PRÓLOGO

A medida que la noche daba paso a un grisáceo amanecer, se empezó a levantar una niebla baja que se agarraba al suelo húmedo y a los parches dispersos de nieve sucia. Una mujer de cabello negro, con los jirones de neblina enredados en torno a sus piernas, calzadas con botas negras, golpeaba las lonas de las tiendas con la mano a medida que recorría el campamento silencioso. Unas pocas docenas de soldados ya se habían despertado; alzaban la vista y sonreían al pasar la mujer.

—Es hora de que os ganéis vuestra paga, holgazanes —les instó con brusquedad a los adormilados hombres—. ¡Vamos, moveos!

A su paso se escuchaban maldiciones; los soldados insultaban a los antepasados de la mujer mientras recogían sus armas y se ponían las botas y los yelmos. Se levantaron las solapas de entrada de las tiendas una tras otra, y los hombres salieron al cortante frío invernal, se ajustaron las capas de lana y maldijeron el tiempo desapacible.

—Por los dioses, ¿es que ese loco de Valdane y su maldito mago no podían esperar hasta el verano? —protestó un hombre de barba y bigote rubios, que tenía la nariz colorada por el frío, lanzando una mirada malhumorada a las dos tiendas grandes plantadas en lo alto del cerro, separadas unos cientos de pasos de distancia del resto del campamento.

—¡Calla, Lloiden! —advirtió su compañero. Un hombre de aspecto avejentado acababa de aparecer inesperadamente por la abertura de la más pequeña de las dos tiendas y clavaba la oscura mirada directamente en el par de descontentos. La negra túnica del viejo iba atada a la cintura con un cordón de seda del que colgaban una docena de bolsitas. Los delgados dedos del hombre juguetearon con una de ellas; el camarada de Lloiden se puso pálido, y de nuevo instó a su compañero de tienda a que guardara silencio con otro ademán.

La mujer hizo un alto y se volvió hacia el soldado.

—En el último paso de montaña, al sur de aquí, está tirada la cabeza del último hombre que puso en tela de juicio las decisiones de Valdane o de su mago —dijo sin levantar la voz—. Algunos dicen que su aspecto tenía una extraña semejanza con la de un sapo. Valdane es lo bastante rico para pagar bien a sus mercenarios, y eso es lo único que debe importarnos, Lloiden.

El soldado alzó la barbilla en un gesto obstinado; agitó una mano, como desestimando el asunto, y esperó a que el mago diera media vuelta y entrara en su tienda otra vez. Entonces Lloiden reanudó sus protestas.

—La paga es, sin duda, un punto importante, pero ¿acaso no lo es también la estrategia? —insistió mientras se acariciaba la barba, húmeda de rocío—. ¿Por qué atacamos tras sólo dos semanas de asedio? Participé en el sitio de Festwild, al norte de Neraka, hace unos años. ¡Aquél duró dieciocho meses, e incluso entonces, en la acometida final, el enemigo resistió otros tres días combatiendo!

Varios soldados hicieron un alto en sus preparativos para observar con curiosidad a la mujer del cabello rizoso y a su pendenciero subordinado.

El aire de autoridad de la mercenaria parecía ser contradictorio con su edad, pues calculaban que podía tener poco más de veinte años. Iba cubierta de la cabeza a los pies con prendas de cuero negro, y la cota de malla no menoscababa su figura, joven y esbelta. Llevaba una capa de lana, rematada en el cuello con pieles de martas de las nieves, que también adornaban el cuero endurecido con el que se protegía los antebrazos desde la muñeca hasta el codo. La empuñadura de su espada relucía.

El compañero de tienda de Lloiden se apartó de él.

—La capitana Kitiara tendrá la cabeza de Lloiden por desafiar su autoridad. Esto se pone bien —comentó uno de los hombres, y los soldados se dieron codazos y sonrieron con malicia.

Pero Kitiara se limitó a sacudir la cabeza con un gesto de resignación, como dando a entender que aquél era un tema sobre el que se había discutido demasiado a menudo.

—La impaciencia es una insensatez —dijo, mostrándose de acuerdo—. Dos semanas de asedio apenas tienen que haber causado merma en las provisiones de Meir, y, aunque él ha muerto, los días transcurridos no son suficientes para desalentar a los defensores del castillo.

—Entonces, repito: ¿por qué atacar ahora? —demandó Lloiden—. ¿Por qué no esperar a que se les acaben los víveres y estén debilitados por el hambre?

Kitiara abrió la boca, pero enseguida la cerró sin haber dicho nada. Se pasó la mano por el húmedo cabello negro, que se alisó unos instantes antes de volver a ensortijarse. Dirigió la vista hacia la tienda del mago, pero en su rostro no había el menor atisbó de su habitual sonrisa torcida.

—Valdane quiere un final rápido —comentó—. Hay quien dice que Valdane teme que su hija sea capaz de dirigir las fuerzas de Meir contra él —argumentó otro soldado en un susurro apenas audible.

