entre Kitiara y la calle, con aire de expectación. La mujer tiritó; su falda corta y la ligera blusa, aunque le proporcionaban libertad de movimientos y atraía las miradas de los hombres, no eran las ropas más adecuadas para un chaparrón que dejaba helados hasta los huesos.
Estaba empapada. Caven, por su parte, iba protegido por la capa de gruesa lana.
—¿Llevas esa capa incluso en el buen tiempo, Mackid? —preguntó mientras señalaba la abrigada prenda.
—Nunca viene mal —contestó él, sonriendo.
De pronto, el hombre ya no le parecía tan poco deseable a Kitiara. Ofrecía un aspecto cálido, y la mercenaria se encontró ansiando el calor de su cuerpo tanto como su admirable físico. Se estremeció con otro escalofrío.
—Déjame tu capa, soldado —ordenó.
—¿Tienes frío? —inquirió sonriente. Se acercó a ella, pero sin llegar a rozarla. La mujer sintió el ardor de él—. Puedo hacer algo más que prestarte mi capa para darte calor, Kit —musitó. Sus oscuros ojos resaltaban con la palidez de su semblante.
Kitiara se recostó en la dura pared de piedra del portal. La piedra estaba helada. Fuera, en la calle, la lluvia seguía cayendo.
Suspiró temblorosa y después asintió con la cabeza. Caven la rodeó con sus brazos.