2

Peligro compartido

—De modo que, cuando mis hermanastros nacieron, cuidé de Raistlin y Caramon. Mi madre… no podía —concluyó Kitiara. Esas dos palabras encubrían mucho: los frecuentes trances y la enfermedad de su madre; las semanas tras semanas que pasaba en cama mientras que Kitiara, con alguna ayuda de su padrastro, atendía a los gemelos.

»Cuando cumplieron seis años y Raistlin fue admitido en la escuela de magia, me marche de Solace. De eso hace mucho tiempo; siete… no, diez años. —El tono de su voz seguía siendo indiferente, coloquial.

—¿Es éste tu primer viaje de vuelta a Solace? —preguntó Tanis mientras guiaba a su montura, Intrépido, un caballo castrado de estampa recia y pesada osamenta, alrededor de un afloramiento rocoso, haciendo que siguiera por la senda de tierra. Se quitó la banda de cuero atada a la frente y con la otra mano se enjugó el sudor. Luego volvió a colocarse la cinta. El calor estival era opresivo, incluso en aquel sendero umbroso.

—He regresado de vez en cuando. —Kitiara se encogió de hombros—. Estuve allí cuando mi madre murió, y en otras cuantas ocasiones. Les llevo regalos y dinero a los gemelos siempre que tengo.

—No parece que estés… —Tanis se interrumpió.

—¿Qué, semielfo? —Kitiara lo observó atenta. Al ver que él no pensaba decir nada más, se acercó sonriente y empezó a darle golpecitos con el puño hasta que el semielfo hizo una mueca.

—Aunque hace años que no ves a tus hermanos, no pareces tener mucha prisa en volver —dijo por último Tanis—. Llevamos más de un mes viajando, y no has hecho nada por acelerar la marcha. De hecho —añadió profundizando en el tema—, fuiste tú quien insistió en que persiguiéramos al horax.

El horax, un monstruo de casi dos metros de largo, con aspecto de insecto, había irrumpido una mañana en el campamento, hacía más de dos semanas, y, tras revolver sus pertenencias, había huido con la mochila de Kitiara. La criatura, de corta alzada y con unas placas semejantes a una coraza que la protegían desde las mandíbulas hasta la parte posterior, tenía doce patas y poseía una velocidad y ferocidad temibles.

La primera sospecha que tuvo Kitiara fue que el mago de Valdane había enviado al horax tras ella para recuperar las joyas de hielo. Pero desechó esa posibilidad cuando la criatura carnívora, después de deambular un poco, se limitó a regresar a su colonia subterránea. Ella y el semielfo habían atacado aprovechando el relente de la madrugada, que aletargaba y hacía más lentos los movimientos de la criatura y de varios congéneres que la acompañaban.

La persecución del horax los había conducido de vuelta hacia el suroeste, en el interior de los bosques de Qualinesti, la tierra natal de Tanis, pero todavía muy lejos de la ruta planeada para llegar a Solace. La expedición había durado la mitad del mes que había transcurrido desde la inicial escaramuza de Tanis y Kitiara con los goblins. Ahora, con la mochila ya restituida a su lugar, detrás de la silla de montar de Kitiara, se encontraban a varios kilómetros de Haven.

—Sigo opinando que te habría sido más fácil conseguir una mochila nueva —insistió Tanis—. Ésa tiene el aspecto de haber pasado por una guerra civil.

—Bueno, así ha sido —rezongó Kitiara, a la defensiva.

—Entonces ¿por qué estabas tan empeñada en recuperarla? —La miraba inquisitivo, pero su expresión era apacible.

—Ya te dije que eso no era de tu incumbencia —replicó encrespada.

Tanis desestimó su protesta con un ademán, como si espantara a una de las moscas que volaban en el cálido aire.

—Arriesgué mi vida por ello, Kit.

Kitiara golpeó con el puño el pomo de la silla de montar, en un gesto irritado.

—Tengo que discutir un asunto de negocios con Raistlin —repuso acalorada—. Parte de… los datos… están en la mochila.

—Eso explica tu empeño en perseguir al horax, pero no aclara por qué tienes tan poca prisa en reunirte con tu hermano ahora —insistió, pertinaz, Tanis.

«¡Por los dioses, qué entrometido es este semielfo!», se dijo para sus adentros Kitiara.

—Todavía estoy elaborando el plan —contestó de mal humor—. Pudiste continuar sin mí, semielfo. No era tu batalla. Podrías haberte ido para reunirte con tu amigo enano en Solace.

—Como si yo fuese capaz de abandonar a una mujer y dejar que se enfrentara sola a un monstruo carnívoro.

Kitiara desenvainó una daga y, antes de que Tanis tuviese tiempo de respirar, se encontraba mirando la afilada punta del arma. No pareció impresionarle mucho su rapidez fulminante, cosa que encolerizó aún más a la espadachina.

—Semielfo —dijo por fin Kitiara, escupiendo cada palabra—, ¡no necesito que ningún hombre me proteja!

Inopinadamente, Tanis sonrió. Después echó atrás la cabeza y prorrumpió en carcajadas.

—Por supuesto, Kit. Por supuesto.

Kitiara enfundó la daga, echando todavía chispas. Cabalgaron durante más de un kilómetro sin decir una palabra. Por fin Tanis, con aire de disculpa, rompió el silencio.

