3

Una complicación

—Es sorprendente lo que un baño y ropas limpias pueden mejorar el aspecto de un hombre —hizo notar Kitiara al día siguiente mientras ella y Tanis recorrían el abarrotado mercado—. No te pareces mucho a la criatura viscosa que saqué de las arenas movedizas, semielfo. Intrépido casi no te conocía… una vez que lo alcanzamos, claro está.

El comentario arrancó una sonrisa a Tanis.

—Los caballos disponen de avena y afrecho en el establo y les vendrá bien una jornada de descanso. Hace un día espléndido, y tenemos el tesoro del fuego fatuo para gastar y tiempo libre para disfrutarlo. —Hizo una reverencia a la mujer—. ¿Puedo invitarte a comer, Kitiara Uth Matar?

Ella aceptó con un estudiado gesto aquiescente. Habían desayunado en su habitación de la posada Los Siete Centauros, pero ahora, a mediodía, sus estómagos gruñían.

—Debe de ser el resultado de semanas alimentándonos con esas infernales raciones de campaña elfas —comentó Kit, que se había detenido para admirar las mercancías de un vendedor: bandejas metálicas rebosantes de carne de venado que olía a gloria y estaba recién asada, acompañada con cebollas y huevos—. Comeré cualquier cosa que no sea quithpa elfo. Fruta seca, ¡bah! —Estaba a punto de pedir un plato de la carne asada cuando se fijó en un surtido de hojaldres rellenos de crema y bañados con un escarchado de fresa. Se quedó mirándolos como si estuviese hipnotizada—. Ah, qué difícil es decidir —musitó, alegre.

—Tomaremos un plato de venado y dos de esos dulces escarchados —indicó Tanis al vendedor mientras Kitiara vacilaba—. Si no, se te caerá la baba sobre toda la mercancía del pobre hombre —le dijo a la espadachina, que aceptó la broma con buen humor.

La conversación quedó relegada a un segundo término durante un tiempo, en favor de la comida, mientras el semielfo y la mercenaria recorrían despacio una de las calles del abarrotado mercado. Vestida con una falda corta de cuero, abierta por un costado, y una blusa de lino de color hueso, Kitiara atraía muchas miradas de los transeúntes, que ella aceptaba con indiferencia. Por su parte, Tanis llevaba un par de pantalones amplios, fruncidos, de color azul oscuro, así como una camisa de algodón a juego, ambas prendas prestadas por el corpulento posadero de Los Siete Centauros; la camisa ondeaba con los movimientos del semielfo, mucho más esbelto que su propietario. Kitiara lo miró con actitud crítica.

—Tenemos que encontrar ropas nuevas para ti; las que llevabas de cuero blando están destrozadas. Me he acostumbrado a verte con el atuendo de los Hombres de las Llanuras; te sienta mejor que el de un acomodado ciudadano gordinflón.

Al ser más alto que Kitiara, Tanis disfrutaba de una visión más amplia del mercado y, en respuesta a su comentario, la agarró por el brazo y la condujo entre la muchedumbre.

—He visto el sitio indicado —dijo. El semielfo se detuvo ante una carreta grande, abierta por la parte trasera pero con un artilugio en forma de concha que cubría el asiento del conductor. Por lo pesado que parecía el vehículo, Kitiara dedujo que precisaría cuatro mulas que tiraran de él. De pie en lo alto de la carreta, festoneada con cintas, estaba un Enano de las Colinas que lucía una barba de color castaño herrumbroso, cuyos rizos le llegaban hasta la hebilla del cinturón. Vestía unas ropas de tono verde bosque, con aspecto de estar hechas y teñidas con métodos caseros, y unas botas de piel que debían de haber pateado caminos durante décadas.

* * *

Tanis y Kitiara esperaron a que el enano atendiera a otro cliente, una mujer de voz chillona que no acababa de decidirse entre un adorno para el cabello, hecho de platino y perlas, y un peine de concha.

—¿Qué edad le calculas a este enano? —preguntó Kitiara a Tanis.

—Flint tiene alrededor de los ciento cincuenta —comentó el semielfo tras pensarlo un momento—, y este enano parece más joven que él. Diría que ronda los cien años. Unos diez años mayor que yo.

