13

Así acabó mi fuga. Así acabó también el mayor sueño de mi infancia. Aunque en realidad no acabaron en ese momento y en ese tren sino algo más tarde y en casa, y entonces acabaron del todo. Pero antes tengo que decir que bajé en la primera estación y que mi tía bajó conmigo. No hace falta, le decía yo, si he venido sola puedo volver sola, pero eso en el fondo era lo último que deseaba. Alfonso se quedó en el coche-cama con sus maletas y las de ella, y nos decía adiós por la ventanilla mientras nosotras, desde el andén, veíamos el tren alejarse poco a poco y luego coger velocidad y perderse definitivamente en la oscuridad. Estábamos en Alcalá. El tren había parado apenas un minuto y sólo habíamos bajado nosotras. Vamos para adentro, que hace frío, dijo la tía Amalia. La cafetería estaba cerrada, y también las taquillas. No tenemos tren hasta las seis cuarenta, dijo mi tía, mirando los paneles, y luego añadió: Habrá que esperar.

Nos sentamos en uno de los bancos del vestíbulo. En otro banco dormían dos mendigos entre periódicos arrugados, mantas viejas y cajas de cartón. El reloj de la estación marcaba para siempre las once y diez, y de algún lugar llegaba como en sordina el rumor de una radio. En un sitio como aquél jamás una despedida podía ser alegre. ¿Por qué me pusiste eso de nunca te olvidaré?, le pregunté, ¿de verdad pensabas que no nos volveríamos a ver? Mi tía me miró con tristeza y dijo: Acuérdate de esto, María: el pasado siempre te persigue. Unas veces puedes enfrentarte a él pero otras no te queda más remedio que huir. ¿Y quién sabe entonces lo que puede ser de ti? Pero no creas que esto lo hemos elegido nosotros. Habríamos preferido que todo siguiera como estaba. Las cosas nos iban bien y, cuando se tiene dinero, es muy fácil respetar la ley. Pero, ya lo viste, apareció Torres y…

No hace falta que me des explicaciones, dije. Estuvimos un rato en silencio y luego ella me dijo que me tumbara y apoyara la cabeza en sus muslos: Has dormido muy poco, necesitas descansar. Me acuerdo, dije, de cuando acompañaba a mi madre al médico. Cogíamos un tren aquí, en esta misma estación, después cogíamos un autobús, y yo era feliz porque iba a verte y a estar contigo. Aquel día era siempre el mejor del mes. Me gustaba pasear contigo, ir de tiendas, merendar en las cafeterías, entrar en el cine a ver una película de Marisol… Pero todo eso ya pasó… Mi tía me acariciaba con suavidad el pelo y, aunque no dijo nada, estuve segura de que en ese momento estaba pensando lo mismo que yo. Que Marisol era ahora una mujer de veintitantos años y que también yo había dejado de ser una niña. Que el tiempo había pasado y eran tantas las cosas que habían quedado atrás.

Un par de horas después abrieron las taquillas y empezó a entrar gente. Compramos los billetes y salimos al andén. El tren partió con algo de retraso y la tía Amalia dijo: Primero tendrás que ir a tu casa. No creo que llegues a tiempo a la escuela. Yo le pedí que no me dejara sola, que me acompañara a casa de mi madre: Me sentiré más segura si estás conmigo. Pero eso no puede ser, replicó, Encarna no quiere verme. ¡Tía, por favor!, insistí, ¡si tú no vienes no sé si tendré valor!, y ella acabó asintiendo con la cabeza: Está bien, está bien… El resto del trayecto lo hicimos en silencio, observando a los viajeros que dormitaban u hojeaban periódicos. Eran trabajadores, gente que todos los días hacía lo mismo: coger ese tren y luego coger un autobús y meterse en una oficina o un taller a trabajar durante ocho o diez horas. Para ellos era normal estar allí en ese momento; para mi tía y para mí, en cambio, era excepcional, y yo sabía que toda mi vida recordaría esa noche y ese viaje, porque a partir de entonces ya nada volvería a ser lo mismo.

