Problema doble
El zumbido de miles de mosquitos no conseguía ocultar el ruido de las pisadas del monstruo de casi cuatro metros de estatura o las protestas de sus dos cabezas.
—¡Res calor!
—Lacua hambre.
—Maldición. Querer nieve. ¿Por qué tanto calor?
—Es primavera, tonto.
Una pausa.
—Res ir casa ahora.
—¡No!
En un pequeño prado, al sur de Haven, las dos cabezas del ettin se miraron, una hazaña nada despreciable para una criatura de cuellos tan gruesos y cortos. Los ojos pitañosos del ettin eran muy pequeños, como los de un cerdo, y, en ese momento, estaban inyectados en sangre por la cólera. Cada una de las enormes manazas, controlada por la cabeza de ese lado del cuerpo, blandía una maza con puntas. La discusión se mantenía en un batiburrillo de lenguas: orca, goblin y de los gigantes.
—Hora de marchar —bramó Res, la cabeza derecha—. ¡Res va casa ahora!
—¡Mago dice no! Encontrar dama soldado —insistió Lacua, la cabeza de la izquierda.
—En camino mucho tiempo. Demasiado mucho. No dama soldado. Irse, irse. —Debía de ser la parrafada más larga que Res había pronunciado en su vida. Se detuvo para coger aliento y después, con el entrecejo fruncido, se esforzó por recordar de qué estaba hablando—. ¿Qué dice Res? —le preguntó a Lacua.
La cabeza izquierda pensó con denuedo; el hocico de Lacua, semejante al de un cerdo, se arrugó por el esfuerzo.
—Piensa, piensa —musitó.
Las cabezas de la criatura carnívora estaban calvas en la parte superior, pero ambas lucían una cola de caballo de pelo duro y grasiento que les colgaba por la espalda. Lacua seguía devanándose los sesos, pero sin resultado. Res-Lacua se encogió de hombros y siguió caminando. Ni Res ni Lacua eran capaces de retener el tema de una discusión en la mente el tiempo suficiente para que desembocara en una batalla campal.
Janusz había tomado la precaución de equipar a Lacua con un artilugio mágico que le permitía mantener bajo vigilancia a la bestia desde el nuevo hogar del hechicero, en el Muro de Hielo, a pesar de que los separaba una distancia de medio continente desde Haven. El ettin había sido útil al mago en anteriores ocasiones, si bien los resultados se debían más a su lealtad y tozudez que a su agilidad mental. La cabeza izquierda del ettin, Lacua, a pesar de que su nivel de inteligencia apenas igualaba el de un conejo, estaba muy por encima del de la cabeza derecha, Res. En consecuencia, Janusz, previendo las frecuentes riñas en una misión tan alejada de casa, había nombrado cabecilla de la expedición y arbitro final de todas las disputas a Lacua.
Esta decisión habría molestado a Res, en caso de que hubiese sido capaz de concentrarse en ella, se entiende.
De repente, una mofeta salió corriendo de un tronco hueco, y la mano derecha del ettin se movió con rapidez y golpeó con la maza al animal, que se desplomó inconsciente. Haciendo caso omiso de la pestilente rociada emitida por la mofeta, la cabeza derecha devoró al animal en tres bocados en tanto que Lacua miraba, cayéndosele la baba.
El almizcle de la mofeta, sumado a la capa de mugre adherida a la piel del ettin, no contribuyó, precisamente, a mejorar el intenso hedor de Res-Lacua. «Limpieza», como la mayoría de las palabras que tenían más de tres sílabas, no formaba parte del vocabulario de la criatura. Una piel de oso, sin curtir, cubría el amplio tronco del ettin, y daba cobijo a un sinnúmero de pulgas.
Entre el calor y las pulgas, los picores atormentaban a la bestia, que se rascaba constantemente. Las mazas de pinchos resultaban muy prácticas para tal menester.
—Calor —rezongó de nuevo Res—. No nieve.
—Es primavera, tonto.
—Nieve —gimió Res.
Lacua lo miró irritado. Los mosquitos los tenían acribillados, y las picaduras salpicaban las cabezas como erupciones de viruela. Res las había rascado hasta hacerlas sangrar.
—¿Nieve? —repitió Lacua—. ¿Dónde?
—Quiero nieve.
—No nieve aquí. No.
—¿Vamos casa?
—Pronto.
—¿Ahora?
—No. Más tarde. Quizá.
Res-Lacua siguió avanzando hacia el norte, a través de los pastos y plantas de pradera. Las malas hierbas se agarraban a la bestia como hilachas. Delante del ettin, los tallos se erguían enhiestos como signos de admiración. A espaldas de la criatura, la vegetación aparecía aplastada en una franja tan ancha como la altura de un hombre.
La visión infrarroja proporcionaba al ettin un radio visual de casi treinta metros en la oscuridad, pero la ventaja de ver en la noche no había ayudado mucho a Res-Lacua, hasta ahora, para satisfacer el prodigioso apetito de la criatura. El troll de dos cabezas se las había ingeniado para atrapar dos cabras y una vaca, pero eso era poco más que un aperitivo para él, y además ya habían pasado horas desde entonces.
Lacua se detuvo de improviso, tiró la maza y metió la mano bajo la piel de oso.
—¿Pulga? —preguntó Res, con un gesto de compasión plasmado en el rostro.
Lacua no respondió. Sacó dos objetos de un bolsillo interior que Janusz había cosido a la piel del oso polar: una gema que emitía un resplandor amatista en las facetas gemelas labradas en la cara superior; y una segunda piedra, que tenía aspecto de un guijarro corriente, gris y plano. Pero Lacua las sostuvo con lo que podría ser la versión ettin de una actitud reverente.
—No perder piedra que habla —entonó—. No perder roca púrpura.
—No, no, no —coreó Res.
—Si no, ettin muere.
Ambas cabezas asintieron adoptando una expresión sabia.
El balido de una oveja llegó a los oídos del ettin, que guardó de nuevo las piedras en el bolsillo de la túnica. Escudriñó la oscuridad. Entonces, tras una elevación del terreno, captó balidos y una voz que gritaba una orden. Y más balidos de ovejas.
—¿Beeee? —preguntó Res—. ¿Beeeeee?
—Beee comida —respondió con gesto enterado.
—Ah.
El ettin avanzó anhelante hacia el pastor y el rebaño.