—¿Puedo ayudarte? Con el plan, me refiero.

—¡Lo dudo mucho! —resopló, desdeñosa, la mercenaria.

—Llevo los asuntos de Flint, y no hay nadie más desorganizado que ese enano en todo lo referente a los negocios. Tal vez podría haceros algunas sugerencias a ti y a tu hermano.

—Gracias, pero no —fue todo cuando dijo Kitiara, tras dirigir una mirada a Tanis.

A él no pareció molestarle que la mujer rechazara su ofrecimiento de ayudarla. Los dos siguieron cabalgando amistosamente, uno junto al otro, durante casi una hora en la tranquila tarde. Cuando Kitiara volvió a hablar, no obstante, fue como si sólo hubiesen pasado unos breves momentos.

—Tampoco tú pareces tener mucha prisa por regresar a Solace —comentó—. ¿Qué me dices de ese enano amigo tuyo? ¿No estará preguntándose dónde andas?

El semielfo sacudió la cabeza en un gesto de negación.

—Flint sabe que fui a Qualinost a visitar a mi familia, y que puedo tardar en volver.

Kitiara tendió la mano, arrancó una hoja de plátano, un árbol semejante al arce, y la empezó a rasgar en tiras, con gesto ausente.

—¿Familia? ¿Tus padres?

Tanis vaciló antes de contestar.

—Mi madre está muerta. El hermano de su marido me crio.

—¿El hermano de su marido? —Kitiara lo miró desconcertada—. ¿No el hermano de tu padre? —Intentó encajar lo que ya le había contado con esta nueva información—. Pero dijiste que te habías educado en la corte del Orador de los Soles. —No podía ocultar que aquello la impresionaba; todo el mundo sabía que el Orador de los Soles era el dirigente de la nación qualinesti—. ¿Es que el hermano del Orador se casó con una humana? Creía que los humanos no habían pisado Qualinost desde hacía siglos.

—Si es que lo hicieron alguna vez —dijo, conciso—. Mi madre era elfa. Mi padre era humano.

Kitiara tiró de las riendas de Obsidiana, y la bien adiestrada yegua se frenó de inmediato.

—Muy bien, ahora sí que estoy hecha un lío —confesó la espadachina—. ¿El hermano del Orador es humano?

—¿Por qué no dejamos este asunto? —sugirió Tanis, mirando a otro lado.

—De acuerdo. Tus orígenes me traen sin cuidado, semielfo. —Kitiara espoleó a su montura, que inició un trote vivo.

Tanis se quedó quieto unos instantes, sumido en profundas reflexiones, mientras Kitiara se alejaba sin mirar atrás. Se advertía la tensión en la espalda de la mujer por la forma de cabalgar. Por fin, cuando hubo desaparecido en un recodo del camino, el semielfo la llamó. Kit esperó en su negra yegua a que el corcel castaño la alcanzara. Cuando llegó a su lado, el semielfo no la miró.

—Mi madre estaba casada con el hermano del Orador, que, en efecto, era elfo —comenzó, en un tono carente de inflexiones—. Fueron asaltados en el camino por una cuadrilla de humanos… asesinos y ladrones. Mataron al marido de mi madre, y ella fue violada por un humano. Murió al nacer yo. El Orador me educó junto a sus hijos.

—Ah. —Kitiara creyó oportuno no decir más.

Pero Tanis no había acabado. Parecía ansioso de contarlo todo y terminar de una vez con el asunto. Tenía tensa la mandíbula, y la expresión de sus ojos de color avellana era dura; las manos que sujetaban las riendas de Intrépido estaban crispadas y tenían los nudillos blancos.

—El que estaba detrás del ataque no era un humano —dijo—. Era el otro hermano del Orador.

Los ojos de Kitiara se abrieron por la sorpresa.

—Creía que los elfos estaban por encima de esas cosas —musitó—. El honor elfo, y todo lo demás, ya sabes.

La penetrante mirada de Tanis pareció atravesarla.

—No es ninguna broma, Kitiara. La honradez significa mucho para mí. Mi madre y el hombre que debió haber sido mi padre perdieron la vida a causa de la infamia. —Enmudeció, y un súbito rubor le tiñó los pómulos.

Kitiara hizo un gesto de asentimiento para tranquilizarlo. Pero, para sus adentros, pensó: «No, Tanis no es la persona más indicada para ayudarme con las gemas púrpuras».

* * *

La aldea tenía tanto encanto como una cerveza rancia.

Tanis y Kitiara frenaron sus monturas. La población contaba con dos callejuelas cortas y angostas, flanqueadas por varias casuchas hechas con tablones grisáceos, algunas de las cuales sólo tenían una pieza, los techos de bálago y las ventanas cubiertas con hules aceitosos. Una casa, mayor que el resto, sobresalía del conjunto; su propietario había pintarrajeado las planchas exteriores con un fuerte color marrón, y los parduscos edificios restantes parecían muertos en contraste con el cálido tono tostado de la fachada. Una valla de estacas y una hilera doble de flores rodeaban el edificio, animando con sus brillantes colores la vista, que de otro modo habría sido deprimente. Los dos compañeros no vieron ningún residente.

Kitiara olisqueó el aire y señaló la puerta abierta de la casa marrón.