Bajamos en el apeadero que había a la entrada de la ciudad, el mismo apeadero en el que solíamos hacerlo mi madre y yo cuando viajábamos desde la colonia. Era como si estuviéramos reproduciendo aquel trayecto pero no fuera a mi madre sino a la tía Amalia a quien yo acompañaba. Miró el reloj y dijo que tampoco teníamos prisa: Podemos acercarnos a El Corte Inglés. Deben de estar a punto de abrir. Subimos directamente a la planta de ropa juvenil. Te hace falta un buen abrigo, dijo, mientras revolvía entre perchas y percheros, ¿qué te parece esta trenka? Una monada, dije, una auténtica monada, y las dos nos echamos a reír. Sabíamos que no volveríamos a vernos en mucho tiempo, tal vez nunca, y que aquél iba a ser su último regalo, y sin embargo estábamos contentas, como si aquello fuera lo más normal del mundo, como si pudiéramos pasarnos todo el día o toda la vida yendo de tienda en tienda y probándonos chaquetones y gabardinas. La tía Amalia me compró la trenka. Era verde, tenía el forro a cuadros escoceses y se abrochaba con unos cuernecillos marrones sujetos a unas tiras de piel. Nadie en el barrio había tenido jamás un abrigo tan bonito. Te sienta de maravilla, dijo mi tía, al tiempo que salíamos de allí y levantaba la mano para llamar un taxi.

Y ahora estábamos ya dentro del taxi, camino de mi barrio, de mi casa, de mi madre. ¿Cómo sería el reencuentro? Yo, ya lo he dicho, nunca había visto llorar a mi madre, pero podía ser que en esta ocasión lo hiciera. Motivos no le faltaban (el marido en la cárcel, el hijo mal casado, la hija huida), y seguro que sus lágrimas lograrían conmover a mucha gente. No a mí, sin embargo. Aunque su llanto me descubriera de repente lo buena que era en el fondo y lo mucho que me quería, yo me temía que era ya demasiado tarde y que mi amor por ella se había secado para siempre. También podía ser que me encontrara con la bruja arisca y gruñona que yo conocía, que me recibiría con todo el rencor y el resentimiento que había ido acumulando a lo largo de su triste vida, y entonces yo sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que volviera a escaparme y que, si me cogían, me escaparía otra vez, y así siempre hasta que llegara a la mayoría de edad y pudiera por fin irme a vivir por mi cuenta y olvidarla. ¿Y dónde estaría entonces la tía Amalia? ¿Podría todavía acudir a ella y decirle: Me quedo contigo, esta vez no me digas que no?

El taxi se detuvo justo delante del portal. Te espero aquí y si hace falta me llamas, dijo mi tía. ¡Sube conmigo!, le supliqué, ¡es lo último que te pido! Pero, María, no sé si eso es lo mejor… ¡Tía, por favor!, volví a suplicar. Ella dijo que tenía que llegar al talgo de las dos y que, en todo caso, no podía quedarse más de diez minutos. De acuerdo, dije, diez minutos. Dio instrucciones al taxista para que la esperara. El ascensor, como siempre, estaba estropeado, así que tuvimos que subir por la escalera. Subíamos despacio, muy despacio, porque en realidad tanto ella como yo habríamos preferido que ese momento no hubiera llegado nunca. Subíamos tan despacio que parecía que nunca fuéramos a llegar al rellano. Pero finalmente llegamos. Mi tía me atusó un poco el pelo, luego pulsó el timbre y se apartó, para que fuera yo la primera a la que mi madre viera al abrir la puerta.