—Sobre todo ahora —abundo uno de sus compañeros—. Con su esposo muerto, los meiris ven en Dreena su única esperanza para combatir a su padre.

—Sea como sea, los generales están de acuerdo con la decisión de Valdane, y no se sentirán muy inclinados a escuchar las protestas de una simple capitana —dijo Kitiara, mostrando un evidente desprecio por sus comandantes—. Sobre todo con el mago respaldando todas las órdenes de Valdane. Y ahora, déjalo ya, Lloiden. —Su tono no admitía réplica; el soldado barbudo sacudió la cabeza y reanudó los preparativos.

La capitana siguió su recorrido y se detuvo ante su propia tienda.

—¡Arriba, Mackid! —dijo a voces—. No es posible que estés tan cansado. A mí, por lo menos, no me tuviste despierta hasta muy tarde anoche.

Los otros mercenarios prorrumpieron en carcajadas apreciativas y varios se ofrecieron a ocupar el sitio de Caven Mackid en la tienda de Kitiara, pero no hubo respuesta alguna al otro lado de la lona.

—¿Caven? —Kitiara apartó la solapa de la entrada. La rapidez con que la dejó caer hizo comprender a los que observaban la escena que Mackid no estaba dentro. La mirada, en parte exasperada, en parte admirativa, que dirigió a la zona baja de la ladera donde estaba el improvisado corral, reveló dónde suponía que debía encontrarse Mackid—. Condenado Maléfico —rezongó—. Ojalá ese hombre tuviera tanto interés en practicar con su espada como lo tiene en cuidar a su semental.

Luego se volvió hacia las tropas para reanudar sus exhortaciones. Los soldados daban cuenta de un desayuno frío, consistente en queso y carne seca de venado, mientras se preparaban para la batalla. Kitiara llegó al borde occidental del campamento y se detuvo en la ladera de la colina para mirar fijamente la serranía que se alzaba en el este, donde el cielo empezaba a adquirir la tonalidad gris del amanecer. A lo lejos, por el oeste, los riscos de otra cordillera todavía permanecían envueltos en la oscuridad, silenciosos bajo el dosel de los árboles. Las dos cadenas montañosas avanzaban hacia el sur formando una «V» irregular y abrazaban la ciudad de Kernen, hogar de Valdane, que ahora se agazapaba como un lince a las puertas de su vecino.

Era del dominio público que Valdane había casado a su única hija con Meir con la esperanza de convencer al hombre más joven para que anexionara su reino al de su suegro. El matrimonio no tuvo el desenlace planeado, y Valdane había jurado vengarse.

Ahora Kitiara escuchaba los apagados sonidos metálicos y las maldiciones del ejército mercenario invasor, que se preparaba para enfrentarse a las menos numerosas —pero leales— fuerzas meiris. Siguió avanzando por la inclinada ladera, a través de la niebla, buscando un punto desde el que tener una buena visión panorámica del supuesto campo de batalla. Naturalmente, ya había examinado el lugar en varias ocasiones durante las dos semanas que llevaban acampados allí, pero las condiciones del terreno variaban con rapidez en invierno, haciéndolo traicionero.

Unos gritos procedentes del campamento atrajeron su atención. Vio que algunos mercenarios se volvían a mirar el castillo de Meir, situado en una cañada despejada de árboles que había por debajo del campamento. Kitiara ya había advertido la presencia de una mujer en las almenas, pero no había caído en la cuenta de quién era. Ahora lo comprendió. La mujer, cuyo rubio cabello brillaba de manera que casi parecía blanco, iba vestida con unos llamativos ropajes azul cárdeno y rojo sangre, los colores de Meir.

—Dreena ten Valdane —susurró Kitiara.

Aunque la niebla ocultaba los tres primeros metros de la parte inferior del castillo, la delgada figura de la mujer ofrecía una espléndida diana en lo alto de las almenas, a unos cientos de metros del campamento de su padre, instalado entre árboles. Dreena se encontraba a unos veinte metros por encima de los soldados, pero era una distancia al alcance de los arqueros contratados por Valdane.

—Precisamente en el mismo sitio en que estaba su marido hace una semana, cuando lo alcanzó una flecha —musitó Kitiara para sí misma—. Quizás esté ansiosa por reunirse con él. —Resopló con desdén.

Mientras Kitiara la observaba, Dreena agitó la mano audazmente a la tienda más grande del campamento, en la que ondeaba el estandarte negro y púrpura de Valdane de Kern; luego retrocedió y desapareció de la vista.

—Es una necia —dijo un hombre de cabello y barba negros, que salió de entre la niebla—. ¿Por qué provocar así a su padre? Sus fuerzas están destinadas a sucumbir, y necesitará cualquier vestigio de buena voluntad para, al menos, conservar la cabeza cuando esto haya acabado. Valdane la considera tan enemiga como a su fallecido esposo.

—No es una traición defender tu propio país, Mackid —objetó Kitiara, que había estrechado los ojos.

—Está traicionando a su padre.

—Pero no a su esposo.