—¿Quieres decir que estoy pasando el tiempo con alguien que ya era viejo cuando nací yo? —protestó Kitiara.

—En cómputos humanos, sí —murmuró Tanis.

La mercenaria resopló.

—¿Te importa? —dijo él.

—No —admitió Kit entre risas—. Sería distinto si fuéramos a casarnos o algo así.

Por fin, la otra cliente se marchó con el peine y el adorno para el cabello, y el enano se acercó sin prisa a Tanis y Kitiara, abriéndose paso entre las mercancías con cuidado; no se bajó de la carreta.

—¿Qué queréis? —preguntó al semielfo y a la espadachina.

A Kitiara le molestó la brusquedad del vendedor, pero Tanis, acostumbrado a los modos rudos de Flint, se limitó a sonreír. El mal carácter no era, precisamente, insólito entre los Enanos de las Colinas.

—Buscamos ropa para mí, y una daga para la señora —contestó el semielfo.

El enano dirigió una mirada significativa al atuendo que llevaba, demasiado grande para él.

—Así que piensas dejar la compañía de cómicos ambulantes, ¿no?

Kitiara se encrespó; Tanis la cogió del brazo para contenerla y le dio a entender con un gesto que pasara por alto la pulla. La mejor forma de fastidiar a un Enano de las Colinas —o por lo menos a Flint Fireforge— era simular no hacer caso de su disposición taciturna.

—¿Comercias con los Hombres de las Llanuras? —le preguntó el semielfo.

—Hago tratos con todo el mundo —replicó, malhumorado, el enano—. Y todos intentan aprovecharse de mí: Hombres de las Llanuras, gnomos, e incluso otros enanos. Pensarías que soy un ricachón por el modo en que tratan de engañarme.

—Busco unas polainas y una camisa de cuero blando —lo interrumpió Tanis.

—Con flecos, supongo —añadió el enano—. Todo el mundo quiere flecos. Pamplinas inútiles. A ver, dime, ¿para qué sirven unos flecos?

Tanis sonrió afable, en tanto que Kitiara estaba que echaba chispas, ceñudo el gesto y los ojos llameantes.

—Lo de los flecos no estaría mal —dijo el semielfo—, pero tampoco son necesarios… —hizo una pausa significativa— si no los tienes.

La pulla hizo su efecto en el enano.

—¡Por supuesto que tengo! ¿Qué clase de baratillo piensas que dirijo, semielfo?

Kitiara libró su brazo de los dedos de Tanis con un brusco tirón y señaló al vendedor.

—Escucha, viejo enano, ¿es que quieres que nos gastemos nuestro dinero en otra parte? —El tono de voz dejaba patente la irritación que sentía.

El enano se volvió despacio hacia Kitiara y la miró de hito en hito desde lo alto de la carreta. Sus ojos tenían el mismo tono verde de sus ropas.

—Jovencita, me llamo Sonnus Molino de Hierro, no «viejo enano». ¿Eres tú la malcriada con aires de marimacho que necesita una daga?

Su mirada pasó por encima de la cabeza de Kitiara y se dirigió a la muchedumbre en general.

—Una espada no es bastante para esta moza atrevida. Nooooo. Necesita también una daga. ¿Y qué tal una maza y una pica? —Bajó la vista a su encrespada cliente—. ¿Con qué clase de gente te codeas? —Se agachó y añadió en un susurro—: ¿O es que las cosas se ponen un poquito quisquillosas de vez en cuando en las reuniones de costura de las señoras?

Tanis se acercó a Kitiara para hablarle al oído.

—Está disfrutando con esto —musitó.

La mirada de la mercenaria fue del semielfo a Sonnus Molino de Hierro, y frunció el entrecejo.

—Busco una daga porque la mía la perdí en unas arenas movedizas —dijo por último.

El enano dio un respingo.

—¿Qué? ¿Arenas movedizas? —exclamó, aunque enseguida recobró el dominio de sí mismo y volvió a su tono gruñón—. La querrás con montones de piedras preciosas e incrustaciones de perlas y cosas así, sin duda. Pamplinas innecesarias. La decoración puede estropear el equilibrio de un arma.