—Especias y levadura —dijo—. ¿Las hueles?

Tanis había desmontado y se encaminaba ya hacia el edificio.

—Tal vez el propietario nos venda un poco de pan —comentó.

El estómago de Kitiara dio una sonora respuesta afirmativa. La mujer siguió montada en Obsidiana mientras Tanis llegaba al porche de la casa marrón, llamaba a la jamba de la puerta abierta, aguardaba un momento, y después entraba a pesar de no haber recibido contestación alguna desde el interior. La aldea no tenía establo, ni una taberna donde el viajero pudiese tomar una jarra de cerveza, pero era muy semejante a otros pueblos por los que Kitiara había pasado a lo largo de los años. En estas pequeñas localidades, siempre había alguien dispuesto a proporcionar un refresco a los forasteros por el precio oportuno.

Sin embargo, esta población parecía desierta. Las puertas y contraventanas estaban cerradas a cal y canto.

—¿Hay alguien en casa? —llamó Kitiara. Esperó. Obsidiana, acostumbrada por igual al asedio o a la carga, permanecía inmóvil; la única señal de que era un animal vivo era el movimiento de su negra cola, con la que espantaba las numerosas moscas. Por fin crujió una tabla.

—¿A qué venís a Meddow? —preguntó una voz estridente de mujer, detrás de una puerta destartalada—. ¿Qué hace tu amigo en la confitería de Jarlburg? Aquí hay muchos hombres, y todos armados con espadas y mazas. Podemos defendernos. Largaos.

Kitiara contuvo una sonrisa. Defenderse… ¡Ja! Eran tan asustadizos como conejos. Se despojó del yelmo.

—Somos viajeros y vamos camino de Haven. Queremos comida y bebida, nada más. Y… —hizo una pausa significativa— podemos pagar.

Se produjo un nuevo silencio y después una mujer de mediana edad, vestida con una sencilla falda fruncida, un pañuelo a los hombros, y sandalias de cuero, apareció vacilante en el porche de la choza próxima al edificio marrón. Sus agrietadas manos sostenían un grueso ganchillo del que colgaba un trozo de calceta verde, que parecía ser parte de la espalda de un jersey de niño. Sus manos no dejaron de tejer un solo momento, haciendo lazadas con la hebra de lana; el extremo posterior del ganchillo subía y bajaba continuamente, como la cabeza de una lechuza curiosa. Kitiara advirtió el bulto del ovillo marcado en un bolsillo delantero de la falda de la campesina. Cada pocas lazadas, la mujer daba un tirón de la hebra, que hacía brincar el bulto del bolsillo y soltar varios círculos más de lana.

—Puedo daros agua, pero no me sobra nada de comida —dijo la mujer con nerviosismo mientras eludía los ojos de Kitiara.

—¿Ni siquiera pan? —insistió la mercenaria—. Huele a levadura.

—Tenemos…, teníamos… —La mujer respiró hondo y lo intentó de nuevo—. Jarlburg… —De repente, su valor se vino abajo; apretó la labor contra los temblorosos labios y señaló con el ganchillo la puerta abierta del edificio marrón—. Jarlburg ha muerto también. Acabo de descubrirlo. —El llanto acudió a sus ojos—. Todos están muriendo, uno tras otro.

—¿Qué quieres decir con eso? —Kitiara tiró de las riendas, haciendo que Obsidiana reculara un paso—. ¿Qué es? ¿La peste? —Se le había puesto la piel de gallina. Era capaz de enfrentarse con cualquier enemigo vivo, pero ¿una plaga? Nadie en todo Krynn sabía qué causaba la epidemia, aunque algunos decían que los clérigos y sanadores que habían servido a los antiguos dioses, antes del Cataclismo, podían curar esa enfermedad. En la actualidad, los predicadores de las nuevas religiones afirmaban que quienes caían bajo el azote de la peste se habían labrado su propio destino al carecer de moralidad.

—No, no es la peste —contestó la mujer—. La gente… desaparece, sin más. Creo que van al pantano. —Señaló hacia el este con la delgada mano que apenas podía sostener el ganchillo.

—¿Alguna señal de lucha? —preguntó Kitiara.

La campesina sacudió la cabeza en un gesto de negación; de repente pareció comprender que los forasteros no eran parte de la fuerza responsable de lo que quiera que estuviera azotando Meddow. Se aventuró a salir de la casa. Siguió tejiendo, sin mirar la labor; su nerviosa cháchara mantenía el mismo ritmo frenético del ganchillo de madera.

—Encontramos abiertas sus puertas por la mañana, y ellos ya no están —dijo llorosa—. Sé que todos están muertos: Berk, Duster, Brown, Johon, Marón y Keat hasta ayer. ¡Y ahora Jarlburg! Sólo quedamos tres hombres, seis mujeres y más de una docena de niños. ¿Qué harán nuestros hijitos si todos los padres desaparecemos? —Empezó a sollozar y a secarse las lágrimas con el trozo de lana tejida. Alzó los ojos húmedos hacia Kitiara—. Tienes aspecto de ser soldado. ¿No podríais ayudarnos tú y tu amigo?

—¿Cuánto pagaríais? —preguntó la mercenaria tras considerar el asunto un momento.

—¿Pagar? —La mujer retrocedió un paso; la voz le temblaba—. No tenemos dinero.