—¿Acaso la capitana Uth Matar se está volviendo blanda? —El tono de Caven era divertido—. Por los dioses, Kitiara, ¿defendiendo un amor romántico?

—Ni mucho menos. Pero sé apreciar el valor que demuestra al respaldar las ideas del hombre que amaba.

Caven rezongó.

El cielo se aclaraba de manera paulatina, pero la bruma se hizo más densa y se extendió hasta semejar un esponjoso manto echado sobre el suelo. Las volutas vaporosas parecían cortar las piernas de Caven y Kitiara por las rodillas. La difusa luz incrementaba un cierto parecido entre el hombre y la mujer: cabello negro, ojos oscuros y tez blanca. Pero si se los observaba con más detenimiento se hacía patente que las similitudes eran superficiales. Mientras que la constitución de Kitiara era atlética, haciendo su figura esbelta y enjuta, el cuerpo de Caven era muy musculoso. Incluso ahora, en la mirada de soslayo que le dirigió Kitiara, se advertía una expresión apreciativa.

—Con la niebla, a los hombres les va a resultar difícil avanzar por este terreno irregular —dijo Caven pensativo—. Quizá los generales decidan esperar.

—¿Están listos los caballos? —preguntó Kitiara.

Por el tono de su voz Caven comprendió que las chanzas y los chismorreos habían terminado. El momento de la batalla estaba cerca.

—Maléfico y Obsidiana están ensillados y cargados —contestó—. Wode se está ocupando de ellos.

—Ya era hora de que tu escudero sirviera para algo.

—Aun así, es mi sobrino.

—¿Quién es ahora el blando? —lo azuzó la mujer mientras lo miraba de soslayo, y añadió antes de que él tuviera tiempo de contestarle—: Di a Wode que dé a Obsidiana una ración extra de avena y que espere con la yegua al comienzo de la trocha del oeste, —vaciló antes de proseguir—. Esta batalla me da mala espina, Caven —admitió—. No estoy convencida de que los generales de Valdane sepan llevarnos a la victoria. Ya han echado a perder el asedio, en mi opinión.

Mackid esperó hasta estar seguro de que Kitiara había terminado de hablar.

—¿Temes una derrota completa? —inquirió.

La respuesta de la mujer no fue directa. En cambio, acarició la empuñadura de su espada.

—Ve y habla con Wode —repitió—. Y suerte, amigo. Temo que hoy la vamos a necesitar.

En cuestión de segundos, Caven había desaparecido entre los árboles y la niebla. La claridad del amanecer aumentaba de manera constante.

—Por los dioses, ¿por qué no dan ya la señal de ataque? —musitó, irritada, Kitiara. Dio unos pasos hacia el campamento—. Ya hemos dejado pasar el momento más oportuno. ¿A qué están esperando?

Unas voces la hicieron detenerse y volver la cabeza; escudriñó en la niebla, colina abajo. ¿Voces? Frunció el entrecejo, y su mano buscó de nuevo la empuñadura de la espada. El manto brumoso se había recogido alrededor de la base del castillo de Meir y había subido por los muros de granito hasta una altura superior a la talla de un hombre. Daba la sensación de que la construcción estuviera flotando, lo que —tuvo que admitir Kitiara— sería una considerable ventaja táctica. ¿Era la niebla producto de la magia? ¿Acaso la viuda de Meir disponía de ciertos trucos? Era de sobra conocido el hecho de que Dreena practicaba las artes arcanas, si bien su habilidad era sólo moderada. El hechicero de Valdane, Janusz, la había instruido desde que era una niña.

«Dreena debe saber que no está preparada para competir con el mago —se dijo Kitiara para sus adentros—. El conoce todos los conjuros que puede ejecutar».

Otra vez las voces. Y, de nuevo, llegaban de la base del castillo. Eran susurros. ¿Estarían sus defensores preparando un ataque? Kitiara echó un vistazo al campamento. No había tiempo para ir en busca de Caven u otros refuerzos, y no tenía sentido dar una alarma innecesaria. Quizá lo que oía eran los murmullos de sus propios soldados, repetidos como un eco espeluznante por los muros del castillo.

—Esta niebla infernal… —susurró Kitiara. Desenvainó la espada y, aprovechando la cobertura de la maleza y la bruma, se encaminó sigilosa hacia el sonido. Apenas veía nada, ni siquiera sus propios pies, pero siguió avanzando despacio.

Las voces parecían venir ahora de la izquierda. De repente, el granito gris del castillo surgió ante Kitiara como la inmensa tumba de algún dios prehistórico. A despecho de sí misma, un ahogado sonido de sobresalto escapó de su garganta. Divisó la silueta de un arbusto que crecía junto al muro y se metió detrás con premura.

—¿Quién anda ahí? —Era la voz de una mujer, un timbre imperioso, acostumbrado a dar órdenes.

Kitiara se metió más tras el arbusto y atisbó con cuidado por encima. Una mujer apareció entre la bruma, a escasos seis metros de distancia, pero no miraba en su dirección.