—Escucha —espetó la espadachina—, ¿tienes o no una daga para venderme?

—¡Por supuesto que tengo una daga! —gruñó el enano mientras se dirigía a zancadas a un baúl, lo abría, y lanzaba un envoltorio de cuero blando al semielfo—. También tengo vainas, pero ya veo por la funda que asoma bajo esa camisa corta tuya que no necesitas ninguna.

Tanis atrapó en el aire el paquete de cuero; era un traje completo al estilo de los Hombres de las Llanuras: suave piel de venado del color de madera de roble pulida, adornada con flecos en el canesú trasero de la camisa y bordados de cuentas en el dobladillo.

—¿Puedo probármelo en tu chamizo? —preguntó el semielfo, señalando el espacio cubierto de la carreta.

—Desde luego. No pensarías desnudarte en públi… ¡Eh! ¿Has dicho chamizo? —lo increpó el enano.

Mientras Tanis subía a la carreta se ganó una mirada virulenta por parte de Sonnus Molino de Hierro. El semielfo se encogió de hombros y se encaminó al habitáculo del enano. Sonnus cogió con brusquedad una bandeja en la que había dagas, retiró un montón de pañuelos de seda que habían caído sobre la bandeja, y regresó hacia donde aguardaba Kitiara.

—Conque «chamizo», ¿eh? —rezongó en voz baja—. Sólo por eso pagará el doble por las prendas de piel.

Mientras Tanis se cambiaba de ropa en el oscuro y abarrotado espacio cubierto, escuchó una voz nueva, de timbre agudo, mezclándose con la gruñona del enano.

—¡Bonitas dagas, Sonnus! Una vez me encontré una espada adornada con gemas, lo que fue una suerte, porque el propietario apareció cuando intentaba discurrir a quién devolvérsela y él estaba muy disgustado por haberla perdido. Sé que se alegró de que yo la encontrara, a pesar de que estaba demasiado alterado para sentirse agradecido, a decir verdad. Supongo que estaba muy preocupado y…

—¡Lárgate de aquí, condenada kender! —gritó el enano—. Y como robes una sola cosa más de esta carreta, te… ¡servirás de rancho a los minotauros!

—¿Robar? —La voz aflautada sonaba ofendida—. Sería incapaz de robar, Sonnus. ¿Qué culpa tengo si todo el mundo pierde cosas y soy tan afortunada que las encuen…?

—¡Basta! —bramó el enano—. ¡Fuera de aquí!

Tanis oyó un golpe que pudo ser causado por una kender al chocar contra el costado de la carreta. Mientras se quitaba la camisa de cuero, oyó la voz fría de Kitiara.

—¿Cuánto pides por esta daga, enano?

Sonnus dio un precio. La mercenaria regateó, y los dos acababan de llegar a un acuerdo cuando Tanis salió del habitáculo del enano.

—Me lo quedo —le dijo a Molino de Hierro—. Si el precio es justo.

—Bueno… —El enano se atusó la frondosa barba—. Creo que ese traje debe de ser el único de su clase que hay al oeste de Que-shu, que es donde lo conseguí; y me costó un buen puñado de monedas… La escasez incrementa el valor de una mercancía, me parece a mí.

—Salvo por el detalle de que nadie al oeste de Que-shu lo quiere, a no ser el semielfo —dijo Kitiara mientras manoseaba la bolsa en la que habían guardado las monedas que habían encontrado en la guarida del fuego fatuo—. Tendrás mucha suerte si consigues venderlo, enano. Quizá deberíamos mirar en otro sitio, Tanis.

El semielfo asintió con un cabeceo. Sonnus Molino de Hierro los contempló ceñudo.

—Cinco monedas de acero —ofertó.

—Tres —regatearon Tanis y Kitiara al unísono.

—Cuatro.

—¡Trato hecho!

La mercenaria pagó a Sonnus y enfundó en la vaina su nueva daga, que llevaba ojos de tigre incrustados en la empuñadura. Mientras ella y Tanis se metían entre la muchedumbre, oyeron al enano recibir a un nuevo cliente con un «bueno, ¿y tú que quieres?».