—Entonces, lo siento —anunció secamente Kitiara—. Mi compañero y yo tenemos asuntos urgentes de los que ocuparnos en Solace. No podemos retrasarnos. —Hizo que Obsidiana volviera grupas y enfiló hacia la confitería de Jarlburg. A sus espaldas, la mujer prorrumpió en sollozos de nuevo.

—¡Espera! —llamó—. Puedo darte esto. —Levantó la pieza de jersey—. Lo terminaré pronto. Quizá tienes una hija o un hijo al que le venga bien.

—¡Los dioses me libren! —respondió Kitiara, soltando una breve risa—. ¡Es lo único que me faltaba! Tengo que reunirme con mi compañero para ponernos en marcha. Esperamos llegar a Haven antes de que oscurezca.

Las manos de la mujer dejaron de tejer, bajaron temblorosas sobre el mandil y se entrelazaron. Mientras Kitiara daba media vuelta, la expresión suplicante de la campesina desapareció.

—Hay un atajo —indicó a la mercenaria—. Seguid el camino que pasa por detrás de la tienda de Jarlburg e id hacia el este. Enseguida llegaréis a una bifurcación, en el peñasco de cuarzo rosa. El ramal de la izquierda serpentea un poco, pero os llevará a Haven.

—¿Y el de la derecha? —preguntó Kitiara antes de cruzar el porche de la confitería.

—Va directamente al pantano. Tened cuidado.

La mercenaria le dio las gracias y entró en el edificio marrón. La campesina se volvió hacia su choza.

—O, quizás es al contrario —musitó la mujer con su sonrisa desganada—. No lo recuerdo.

* * *

A pesar de estar la puerta abierta, la confitería de Jarlburg estaba mal ventilada y dentro hacía calor. Un hilillo de sudor resbaló por la espalda de Kitiara. Se percibía olor a canela, jengibre, clavo, y algo dulce, como pétalos de flor. Kit oyó a Tanis moviéndose en la trastienda, que era una amplia cocina con un horno de ladrillos a un extremo y una mesa grande de madera que dominaba el centro de la habitación. Debajo del tablero había un saco y medio de harina de trigo.

Tanis se encontraba cerca de una puerta, dividida en dos hojas horizontales, que daba al callejón. La mitad inferior estaba cerrada, pero la de arriba estaba abierta.

—Desde aquí se huele el pantano —comentó el semielfo, que añadió a continuación—: La tienda está desierta, pero es evidente que alguien estaba haciendo pan recientemente.

—Algo está atacando al pueblo. Ocurre por las noches. Me lo contó una aldeana. —Kitiara relató la historia de la campesina, omitiendo la inútil petición de ayuda—. Deberíamos coger algunas provisiones y ponernos en marcha.

Cuatro sacos de tela blanqueada cubrían unas cuantas bandejas; entre ellas, una que estaba en la estantería cercana a Kitiara, a la altura de su codo. La mercenaria levantó el lienzo y vio una docena de bizcochos escarchados. Cortó uno y ensartó el pedazo con la punta de su daga; lo probó.

—Mmmmmn. Lleva relleno de caquis. ¿Quieres un poco? —dijo, antes de tragar el bocado.

Tanis sacaba una moneda de una bolsa que colgaba de su cinturón; el pago por las provisiones, sin duda. Miró en derredor y después la puso sobre un mostrador, cuya superficie tenía marcas de cuchillo.

—Alguien la encontrará ahí. Dime, ¿cómo puedes comer en este sitio? —inquirió—. Probablemente el dueño yace muerto en algún rincón del pantano.

Kitiara terminó el dulce en tres mordiscos, se chupó los dedos, y cogió otro bizcocho.

—Si dejara de comer cada vez que las circunstancias no son las más indicadas, me moriría de hambre, semielfo. Y mi rendimiento como espadachina no sería bueno si estuviese debilitada por falta de alimento. —Se limpió las manos en la faldilla de cuero—. ¿Has visto algo de pan? Mira debajo del paño que cubre esa bandeja, la que está junto a la puerta.

Tanis no se movió ni pronunció una palabra.

—¿Tienes escrúpulos? —espetó Kitiara—. Dudo que el viejo Jarlburg le importe si nos llevamos parte de su mercancía. ¿De qué le sirven ahora unos pocos bizcochos?

Tanis siguió guardando silencio. Kitiara enfundó la daga, vació la bandeja de bizcochos en uno de los paños blancos, y lo ató con un nudo.

—Éstos nos vendrán bien más tarde —comentó.

—¿No sientes siquiera un poco de curiosidad por saber lo que ha pasado con ellos? —preguntó Tanis.

—Mientras no sea yo quien corre peligro, no tengo curiosidad. —Tanis la observaba con actitud desapasionada y una expresión indescifrable—. ¿Qué pasa? —inquirió.

—Estoy intentando determinar algo —respondió el semielfo suavemente mientras se volvía a mirar el callejón.

—¿Qué?

—Si eres inhumana o típicamente humana.

Tanis salió al callejón, dejando a Kitiara inmóvil en mitad de la cocina, con una mano cerrada en torno a una hogaza de pan de centeno, y la otra sosteniendo el envoltorio lleno de bizcochos. La mercenaria lo siguió con la mirada; ardía en cólera.