—¿Quién va? —repitió. Aguardó un instante y después giró sobre sus talones, de cara al castillo—. ¿Lida? —Su voz sonaba ahora tensa por un repentino temor.

Kitiara dio otro respingo, pero esta vez sin hacer ruido, cuando la mujer se volvió y la mercenaria vio su perfil primero, y acto seguido aquellos inconfundibles ojos de color turquesa. ¿Dreena ten Valdane fuera del castillo? Un tropel de ideas acudió a su mente mientras intentaba decidir qué hacer.

Resultaba evidente que Dreena estaba desorientada a causa de la niebla. ¿Por qué no utilizaba la magia para sondear el brumoso manto? Kit supo la respuesta de inmediato: si Dreena lo hacía, Janusz percibiría dónde se encontraba.

La mujer ya no vestía el atuendo rojo y azul que llevaba cuando se asomó a las almenas. En cambio, se cubría con unas prendas de un tejido vulgar y colores terrosos. Un jirón de niebla se enredó en torno a Dreena. Cuando se disipó, la mujer había desaparecido.

Kitiara dio un respingo y se incorporó a medias tras el arbusto. Se obligó a guardar silencio, a escuchar; captó el leve sonido de unos pies que avanzaban presurosos por una vereda húmeda. Después, nada. La mercenaria se irguió del todo, aunque mantuvo la espada presta. Sacudió la cabeza. No tenía sentido esperar más. Dreena se había marchado, y ella había perdido la ocasión de capturarla. Con esta niebla, la mujer podía estar en cualquier parte.

Kit masculló un juramento, envainó la espada y corrió de regreso al campamento. A cada paso que daba alejándose del castillo la niebla disminuía un palmo de altura, hasta que sólo le llegó a las rodillas, mientras pasaba veloz entre los árboles, dejaba atrás las tiendas, y remontaba la cuesta en dirección al puesto de mando de Valdane. Los soldados la miraban boquiabiertos al verla pasar; Kit reparó en que Lloiden estaba soltando otra perorata sobre la estupidez con que se estaba dirigiendo esta campaña.

No había guardias en ninguna de las dos tiendas. Kit hizo un alto para recobrar el aliento y su aire de seguridad antes de entrar en la de mayor tamaño, la que tenía el estandarte negro y púrpura.

En el interior hacía una temperatura cálida, en contraste con el frío y la humedad del exterior, y los ocupantes del refugio lanzaron una mirada indignada a la intrusa. Valdane, un hombre pelirrojo de mediana edad, estaba diciendo algo al mago con voz cortante. Janusz parecía mucho más viejo que él, pero, según los rumores, era aproximadamente un año más joven. Kitiara hizo caso omiso de los dos generales que los acompañaban, y ellos hicieron otro tanto con ella, amedrentados como estaban ante la diatriba de Valdane.

—¡No atacaré hasta que sepamos con seguridad dónde se encuentra Dreena! —decía el cabecilla—. Janusz ha recurrido varias veces a sus habilidades mágicas para localizarla después de que se marchó de las almenas, pero no ha conseguido encontrarla. Sólo sabemos que está viva. Tengo que saber dónde se halla antes de correr el riesgo de lanzar un ataque. —Golpeó el poste central de la tienda para dar más énfasis a sus palabras. Los generales tragaron saliva con esfuerzo cuando el poste crujió y la cubierta de lona se tambaleó. Janusz pronunció una palabra y el grueso palo de álamo se inmovilizó. Los generales intercambiaron miradas intranquilas.

«Cobardes», pensó Kitiara. Debido a que su hermano menor era mago, se sentía mucho más tranquila con la hechicería que los supersticiosos habitantes de la región situada al noreste de Neraka.

Los hombres siguieron haciendo caso omiso de ella, así que Kit levantó la voz y los interrumpió:

—Dreena ten Valdane ha escapado.

Los cuatro hombres se volvieron veloces hacia la mujer, que sintió curvarse la comisura de sus labios. En verdad era gracioso ver a unos señores generales moverse atrás y adelante como marionetas tiradas de hilos. Valdane la miró con los ojos entrecerrados, y Kit suprimió el esbozo de sonrisa.

—¿Mi hija ha abandonado el castillo? —preguntó el cabecilla.

—Hace unos instantes —contestó Kitiara con voz clara y sosteniéndole la mirada—. La vi yo misma.

—¿Estás segura? —insistió el mago—. He estado buscándola… —La mirada de Valdane lo hizo enmudecer.

—Tenemos que estar seguros —dijo uno de los generales, el de aspecto prepotente, mientras estrechaba los ojos y se frotaba la mejilla—. No sería mala cosa que hubiese escapado. Si Dreena ten Valdane muriese en combate, soliviantaría a los campesinos meiris y nos perjudicaría.

—Los campesinos querían a Meir, pero a su esposa la adoran —intervino el otro general—. Más vale que confirmemos lo que dice la capitana. —Su expresión daba a entender que él, al menos, no consideraba a Kitiara digna de crédito—. Sugiero que esperemos.