Kitiara pasó junto a una kender, una criatura que le llegaba a la cintura, y que llevaba el largo cabello castaño recogido en el copete característico de su raza.

—Ésa es la kender que intentó robar al enano —comentó la espadachina a Tanis.

—¡Robar! —exclamó la aludida—. Jamás robo nada. Tengo una suerte increíble para encontrar cosas, eso sí. ¿O es que no creéis que ciertas personas nacen con buena estrella? Todas mis hermanas y yo la tenemos, pero yo… —Los ojos castaños, semejantes a los de una cierva, brillaban con inocencia. Seguía con su cháchara cuando un trío de adolescentes pasó entre Kitiara y la kender abriéndose paso a empujones. La criatura de aspecto infantil se perdió de vista, y su vocecilla aguda quedó ahogada en el bullicio del mercado.

Tanis y Kitiara continuaron avanzando entre los transeúntes. El estrépito reinante era poco menos que ensordecedor. Un vendedor de tapices discutía con un comerciante de calzado; ambos se acusaban de extender sus mercancías en el terreno del otro. Docenas de vendedores intentaban superar con su voz la de los demás para atraer la atención de los posibles compradores sobre sus mercancías.

Un ilusionista embobaba a la multitud. Un malabarista sostenía en equilibrio sobre su cabeza una botella en tanto que daba vueltas a unos bastones ardientes. Una adivina, cubierta con velos, ofrecía predecir el futuro a quienes tuvieran el dinero suficiente —y la credulidad suficiente— para pagarle por sus servicios. Un gnomo vendía címbalos y arpas eólicas, unas cajas planas con cuerdas que sonaban con el viento, no tocándolas con los dedos. Dos humanos, un hombre y una mujer que estaban sentados en una suave loma herbosa que se alzaba sobre el mercado, tañían un par de guitarras triangulares de tres cuerdas.

Los vendedores pregonaban chales, perfumes y ropas finas, todo lo cual Kitiara pasaba por alto; y espadas, armaduras y sillas de montar, ante las que la mercenaria se paraba para admirarlas.

—Me gustaría encontrar algo para mis hermanos —dijo—. Un arma para Caramon. Es guerrero, como yo. Y un juego de pañuelos de seda para Raistlin, creo. Le vendrán bien para ciertos hechizos.

—Quizá compre algún regalo para Flint —secundó Tanis—. Lo que más le gustaría sería cerveza, estoy seguro, pero no me apetece llevar un pichel de cerveza de Haven desde aquí hasta Solace.

—¿No es hora de comer? —preguntó Kitiara, a quien había llamado la atención las voces de un hombre que movía un caldero de sopa, que aromatizaba el aire con su olor a salvia, albahaca y hojas de laurel.

Tanis la condujo cortésmente a un banco que había cerca del puesto del vendedor de sopa.

—Guarda el sitio —le dijo—. Yo la compraré; todavía me quedan unas monedas.

—Tenemos que repartir el botín del fuego fatuo —comentó Kitiara.

—Después de comer.

Regresó poco después con una bandeja de madera sobre la que llevaba dos cuencos de sopa humeante y gruesas rebanadas de pan blanco rociadas con semillas de sésamo tostadas. Comieron en silencio un rato, saboreando el compacto pan y la sabrosa sopa. Tanis se sacudió con cuidado las semillas de sésamo que le habían caído sobre su camisa nueva; su gesto indujo a Kitiara a llevarse la mano a la cadera, donde la funda sostenía… nada.

—¡Tanis, mi daga ha desaparecido! ¡La kender! Los dos se levantaron de un salto y fueron en distintas direcciones.

Tanis avanzó tan deprisa como le fue posible por las abarrotadas calles que se formaban entre los puestos, mirando a derecha e izquierda, pero no vio señal alguna de la kender de ojos castaños. Regresó hasta la carreta de Sonnus Molino de Hierro. El enano estaba encaramado a la parte trasera del vehículo, con las cortas piernas colgando por el borde. Sonnus sostenía una jarra de cerveza y masticaba un bocadillo, sin hacer el más mínimo caso a varios posibles clientes. Tanis percibió olor a pescado, ajo y cerveza al acercarse y preguntarle por la kender. Tuvo que repetir la pregunta tres veces, levantando más la voz en cada ocasión, antes de que el enano se dignara bajar la vista hacia él y contestara.