«Maldito hombre —pensó—. Y maldita su arrogante sangre elfa».

* * *

Tanis no habló con Kitiara mientras partían de Meddow. Ella señaló el atajo sobre el que le había hablado la campesina, y, cuando llegaron a la bifurcación al cabo de varios minutos, apuntó en silencio el ramal de la izquierda. Azuzaron a los caballos para que iniciaran un trote vivo mientras las sombras del anochecer se cerraban sobre ellos.

Poco después el sendero se tornaba esponjoso, y los cascos de los caballos empezaron a hacer ruidos succionadores al sacarlos de la rezumante turba.

—Éste no puede ser el sendero correcto —dijo Tanis, volviendo la cabeza para mirar a Kitiara, ya que iba delante.

—La mujer dijo que el camino de la izquierda serpenteaba un poco —espetó la espadachina—. Y éste es el ramal de la izquierda, maldita sea. Apresúrate. Se está haciendo de noche.

—Cómo será, entonces, el de la derecha —rezongó el semielfo.

La vegetación cambió a medida que avanzaban por el sendero. Los árboles se doblaban bajo el peso de festones de musgo verde grisáceo, que semejaban los cabellos de un cadáver momificado. Hierbas extrañas de color rojo, que llegaban a la altura de los hombros, crecían al borde de la senda; nubes de pequeños insectos flotaban sobre las puntas. Kitiara rozó una con la mano y la apartó bruscamente, al tiempo que gritaba.

—¡Me ha mordido!

Tanis tiró de las riendas de Intrépido y se inclinó para examinarle la mano.

—¿Han sido los insectos o la planta? —preguntó. La sangre le brotaba de dos pequeños cortes en la yema del pulgar—. Parecen marcas de dientes —susurró.

—No seas ridículo —barbotó Kitiara, imponiéndose de nuevo su mal genio—. ¿Desde cuándo muerden las plantas?

—Cosas más raras ocurren —repuso el semielfo, pensativo.

Ella retiró la mano con un brusco tirón.

—Estás intentando asustarme, semielfo. Vamos, reanudemos la marcha. —Hizo que Obsidiana adelantara al caballo castaño y se puso a la cabeza. Tanis la siguió despacio.

El sendero se estrechó; las plantas rojas se apretujaban a los lados hasta que llegó un momento en que Tanis y Kitiara apenas veían lo que había a derecha o izquierda. Sólo había espacio suficiente para que los caballos avanzaran en fila. El olor a vegetación descompuesta se hizo más intenso, al igual que el zumbido de los insectos. En cierto momento, algo púrpura, del tamaño del casco de un caballo, cruzó corriendo el sendero a los pies de Obsidiana, arrastrando un pequeño pájaro que todavía aleteaba. La yegua se espantó, y Kitiara tuvo que emplearse a fondo para dominar a su asustada montura. Cuando, por fin, Obsidiana se calmó, la espadachina gritó furiosa:

—¿Qué infiernos era eso?

—Una araña de pantano —contestó Tanis, lacónico—. Venenosa.

A medida que anochecía, hordas de mosquitos se lanzaron sobre los viajeros. Tanis desenrolló la manta de dormir y se la echó sobre la cabeza para resguardarse de los agresivos insectos. Kitiara hizo otro tanto.

—No roces las plantas —aconsejó el semielfo. Kitiara rezongó algo, pero mantuvo a Obsidiana en el centro del sendero.

Inesperadamente, Tanis desmontó, cogió una piedra y la arrojó contra las rojizas hierbas. Se escuchó un chapoteo.

—¿Seguro que el sendero de la izquierda lleva a Haven? —insistió.

—Eso es lo que dijo la mujer. —Kitiara se detuvo y miró en derredor. Sus ojos fueron del musgo colgante a las altas hierbas y por fin al camino—. Eso fue lo que dijo.

Las plantas se apretaban compactas a los lados. Apenas había luz cuando oyeron el chapoteo de algo grande a la izquierda; los murciélagos volaban en círculo sobre sus cabezas, dándose un banquete con las miríadas de mosquitos. Un zumbido, como el sonido producido por miles de insectos, resonaba sobre toda la ciénaga.

—¿Alguna vez has combatido en un pantano? —preguntó Tanis en voz queda. Haciendo caso omiso de los mosquitos, dejó que la manta resbalara sobre sus hombros y tendió la mano hacia su espada.

—No. ¿Y tú?

—Una vez. Con Flint.

Sin mediar palabra, ambos habían adoptado un tono indiferente, coloquial.

—¿Qué criaturas habitan aquí? —inquirió Kitiara.

—¿Has oído hablar de los jarak-sinn?

La mercenaria negó con la cabeza.

—Son una raza de hombres lagartos, y su veneno es mortal —explicó Tanis. Con la noche cerrándose a su alrededor, parecía más apropiado hablar en susurros—. Y, por supuesto, también hay ogros; te los encuentras por todas partes. Y los cúmulos oscilantes; tienen el aspecto de un montón de hojas descompuestas… hasta que se levantan y te envuelven. Luego están los caimanes de pantano; Flint y yo luchamos contra esos animales. Al final de la cola tienen una espina que descarga veneno; intentan paralizarte y luego arrastrarte bajo el agua para ahogarte.