La mujer pasó por alto las palabras de los dos generales y se dirigió a Valdane.

—Estoy tan segura de que Dreena ha abandonado el castillo de Meir como que ahora me encuentro delante de ti. —Su mirada no vaciló.

El cabecilla se volvió hacia Janusz e hizo un gesto con la cabeza.

—Lanza el ataque —ordenó.

El mago hizo una breve reverencia y se marchó; los generales lo siguieron. Kitiara esperó en la tienda de Valdane hasta que el hechicero, con su ralo cabello blanco ondeando sobre el cuello de la negra túnica, desapareció en el interior de su propia tienda; luego fue en pos de él. Cuando llegó, se situó junto a la solapa de la entrada, y la entreabrió un par de centímetros para vigilar al hechicero. El conocimiento es poder, le había repetido a menudo su padre mercenario; no la perjudicaría saber algo más sobre este misterioso mago.

Janusz se dirigió directamente hacia su catre y sacó un cofre que había debajo. Soltó un pellizco de polvo en el aire a la vez que susurraba: «Rachelan», para anular un cierre mágico. Después levantó la pesada tapa, metió la mano y extrajo una caja de madera de sándalo en la que había talladas figuras de minotauros y de criaturas semejantes a morsas, con enormes colmillos.

Repitió el encantamiento, aunque con una leve diferencia en la entonación, y después abrió la caja. Una expresión de alivio se plasmó en su semblante.

—El poder de diez vidas para el hombre que desentrañe su secreto —susurró.

Kitiara sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Los dedos de Janusz sacaron dos… Dos ¿qué? «Gemas» sería la palabra evidente, pero las piedras eran algo más que gemas. Emitían un fulgor sobrenatural. Una vez, mientras viajaba por el litoral meridional del mar de Khurman, a unos trescientos kilómetros al sur de allí, Kitiara había visto un collar de amatistas que emitían un brillo violeta con la luz de las lámparas, pero que a la luz del día adquirían el tono azul purpúreo del más profundo océano. Aquellas piedras de Khurman, sin embargo, eran meros guijarros comparadas con éstas, que irradiaban el calor de la luz y el frío del invierno.

«Hielo —pensó la mujer—. Tienen el aspecto de relucientes óvalos de hielo púrpura, del tamaño de los huevos de un petirrojo». Nunca había visto algo tan bello, y su respiración se aceleró.

El hechicero había dicho que poseían poder, y Kitiara sabía que no había mentido.

—¡Mago! —gritó Valdane desde su tienda. Janusz alzó la vista y sorprendió a Kitiara espiándolo a través de la abertura de la lona. Se guardó apresuradamente las dos piedras en un bolsillo de su túnica, y el extraño fulgor violeta desapareció como si las gemas no existieran.

—Vuelve a tu puesto, capitana… —Tembloroso de rabia, el mago casi era incapaz de hablar; las palabras sonaban estranguladas—. Y olvida lo que has visto aquí, a menos que quieras encontrarte de repente con cabeza de anguila.

Kitiara se alejó de la solapa de la tienda de manera ostentosa, pero unos segundos después estaba atisbando de nuevo por la ranura. El mago hacía una inhalación lenta y profunda, igual que la mercenaria había visto hacer a su hermano para aclarar la mente y volcar toda su atención en la ejecución de su arte. Acto seguido, Janusz se dio media vuelta y salió de la tienda, escasos segundos después de que Kitiara se hubiese agazapado tras la esquina del alojamiento del hechicero.

Éste se dirigió hacia el claro que se abría entre los árboles de la ladera, un poco más abajo de las tiendas del campamento. Desde aquel punto tenía una buena vista del castillo. Sus manos se crisparon y, como si los dedos de Janusz tuviesen vida propia, iniciaron unos movimientos complicados que acompañaban a las palabras del conjuro.

—¡Ecanaba ladston, zhurack! —entonó el mago.

Kitiara sintió un cosquilleo en la piel del rostro y apartó la vista. Oyó a Janusz continuar con su salmodia. ¿Acaso la estaba convirtiendo en una anguila? La mujer miró a su alrededor, buscando algo que reflejara las imágenes, un espejo o un charco de nieve derretida, para comprobar si seguía siendo Kitiara Uth Matar. Mientras buscaba, sin embargo, una vocecilla interior le recordó que el hechicero no había cerrado la caja. El súbito retumbar de un trueno la distrajo. Alzó la vista al cielo.

Unas nubes coalescentes se encumbraban como columnas sobre el castillo de Meir formando un frente tormentoso tan alto como una docena de fortalezas. Por el contrario, el cielo sobre el campamento de los mercenarios estaba despejado; los soldados abandonaron sus obligaciones y paralizados, boquiabiertos, contemplaron al mago que ejercía su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza para emplearlas contra su enemigo. En los parapetos, los ocupantes del castillo estaban igualmente paralizados, mirando a lo alto con creciente terror.