—La última vez que vi a esa ratera se dirigía hacia allí —señaló Sonnus—. Guarda bien tu bolsa de dinero, semielfo. Drizzleneff Brincapuertas es muy rápida. —Hizo una pausa y luego reanudó sus rezongos—. Pero Drizzleneff no es peor que la mayoría de bribones con los que tengo que tratar. Al menos, un kender no es bribón adrede.

Molino de Hierro miró a otro lado, dejando claro que daba por terminada la conversación. Sufrió un evidente sobresalto cuando, un momento después, Tanis se encaramó de un salto a la carreta, a su lado, y se puso de puntillas mientras oteaba en derredor buscando alguna señal de la kender entre la multitud.

Tampoco se veía mucho más desde lo alto del vehículo. Tenderetes y banderas eran meras vislumbres de lo que había tras la fila inmediata de puestos. La penetrante vista del semielfo atisbó enseguida a Kitiara, que avanzaba entre los asistentes al mercado y empujaba o dirigía miradas furibundas a cualquiera que se interpusiera en su camino. Tanis deseó que, por bien de la kender, fuera él quien encontrase primero a Drizzleneff Brincapuertas, en lugar de la espadachina.

Su deseo no se cumplió. Un grito al final de la calle donde estaba la carreta de Molino de Hierro, y un movimiento generalizado en la muchedumbre, cuando los paseantes se volvieron para contemplar el altercado, alertaron a Tanis. Se bajó de un salto y se abrió paso hasta el punto de conflicto.

Kitiara había recuperado su daga; de hecho, la reluciente hoja se movía muy cerca del cuello de Drizzleneff. La mercenaria rodeaba con su brazo izquierdo el pecho de la criatura, en tanto que su mano derecha blandía la daga.

—¡Debería acabar con tu miserable existencia aquí mismo, y nadie me lo impediría, kender! —gritó Kitiara.

Unos cuantos vendedores vitorearon sus palabras.

—¡Te estaba buscando! —chilló Drizzleneff—. Encontré tu daga…

—… en la funda que llevo al costado, ¡ratera!

Drizzleneff Brincapuertas contuvo un momento su agitada respiración para considerar las palabras de Kitiara. Después se encogió de hombros.

—Bueno, si quieres que te dé mi opinión, no era un sitio muy seguro para guardarla. ¿Y si algún ladrón…? —La frase se cortó con un sonido ahogado al ceñir Kitiara con más fuerza el brazo con el que le rodeaba el pecho.

—Escúchame, kender. —Drizzleneff apenas fue capaz de asentir con la cabeza; su rostro había adquirido un tono rojizo—. No vuelvas a acercarte a mí. —La voz de Kitiara era poco más que un susurro, y los fascinados transeúntes tuvieron que acercarse para oír sus palabras—. Nunca. ¿Entendido?

La kender se debatía para liberarse, y los ojos empezaban a ponérsele vidriosos. Tanis se adelantó para intervenir.

—¡Kit!

La mercenaria alzó la vista hacia él y le guiñó un ojo. Luego se dirigió de nuevo a Drizzleneff.

—De hecho, creo que deberías marcharte de Haven… ahora mismo. ¿Has comprendido?

—¡Kit! —interrumpió el semielfo—. ¡Apenas puede respirar!

Kitiara aflojó un poco el brazo y apartó unos centímetros la daga.

—¿Has comprendido? —repitió.

Drizzleneff Brincapuertas asintió con un cabeceo.

—Mañana por la mañana —jadeó con voz ronca—. Nada más desayu…

—¡Hoy! Esta misma tarde.

—Pero…

Kitiara hizo ondear la daga, y la kender movió la cabeza arriba y abajo.

—Bueno, vale. De todas formas, estaba pensando marcharme porque…

La espadachina la soltó, y Drizzleneff Brincapuertas, con el copete meciéndose a un lado y a otro, desapareció entre la multitud. La gente se dispersó tan pronto como comprendió que la diversión había terminado.