Y en efecto fui yo la primera a la que vio. Nos encontramos cara a cara y la escruté un instante en silencio, tratando de adivinar cuál sería su actitud y su disposición hacia mí, y lo que me sorprendió fue que no se fijó ni en mí ni en mi trenka nueva, tampoco en mis zapatos ni en mis otras prendas, todas regalo de la tía Amalia, sino que se quedó mirándola a ella, mirándola con una mezcla de perplejidad y alarma, como si jamás hubiera imaginado que fuera a encontrársela ahí. ¿Por qué has tenido que venir?, le dijo, ¡vete!, ¡vete inmediatamente!, ¡corre!, ¡márchate!, pero no se lo dijo como aquella vez que la tía vino a ofrecerle dinero sino que se lo dijo en un tono apremiante y ansioso, como si estuviera tratando de ayudarla, de avisarle de un peligro. La tía Amalia vaciló un poco y luego empezó a bajar las escaleras, primero despacio, luego algo más deprisa, y yo no acabé de entender lo que ocurría hasta que la puerta de mi casa se abrió del todo y vi a dos hombres mal trajeados que me miraban con suspicacia y que echaron a correr escaleras abajo en cuanto vieron a mi tía. Eran policías, no cabía la menor duda. ¡Es ella!, gritó uno, ¡la del robo!, y los dos hombres habían sacado ya sus pistolas y gritaban: ¡Alto! ¡Policía! Yo me volví con rabia hacia mi madre: ¿Qué hacen aquí? ¿Les has hecho venir tú? Mi madre negó con la cabeza y habló como excusándose: Llamé para ver por qué no venías y no había nadie. Entonces llamé a la policía y descubrieron el robo. Y ahora estaban aquí interrogándome cuando…

Me asomé al hueco de la escalera y vi que la tía Amalia había alcanzado ya el portal. Me abalancé sobre la barandilla exterior. ¡Corre!, grité con todas mis fuerzas, ¡corre! Mi madre se asomó también a la barandilla y desde allí lo vimos todo. Vimos cómo ella recorría en dos zancadas la escasa distancia que la separaba del taxi y se metía dando un portazo, y cómo luego uno de aquellos hombres rompía con la culata el cristal de la ventanilla y le apuntaba a la cabeza mientras el otro rodeaba el coche y ordenaba al taxista que saliera. Hubo entonces un par de segundos en los que todo quedó como paralizado: el taxista con una pierna fuera del vehículo y las manos en alto, la tía Amalia con la cabeza apoyada en el respaldo de su asiento, los policías con las armas bien cogidas entre ambas manos. Los vecinos empezaron a asomarse a portales y ventanas, y el que se ocupaba de mi tía abrió muy despacio la puerta y la hizo salir. Tuvo que apoyar las manos en el capó y mantener las piernas separadas mientras la cacheaban, y permaneció en esa misma postura hasta que acabaron de registrar el interior del taxi. Luego éste se fue y uno de los hombres subió a decirnos que no nos moviéramos de casa en todo el día y, cuando volvió a bajar, había ya bastantes curiosos mirando. Aquel hombre se abrió camino hasta un coche cercano, un Simca 1000 azul oscuro, y el otro acompañó hasta allí a la tía Amalia, que ahora tenía las manos esposadas a la espalda. Antes de entrar en el Simca, mi tía se volvió un instante hacia donde yo estaba junto a mi madre y me envió una sonrisa de despedida. Una sonrisa triste, tristísima, porque ninguna de las dos habría querido jamás despedirse de ese modo. Luego el coche arrancó y yo la seguí con la mirada hasta que lo perdí de vista, lejos, muy lejos de casa, fuera ya del barrio, al otro lado del campo de alfalfa en el que algún día construirían el dispensario, al otro lado de las vías y el paso a nivel.

Sólo entonces me di cuenta de que yo había tenido la culpa de todo. De que si no hubiera acudido a la tienda la tarde de la subasta ni la hubiera seguido por Madrid, si no hubiera subido a ese tren nocturno ni la hubiera buscado en los coches-cama, si luego no hubiera insistido en que me acompañara a casa y presenciara aquel reencuentro, mi tía sería ahora una mujer libre. Libre, millonaria y feliz. Noté entonces que mi madre me agarraba por el hombro y me estrechaba con suavidad contra su cuerpo, y noté también que su cuerpo estaba caliente, y aquel calor antiguo y espeso, casi animal, me recordó ciertas tardes de mi infancia, cuando yo todavía la quería y me gustaba ayudarla a hacer mermelada con las fresas que los niños de la colonia robábamos en un huerto cercano. El olor de aquellas fresas cociéndose en agua con azúcar se me hizo presente por un instante brevísimo. Luego, sin poderlo remediar, me eché a llorar. Era una mañana de febrero del año setenta y dos, el peor mes del peor año de mi vida.