Los nubarrones se agitaban sobre sus cabezas; unos relámpagos amarillos, azules y rojos se descargaban entre los bullentes cúmulos. Los truenos retumbaban dentro de la cabeza de Kitiara, que se obligó a respirar, puesto que había contenido el aliento; las piernas no la sostenían, y tuvo que buscar apoyo en un árbol. Si hubiese tenido que defenderse ahora, habría caído con la misma facilidad con que se derriba un arbolillo. Pero ninguna fuerza atacante avanzaba contra los mercenarios.

Entonces, de manera repentina, las nubes se abrieron y dejaron caer una lluvia de fuego sobre los defensores del castillo.

Soldados, campesinos y nobles gritaron y buscaron frenética, fútilmente, una vía de escape del fuego líquido. Algunos se despojaron de las ropas, sólo para descubrir que el azufre se les adhería a la piel. Muchos, para evitar una muerte prolongada, se lanzaron a otra rápida arrojándose desde las murallas del castillo. Otros trataron en vano de defender la fortaleza disparando flechas contra el ejército sitiador, que esperaba a una distancia segura, fuera de peligro.

Impotentes contra el azufre, los partidarios de Meir perecían abrasados en el mismo sitio donde se encontraban. Los portones de madera del castillo reventaron; el piso alto de la construcción se desplomó. Una sección de las murallas se resquebrajó y se desmoronó. A través de la brecha, Kitiara vio que el agua de los abrevaderos hervía y burbujeaba; luego, también los abrevaderos reventaron.

Tan absoluto era el dominio de Janusz, que los mercenarios no sentían el abrasador fuego; sólo un ligero calor bajo los pies. Un viento ardiente sopló a través del campamento, aunque resultó casi agradable debido al frío y la humedad reinante. Pero el aire también trajo cenizas que irritaron los ojos de los mercenarios y los hicieron lagrimear.

Los más avispados se taparon la boca y la nariz con las capas; Lloiden no lo hizo, y se desplomó ante su tienda, medio asfixiado. Kitiara se preguntó si Janusz no estaría vengándose por la actitud insolente del soldado unas horas atrás.

Y entonces todo terminó. La lluvia abrasadora cesó de manera tan repentina como se había iniciado. Los nubarrones desaparecieron en medio de un siseo. Los mercenarios soltaron la respiración contenida. Lo que en otro tiempo había sido un imponente castillo, ahora sólo eran unas ruinas humeantes; la grieta seguía abierta en la parte delantera de la muralla, pero nadie se atrevía a entrar todavía. El aire estaba cargado de cenizas y del espantoso hedor a carne quemada.

—¿Para qué se han molestado en contratarnos? —se oyó la voz temblorosa de un soldado.

Valdane apareció por la parte trasera de la tienda de Janusz y señaló con su espada a Kitiara, que seguía todavía recostada contra el árbol.

—¡Atacad! —bramó, con el rostro congestionado por la rabia—. ¡Os contraté para que aniquiléis a mi enemigo! ¡Hacedlo!

—Valdane —dijo la mujer débilmente mientras se obligaba a separarse del árbol y sostenerse sobre sus piernas—. No hay enemigo. Tu mago se ha encargado de matarlos a todos.

Pero el cabecilla blandió su espada como un niño que arremete contra un monstruo imaginario.

—¡Asegúrate de que es así, capitana! Quiero la confirmación de que todos han muerto.

—Valdane, nadie podría sobrevivir a… —lo intentó de nuevo Kitiara.

—¡Compruébalo!

Su actitud no admitía réplica. Janusz, que tenía aspecto de estar medio muerto a causa del esfuerzo que le había supuesto la creación de la lluvia ardiente, subió la ladera casi arrastrándose y se acercó a ellos.

—Valdane, las ruinas están demasiado calientes aún para que nuestros soldados se aventuren a entrar. —La voz del mago apenas era audible, y su demacrada cara estaba manchada de ceniza y sudor.

—¡Entonces haz que llueva!

Janusz dirigió una mirada larga y penetrante al cabecilla; luego se dio media vuelta sin decir una palabra más, y regresó tambaleante ladera abajo. Kitiara escuchó una nueva salmodia.

—¡Está lloviendo! —gritó un soldado.

Era verdad. No había nubes, pero el mago había creado una suave llovizna que levantaba vapor al caer sobre las humeantes ruinas. Uno de los generales, el prepotente, ordenó a las tropas que avanzaran hacia el castillo de Meir. Los hombres de Kitiara, siguiendo las instrucciones del general, debían rodear el perímetro de la fortaleza y mantenerse alerta.

No acababan los soldados de cruzar entre las humeantes columnas que antes flanqueaban los portones, cuando se alzó un grito en la avanzadilla de los hombres de Kitiara. La voz se corrió por la fila hasta hacerse audible.

—¡Nos están atacando!

—¿Qué? —chilló Valdane, con los azules ojos desorbitados; blandió su espada atrás y adelante con gesto enloquecido—. ¡Mago!