—¿No te parece que fuiste un poco ruda? —preguntó Tanis.

—Ahora lo pensará dos veces antes de robar.

—No, no lo hará —comentó el semielfo—. Los kenders no roban, desde su punto de vista. Desconocen el miedo y no tienen un verdadero concepto de lo que es propiedad privada… Sólo la curiosidad de un crío de cinco años.

La espadachina no respondió; estaba ocupada en sacar brillo a su nueva daga con el bajo de la blusa.

* * *

—¿Cómo conociste a Flint Fireforge? —preguntó Kitiara, a última hora de la tarde.

Habían cenado en Los Siete Centauros y ahora estaban sentados en los bancos casi vacíos que marcaban la circunferencia del patio de El Dragón Enmascarado, una de las posadas más grandes de Haven. Delante de ellos, unos cómicos preparaban un escenario bajo, y los criados del posadero encendían las antorchas de los hacheros situados en las paredes a intervalos regulares, a pesar de los nubarrones que empezaban a cubrir el cielo. La gente comenzaba a llenar los bancos poco a poco.

—Flint vino a Qualinost cuando yo era un chiquillo —dijo Tanis—. Nos hicimos amigos, y cuando se marchó me fui con él. Hace años que vivimos juntos en Solace.

No era toda la historia, por supuesto. El enano, un forastero en el reino elfo, se había hecho amigo del solitario semielfo, lo había apoyado en cada situación conflictiva, y mitigado el dolor de las heridas infligidas en su alma por el menosprecio con que era tratado en ocasiones, y, de hecho, a menudo pareció ser el único amigo que tenía en Qualinost. Más adelante, cuando Flint decidió abandonar la ciudad qualinesti para siempre, Tanis, ya casi adulto, se marchó con él sin demasiado pesar. A diferencia del enano, no obstante, el semielfo había seguido visitando la ciudad elfa de vez en cuando.

Kitiara no parecía muy inclinada a ahondar en detalles, sin embargo. Su atención estaba puesta en una pareja de músicos. La mujer, una criatura de aspecto etéreo, con cabello rubio y ojos azules, se colocó en el centro del escenario mientras su compañero, un hombre también muy esbelto, de cabello oscuro y sonrisa pronta, encendía unas antorchas en los hacheros situados a ambos lados de la plataforma.

El hombre se apartó un paso de la mujer y la miró con atención.

—Hay poca luz —le dijo. Acercó más las antorchas y bajó del escenario para apreciar el efecto.

—¿Mejor? —preguntó ella.

—Perfecto —contestó el músico, moviendo la cabeza arriba y abajo—. La luz, y también la cantante.

Subió de nuevo a la plataforma de un salto y la besó. Los tres hijos de la pareja, una niña mayor y su hermana y hermano más pequeños, estaban sentados con las piernas cruzadas en la parte posterior del escenario y rezongaron cuando sus padres se besaron. La pareja se apartó y sonrió sin cortedad a los pequeños. Kitiara puso los ojos en blanco.

—¡Qué encantador! —comentó con acritud.

Tanis reparó en que ésta era la misma pareja de músicos que había estado tocando en el mercado de Haven unas horas antes. Seguidos por los niños, los dos desaparecieron bajo un arco de madera que debía de conducir a un cuarto posterior. Durante los siguientes minutos, los cinco entraron y salieron llevando instrumentos de todo tipo y dejándolos con cuidado en el escenario. Tanis reconoció uno de ellos como un dulcimer, un instrumento de cuerda que se tocaba apoyándolo en el regazo, y que era muy popular entre las damas de la corte qualinesti. El hombre salió al escenario con las dos guitarras triangulares. Había también una especie de clavicordio, una caja oblonga con teclado que el hombre instaló sobre un soporte, delante de una banqueta. La mujer dejó un tambor en la parte trasera del escenario; su esposo la ayudó a maniobrar con otro instrumento de percusión, una especie de tambor hendido, hecho con un tronco hueco de madera pulida, al que se le había practicado una estrecha fisura. La hija mayor de la pareja instaló un gong junto a los tambores; la más pequeña se sentó en el escenario y empezó a practicar trinos con una flauta mientras que su hermano arrancaba gorjeos de una flauta dulce. Tanis los observaba como hipnotizado.