Tanis no mencionó que el irascible enano había estado a punto de perder la vida en aquel encuentro, y que sólo gracias a las dosis generosas de ciertas hierbas qualinestis, que contrarrestaban los efectos del veneno, logró sobrevivir. Kitiara retiró la manta que le cubría la cabeza y desenvainó su espada. Tanis ya llevaba la suya desenfundada.

—Así que estamos en el pantano. ¿Seguimos adelante o retrocedemos? —preguntó la mercenaria.

—Aunque quisiéramos, los caballos no podrían volver grupas en este sendero tan estrecho —contestó el semielfo, tras echar un vistazo a las densas hierbas escarlatas—. Sigamos, Kit, pero mantente alerta.

Avanzaron más despacio, aguzando los oídos cada vez que sonaba algún chapoteo o burbujeo en la ciénaga. El hedor a plantas y animales descompuestos se acentuó. Solinari había salido y bañaba a los viajeros en su luz plateada.

Entonces, de repente, lo que parecían dos lunas argénteas aparecieron suspendidas en el cielo.

—¡Mira, semielfo! —gritó Kitiara, señalando a lo alto—. ¡Una luz! ¡El camino llevaba a Haven, después de todo!

Haciendo caso omiso del grito consternado de Tanis, la mujer espoleó a Obsidiana en los ijares y cabalgó al frente con despreocupación. El semielfo no tuvo más remedio que azuzar a Intrépido para que saliera a galope.

—¡Kitiara, espera! —gritó—. ¡Es un fuego fatuo!

La espadachina siguió galopando como si no lo hubiese oído.

El sendero se ensanchó y giró a la derecha, para bordear un estanque negro. Solinari brillaba en lo alto, y su luz otorgaba un fulgor sobrenatural al musgo esfagnáceo de los árboles que rodeaban a los viajeros. Tanis se situó junto a la mercenaria y consiguió sujetar las riendas de Obsidiana. Kitiara se volvió hacia él; primero, el desconcierto se plasmó en su semblante, y después dio paso a la comprensión.

—¿Un fuego fatuo? —preguntó.

El segundo orbe flotaba más abajo, al otro lado de la charca; tenía un metro de diámetro y su luz pulsante variaba del blanco a un verde pálido, luego violeta, y después azul.

—Sí, pero un fuego fatuo inteligente. También se lo llama quimera —explicó Tanis, que llevaba todavía desenvainada la espada—. Atrae a sus víctimas enmascarándose en la forma de fanales y confundiendo a la gente hasta que se pierde en las arenas movedizas.

—¿Arenas movedizas? —Kitiara miró en derredor.

—Sí, arenas movedizas. —Tanis señaló la charca negra que había a sus pies.

La espadachina observó el oscilante globo de luces cambiantes.

—¿Atacará? —inquirió en un susurro.

—Tal vez. No dejes que te roce siquiera. Recibirías una descarga que podría matarte en el acto.

Kitiara desmontó; llevaba la espada en la mano derecha, y la daga en la izquierda.

—Ésa debe de ser la criatura que mató a Jarlburg y a los demás —dijo—. Probablemente llegó hasta el borde del pantano, cerca de Meddow, y los atrajo hacia el interior. —Tanis movió la cabeza en un gesto de conformidad—. ¿Qué come una quimera? —quiso saber la mujer.

—Miedo.

Por su expresión, Kitiara creyó que Tanis le estaba tomando el pelo, pero el semielfo continuó:

—Tengo entendido que una persona asustada emite un halo. Ciertas criaturas pueden percibirlo; en lugar de matar a sus víctimas de inmediato, rozándolas, por ejemplo, el fuego fatuo prefiere que sus presas mueran lentamente porque absorbe el miedo y lo almacena como alimento.

En ese momento, la luz pulsante de la esfera empezó a aumentar de intensidad, lenta pero constantemente, hasta que su brillo permitió al semielfo y a la mercenaria ver los desechos en torno a la negra charca de arenas movedizas. Bajo la espeluznante luz, atisbaron calaveras, espadas y bolsas de dinero.

—¿Un tesoro? —señaló Kitiara.

—Es probable que se lo arrojaran sus víctimas con la esperanza de comprar su clemencia.

Las ramas bajas de los árboles, que colgaban sobre el estanque, estaban desnudas de hojas, evidencia de los esfuerzos desesperados de unas manos por aferrarse a cualquier cosa que frenara la acción succionadora de las arenas movedizas.

El rostro de Kitiara brillaba por la transpiración, como sin duda ocurría también con el suyo, comprendió Tanis. La quimera relucía con más intensidad y el cambio de tonalidades se producía con mayor rapidez.

—¡Kit, se está alimentando de nuestro miedo! ¡Piensa en otra cosa! —advirtió el semielfo.

—Solace —musitó la mercenaria, cerrando los ojos.

—Muy bien —la animó Tanis—. Los vallenwoods… Piensa en ellos.

—Por donde quiera que he ido, la gente me preguntaba qué se sentía viviendo en unas casas construidas entre las ramas de los inmensos vallenwoods de Solace —dijo Kit.

—Y las pasarelas de cuerda tendidas de árbol a árbol.

—Podrías pasarte toda la vida sin necesidad de poner los pies en el suelo.