Kitiara desenvainó el arma y echó a correr cuesta abajo, en dirección a sus tropas, pero Valdane la hizo regresar.

—¡Ve a buscar al mago y reuníos conmigo en mi tienda! —ordenó.

—Pero mis hombres… —Kitiara se volvió a mirarlos. Ya empezaban a caer ante cientos de nobles montados a caballo y vestidos con ropajes azul y rojo, seguidos por multitud de campesinos que blandían azadones, hachas y guadañas; unas armas poco convencionales, quizá, pero eficaces en manos de hombres y mujeres que defendían sus hogares y sus vidas.

El olor a humo y cieno era penetrante. Kitiara bajó la ladera corriendo y se acercó al mago. Janusz estaba sentado en una piedra; tenía la faz de un tono ceniciento, los ojos cerrados, y las manos caídas sobre el regazo, fláccidas, con las palmas hacia arriba.

—Valdane quiere verte, mago —dijo Kitiara.

Él abrió los párpados. La mercenaria tuvo que agacharse para entender lo que decía.

—No… me queda nada —susurró Janusz—. Estoy agotado. —Empezó a toser y volvió a cerrar los ojos.

—Nos esta atacando una fuerza meire más numerosa que nosotros —insistió Kitiara.

—Lo sé.

—¿Tal vez un poco más de fuego…?

El mago le dirigió una mirada desdeñosa y sacudió la cabeza. Kitiara recordó, por su hermano, las reglas de la magia; una vez utilizado, los magos olvidaban un hechizo hasta que volvían a aprenderlo otra vez. Además, la magia se cobraba un alto precio físico; pedir más a Janusz sería matarlo.

—Pero Valdane… —lo intentó de nuevo la mercenaria.

—Iré. Deja que me agarre a tu brazo.

Kitiara lo ayudó a remontar la cuesta hasta la tienda del cabecilla; ya dentro, lo llevó hasta un banco que había frente al pequeño escritorio de Valdane. Luego se retiró unos pasos y se apostó junto a la lona de acceso, pero no se marchó. Uno de los generales, salpicado de sangre, la apartó de un empujón al entrar en la tienda.

—¡Valdane, nos están derrotando! —farfulló.

El cabecilla se puso de pie. Sus azules ojos echaban chispas bajo el rojizo cabello.

—¿Cómo es posible? —bramó.

—Nos superan en siete a uno.

—¡Pero os contraté para derrotar a los meiris! —Valdane avanzó hacia el general mercenario, con la mano sobre la empuñadura de su espada. El hombre parecía desesperado.

—Debemos retirarnos —dijo—. Quizá podamos reagruparnos en las montañas y… —retrocedió un paso.

—¡No! —Valdane desenvainó la espada con un gesto veloz y la hincó en el abdomen del general, para sacarla luego bruscamente con un movimiento lateral que agrandó la herida. El soldado se derrumbó, muerto, en un charco de su propia sangre.

El cabecilla se inclinó sobre el cadáver y arrancó de un tirón la insignia de oficial; acto seguido le tendió a Kitiara el distintivo manchado de sangre.

—General Uth Matar, toma el mando —dijo Valdane sobriamente.

La mujer tragó saliva con dificultad. El mago estaba sonriendo con un gesto de menosprecio mal disimulado. Había sido nombrada general de un ejército próximo a ser derrotado, a las órdenes de un líder demente que ejecutaba a sus oficiales fracasados. No era de extrañar que Janusz se sintiera satisfecho. Kitiara no llegaría viva al final del día, y las gemas púrpuras del hechicero seguirían siendo un secreto bien guardado.

El rostro de Valdane denotaba que estaba convencido de que hacía un honor a la mujer.

—Gracias, señor —dijo ella, ocultando apenas el tono irónico de su voz. Pasó sobre el cadáver de su predecesor y volvió a su puesto junto a la puerta. Tan pronto como la atención de Valdane se centró de nuevo en el mago, Kit se escabulló por la lona de la entrada y se encaminó a su propia tienda. En el camino, arrojó la insignia de general al suelo embarrado.

Kitiara frenó la velocidad de sus zancadas al pasar frente al alojamiento del hechicero. Janusz estaba ocupado en la tienda de Valdane, y se encontraba seriamente debilitado en esos momentos. La mercenaria estaba prácticamente segura de que el mago no había puesto las defensas que protegían la caja de sándalo. Vaciló. No parecía probable que Valdane se sintiera muy inclinado a pagar a sus mercenarios derrotados el salario que les debía. Si iba a huir del campo de batalla, no estaría de más llevarse la paga… si no en monedas, sí en una o dos gemas púrpuras.

Kitiara echó un vistazo en derredor y se deslizó al interior de la tienda. Un segundo después estaba de rodillas delante del cofre. Respiró hondo, confiando en que el mago no hubiese dejado una serpiente mágica dentro para guardar su riqueza, y levantó la pesada tapa. No ocurrió nada. Sacó la caja de sándalo. Si el mago había puesto alguna clase de defensas, tenía que ser aquí. Alzó la tapa de la caja, pero tampoco entonces pasó nada.