—Miras el escenario como si estuvieses deseando unirte a ellos —se mofó Kitiara, sacando al semielfo de su embeleso.

—Música. —Tanis señaló a la familia con un gesto de la cabeza—. Ésa es la diferencia entre elfos y humanos. —Al ver que la mercenaria arqueaba las cejas en un gesto interrogante, agregó—: En Qualinost se da por hecho que todos los niños han de aprender a tocar un instrumento. A menudo, a la caída del sol, los elfos se reúnen en la Sala del Cielo y ofrecen conciertos improvisados.

—¿Y qué? —replicó Kitiara—. A los humanos también nos gusta la música.

—Pero los humanos la contempláis como algo que sólo hacen los músicos —respondió él, con el entrecejo fruncido—. No conozco muchos humanos que interpreten su propia música. Venís a sitios como éste. —Señaló el patio que se había ido llenando.

Los dos se habían sentado en la punta del largo banco, ya que a Kitiara la disgustaba sentirse atrapada entre la multitud, y los espectadores los empujaban constantemente para ocupar los pocos sitios que quedaban libres.

—¿Y qué tocas tú, semielfo? —preguntó Kitiara.

—El salterio, la vihuela…

—¿Qué instrumentos son ésos?

—El salterio es un tipo de dulcimer —explicó Tanis—. La vihuela se parece a la guitarra. He probado con otros instrumentos, pero mi maestría no va pareja con mi entusiasmo. Flint me hace salir de casa cuando quiero practicar. —Se volvió a mirar a la espadachina—. ¿Tocas algún instrumento, Kit?

La mujer frunció los labios en un gesto desdeñoso.

—La espada es mi instrumento. Pero la puedo hacer cantar como ningún miembro de ese patético grupo es capaz de hacer con los suyos. —Señaló el escenario, donde la familia cantaba quedamente una melodía alegre, aunque en apariencia interminable, pensada para calentar las cuerdas vocales—. Y mi espada es mucho más efectiva contra unos goblins.

El discurso de la mercenaria fue interrumpido por la mujer, que se adelantó al borde de la plataforma y dio la bienvenida a los espectadores. El timbre de su voz era bajo y tenue. Volvió la cabeza para mirar a su esposo, situado junto a los tambores y el gong, y a sus hijos, dispuestos ya con flauta, clavicordio y flauta dulce. Luego miró de nuevo al público y empezó a cantar:

Había una bella dama en el viejo Daltigoth,

a quien burló su amante, abandonándola al dolor…

Su voz era rica como la tierra en primavera, y el hombre rollizo que se sentaba al lado de Tanis se estremeció.

—«La bella dama de Daltigoth» —susurró—. Me encanta esa canción.

El público se dispuso a escuchar con atención. El crepúsculo había dado paso a la noche. Solinari estaba alta en el cielo, sobre el patio, y Lunitari, la luna roja, empezaba a salir. Las antorchas atraían la atención hacia el escenario, pero el semielfo vio que algunos espectadores cruzaban bajo las puertas de arco al interior de la taberna y después regresaban con jarras rebosantes de cerveza. También se dio cuenta de que Kitiara lo había advertido.

—¿Te apetece un poco de cerveza? —preguntó la mujer.

Tanis apenas había tenido tiempo de hacer un gesto de asentimiento cuando la espadachina ya estaba de pie y se dirigía hacia el interior del establecimiento. De pronto, le salió al paso un hombre musculoso, de cabello y ojos negros y semblante obstinado. Vestía polainas y botas negras, camisa blanca y una capa escarlata, y estaba plantado ante la mercenaria con aire de plena seguridad en sí mismo.

—Kitiara Uth Matar —dijo quedamente.

—Caven Mackid. —El tono de la mujer era frío como el hielo.

No presentó a Tanis, que se había levantado despacio del banco y se había acercado a ellos. Un larguirucho adolescente, de ojos verdes como esmeraldas, se aproximó al grupo y se puso junto a Tanis, desde donde observó la escena con interés. Caven no apartó la mirada de Kitiara.