—Aunque no es ése el caso de un enano —comentó Tanis—. Flint Fireforge es dueño de una de las pocas casas construidas al pie de los árboles. Rara vez sube a las pasarelas, salvo para ir a la posada de Otik

La luz perdió intensidad, después aumentó, y luego volvió a disminuir.

Entonces, se apagó. De pronto, la única fuente de iluminación era el tenue resplandor de Solinari. Tanis desmontó de Intrépido y de inmediato se colgó el arco a un hombro.

—¡Va a atacar! —Dio una palmada en la grupa del caballo y Kitiara hizo otro tanto con Obsidiana.

Los dos animales salieron al galope por el sendero, en direcciones opuestas. El semielfo y la espadachina se colocaron espalda contra espalda, aguardando. Tanis oyó que Kitiara susurraba para sí misma: «Solace, Solace».

—Los vallenwoods —repitió él—. Recuerda los vallenwoods.

De improviso la noche estalló a su alrededor. Hubo una explosión tan brillante que cegó momentáneamente al semielfo. Cuando se aclaró su visión, contempló una bola de fuego azul que se precipitaba contra ellos. Agarró a Kitiara por el brazo y la arrastró consigo al suelo del sendero; la criatura, semejante a un cometa verde pálido, zumbó por encima de sus cabezas. A su paso, el cabello de Tanis chisporroteó. Kitiara lanzó un juramento.

—¡Huuuuu-maaaa-noooos!

La fantasmagórica voz parecía rodearlos, menguando y creciendo e insinuándose en cada poro de su piel. Sin embargo, el fuego fatuo había regresado a su posición anterior, sobre las arenas movedizas. La criatura osciló en el aire, cambiando de color al compás de la respiración de los dos compañeros.

—¡Por Takhisis! —barbotó Kitiara—. ¡No me dijiste que esa cosa puede hablar!

—No lo sabía.

—Nooo tenéisss nüüngunaaa oportuuuunidaaaad, huuu-maaanosss. —El fuego fatuo pasó de verde a azul, de azul a violeta, y por último a un blanco deslumbrante.

Tanis tragó saliva con esfuerzo y apretó más los dedos sobre la espada.

—Está vibrando más deprisa. Así es como debe de hacer los sonidos.

—Ossss… matareeeé… despaaaacioooo.

—¿Cómo podemos acabar con él? —susurró Kitiara.

—Una espada lo mataría, pero tendremos que hacerlo sin que nos toque.

La cosa se aproximó a ellos.

—Sentiréeeeis mucho dolorrrr, huuumaaanosss.

Tanis y Kitiara enarbolaron las espadas. Los dos empuñaban también sendas dagas.

—¿No lo mataría una flecha?

Tanis asintió con un cabeceo.

—Imaginad el dolorrr, huuumaaanosss. Pensad en vues-trasss muertesss.

—Tú eres el arquero, semielfo —dijo Kitiara—. La espada es mi arma. Te cubriré.

—Os faltaráaaa… elaireee, huuuumaaanosss. Os dominará el pánico. —La cosa flotó más cerca—. Semiiielffo. Tú morirásss primerooo, crrreo.

—Quiere ponerte nervioso, Tanis. Recuerda, tienes a Kitiara Uth Matar guardándote la espalda.

—Manténlo distraído —susurró el semielfo—. Cuando dispare, tírate al suelo.

Kitiara guardó silencio y se quedó inmóvil unos instantes. Luego se volvió de cara al fuego fatuo y afirmó los pies en el suelo.

—Muy bien, bestia —espetó.

—¿Sssssí? —El sonido sibilante resonó en el musgo colgante y en la superficie de las arenas movedizas. Por el rabillo del ojo, Tanis vio una araña de pantano que salía de las sombras hacia la aplastada turba del camino.

—¡No te tenemos miedo, bestia! —La voz de Kitiara era arrogante.

Algo parecido a una risa siseante vibró a su alrededor.

—Mis sssentidosss me dicennn lo contrario, huuumanaaa. Vuessstro miedo me alimennnnta hiennn. Sssaborearé vuesss-trasss sabrosasss muertesss.

En ese momento, Tanis sacó una flecha de la aljaba y, con el mismo movimiento, agarró el arco. Se apartó veloz de Kitiara y del fuego fatuo, haciendo que la araña regresara gateando a las hierbas altas. Después encajó la flecha en el arco y la disparó. Kitiara ya se había agachado sobre una rodilla, y mantenía extendida la espada a la vez que trazaba círculos en el aire con la daga.

La flecha voló por el aire nocturno y arañó el borde de la bola luminosa. La cosa desapareció en medio de una pequeña explosión blanca.

Reinó el silencio.

Tanis y Kitiara se miraron.

—¿Ya está? —preguntó la mujer con incredulidad.

—No lo sé. No había luchado nunca contra estas criaturas. —Encajó otra flecha en el arco y se acercó a Kitiara, que continuaba alerta, recorriendo con la mirada el entorno.

De repente otra explosión sacudió el claro. Unas descargas púrpuras, azules y verdes sisearon sobre la hierba.

—¡Semiiielfffo!

De pie al borde de las arenas movedizas, Tanis giró sobre sus talones para enfrentarse a la nueva amenaza y disparó otra flecha. El proyectil salió sin precisión, y el fuego fatuo se lanzó en picado sobre el semielfo mientras emitía descargas de un color azul intenso.