La mercenaria olvidó sus recelos cuando el brillo de las nueve piedras púrpuras fluyó del interior de la caja de sándalo. «El poder de diez vidas» había dicho el hechicero. Quizás ella pudiera dominar ese poder; necesitaba un mago que la ayudase, y ¿quién mejor que su propio hermano, Raistlin, que vivía en Solace? Estudiaba en una escuela de hechicería desde que era un niño. Kit sabía que estaba bien dotado y que, ciertamente, le era leal.

Esto precisaba un poco de reflexión.

Por el momento, sin embargo, la situación requería acción más que reflexión. Maldiciendo el rato que había perdido en cavilaciones, se guardó las nueve piedras en un bolsillo y salió presurosa de la tienda.

Encontró a Wode, el escudero de Caven, en el lugar acordado. El larguirucho joven sujetaba la brida de Obsidiana y se mantenía a una distancia prudencial del negro semental, que piafaba y tiraba de las riendas atadas a un roble. Sin decir una palabra, Kitiara arrebató bruscamente la brida de su yegua a Wode y montó. Hacía que el animal volviera grupas cuando una voz la detuvo. Kit sofrenó a la yegua.

—Caven, me marcho.

El mercenario subió de un salto a lomos de Maléfico, su corcel; él era el único capaz de manejar el arisco animal, que había ganado en un juego de dados a un minotauro, en Mithas.

—Voy contigo.

—Pero… —empezó Kitiara.

—Te acompaño —la interrumpió, tozudo. Hizo un gesto a Wode, y el adolescente salió corriendo.

Kitiara decidió que podría necesitarlo, sobre todo ahora.

—Vámonos —dijo. Siempre podía librarse de Caven más adelante, pensó.

Instantes después, los dos caballos negros como el azabache, con sus jinetes morenos, desaparecían entre los árboles. Pocos minutos más tarde, Wode, montado en un desgalichado jaco castaño, galopaba en pos de ellos.

Atrás quedaba la batalla, próxima a un sangriento desenlace. Valdane y el mago, que se apoyaba pesadamente en su bastón, entraron en la tienda de Janusz.

—Utiliza las piedras —ordenó el cabecilla.

—Todavía no. —Janusz se sentó, agotado, en el catre.

—Dijiste que eran muy poderosas.

—Requieren mucho estudio —protestó el mago—. Aún no conozco sus secretos.

—¡Utilízalas!

Janusz se incorporó débilmente, se acercó a la caja de sándalo e inició el conjuro para abrirla, pero se detuvo en mitad del encantamiento. Tendió las manos temblorosas hacia la caja, y la tapa se levantó con facilidad. El mago dirigió una fugaz mirada al cabecilla; en su semblante ceniciento se pintaba una expresión mezcla de horror y cólera. Después bajó de nuevo la vista a la caja de sándalo.

—¡Han desaparecido! —susurró—. ¡Esa zorra! —Janusz, cuyos labios apretados formaban una estrecha línea, metió la mano en un bolsillo y sacó dos piedras relucientes—. Tiene nueve, cuando sólo con una, por lo que sé, sería suficiente para dominar todo Krynn.

En el exterior sonó un grito. El general prepotente entró en la tienda; su nerviosismo quedaba patente en la agitación de sus manos.

—Hemos encontrado el cuerpo de tu yerno, Valdane —anunció, añadiendo innecesariamente—: Meir.

—¿Y qué? —espetó el cabecilla—. Sabíamos que murió hace días, en el primer ataque. Márchate o ve al grano. Tengo problemas más acuciantes.

—El cuerpo de una mujer yace a los pies del ataúd. —El general parecía desinflado.

—¿Y a mí qué me importa? ¿Quién es?

—Eh… parece que se trata del cadáver de la esposa de Meir.

Valdane se quedó inmóvil, como petrificado.

—Kitiara juró que Dreena había escapado —murmuró al cabo.

—Al parecer, la capitana Uth Matar estaba equivocada —dijo el general, sus palabras cargadas de rencor—. El cadáver lleva la joya matrimonial de Dreena ten Valdane: el búho de malaquita en un cordón de plata. La cadena está fundida, pero la gema es identificable.

—Dreena nunca se separaría de esa joya. —El tono de Valdane seguía siendo calmado.

—Por el dios oscuro Morgion —dijo por fin Janusz, con voz quebrada—. Dreena murió en el fuego mágico, y yo… —se tambaleó, incapaz de terminar la frase, y tuvo que apoyarse contra el cofre en el que había estado guardada la caja de sándalo. Aturdido, contempló cómo el general corría la misma suerte de su colega unos minutos antes.

Mientras el soldado soltaba su último estertor, Valdane se volvió hacia el hechicero. Su semblante estaba muy pálido y tenía los puños apretados.

—Si valoras en algo tu vida, mago, encuentra a Kitiara Uth Matar. Tráemela. Quiero verla morir.