—No tomas muchos tramos rectos en tus viajes, mujer —dijo—. Me llevó una semana encontrar tu rastro, y mas de un mes seguirlo hasta aquí. —Caven pareció advertir la presencia de Tanis por primera vez—. Por fortuna —comentó en voz más alta, dirigiéndose al semielfo—, kitiara es la clase de mujer en quien se fija la gente por donde quiera que pase. Estoy seguro de que ya te has dado cuenta. —Se volvió a mirar a la espadachina—. Otro hombre que fuera más desconfiado que yo, pensaría que intentabas esquivarme, cariño.

Kitiara adoptó una postura más erguida, pero aun así sólo le llegaba al hombro a Mackid.

—Todavía soy tu oficial, soldado. ¡Cuida tus modales! —El tono era burlón, pero en sus ojos no había atisbó alguno de cordialidad.

Los artistas seguían cantando, pero varios espectadores, percibiendo que se avecinaba un espectáculo quizá más interesante, miraban boquiabiertos a Kitiara y a Caven.

Al oír las palabras de la mercenaria, las manos de Mackid colgaron a sus costados y la expresión amistosa desapareció de su semblante. El hombretón contempló a Kitiara con un extraño brillo en los ojos, una mezcla de cólera y algo más. Se estaba cociendo algo sobre lo que el semielfo no estaba al tanto, pero Tanis tenía suficiente experiencia con mujeres para comprender que, en algún momento, la espadachina había sido algo más que el oficial de ese hombre.

—Creo que tienes algo que me pertenece, capitana Uth Matar —dijo Caven con suavidad—. Una bolsa de dinero, ¿no? Sin duda, un descuido por tu parte; nuestras pertenencias personales se mezclaron un poco durante cierto tiempo, si no recuerdo mal.

—Ya lo creo —comentó el adolescente, que soltó una risotada al tiempo que echaba una mirada maliciosa a Tanis.

—Tal como yo recuerdo —continuó Caven Mackid, haciendo caso omiso del jovencito—, te marchaste con cierta prisa, querida… Tan deprisa, que ni siquiera tuviste tiempo de dejar una nota de despedida. Debían de perseguirte ogros, sin duda. Pero confío en que habrás guardado mi dinero a buen recaudo y ahora me lo devolverás.

El adolescente se acercó a Tanis para hablarle al oído.

—Se largó mientras él estaba cazando, llevándose un buen pellizco de sus ahorros —susurró—. Si se hubiese limitado a marcharse, no creo que le hubiese importado demasiado, pero fue la ratería lo que se le indigestó a Caven.

—¡Wode! —reprendió Mackid al muchacho sin alzar la voz—. Los buenos escuderos mantienen la boca cerrada cuando hay extraños.

A espaldas de Kitiara, los músicos habían terminado la balada y atacaban una animada contradanza. Por fin pareció que la espadachina advertía la presencia del semielfo.

—Tanis, éste es Caven Mackid, uno de mis subordinados en la última campaña.

Caven sonrió a Tanis de un modo casi amistoso, pero, cuando habló, sus palabras iban dirigidas a la mujer.

—¿Un semielfo, Kitiara? Has bajado tu nivel, ¿no? —El joven escudero soltó otra risotada, pero una mirada de Caven la cortó de raíz. El hombre volvió los ojos de nuevo a la espadachina. Sus siguientes palabras fueron una orden—: Dame mi dinero. Ahora.

* * *

A cierta distancia del cuarteto, sin que ninguno de ellos reparara en su presencia, una mujer, con la tez de un tono ocre como madera de roble bruñida, se retiró cautelosa a las sombras del portal. Una túnica de lana gris claro contrastaba con sus cetrinas facciones. Su mirada era directa, y sus azules iris rodeaban unas pupilas de negrura sorprendente. El cabello liso, oscuro como el azabache, caía en cascada sobre su espalda, cubriendo la capucha de la capa que llevaba retirada.

—Kitiara Uth Matar —musitó para sí—. Y el soldado de pelo oscuro… A él también lo conozco.

Entrecerró los ojos, en tanto que los dedos acariciaban los saquillos de seda que colgaban de su cintura, y siguió observando en silencio desde las sombras.