—¡No dejes que te toque! —le gritó Kitiara.

Tanis saltó hacia un lado, y sintió el zumbido de la cosa al pasar junto a él.

En el mismo instante en que su cuerpo entró en contacto con la superficie negra y fría de las arenas movedizas, el semielfo comprendió que había hecho exactamente lo que el fuego fatuo quería que hiciese. Empezó a debatirse en el pringoso barro hasta que reparó en que con sus forcejeos lo único que conseguía era hundirse más en la mortífera arena. De hecho, estaba sumergido ya hasta la cintura, a un metro de distancia del borde de la charca.

Kitiara lanzó un grito de guerra, y Tanis la vio arremeter con su espada al fuego fatuo. Forcejeó de nuevo, pero sólo logró hundirse un poco más.

Se tumbó boca arriba en el barro. A su derecha, por encima de él, el combate continuaba fragoroso. En medio de chisporroteos verdes y púrpuras, el fuego fatuo atacaba y retrocedía, con la evidente esperanza de empujar a Kitiara hacia las arenas movedizas, pero la espadachina se resistía a entrar en el juego; mantenía su posición en el sendero, en medio de huesos esparcidos, armas y bolsas de monedas. Tanis la alentaba con gritos de ánimo; Kitiara esbozó una sonrisa lúgubre y siguió combatiendo.

El semielfo atisbó una rama por encima de su cabeza, silueteada por la luz de Solinari. Si pudiese alcanzarla… Se estiró, y sus dedos rozaron unos finos vástagos; intentó no pensar en las anteriores víctimas que habían tratado de escapar del mismo modo. Se estiró otra vez. Su mano derecha aferró una rama y tiró de ella; la rama se quebró entre sus dedos. La izquierda logró agarrar otra rama más gruesa y tiró hacia sí de ella. En esta ocasión, la madera aguantó sin romperse.

Por fin, Tanis consiguió quedar colgando con ambas manos de una rama no más gruesa que su dedo pulgar, y, aunque con eso no impedía seguir hundiéndose, al menos lo hacía más despacio. Tal vez ganara el tiempo necesario. Otras ramas más sólidas, que todavía tenían hojas, se balanceaban un palmo por encima de la que lo sostenía, pero esa pequeña distancia las situaba tan lejos de su alcance como si estuvieran a un kilómetro.

El fuego fatuo seguía luchando con tenacidad. La espadachina lo combatía con espada y daga, arremetiendo, fintando y acuchillando a la bamboleante bola de luz.

—¡Vamos, insignificante luciérnaga! —zahirió—. ¡He visto saltar chispas más fuertes de un yesquero!

—Por todos los dioses —susurró, asombrado, Tanis—. ¡No le tiene miedo!

El fuego fatuo centelleó furioso ante la pulla de la mujer. Cuando el resplandor perdió intensidad, también su tamaño se había reducido. Tanis comprendió la estratagema de Kitiara; si el fuego fatuo se alimentaba del miedo, tal vez se debilitaría al experimentar la emoción contraria. Mientras Kitiara reanudaba sus pullas, Tanis cambió la posición de sus manos sobre la rama.

La izquierda rozó algo peludo.

El semielfo alzó la vista y se quedó sin aliento. Una araña de pantano venenosa, más grande que su puño, estaba agazapada en la rama al lado de su mano. Intentó separarse un poco hacia la derecha; el movimiento hizo que se hundiera otro palmo en las arenas movedizas y, además, la criatura purpúrea se desplazó a lo largo de la rama, siguiendo su mano.

—¡Kit! —gritó.

La mujer miró hacia él y frunció el entrecejo; redobló sus esfuerzos contra el fuego fatuo, pero el pulsante ser se alejó flotando y se detuvo justo por encima de la rama donde colgaba el semielfo.

—¡Tu miedo lo hace crecer, Tanis! —chilló Kitiara—. ¡No lo alimentes!

La araña púrpura alargó una pata y acarició el dedo meñique de Tanis.

—Vallenwoods —musitó para sí el semielfo.

—Solace —añadió Kitiara—. Las pasarelas colgantes. Las patatas picantes y la cerveza de la posada El Último Hogar.

El fuego fatuo descendió un poco más; la araña venenosa plantó otra pata, y después una tercera, en la mano de Tanis. Las minúsculas garras que remataban las patas arañaron la piel del semielfo, que no osó mover un solo músculo; trató de no pensar en las ponzoñosas mandíbulas del animal, pero la luz y el color del fuego fatuo se incrementaron.

—Flint Fireforge —susurró Tanis desesperadamente—. Patatas picantes.

Kitiara dio un giro a la daga; ahora, sus dedos aferraban el arma por la hoja, en lugar del mango. El fuego fatuo permanecía inmóvil, a menos de un palmo de Tanis, volcada toda su atención, al parecer, en el semielfo. Kitiara estrechó los ojos y apuntó. Después, con un movimiento fluido, arrojó la daga al tiempo que gritaba:

—¡Suelta la rama, Tanis!

El semielfo se zambulló en las arenas movedizas, seguido por la araña.

La daga de Kitiara surcó la noche girando sobre sí misma y alcanzó al fuego fatuo justo en el centro.

La fuerza de la explosión creó una onda expansiva. En esta ocasión, la criatura desapareció de una vez por todas.